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Imagen e imaginarios sobre el demonio en los Andes Diabladas, diablillos y son de diablos: algunos registros de danzas de los diablos en el Perú (siglos XVII-

en poblados y villas coloniales andinas39; lo que evidencia, a su vez, la continuidad ritual indígena, ahora fuertemente impregnada de elementos y prácticas del mundo religioso popular ibérico. Así, la fiesta popular escapó de las fronteras del templo y el púlpito, desbordando las calles, incontrolable para los grupos modernizadores que soñaron con «civilizar» las prácticas populares. Y, como muchos autores han señalado, la fiesta y el exceso festivo reafirmaron su valía en el barroco colonial, profundamente impregnado de las estrategias evangelizadoras y pastorales trazadas en el Concilio de Trento (1545-1563), que terminó por ratificar la importancia de una celebración «desbordante», «recargada» y «excesiva» como se expresa la fiesta popular andina (Estenssoro, 2003).

IMAGEN E IMAGINARIOS SOBRE EL DEMONIO EN LOS ANDES

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«A los Andes (…) el diablo llegó múltiple, y aquí se multiplicaron sus personalidades. El Demonio terrible no pudo encontrar, desde la perspectiva indígena, un verdadero equivalente cualitativo. Tampoco encontró un lugar medianamente terrible que sustituyera el crudelísimo Infierno cristiano».

Alfredo López, Cuernos y colas, reflexiones en torno al demonio en los Andes y Mesoamérica, 2013

Con el arribo de la iglesia católica a América, la figura del demonio cristiano fue introducido dentro de la naciente sociedad colonial a fin de ejecutar las funciones «oficiales» que el clero había otorgado de este personaje: la encarnación absoluta del mal y catalizador del miedo, del pecado y la condena eterna. Una herramienta más en los procesos de conversión de la población indígena, pero también un mecanismo de control social sobre los grupos urbanos, criollos, mestizos y afro descendientes. Sin embargo, este ejercicio de aculturación no resultó como postularon los evangelizadores y tratadistas católicos. La concepción del diablo cristiano no terminó de calar dentro de la cosmovisión indiana y, tal como ocurrió en el mundo popular europeo, los sectores subalternos le dieron nuevos significados, alejados de la doctrina, pero más cercanos a sus propias expectativas religiosas: «Satanás se transforma en portavoz

39. En un estudio sobre la fiesta popular en los Andes ecuatorianos, Chantal Caivallet reconoce una continuidad de los personajes surgidos en la celebración del Corpus colonial –el ángel, los animales monstruosos, los diablos, los negros– dentro del imaginario festivo contemporáneo (Caivallet 2000).

de la ambivalencia de las opiniones no oficiales, de la santidad al revés, de la expresión de lo inferior y material, de la crítica al orden y de la voz popular actuada» (Bajtin, 2003: 37).

La cultura católica española del siglo XVI, barroca y contrarreformista, evidenció una obsesión por el diablo y su presencia constante en la vida de los creyentes. Jorge-Baez (2013) señala que los textos teológicos sobre las artes mágicas y la demonología tienen su punto culminante entre los siglos XVI y XVII40. Este diablo barroco es, además, heredero de elementos simbólicos y teológicos cuyo origen se remonta a la tradición greco romana, al mundo árabe e islámico y, por supuesto, a raíces judeocristianas41. Este demonio encarna, para la iglesia que se expande en América, los anti valores que la «república cristiana» reclama. Esta sería la imagen maniquea del demonio y el mal absoluto que los evangelizadores de los siglos XVI y XVII buscaron implantar en los imaginarios andinos: «Dios y el diablo, el cielo y el Infierno, el quehacer de la Teología colonial pendula entre estas nociones (y sus correspondientes imágenes)» (BaezJorge, 2013).

Así, la construcción de la imagen «oficial» del diablo siguió en los Andes las estrategias que la iglesia había venido utilizando en la Europa de finales de la Edad Media, apuesta que se vio fortalecida por el triunfo del espíritu contrarreformista, que insistió en el uso de representaciones barrocas, iconográficas y teatrales del demonio y del destino fatal que significaba la vida en pecado:

«Los misioneros utilizaron la predicación implícita en la liturgia, la influencia del canto sagrado, las festividades a los santos, al arcángel San Miguel, la devoción a la Virgen y/o las procesiones como complemento a los otros formatos catequéticos, como fueron los himnos o las imágenes en los templos que actuaban como "sermones

40. Ya en América, los demonios se convirtieron en un tema recurrente dentro del discurso oficial de la iglesia colonial «obsesión representativa de lo pecaminoso y condenable, de ahí que su presencia sea tan fuerte en los tres siglos de colonia y hayan pasado a la historia de pintura barroca en las iglesias urbanas y rurales» (Rossells, 2011: 57). 41. «[En los Andes] (...) se reprodujo la imagen del diablo, ya sea en las conciencias colectivas como en las experiencias artísticas. El demonio fue reeditado con los atributos que el mundo popular europeo le había asignado, con cuernos, rostro de hombre con elementos de un macho cabrío, una cola y la sagacidad en su actuar. De igual forma, las misas en las plazas y las romerías como parte de las muestras públicas del culto católico formaron también parte de las campañas de evangelización» (Díaz

Araya, 2011: 66).

silenciosos" para cautivar la espiritualidad de las poblaciones nativas. Un dato no menor lo constituyó el uso del teatro religioso. Su tendencia a reproducir pasajes de la Biblia o ritos medievales sirvió para evangelizar a los indios, que participaron como actores en el montaje de las escenas, las que en ocasiones fueron escritas en la lengua de los aborígenes» (Díaz Araya, 2011: 65)

De esta manera, se genera un paralelismo entre las dos imágenes del diablo que llegan a los Andes, la «oficial» y su acepción popular. Por un lado, el enemigo de la humanidad cristiana, origen de la tentación, el dolor y la condena; y, por el otro, la imagen satírica del mismo, que se escenifica a fin de exponer, a partir de lo burlesco, las injusticias y diferencias sociales de este mundo. Es la representación «popular» del diablo europeo, imagen que no presenta un carácter «terrorífico» ni extraño, sino más bien cercano e, incluso, divertido. Como ha reconocido Mijail Bajtin (1990) en los textos del humanista François Rabelais, se llega a afirmar que, desde la perspectiva popular del siglo XVI, «todos los diablos son buena gente».

