Historias de amor

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CATULLE MENDÈS (1841-1909)

HISTORIAS DE AMOR

Título Original. – Histoires d’amour. Edición original: Alphonse Lemerre editeur. París. 1868 © Por la traducción: José M. Ramos González. Pontevedra, 2012. En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes



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HISTORIAS DE AMOR CATULLE MENDÈS

PARIS ALPHONSE LEMERRE, EDITOR. Passage Choiseul, 47 1868



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ELIAS A Madame Juliette Chardin Señora, Me atrevo a dedicaros este estudio escrito según vuestros recuerdos personales y los de nuestro querido e ilustre amigo el doctor Delton; dejando en la sombra, según vuestro deseo, pero con pena, esa parte del desenlace en el que vuestra conciencia, demasiado sutil, quiere ver una culpa en el haber de Juliette donde el lector no habría visto sin duda más que un deber cumplido; pues la promesa hecha a Elías no debía comprometerla a faltar a un juramento anterior, y Juliette, por haber sido el consuelo de un moribundo, no estaba en absoluto exenta a ser la dicha de un vivo. Tal fue la opinión del Sr. Charin, hoy vuestro marido, y del doctor Delton; tal es también la de vuestro humilde y respetuoso servidor, C.M. I En su notable tratado Uber die Krankheite der Kinder und ihren Einflus auf die Entwichkelung der moralischen Kroefte, es decir De las enfermedades de la primera edad y de su influencia sobre el desarrollo de las facultades morales, el profesor Spitzberg, vicepresidente de la Academia de ciencias médicas de Dusseldorf, pone de relieve varios ejemplos de precocidad realmente extraordinarios entre niños de siete u ocho años enfermos desde su nacimiento, y cree poder extraer esta conclusión, que, en el caso en el que continuos sufrimientos no anulen absolutamente la inteligencia de los jóvenes enfermos,


6 estos pueden por el contrario precipitar el florecimiento de la misma. Las innumerables reflexiones sobre las que el doctor Spitzbert apoya su hipótesis no podrían más que interesar vivamente a la mayoría de mis lectores; pero me resultaría bastante difícil exponerlas, siendo estas reflexiones por su naturaleza, tan delicadas, tan sutiles, y, por otra parte, formuladas en un lenguaje tan poco mesurado y al alcance de los espíritus comunes, que me ha sido del todo imposible comprender una sola. Me limitaré a añadir que la vida y la muerte del joven barón Elías de Borg, que constituye el tema de este estudio, parecen alinearse con mucho vigor entre los seguidores de la teoría anteriormente mencionada. Sin embargo, al ser mi deseo escribir un cuento y no proporcionar armas a los adversarios del honorable vicepresidente de la Academia de ciencias médicas de Dusseldorf, no impide a las personas que siguen o no al profesor Spitzbert, afirmar que una excepción no podría afirmar una ley; y en cuanto a aquellos de mis lectores que, no conocían de ningún modo ni a los unos ni a los otros de estos ilustres antagonistas, quedarán sencillamente sorprendidos de la aparente inverosimilitud de mi relato, e instantáneamente estarán capacitados para considerar que la vida real, en ocasiones, presenta a la observación, incidentes y caracteres muy superiores en singularidad a las imaginaciones de los más fantásticos poetas y novelistas. Hacia finales del año 1853, uno de los miembros importantes del Parlamento de Christiana, el conde Nils-Agrippa de Borg, cuyo origen ilustre y su reputada e inmensa fortuna llamaban desde hacía tiempo la atención de la corte de Estocolmo, tuvo el honor de ser elegido para representar en Berlín a Su Majestad el rey Carlos XV. Si mantuvo, como convenía, en las relaciones diplomáticas, el honor del pabellón sueco, comprometió extrañamente la dignidad de su carácter oficial mediante su relación, de entrada secreta, pero pronto escandalosa, con la hija de un coronel prusiano; conducta que le


7 valió por parte del rey, su señor, al mismo tiempo que una severa sanción, el consejo de reparar su falta esposándose con la joven doncella. Siendo esta pobre y mediocre de nacimiento, el conde, que además tenía otros proyectos, cedió con mucha repugnancia. Su sumisión, evidentemente demasiado coaccionada, no lo redimió y fue cesado el año mismo de su matrimonio. Muy humillado con su desdicha, se llevó consigo a la Sra. de Borg. Aquella que, como amante, había sido adorada, como esposa se le hizo odiosa. Lejos de llevarla a Estocolmo, la obligó a habitar todo el año en un castillo lúgubre, casi en ruinas, situado en Noruega, en la malsana región de Dormsö, y donde la condesa, ya enferma del pecho, no debía, según todas las apariencias, vivir más que pocos años. Ella habría podido resistir, quejarse al rey; pero, débil y triste, consintió. Cuando se la condujo a Noruega, estaba embarazada. Muy delgada, dio a luz a un niño todavía más enclenque. Se le llamó Elías. El conde no aparecía en Dormsö más que una vez al año, durante la época de caza. Entonces la antigua residencia se llenaba de huéspedes y de ruido, de palafreneros cantando durante las batidas, caballos relinchado en las cuadras. Por la noche, se celebraban largas y tumultuosas comidas a las que se le había prohibido presentarse a la Sra. de Borge. Su marido no la visitaba más que el día de su llegada y el día de su partida. Eran cortas entrevistas. Cuando él vio por primera vez a Elias pálido, escuchimizado, con el pecho hundido y las piernas en arco, ayudándose con sus manos para caminar, de modo que parecía un cachorro de animal, el conde preguntó: –¿Qué es este monstruo? –Es nuestro hijo, – respondió la madre ofendida. –Diga que es el suyo, señora – replicó el Sr. de Borg, y salió. En ese ambiente, por esos temores, el estado enfermizo de la condesa se agravaba hora tras hora. Pronto dejó de abandonar su habitación, una antigua estancia, muy profunda, que tenía


