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Tiempo de carnaval

del progreso social esgrimido por los reformistas racionalistas e ilustrados (quienes buscaron imponer el «triunfo de la cuaresma» sobre el desborde festivo); y, más adelante, su «redescubrimiento» a manos del romanticismo y los primeros estudiosos del folclore, en el siglo XIX.

Esta perspectiva sobre las imágenes que el discurso oficial elabora acerca de las prácticas populares son especialmente útiles para reconstruir los proyectos evangelizadores y pastorales desarrollados en los Andes entre los siglos XVI y XVII; para la interpretación del discurso que misioneros y teólogos, fuertemente impregnados por el espíritu de la Contrarreforma y el Concilio de Trento elaboraron acerca de la permisividad o no de las prácticas de desborde festivo, propio de un entramado social compuesto por indígenas, afro descendientes y mestizos; así como para preguntarnos si la fiesta religiosa, con su carácter carnavalesco, que congregaba a un público diverso de origen campesino y urbano, ha tenido los mismos significados para los sectores populares y los miembros de las elites que le son partícipes.

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TIEMPO DE CARNAVAL

Los indios tienen su propio carnaval, el cual celebran en sus campos donde pueden dejar sus ofrendas a la (…) madre tierra. Antes de empezar a bailar, todos ellos se arrodillan y besan el suelo. Los varayocs, a pequeña distancia del resto, colocan juntas sus banderas y varas y, arrodillados, hacen ofrendas de chicha y coca a Pachamama.

Frances Toor, Three worlds of Peru, 1949

Hace varias décadas, el historiador de las religiones Mircea Eliade (1973) desarrolló una explicación acerca de la importancia de los espacios y tiempos sagrados que marcan la vida de toda sociedad, reconociendo el rol fundamental que juega la fiesta como espacio dramatizado de vivencia colectiva de lo sagrado y celebración pública. Así, el mundo festivo construye sus propios instrumentos de comunicación con lo divino porque, a su manera, la fiesta y el desborde no dejan de ser un camino de trascendencia religiosa. El espacio festivo construye y vitaliza los hitos que marcan el tiempo profano: la vida cotidiana se ordena entre las diferentes fiestas que terminan enmarcándola. En el mundo andino, las celebraciones patronales han permitido la continuidad de los conceptos cíclicos propios

de la construcción del tiempo en una sociedad agraria. El sentimiento festivo de la población andina contemporánea es, además, heredero de una serie de elementos y prácticas propias del temprano «encuentro cultural» de los siglos XVI y XVII, donde se conjugaron ceremonias del calendario agrícola indígena con ritos y símbolos del catolicismo.

El barroco hispánico que llegó a los Andes con la evangelización validó este sentido original del sentimiento festivo. Reconoció la complejidad de la fiesta popular como expresión celebratoria lícita para la adoración al Dios cristiano. Fueron, más adelante, la Ilustración y los discursos de progreso, incuestionables en los sectores modernizadores desde el siglo XVIII, los que reclamaron el fin de este «desborde barroco», como parte de un programa ascético que buscó regular la fiesta popular.

El carnaval, como escenario de regocijo y celebración, es una de las manifestaciones más significativas en el mundo católico popular. En la sociedad andina revela, además, la manera en la cual las prácticas festivas populares europeas terminaron hibridando dentro del mundo celebratorio del complejo entramado sociocultural colonial.

En su sentido amplio, tanto la celebración del Corpus Christi, «la fiesta colonial por excelencia» (Caivallet 2000), así como los festejos patronales en los distintos pueblos andinos se convirtieron en fiestas carnestolendas. No porque compartan el marco temporal de celebración del carnaval (antesala al tiempo de cuaresma dentro del calendario litúrgico católico) sino por el carácter carnavalesco que presenta: excusa para el encuentro, para el desenfreno y la «inversión» del orden:

«(…) en el sentido estricto de la palabra, el carnaval está muy lejos de ser un fenómeno simple y de sentido unívoco. Esta palabra unificaba en un mismo concepto un conjunto de regocijos de origen diverso y de distintas épocas, pero que poseían rasgos comunes. Este proceso de reunión de fenómenos locales heterogéneos, bajo el concepto de “carnaval” correspondía a un proceso real (…) al desaparecer y degenerar las diferentes formas de la fiesta popular legaron al carnaval algunos de sus elementos: ritos, atributos, efigies y máscaras. De este modo el carnaval se convirtió en el depósito a donde iban a parar las formas que habían dejado de tener existencia propia» (Bajtin, 1990: 196).

Tal como Mijail Bajtin ha estudiado en el caso de la Europa bajo medieval y renacentista, encontramos que, en el mundo andino colonial, se fueron construyendo diversos escenarios festivos bajo significados carnavalescos: desde las fiestas del Corpus Christi y la Navidad, pasando por las ferias comerciales asociadas a vírgenes y santos patrones, todas constituyeron el escenario propicio para la celebración carnavalesca, tal como han dejado testimonio una serie de observadores36 .