Estas dos imágenes del demonio conviven en el mundo católico y juntas van proyectándose entre las poblaciones indígenas andinas, a través del discurso oficial de la evangelización, pero también con los intercambios cotidianos dentro del nuevo entramado social surgido de la colonización, en los pueblos y villas, en las ferias, mercados y plazas.

Existen estrategias por las cuales la evangelización y pastoral católica construyeron el «miedo» al demonio: publicaciones, iconografías, pinturas y sermones en los templos, representaciones teatrales, pasajes bíblicos, etc. Sin embargo, más allá de las expectativas eclesiales, la construcción del demonio en el imaginario indígena tuvo que insertarse a los principios de la propia cosmovisión andina, marcada por prácticas de intercambio y correspondencias42. Así, el diablo pasaría a integrarse dentro de un conjunto de ritos de reciprocidad, propio de la sociedad andina.

42. Según Pierre Duviols, los indígenas andinos reconocían una serie de personajes y vocablos que podían ser interpretados como “diablo” o “demonio”. Sin embargo, los evangelizadores tempranos, solamente reconocieron a uno: el supay. Para el autor: «Esta elección fue probablemente más o menos arbitraria, si confiamos en la definición más antigua de F. Domingo de Santo Tomás en su Lexicón (1560); 1) Ángel bueno o malo, 2) Demonio o trasgo de casa. He ahí lo importante: queda claro que supay no es exclusivamente un espíritu maligno. Se convirtió en él por gracia de los evangelizadores. En: Duviols (1971), citado por Ansión (1987: 129).

Cacique indígena durante la confesión Anónimo. Plancha sobre cobre. Inicios del siglo XVII. Colección Barbosa Stern. Tomado de Estenssoro (1992). Nótese la presencia de alimañas —sapos, culebras y lagartos— que parecen “escapar” del cuerpo del pecador. Con los años, estos seres se convirtieron en elementos simbólicos imprescindibles de las máscaras de los diablos danzantes.

Frente a la visión maniquea y esquemática del diablo y el pecado ofrecida por la iglesia, la concepción dual presente en la cosmovisión andina explica el carácter ambivalente que el demonio adquiere en los Andes y la manera en que la población buscó establecer vínculos con él. En el universo cultural indígena se entendió que el diablo era un personaje

ambiguo, benéfico o maléfico, según las circunstancias. Así, ocurrió una andinización de la figura diabólica, a diferencia del demonio «oficial» presente en el discurso de la evangelización, el diablo andino no termina de generar rechazo y, tal como ocurre dentro de la tradición popular europea, la población indígena no siempre le teme y es capaz de dialogar y «negociar» con él, en una relación de reciprocidad simbólica, tal como en el pasado lo hizo con los cerros o wamanis y luego hará con los achachilas, «tíos» de las minas o con el ekeko43 .

Así, en muchos casos las representaciones del demonio andinizado terminaron deviniendo en expresiones jocosas o «grotescas», que fueron circulando y reproduciéndose en los espacios celebratorios populares, alterándose los sentidos enunciativos originales que buscaban generar el miedo en la población, acercándose a un aspecto más festivo, carnavalesco y ambiguo de su representación.

De esta manera, podemos reconocer descripciones «no oficiales» del demonio en los Andes. De un lado, en el mundo indígena, el cual, como hemos descrito, construye sus representaciones a partir de los principios de reciprocidad y dualidad. Y, del otro, en el mundo popular urbano, donde la convivencia de población indígena, africana y europea, terminó recreando la imagen del diablo «carnavalesco». Con el tiempo, estas concepciones populares del demonio habrían de encontrarse y alimentarse mutuamente en espacios rituales compartidos, como las ferias, las procesiones, las fiestas y los carnavales, atribuyéndole al diablo un definitivo rostro indígena.

«La religión y el pasado indígenas cobran vida en el imaginario colectivo con toda la carga de seducción que su diabolización podía implicar. Ya hacia 1615, León Portocarrero percibía la atracción de los negros [por] la idolatría colonial: “los negros e indios son más bárbaros que eran antes que conocieran (a) los españoles, porque entonces no tenían quien los

43. Sobre el uso de la imagen del diablo en las campañas de conversión en los Andes, se conoce una plancha grabada en cobre usada para copiar hojas de papel que servían para la catequesis y que, eventualmente, eran distribuidas en los pueblos de indios por los evangelizadores. En la imagen aparece un demonio que «se retuerce indignado de haber perdido uno de los suyos mientras que, en el lado opuesto, un ángel sostiene la cabeza del penitente y se alista a otorgarle en señal de triunfo la cruz del calvario que recuerda la historia de la redención y une el mundo terrenal con la representación del más allá celeste». Estenssoro (2003: 468). La pieza corresponde a la colección Barbosa Stern (Lima). El autor data la plancha hacia circa 1585, aunque otros investigadores la ubican en la primera mitad del siglo XVII.