8 grandes ventanas. Permanecía allí todo el día, medio tumbada en un largo sofá y observando, a través de los cristales, el vasto conjunto melancólico del bosque sombrío y del tenebroso cielo. Elías, que tenía cinco años, jugaba al lado de ella. Eran horas de una tristeza espantosa. Por la noche, ella lloraba. El niño, cuya inteligencia se desarrollaba con una rapidez poco frecuente, se esforzaba en consolar a su madre de un dolor cuya causa parecía adivinar. Pero la condesa no se atrevía a tener a Elías demasiado tiempo a su lado, temiendo que fuese perjudicial para ese pobre ser, ya de por sí enfermizo, permanecer encerrado en una habitación casi mortuoria, donde el olor dulzón de alguna poción se mezclaba con la atmósfera nociva y tibia que emana de los tísicos próximos a morir. Cuando un blanco rayo septentrional venía a acariciar los cristales, ella mostraba el sol a Elías, el sol y los bosques, y le decía: – Ve a jugar Elías. El niño salía. Ningún criado lo acompañaba, tal era el descrédito cómplice del amo autorizando la repulsión que inspiraba el miserable pequeño. Corría por el bosque, escondiéndose entre los helechos, enredándose entre las ramas. A menudo, en la cima de un montículo, su pie, poco seguro, le fallaba y rodaba hasta el fondo de alguna garganta con riesgo para su vida, ensuciándose la ropa, con las manos sangrando y desgreñado. Cuando se sentía cansado, se acostaba apoyado con el vientre entre los arbustos; y los leñadores, que iban de dos en dos, llevando sobre sus hombros sus enormes pinos flexibles, creían a veces, al escuchar el ruido de su respiración agitada y el crujir de las ramas oprimidas, que allí se encontraba un lobezno. Luego regresaba, y la condesa, viéndole llegar desde su ventana, le gritaba: -–¡Ven, aprisa! El corría y franqueaba el césped a pequeños brincos de gacela herida, subía las escaleras agarrándose a la rampa, por fín caía, agotado por la pérdida de aliento, a los pies de su madre, y


9 la madre, un instante alegre, besaba con arrobo esos cabellos despeinados, mezclado de ramitas, y tomaba entre sus rodillas ese cuerpo deforme ocultándolo en sus faldas a fin de no ver más que el rostro de su hijo, tan pálido, tan triste, tan parecido al suyo. Así vivían los dos abandonados, desdichados y sin otro consuelo que su mutuo amor. Privado del uno, ¿qué sería del otro? Un día, la condesa, más enferma, debió guardar cama. Llamado el Sr. de Borg, por una carta de su esposa, no compareció en Dormsö. Elías tenía ocho años. –¡Perdona a tu padre! – dijo la madre al morir. Fue enterrada cerca del castillo, en el bosque. No se vio llorar al niño. El número de sirvientes, ya muy limitado, se restringió más. Se quedó a vivir con un viejo intendente, casi tan inválido como su propio amo. Elías estaba solo. Había sido un salvaje y se volvió arisco. Permanecía días enteros en el bosque de pinos, no lejos de la tumba de su madre. Los que pasaban escuchaban extrañas palabras que dirigía a la muda piedra. A veces, durante la noche, no regresaba y dormía sobre la espantosa tierra húmeda, abrigado del viento glacial por las paredes del sepulcro. En el castillo había una rica biblioteca con algunos centenares de volúmenes; Elías pasaba entre la galería de libros los pocos instantes que le permitían sus vagabundeos a través de los árboles. Sin embargo leía poco; parecía interrogar a los libros sin atreverse a abrirlos, permaneciendo horas enteras observando con mirada vacía alguna carcomida encuadernación. Tenía nueve años. No crecía. Sus deformidades se acusaban cada día más. Sería enano, cojo y jorobado. Había conservado el rostro de sus primeros años, pálido y triste, que amaba su madre. Era muy taciturno. Raramente hablaba. Un día el viejo criado le dijo: – He sabido que el conde, tu padre, acaba de casarse. Elías no pareció escuchar y se fue al bosque. Él mismo había construido unas muletas con madera de abeto, a fin de que


10 durasen mucho tiempo. No parecía que desease o esperase una vida diferente de la que llevaba. El conde, pensaba él, sin duda dejaría vivir a su hijo allí donde había dejado morir a la madre. Eso era probable; pero no fue así. Su segunda esposa no le daba hijos, y el Sr. de Borg, que ya no era joven, comenzaba a temer que su apellido y su fortuna permaneciesen sin heredero. Se acordó del pequeño monstruo de Dormsö. Una noche, Elías se encontraba en la galería de los libros, silenciosamente absorbido por la contemplación de un voluminoso in-folio que el resplandor de una lámpara de mano atravesaba con una banda de oro pálido; unos pasos desconocidos se hicieron oír detrás de él, y una voz casi dura lo llamó por su nombre. El conde venía a buscar a su hijo para conducirlo a París, esperando que la ciencia de los médicos franceses tal vez lograse hacer de ese ridículo aborto un heredero tolerable. II En una esquina de la avenida de Marigny y del barrio Saint-Honoré, puede verse un palacete, ahora deshabitado, de aspecto severo. Ese fue el domicilio del Sr. de Borg. El primer piso contenía las salas de recepción, y el segundo el apartamento personal del conde. El tercero estaba especialmente reservado al barón Elías. Tras atravesar la antesala, se entraba en un salón tapizado de terciopelo negro y adornado con algunos retratos de familia, separados por unas panoplias de las cuales una, la que se encontraba enfrente a la puerta principal, estaba coronada con un largo nudo de cinta de oro donde se leía, en letras carmín, la antigua divisa de la casa de Borg: Sumus qui fuimus. Después del salón, la biblioteca. La tercera habitación era un dormitorio, tan oscuro como amplio, y donde destacaban pesadas cortinas de satén carmesí, sobrecargado de armarios pintados en color cobre; al fondo, en un oscuro rincón, había una cama de ébano macizo, sin esculturas, muy grande, muy alta, que parecía un sepulcro de


