Las veladas de Médan

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Las veladas de Médan

La sangría

Había tratado de dar tono grave a su voz. Pero se esfuerza en vano, pues encuentra la situación cómica. Ese demonio adorable de Madame Pahauen es verdaderamente divertido No deseaba él, ciertamente, sino perdonarle otra vez sus travesuras; pero, después de todo, ¡había hecho tales demostraciones de familiaridad con ciertos miembros del Consejo! Esto le desagrada y no lo aguantará más. —Lo has Comprendido, ¿no es verdad? —le dice. Madame Pahauen suelta una sonora carcajada que hace temblar su pecho sobre el corsé, agita la cadena de su reloj y mece hasta los encajes de su falda. —¿Tienes celos? —dice por fin. El General no contesta, pero su silencio parece una afirmación. —Pobrecito mío! Pues bien, no te faltaba más que eso, ahora reúnes todas, todas las ridiculeces. —¿Ridículo yo? ¿Yo ridículo? ¿Y por qué? ¿me hace usted el favor de decírmelo? No quiero oírlo ni de los labios de una mujer. ¡Ridículo! ¿Qué ridiculeces tengo? ¿en qué? ¿por qué? ¿cómo? Yo soy un buen oficial, todo el mundo lo sabe, los periódicos que me atacan no han puesto nunca en duda mi valor. Los Generales inspectores lo han hecho constar con frecuencia en sus informes particulares; tengo notas soberbias, hojas de servicio magníficas... Y empezó a citar, henchido de vanidad una a una sus campañas, enseñó sus condecoraciones, dijo que todo el ejército le respetaba. Había publicado libros notables sobre cuestiones militares, pues era muy buen literato. ¡Y ella pretendía que pasase por un ser ridículo! Repetía sin cesar esa palabra, volvía constantemente a ella y la colocaba siempre como final de sus razonamientos. ¡Ridículo! Pero Madame Pahauen, con su voz aflautada, como mujer que sabe lo que se dice y que apoya su opinión en la opinión pública, dice: —Ridículo, sí, ridículo, digas lo que digas. El General hizo un gesto terrible. Ella prosiguió: —¿Pero tú no ves nada? ¿no lees nada? ¿no oyes nada? Entonces, con una gracia cruel, con movimientos de mano que cortaban el aire, secamente y apoyando sus afirmaciones, le recordó sus torpezas, su mala suerte, sus desaguisados que ella exageraba, atribuyéndo1os con saña feroz a su incapacidad y a sus pretensiones. Le contó todas las pequeñeces que él proclamaba no tomar en serio: los que entraban en acción sin órdenes, el ejército sin organización, las batallas dadas por la casualidad, acabando por la derrota siempre; las

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