El carnaval es también un espacio de confrontación con el poder y las prácticas festivas oficiales. Al mismo tiempo que se fortalecía, debilitaba las otras expresiones celebratorias, incluso aquellas que habían intentado ser solemnizadas desde «arriba», encarnando el verdadero espíritu festivo, popular y público de una celebración que logró mantener su autonomía frente a los fueros del poder político y de la iglesia (Bajtin, 1990: 196). Como espacio de confrontación, la fiesta carnavalesca cuestiona temporalmente los condicionantes culturales y políticos que definen a la sociedad, imprimiendo un nuevo ordenamiento «utópico» del mundo, al margen de leyes, proscripciones, jerarquías y carencias de la vida cotidiana. Algo que, de ninguna manera, lograban expresar las fiestas «oficiales», cuya función más bien fue la de legitimar ritualmente el orden existente37 .

El tiempo de carnaval, tiempo del «caos», que se opone a la perpetuación de las instituciones y su imagen de perfeccionamiento, es capaz de cuestionar al sistema a partir de la burla, exponiendo el triunfo temporal de la monstruosidad y de una «barbarie» renovadora. Este escenario construido por el «ánimo» del carnaval, de entrega a la fiesta, permitía a los individuos quebrar muchas de las proscripciones exigidas por el ordenamiento religioso oficial. Así, provistos de disfraces y máscaras, los danzantes, interpretando al diablo, animales u otras «bestias» tenían ocasión de mostrar al público el orden «al revés» que se había creado:

36. «El denominador común que unifica los rasgos carnavalescos de las diferentes fiestas, es su relación esencial con el tiempo festivo. Dondequiera que se mantuvo el aspecto libre y popular de la fiesta, en relación con el tiempo, y en consecuencia ciertos elementos de carácter carnavalesco, sobrevivieron» (Bajtin, 1990: 197). 37. «(…) contribuían a consagrar, sancionar y fortificar el régimen vigente. En la práctica, la fiesta oficial miraba solamente hacia atrás, hacia el pasado, del que se servía para consagrar el orden social presente. La fiesta era el triunfo de la verdad prefabricada, victoriosa, dominante, que asumía la apariencia de una verdad eterna, inmutable, perentoria». Bajtin, M. op.cit., pp. 14-15.

«(…) Un ambiente de libertad carnavalesca desenfrenada se creaba así en torno suyo. Los “diablos”, la mayor parte de las veces gente pobre (…) que se consideraban excluidos de las leyes habituales, violaban a veces el derecho de propiedad, robaban a los campesinos y no perdían la ocasión para salir a flote. Se entregaban también a otros excesos, por lo cual [por] cierto[s] decretos especiales prohibieron que a los diablos se les diera libertad fuera de sus papeles» (Bajtin, 1990: 239).

El espíritu festivo del carnaval europeo tuvo sus símiles en el mundo andino prehispánico, expresados en las fiestas de regocijo asociadas a la fertilidad y el ciclo agrícola38. Frente a este tiempo celebratorio andino, se contempla el carnaval europeo. Ambos escenarios festivos, terminarían encontrándose, hibridando o conviviendo como dos espacios rituales paralelos. En este sentido, se aprecia que la celebración carnavalesca andina confronta dos tipos de carnaval: de un lado, el sentido popular de «puqllay», el carnaval indígena, donde se termina promoviendo el emparejamiento de los jóvenes; y, frente a este, el carnaval «señorial», que no se asocia a ningún rito de fecundidad y que plantea una performance celebratoria acorde con los sueños ordenadores de la diversión urbana (Montoya, 1987).

En los Andes, el carnaval es el más importante homenaje a la fertilidad, espacio de celebración y desborde que marca la existencia social y colectiva. Homenaje a la vida y la reproducción de los frutos del campo y del ganado; es también un tiempo de cortejo, de reproducción de la vida humana, del encuentro consentido de jóvenes parejas; espacio para los juegos, música, bailes y competencias, en el que se van estableciendo nuevos emparejamientos y futuras familias. Así, el carnaval expresa la extraordinaria vitalidad del catolicismo popular andino, la manera en que el sentimiento y ritualidad campesina se sigue expresando más allá de los ordenamientos que contempla la doctrina cristiana.

La fiesta asociada a la celebración del Corpus Christi, a las vírgenes y los santos patrones y los carnavales se destaca como la manifestación de piedad y desborde popular más importante dentro del mundo católico en los Andes. En estos espacios rituales, un conjunto de imágenes y personajes asociados a la piedad católica medieval terminó migrando y entronizándose

38. Al igual que en el resto del mundo popular católico, los carnavales en el Altiplano se inscriben en el tiempo de cuaresma, iniciándose las celebraciones unos diez días antes del miércoles de ceniza, con la realización del jueves de compadres y comadres. Y, las fechas centrales, se ubican los días previos al miércoles de ceniza: sábado, domingo, lunes y martes de carnaval.