11 mármol negro. Esta habitación era triste y esa cama era lúgubre, como si hubiesen tenido el presentimiento de una agonía. Los apartamentos y los muebles testimoniaban alguna especie de presciencia de su destino. Al lado de la cama, una portezuela de tela, casi siempre levantada parcialmente, permitía percibir un amplio balcón que daba sobre el patio interior del palacete y que por deseo del joven barón habían transformado en un opulento invernadero, con el techo y las paredes de cristal. Pero la vecindad de ese jardín suspendido, lleno de floraciones deslumbrantes y deliciosos aromas, no bastaban para eclipsar la sombría habitación de reposo: era una tumba con flores a su alrededor. Dieciocho meses después de su partida de Dormsö, una mañana de noviembre, Elías estaba en ese invernadero con el cuerpo rodeado por la espesura de las hojas y con la cabeza apoyada en uno de los muros transparentes. Tenía once años. Estaba pálido, con esa palidez de momia que comunica a la piel la periodicidad de la fiebre. Sus cabellos largos, casi blancos de lo rubio que era, estrechaban una frente voluminosa que coronaba el resto de la cara, haciendo más profundo el triste azul de sus ojos y prolongando una sombra hasta las aletas demasiado delgadas de la nariz. La boca crispada en unos labios sin color, deformados por el hábito de un gesto de desprecio. En definitiva, había allí algo anormal y malsano en el rictus de sus rasgos; aquí y allá se asomaban algunas arrugas; y ese rostro expresaba una gran lasitud, la lasitud de la precocidad. Por el cristal donde el joven barón apoyaba la cabeza, se podía percibir, más allá de los edificios interiores del palacete de Borg, una parte del patio y toda la fachada de una residencia vecina. Era en una ventana cerrada de esa casa la que atraía la mirada de Elías, mirada fija donde se leía la angustia de una amplia decepción. Desde hacía dos horas el niño estaba allí, invisible y acechando. De repente, la ventana que observaba, se abrió y una mujer muy joven, rubia, una jovencita sin duda, se


12 acodó allí, lejana y graciosa. Los ojos de Elías, deslumbrados, se cerraron; retiró vivamente su cabeza, así como un hombre perdido en tinieblas retrocede ante la inesperada luz de una llama; pero pronto, y lentamente, para habituarse al esplendor de la aparición, se aproximó al cristal levantando poco a poco sus párpados, y, por fin, con la boca abierta y los ojos lánguidos, permaneció inmóvil. El rictus de desprecio de sus labios se había convertido en una sonrisa de éxtasis; por instantes sus narices se hinchaban como aspirando un perfume lejano, y parecía extraordinariamente feliz. Permaneció así mucho tiempo. La jovencita acodada en su ventana no era consciente de la alegría que su visión proporcionaba a un pobre niño enfermo que la contemplaba desde tan lejos. Ella parecía hundida en un sueño dulce y largo. Daba la impresión que esperaba a alguien, pues sus miradas interrogaban frecuentemente un portalón situado frente a su ventana. Fue desde ese lado cuando pronto se mostró un hombre de porte elegante, que la saludó con gesto familiar, atravesó el patio y desapareció bajo la marquesina de las escalinatas. Elías, instintivamente, había bajado los ojos; bello durante un instante de ternura y alegría, ahora se había convertido odioso; sus ojos, exorbitantes, parecían dos bolas rojas; mordía sus labios convulsivamente, y por un cristal móvil del invernadero su cabeza gesticulante se estiraba hacia al recién llegado al borde de un cuello membranoso y delgado como el de un joven buitre. Cuando levanto su mirada, temerosamente, la ventana había sido cerrada y la visión se había desvanecido. Entonces, a consecuencia de una brusca afluencia de sangre a la garganta, Elías fue presa de una tos ronca, profundamente sonora, desgarradora. Sin embargo no dejaba su puesto, esperando que un incidente nuevo volviese a traer al ídolo al alcance de su culto. Esperó. Hablaba por momentos. «Quizá sea un pariente.» Tosía un poco menos fuerte y añadía: «Sí, sí, su hermano, sin duda.» Pero de repente sacudía furiosamente la cabeza. «Su hermano no vendría todos los días. Así no se espera


13 a un hermano.» Y su tos se volvía más desgarradora. Cuando el melancólico observador estuvo seguro de que la muchacha no reaparecería más en su ventana, se volvió lentamente, entre las confusas ramas de los arbustos, hasta el medio del balcón, y comenzó a caminar, con la frente baja, la boca torcida y las manos crispadas detrás de la espalda. Elías daba pena cuando caminaba; sus espina dorsal, desviada y abombada entre sus dos hombros, lo obligaba a arrastrarse penosamente; por añadidura era enano y cojo; su indumentaria, que jamás variaba, se componía de un sobretodo de terciopelo granate oscuro, bastante corto y poco amplio, adornado de pieles, y un pantalón casi ajustado de tela negra. Vestido de esa guisa, ese cuerpo enclenque, envejecido, roto, bajo un rostro pálido con expresión taciturna y salvaje, podía hacer pensar en algún Tom Pouce1 encargado de representar en un espectáculo de feria el personaje de Luís XI, tal como lo representaba el actor Ligier2. Se arrastraba silenciosamente, se detenía alguna vez para coger una flor, casi siempre una flor blanca, observándola con dulzura, como si encontrase en ella alguna analogía con un objeto querido y ausente, luego de repente la rompía, la arrojaba a tierra, la pisoteaba, y retomaba su penosa marcha con la cabeza baja y los labios más amargamente torcidos. Entró un criado y dijo: –¿Desea el señor barón recibir al doctor Delton? Elías no pareció haber escuchado. Acostumbrado sin duda a los modales de su joven amo, el criado no repitió su pregunta y se quedó inmóvil ante la puerta. El niño continuaba su melancólico paseo. Finalmente, tras un largo silencio:

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Personaje del folclore europeo, caracterizado por no medir más del pulgar de su padre. Fue popularizado por los hermanos Grimm en su cuento Pulgarcito. (N. del t.) 2 Pierre Mathieu Ligier ( 1796-1872), actor francés. (N. del t.)


