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EDITORIAL
La virtud de la experiencia y la confianza de la información
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El 2017 fue mi segundo año como diputada de la Ciudad de Buenos Aires y tuvo una diferencia muy importante respecto al primero: la experiencia. La tarea parlamentaria, como cualquier otra labor, posee una curva de aprendizaje natural. El tiempo ayuda a perfeccionar el trabajo. Ayuda a conocer los procesos, usos y costumbres de la institución; a generar vínculos multisectoriales; a escuchar a más cantidad de vecinos, expertos y funcionarios; a recorrer más escuelas, hospitales, organizaciones sociales y barrios. En definitiva, posibilita generar un bagaje experiencial que redunda en cantidad y calidad de proyectos de ley.
No hay dudas que la experiencia posee un valor estratégico fundamental a la hora de trabajar con procesos del Estado y, en particular, legislativos. Tal es así, que en las sociedades con sistemas institucionales reconocidamente sólidos, los parlamentos suelen estar constituidos por porcentajes altos de legisladores con largas trayectorias en la materia. Lamentablemente, no es el caso de nuestro país, que posee un problema estructural en la altísima rotación de sus legisladores: estamos ubicados entre los países de la región con mayor recambio en las cámaras.
Nuestros diputados y senadores duran en promedio solamente un periodo de cuatro años. Ya a finales de la década del 90, un estudio titulado Políticos profesionales, legisladores amateurs. El Congreso argentino en el siglo XX, realizado por Mark Jones, Sebastián Saiegh y Mariano Tommasi, señalaba esta tendencia indicando que, por ejemplo, mientras que en 1997 en Argentina solo el 17% de los legisladores nacionales fueron reelectos; en 1995 en Brasil ese porcentaje fue del 43%; en Chile en 1993, del 59%; en Panamá en 1999, del 49%; en Colombia en 1990, del 48%; en Estados Unidos en 1996, del 83%. También podríamos destacar que en Argentina entre el 2001 y el 2011 pasaron por la cámara de Diputados de la Nación 908 diputados, o que por la Cámara alta pasaron 229 senadores diferentes: ¡la Cámara Baja se renovó por completo tres veces y media, y la Cámara Alta tres veces!
Estamos acostumbrados –tal vez casi intuitivamentea entender a la renovación como un valor positivo per se. No obstante, esto que probablemente sea cierto en el ámbito de los Poderes Ejecutivos, impacta negativamente en el desarrollo de carreras legislativas profesionales y de calidad, genera pérdida de experiencia y, por tanto, afecta el fortalecimiento institucional del parlamento.
La experiencia es un activo que desde el Estado debemos aprender a preservar, estimular y equilibrar con los también necesarios procesos de recambio. Pero para hacerlo, y que se den las condiciones para que la permanencia –necesaria para la experienciase transforme en una virtud y no en un vicio, es fundamental avanzar en el mejoramiento de los mecanismos de apertura y transparencia de las legislaturas, una materia en la que aún estamos muy atrasados.
Los argumentos de la necesidad de mayores niveles de transparencia no sólo son jurídicos, son al mismo tiempo fundacionales. Rousseau aseguraba que la legitimidad de los gobiernos republicanos consistía en estar vinculado a la voluntad de los ciudadanos, que se manifiesta en las leyes, las cuales son asunto de la voluntad general, que es precisamente donde los ciudadanos como tales se funden en una persona
pública. A la luz de esta definición, la tarea legislativa resulta fundamental para la integración social a la vida pública. No solo porque es el espacio natural en el que confluyen las diversas representaciones políticas, sino también porque es el ámbito en el que se plasma – de forma concreta y periódica – el reflejo de la voluntad de los ciudadanos a través de las leyes. Resulta una obviedad afirmar que es uno de los grandes pilares del sistema democrático representativo en el que vivimos.
Un diputado justamente es un representante en todo sentido. Es alguien que vela por los intereses de otro, y esa acción implica (o debería implicar) un pacto tácito de confianza entre el representante y el representado. Cuando no existe confianza la legitimidad del sistema se debilita por completo y, además, difícilmente se pueda aspirar a entender la permanencia como una virtud.
En ese sentido, es nítido que en todo el mundo, pero en nuestro país en especial, arrastramos una crisis de confianza hacia la política. Esto tiene como consecuencia directa la debilitación de las instituciones democráticas, y por ende, de los niveles de participación, responsabilidad y compromiso en la vida pública de los ciudadanos. Cuando ese tejido se rompe, el progreso y el bienestar social se ponen en riesgo.
Revertir esa situación no es una cuestión menor. Al contrario, es una prioridad de primer orden. Sin embargo, como sabemos, en Argentina el proceso de desconfianza hacia lo público está muy arraigado por varias razones: altos niveles de corrupción; frustraciones generadas por la continua inestabilidad económica; pero también, por la falta de niveles de apertura y transparencia en el funcionamiento de nuestras instituciones.
El Índice de Transparencia Legislativa impulsado por la Red Latinoamericana de Transparencia Legislativa y la Fundación Directorio Legislativo, que por primera vez se ha presentado en nuestra Ciudad en 2017 y que mide el nivel de transparencia, acceso a la información y rendición de cuentas de las Legislaturas en 13 países de la Región, da cuenta de nuestro pobre desempeño en esta materia: nos encontramos en el puesto 11. Tenemos un largo camino por recorrer en estas cuestiones.
Tanto la experiencia como la información son bienes fundamentales para fortalecer el equilibrio de nuestro sistema democrático. La experiencia, porque optimiza los procesos y contribuye a mejorar la eficiencia del Estado. La información, porque una democracia confiable solo es plenamente viable si es capaz de garantizar el ejercicio de todos los derechos humanos. El acceso a la información pública es uno de ellos.
Natalia Fidel
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