14 –Está bien. – dijo con una voz aguda, típica en los enanos; el criado, apartándose respetuosamente, dejó pasar a Elías al dormitorio, donde el doctor Delton acababa de ser introducido. El doctor Delton era conocido, sino conocerle personalmente, al menos por el magnífico retrato que de él había hecho Flandrin3, y que fue uno de los mayores éxitos del Salón de pintura de 1852. Sobre esta tela, el sabio especialistas todavía no tenía treinta años. Luego no había cambiado. Pocos hombres están dotado de un rostros tan agraciado. La expresión un poco altiva de su frente no contradecía en absoluto la familiaridad de su sonrisa, pero la bondad de sus labios semejaba a la clemencia. Esa sonrisa granjeó enemigos al doctor Delton. Por otra parte, lo heterodoxo de sus doctrinas, los resultados a menudo maravillosos de sus tratamientos, eran objeto de la antipatía de algunos médicos menos afortunados. Se sabía que atribuía a la salud del alma una gran parte de influencia sobre la salud del cuerpo; en relación con un hombre, conocido por ser muy poco honorable, que a diario tenía unas penosas digestiones, él afirmaba: «Son las buenas conciencias las que hacen los buenos estómagos, y no se cura un remordimiento con un vomitivo.» Diversas circunstancias en las que hizo prueba de una sensibilidad bastante inusual entre sus colegas, le valieron, por parte de estos, el calificativo injurioso de médico novelesco. Todo el mundo recuerda la generosa conducta del conde de T***, célebre a consecuencia de la indiscreción de un amigo. La condesa de T*** se moría de una enfermedad de pecho, y, no ignorando su estado, ella se entristecía espantosamente. Había sido acordado en el contrato matrimonial de los esposos, que a la muerte de uno de ellos, los objetos de su uso personal, como las joyas, vestidos, ropas, pertenecerían no al esposo sobreviviente, sino a la familia directa del fallecido. Para apartar del espíritu de su esposa la idea de una muerte inmediata, el conde convirtió su fortuna, bastante considerable, en regalos de todo tipo; cada 3

Paul Jean Flandrin (1811-1902), pintor francés. (N. del t.)


15 mañana, la enferma recibía algún regalo de un precio enorme. Cuando ella murió, su marido estaba arruinado; pero había muerto creyéndose salvada, feliz. Se contaba que los consejos del doctor Delton habían dirigido al conde. Algunas personas, recordando esta aventura, argumentaban contra él que el futuro de un hombre sano, y destinado sin duda a una larga vida, no debía ser sacrificado a las satisfacciones poco perdurables de un moribundo. El médico respondió que los últimos días de los moribundos no constituían a sus ojos un futuro menos respetable que los numerosos años futuros de las personas saludables; y que, en cuanto a él, tomaba siempre partido por los enfermos, puesto que eran los más débiles. Elías entró en su habitación sin saludar, fue directamente hacia un diván situado en un rincón muy sombrío de la amplia estancia, se sentó poniendo sus piernas una bajo la otra, y desde ese sitio, finalmente, volvió sus ojos duros y desafiantes hacia el doctor. El Dr. Delton, después de tanto tiempo acostumbrado al mal humor de los enfermos, fingió no darse cuenta de esa manifiesta hostilidad. –Hola, Elías – dijo adelantándose algunos pasos. El niño no se movió. –¿No me das la mano hoy? – preguntó el doctor sonriendo. Elías respondió: –Usted quiere tomar mi mano para tantearme el pulso. –Te juro que no tengo la menor intención de tomarte el pulso, – respondió el Dr. Delton sentándose cerca del diván. – ¿Es necesario? Sé perfectamente que tienes fiebre. ¿Quieres que te diga como has dormido? Muy tarde, muy poco y muy mal. Toses a menudo. Escuchas en tus oídos unos zumbidos débiles e innumerables, como podrían serlo los ruidos de un ejercito de hormigas en marcha. Tus sienes laten. Tienes sed, sobre todo después de haber bebido. Apenas te adormeces, a pesar de la insípida y cálida atmósfera en la que pareces estar rodeado, enseguida te agita un sobresalto; y con la garganta oprimida por


16 la cuerda de un verdugo invisible, has podido soñar dos o tres veces como un animal pesado se tumbaba sobre tu pecho. –Es usted muy sabio – dijo Elías con tono amargo. –Claro que sí, y bastante sabio para curarte. Hablando de ese modo, el Dr. Delton tomó entre sus manos las pequeñas manos cálidas y húmedas del aborto; lo cubrió con una mirada paternal y añadió: –¿Quieres que te cure, mi pobre y querido niño? Había en él tal ternura y una simpatía tan evidente en sus ojos y en la voz del doctor, que Elías sintió vacilar su resolución de ser frío y malvado. Su rostro se iluminó. Pero no fue más que un breve destello, y respondió con voz agria y desagradable: –Sí, usted me cura, me impedirá morir. Eso lo he comprendido, ¿verdad? Pues bien, no podemos entendernos. ¡Ser curado! ¿Sabe lo que eso significa para mi? Ser alto, estar derecho, no tener una joroba sobre la espalda, las piernas arqueadas y los pies torcidos; es parecerme a las personas que pasan por la calle y que no cojean; es poder ser un día feliz y desgraciado como lo son los demás. Me gustaría que no hubiese hombres que cuando me ven se asquean y me gustaría que hubiese mujeres que pudiesen amarme. Así es como desearía ser curado. Mi ambición sobrepasa su poder, ¿no es cierto? ¿Qué puede hacer por mi? Liberar mi frente, mis mejillas, todo mi cuerpo del incesante calor que lo envuelve? ¿Para qué? Me gusta la fiebre que adormece y asila mi pensamiento de la realidad. ¿Prolongar mi vida cinco o seis años, tal vez incluso destruir en mi el germen de esta tisis hereditaria que me consume poco a poco? En fin, hacerme vivir, pero vivir contrahecho. No quiero. Me entiende. Le digo que no quiero. ¡Que mi santa y misericordiosa madre sea bendita! – añadió con voz más suave. – No habiendo podido darme la felicidad, al menos me ha legado de que morir.


17 Elías se calló. Tenía las mejillas muy rojas y la frente brillante de un sudor casi frío. El doctor lo miraba en silencio y en primera instancia no respondió. –Es cierto – dijo tras una larga pausa, – que esta fuera de todo poder humano el ponerte erguido y bien hecho. Curar, para ti, no puede ser más que vivir. –Pues bien, déjeme morir. –No, puedes ser feliz. No me mires con esos ojos melancólicos y maliciosos. Te repito que puedes ser feliz. ¿Eres contrahecho? No importa. Artista o sabio, haces grandes cosas; la belleza de la obra oculta la deformidad del obrero. Además, eres poderosamente rico; motivo de más para hacerte respetar, señor barón. Déjame curarte; yo respondo de lo demás. –No seré amado – dijo el niño. –¿Mujeres? Tienes once años, y no creo que ya estés enamorado. Elías se estremeció. El Dr. Delton no pareció observar ese movimiento que el niño atribuyó a su enfermedad diciendo: –¡Tengo fiebre! –Sí – dijo el doctor,– es tu hora. Y continuó: –El temor a no ser amado no constituye un obstáculo para tu dicha inmediata. En cuanto al porvenir, no te preocupes. ¿Por qué no has de ser amado un día? Puedo hablarte de estas cosas porque los sufrimientos te han hecho un hombre antes de tiempo. El alma de los enfermos jóvenes es especialmente sensible; su inteligencia se desarrolla con una precipitación sorprendente; y esta precocidad existe en ti hasta un punto en el que jamás he encontrado entre los niños más… El Dr. Delton dudaba. –Más raquíticos, – finalizó Elías. –Así pues, – continuó el doctor – hablemos de las mujeres. Yo he visto muchas y de un modo absolutamente perfecto para adquirir algún conocimiento de su carácter. Los médicos saben


18 muchas cosas, y no tienen necesidad para ello de ser grandes observadores; no se les oculta nada. Pues bien, te aseguro que hay en el mundo mujeres tan adorablemente buenas, que el nombre de mujer, si todas fuesen como algunas, sería aplicado a los ángeles del cielo: una calificación demasiada elogiosa. Espera, querido Elías, las mujeres tienen piedad. –¡Piedad! – repitió el niño con amargura. –Sí. Supongamos que a los veinte años encuentras una de esas mujeres, excepcionales sin duda, que no se las imaginan el resto del mundo. El primer sentimiento que ella experimentará por ti será piedad. Pero tu eres noble, eres rico, sé bueno, sé glorioso, y sobre todo ámala, a la que tenga misericordia. La ternura que tú le inspiras por haber nacido de la compasión no será menos amor que el que tú sueñas, niño, y como tú lo entiendes, hombre. El doctor habló un buen rato con ese entusiasmo comunicativo que distinguía su elocuencia; no tardó en producirse una impresión bastante viva en el alma de su enfermo. Antes incluso de que el Dr. Delton hubiese acabado, Elías se levantó, caminó rápidamente por la habitación, y, como si hubiese estado solo, se hablaba en voz alta a si mismo: –¿Sería posible? ¿Podría una mujer no rechazar a un miserable aborto como yo? ¿No siendo como los demás, podría ser amado como ellos? ¡Oh! ¡si se pudiese!. Se expresaba de ese modo, con los cabellos sueltos, los ojos inflamados, y entonces, si no fuese por los desajustes de su cojera al caminar, hubiese parecido guapo, de tal modo la alegría se parece al sol que hace de la sombra un incendio y de una choza un techo de oro. –Ahora, Elías – dijo el doctor que veía al niño alcanzando un grado de excitación que él había juzgado adecuado – ahora ¿no quieres que te cure? Elías regresó a su diván, miró fijamente al médico y dijo: –¿Podría usted? ¿Realmente?


19 –Lo creo. –Pues bien, quiero. ¿Qué hay que hacer? Ordene y obedeceré. El Dr. Delton permaneció un instante silencioso, luego dijo, jugando con los pálidos cabellos del enfermo: –Puesto que has entrado en razón, mi querido Elías, escúchame. Cuando tu padre te condujo a Paris, hace dieciocho meses, vi al principio que sería imposible recomponer tu cuerpo. Eres contrahecho; debes aceptarlo; pero no concibo ninguna preocupación seria en relación a tu vida; el mal que pareces haber heredado de tu madre no ha mostrado todavía sus síntomas, y es de esperar que es posible prevenirlo. Durante las primeras semanas, todo iba bien; ningunas complicaciones parecían surgir en absoluto, y hubiese respondido de ti. Pero pronto tu estado se ha agravado repentinamente; tus mejillas se han hundido; a consecuencia de un persistente insomnio, tus ojos se han inyectado en sangre; tu respiración ha dejado de ser regular; a veces es ronca y silbante, como en este momento; en fin, la fiebre ha sobrevenido. Esta rápida explosión de una afección que yo no había juzgado que debía manifestarse antes de varios años, me ha sorprendido mucho; he buscado la causa; no la he encontrado, pero debe haber una. Elías frunció las pestañas; regresaba la desconfianza. –Para curarte es necesario que sepa la causa. Tienes algún temor, hijo mío. Un dolor violento habrá forzado a mostrarse de repente el mal todavía latente. En fin, creo, estoy seguro, de que tienes un secreto; cuéntamelo, yo te curaré. –¡Ah!–exclamó Elías levantándose con cólera, ¡me ha tendido una trampa! –Para salvarte. Habla, te lo ruego. ¿Es que no soy tu amigo? Elías estaba de pie, con el rostro congestionado.


20 –Usted no es más que mi médico, señor Delton, – dijo con silbidos de víbora en la garganta – y no lo necesito porque no quiero curarme. Y acabando esta frase con una mirada de desdén, Elías había levantado la cortina que separaba su habitación del balcón; entró en el invernadero, y, mientras la cortina caía con lentitud, el Dr. Delton pudo ver al pobre niño recoger, con gesto en el que estallaba una pasión largo tiempo contenida, una magnífica camelia blanca que besó y mordió con rabia. III Elías se había prometido no revelar nunca su secreto. Era de esas almas que no quieren dejarse ver al desnudo. Se arranca la hiedra al tronco del árbol, la ostra perlera a la roca, no la confesión de su alegría o de su dolor a esas almas tenaces. Elías sabía además que una revelación por su parte no podía ser acogida más que mediante sonrisas compasivas. Se le diría: «Eres un niño» o «Eso no es serio.» Luego, ¿de qué palabras servirse para hacer comprender un sentimiento anormal, hasta el punto de que aquel mismo que lo experimentaba no lograse explicarse su naturaleza más que imperfectamente? ¿Era amor esa idolatría extraña por una imagen lejana, vagamente entrevista? Si las facultades intelectuales del joven barón hubiesen estado poderosamente desarrolladas por la enfermedad, no parecía haber sido igual en lo relativo a su temperamento físico; ahora bien, el amor es una pasión compleja que, en todas sus manifestaciones, participa tanto de la irritación de los nervios como de la exaltación del pensamiento. Desgraciado desde su mas tierna infancia, por el abandono de su padre, maltratado por los criados del castillo de Dormsö, pero adorado y dulcemente mimado por su madre moribunda, era posible que Elías hubiese conservado par las mujeres en general una especie de cariño de gratitud. Sin embargo, si el sentimiento que lo arrastraba hacia la


21 joven de la ventana no era otra cosa que una piedad filial transportada sobre una persona que le recordaba una dicha desconocida, ¿por qué tantos deseos inexplicados? ¿Por qué las lágrimas? ¿Por qué los celos? Fuese lo que fuese, Elías sufría. No había nadie por el que él quisiera ser consolado; se le vio rechazar las simpáticas instancias del doctor Delton; no perdonaba a su padre el final melancólico de la Señora de Borg; además, el conde, festivo y mundano, estaba casi siempre ausente del palacete. Así, el triste aborto, permanecía solitario, y lentamente se consumía. Una vez quedó hasta la noche en el invernadero. Le parecía que pasaba algo inusual en la casa vecina. Sonaron las nueve. Vio iluminarse, una a una, las ventanas de la fachada, y como siluetas de sombras pasaban detrás de las cortinas echadas. Entraron unos coches en el patio. Elías miró descender a unas mujeres de vestidos brillante, con la cabeza envuelta de gasa, los hombros tapados con chales azules o blancos. Hombres, que se apeaban antes que ellas, les ofrecían el brazo para subir las escalinatas de la entrada, adornadas de magníficas flores y cubiertas con una alfombra. Dos candelabros colocados sobre el primer escalón y el reflejo de las ventanas iluminadas, arrojaban sobre el patio una luz tan intensa que el niño podía fácilmente darse cuenta de lo que allí ocurría. Comprendió que se celebraba un baile. Con qué rencor observaba a todos esos hombres, sobre todo a los jóvenes, que no eran niños, que no eran jorobados, que no iban a morir y que iban a verla. Como todas las pasiones anormales, el amor (pues era amor), el amor del joven barón pugnaba con las fuerzas de su propia extrañeza. ¿Si unos obstáculos vulgares bastan para exasperar los sentimientos de un amante situado en una situación ordinaria, hasta que grado de agudeza dolorosa debía elevarse la pasión de ese niño contrahecho, tan obviamente destinado a la desesperación? Entre la muchedumbre que se apeaba de los coches y subía la escalera, reconoció al joven que venía todos los días; observó que era el


22 más apuesto y estaba mucho mejor vestido que los demás. Los detestaba a todos, pero a este lo odiaba con más intensidad. En ese momento, el odio y el amor se mezclaron en el corazón de Elías, haciendo un igual contrapeso que, puesto en la alternativa de tomar el lugar de ese hombre, que tal vez fuese el novio de la querida desconocida, o de poder hacerlo morir, habría dudado mucho. Poco a poco, los invitados fueron llegando en menor número; el patio se volvió casi silencioso; apenas se observaban algunos grupos de parejas cuchicheando en los rincones oscuros, pues, siendo la noche tan bella, los criados disfrutaban del aire libre; pero la animación en los salones parecía extrema. Una alegre música se podía escuchar; las parejas pasaban bailando detrás de las ventanas iluminadas. Elías pensó en sus piernas arqueadas, en sus rodillas de patizambo, y sonrió amargamente. No obstante, no había más que una ventana iluminada, en la que no se transparentaban las formas fugitivas: la que era a diario el objeto de la contemplación de Elías. Esa noche, el niño la miraba aún con dulzura; se estimaba dichoso de que la habitación de su vida permaneciese en silencio y en soledad, y experimentaba una sensación similar a la de un hombre que, viendo al regreso de un viaje su casa incendiada, observase con alegría que las llamas no habían alcanzado aquellas estancias de su domicilio donde trabajaba y soñaba. Pero esta habitación no permaneció mucho tiempo desocupada. Una forma ligera y blanca palpitó entre las cortinas; la ventana se abrió, y el niño emitió un grito de alegría. Vagamente percibida en la penumbra que formaba, mezclada con la noche, la ardiente iluminación de los salones, la aparición de cada día se apoyó al borde de la ventana. Jamás había experimentado una felicidad semejante. Él tendía los brazos; llamaba; hubiese querido precipitarse. ¿No había algo de espantosamente melancólico en pensar que esa joven muchacha, bella y feliz, viniese, abandonase el baile para aspirar en su ventana los tibios frescores de una noche de otoño, era adorada sin esperanza por ese niño enclenque y deplorable, cuyos


23 enormes sufrimientos lo habían hecho capaz de amor de ese modo, y que estaba allí, y que lloraba de alegría, y que ella no lo veía llorar? En cuanto a mí, quedo mudo por un sentimiento de conmiseración profunda que he sentido al contar la historia del desdichado hijo de la condesa de Borg. En la noche, la desconocida parecía un dulce fantasma blanco. Elías tenía fiebre, estaba embriagado. Pero de repente arrojó un nuevo grito; estra vez un grito de angustia. Un hombre, –¡Oh! ¡qué pronto reconoció el niño al visitante cotidiano! – Un hombre acababa de acodarse al lado de ella. Él le hablaba de cerca. ¿Qué podía decirle? ¡Le diría lo que él le habría dicho si Elías hubiese sido un hombre y no un niño, un ser bien hecho y no un aborto, y que hubiese estado junto a ella durante la noche, después de un baile en el que ambos hubiesen bailado juntos, en lugar de ser traidoramente emboscado detrás de un cristal, con la boca abierta y el cuello extendido! El miserable enano sufría hasta tal punto, que su sufrimiento, si hubiese sido de repente revelado, tal vez hubiese hecho apartarse, el uno del otro, a los dos enamorados e interrumpir el beso que el joven depositó durante un buen rato sobre el hombro de su amiga. Elías vio ese beso; creyó oírlo. Sus ojos se velaron, algo se rompió en su pecho, sus rodillas desfallecieron, cayó hacia atrás, golpeándose el cráneo con el empedrado del balcón, desvanecido. Un criado, que estaba en la biblioteca, acudió al ruido de la caída. Transportado a su cama, el barón se dejó desvestir y acostar sin dar señales de vida. Todo el palacete se vio pronto alterado, pero no se sabia que hacer. El Sr. de Borg, ausente como de costumbre, no regresaría antes del amanecer. Por fortuna, alguien tuvo la idea de despertar al portero y enviar a buscar al doctor Delton. Sin embargo el criado, que creía a su joven amo muerto, velaba junto a la cama. Transcurrió apenas una hora antes de la llegada del médico; no se le había encontrado en su domicilio, pero su madre, con la


24 que vivía, había podido dar las indicaciones precisas. El Dr. Delton debía estar en un baile que se daba con ocasión del compromiso del Sr. Chardín, su amigo, con la señorita Juliette de Poean. Por una afortunada casualidad, el palacete Poean se encontraba próximo al del Sr. de Borg, y el portero, al regresar, había hecho llamar al doctor que se apresuró a abandonar el baile. El Dr. Delton fue derecho a la cama del enfermo y le tomó la mano. –¿Está muerto? – preguntó el criado. –No, todavía no. ¿Qué ha pasado? Temiendo ser reprendido por haber dejado al barón, cuya vigilancia se le había confiado, permanecer demasiado tiempo en el invernadero, el criado contó que Elías se había acostado temprano, había tenido mucha fiebre, y finalmente, tras un breve delirio, se había desvanecido. El doctor pareció sorprendido de que esa crisis no hubiese tenido una causa más directamente determinante. –Va a volver en sí – dijo tras una pasusa; y como si hubiese querido, a consecuencia de no sé qué presentimiento, ser el único en entender las primeras palabras probablemente delirantes del enfermo, hizo una señal al criado de que saliese, y le insto a no regresar sin ser llamado, excepto en caso de que el Sr. de Borg regresase al palacete. Elías abrió los ojos. El Dr. Delton se había situado un poco alejado para no ser percibido de entrada. El niño llevó las manos a su frente y dijo: –¡Oh! ¡qué calor! Luego sus brazos volvieron a caer. Entonces se produjo un silencio, pero muy corto y roto por esta exclamación: –¡Ah! ya recuerdo. Él la ha besado. Lo he visto. También lo he escuchado. En la ventana. No sabían que estaba allí. ¿Cuándo ocurrió? Ayer, creo. No. Hace mucho tiempo. Hace


25 ocho días tal vez. Es de noche. ¿Es que he dormido durante ocho días? El doctor estaba estupefacto. Elías continuó con más violencia: –¡No! ¡fue esta noche! ¡fue antes! ¡Estoy seguro! ¡Dejadme! ¡Os digo que la besó! Y fue un espectáculo horrible ver al aborto rodar más que bajar de su cama, y, medio desnudo, delirando, llorando, gritando, con gestos de alucinado, subir la portezuela de tela, y, una vez izada, precipitarse locamente hacia el vidrio del invernadero que estaba entreabierto. El Dr. Delton lo seguía; le vio subir su cabeza entre las ramas; pero, situado detrás de Elías, el doctor no percibió, más que muy vagamente, las personas y los objetos que arrancaban de la gargantea del niño estas penosas exclamaciones: –¡Todavía está en la ventana! Está sola. ¿Es que lo he soñado? No, él va a venir. ¡Ah! ¡atraviesa el patio! ¡Es para mirarlo por lo que ella se ha puesto ahí!. El Dr. Delton se subió a un escabel donde se encontraban algunos instrumentos de jardinería que servían para retirar los arbustos del invernadero, y pudo ver, en efecto, a una mujer apoyada al borde de una ventana; ella se inclinaba hacia delante, hablando con un joven que atravesaba el patio, y en un último adiós ella le envió un beso. –¡Más! – gritó Elías. –¡Oh! ¡no quiero ver más, no quiero ver mas! Y al darse la vuelta se encontró de frente con el doctor que descendía del escabel. –¡Usted! ¿Qué hace aquí? ¡Váyase! Como un animal acosado, Elías se fue a recoger en un rincón. –¡Cálmate, querido niño! – dijo el Dr. Delton avanzando algunos pasos.


26 –¡No se acerque! – respondió el enfermo con una voz al mismo tiempo aguda y gutural, la voz de un enano y un moribundo. –Usted me quiere curar, ¿verdad? ¿Usted quiere que yo viva para verles todos los días, como esta noche? ¿Cómo puedo vivir, si ella ama a ese hombre? ¡Ah! ¿Hay mujeres que valen más que ángeles? ¿Hay mujeres que tienen piedad? Usted dijo eso. Usted mintió. ¡Es un mentiroso! No se acerque; lo detesto. El niño jadeaba. El Dr. Delton no se atrevía a avanzar más, temiendo llevarlo al límite. De repente, Elías se estremeció de pies a cabeza. –¡Ya lo entiendo! ¡Usted la ama también! Es por lo que está aquí. Viene usted para verla, como yo, por el cristal. Usted quiere quitármela, usted también. ¡Ah! ¡cobarde! ¡ah! ¡mentiroso! Voy a matarle. Furioso, con un grito de chacal, Elías se arrojó sobre el doctor, le tomó las manos y las mordió. El Dr. Delton trataba en vano de tomar al niño en sus brazos, a fin de llevarlo sobre la cama, donde habría podido dominar la situación más fácilmente. Elías aullaba, arañaba, desgarraba. Estaba enloquecido. Gritaba: –¡Lo sé! ¡Tú la amas! ¡Quieres quitármela! ¡quieres curarme! ¡Te voy a matar!. Luego, con un movimiento inesperado, se desprendió del medico y se precipitó hacia el escabel, tomó unas tijeras de podar y se arrojó de un brinco sobre el pecho del Dr. Delton. –¡Toma! ¡toma! ¡Muere! Viéndose en la necesidad de defenderse, el doctor apenas tuvo tiempo de agarrar los dos brazos de Elías; mientras los comprimía con su mano derecha (y toda su fuerza apenas bastaba), tomaba con la otra una de las delgadas rodillas contrahechas del niño a fin de llevar a la cama de la habitación contigua, a ese horrible fardo que lloraba, gemía, tosía y jadeaba. Pero ese último acceso había agotado la energía del delirio; una vez extendido, Elías permaneció inmóvil, con lo ojos


27 abiertos y sin moverse en absoluto, con la boca abierta y sin palabras. El Dr. Delton llamó. El criado, que se había dormido en la antesala, llegó lentamente. –Quédese junto al barón. No permita que vaya al invernadero. Impídale que se levante a cualquier precio. Si lo intenta, átele. Regreso dentro de un instante. –¿Está muy mal el señor barón? – se atrevió a preguntar el criado, que tal vez se arrepentía por haber disimulado la aventura del balcón. –Sí, se muere, – respondió el médico; y salió, no sin haber arrojado una amplia mirada de misericordia sobre el pobre niño acostado, que parecía un cadáver que todavía no hubiese cerrado los ojos.

IV El delirio de Elías no se revelaba ya al exterior, pero, en el alma del enfermo, continuaba siendo violento. ¡Cuántos pensamientos atravesaban el espíritu del moribundo! Todo surgió y se mezcló, se destruyó y volvió a recrearse. Elías, en vagos destellos, volvía a ver su infancia melancólica en el castillo de Dromsö, sus vagabundeos bajo los grandes árboles, y la antigua habitación en la que su madre se había sentado ante los cristales pintados de una alta ventana. Veía también a la desconocida de la ventana respondiendo con una sonrisa al saludo de su amigo, y el baile, y el beso, y el doctor, todo eso en una nube difusa, sin distinción precisa del espacio y el tilempo. Sufría a morir. A sus pulmones les faltaba el aire. Tenía sed. Hubiese querido beber la nieve. Creía que alguien le ponía una rodilla sobre la garganta. Se oía jadear, pero pensaba que ese ruido procedía de muy lejos, que era el ruido de un mar que se alejaba, de un mar en el que


28 habría podido beber. Estaba inundado de sudor frío. No veía. Se decía: –Ahora me muero. Sin embargo, poco a poco, le pareció que alrededor de él ocurría algo dulce y extraño. Percibió una ligera claridad, semejante a la claridad matinal que penetra en la habitación de un durmiente; cerca de su cama notaba un delicado rozamiento; la luz emanaba de ese rozamiento; se imaginó que se le abrían las cortinas de una ventana por la que entraba el sol. Su respiración era menos penosa; un soplido delicioso le refrescaba los pulmones, y era como un hombre a punto de morir asfixiado a quien se le diese de repente aire, día, vida. Cuando hubo recuperado completamente sus sentidos, Elías se encontró acostado en su habitación, cerca de una lámpara tenue, enfrente de una joven muchacha deliciosamente bella, vestida con un vestido de gasa blanca, y que tenía violetas en los cabellos. –¡Ella! ¡ella! – dijo. Él no sabía si soñaba o estaba despierto; creyó que estaba muerto, que ya estaba en al paraíso del que su madre le había hablado. La Señorita Juliette de Poean tenía diecisiete años; los azules de los cielos más claros habrían parecido sombras, comparadas con el tierno azul de sus ojos; bajo el oro de sus cabellos, el candor de su piel era blanca como los lises, pero menos frío; y su sonrisa era la de una santa. Junto a ese lecho, pronto mortuorio, ella parecía el ángel encargado de recoger y transportar el alma del niño moribundo. –¡Ella! – repitió Elías, y, mediante un movimiento instintivo, ocultó su cabeza entre las mantas. La señorita de Poean, turbada por la excepcional situación en la que se encontraba, se esforzó por vencer una última repugnancia y se aproximó al enfermo.


29 –Señor, – dijo vacilante, – señor barón, ¿se encuentra usted mejor? La frase era banal; ¡pero la voz estaba llena de tanta misericordia! Al sonido de esta inesperada voz, Elías se sobresaltó; la facultad de percibir pronto y profundamente, que poseen las personas a quienes quedan pocos instantes de vida, le permitió experimentar a la vez un numero infinito de emociones adorables. Se sofocaba de gozo; pero se creía loco. –¿Cómo está usted aquí? ¡Usted! ¡Es usted! ¿Cómo se explica que esté usted aquí? –El doctor Delton me ha dicho que usted quería verme; he venido. Me iré si le molesto. –¡Así que tenía razón! Hay mujeres que son mejores que ángeles! Elías tomó su frente entre sus manos y lloró abundantemente. –¿Qué quiere usted, mi niño? – preguntó Juliette. Él se levantó bruscamente. –¡No me llame niño, no soy un niño! Había tanta cólera en su voz que la Señorita de Poean retrocedió, asustada. –¡Oh! ¡perdón! ¡perdón! No me haga caso. Es que estoy loco. ¿No le han dicho que estoy loco? Tenga piedad. No se vaya. Desde que la vi, he sido tan feliz. Esta es la primera vez que lloro de felicidad. No se vaya. Yo nunca he amado más que a mi madre y a usted; a usted más que a mi madre, y antes era en ella a usted a la que yo amaba. En Dormsö había criados que me pegaban. Sucedió cuando yo era pequeño. Si les preguntaba por qué me golpeaban, me respondían: «Para que aprendas a caminar erguido». ¿Era mi culpa ser cojo? Otras veces me golpeaban porque era jorobado. Pues debo decirle que soy jorobado, señorita, y también cojo. Usted no puede advertirlo porque estoy acostado, pero si usted quisiera darse la vuelta un instante, me vestiré y caminaré ante usted; y verá que cojeo, que tengo una


30 joroba. No, no. Soy demasiado feo. No se mueva. Míreme. Mi madre me decía que tenía unos bonitos cabellos. Cuando se me maltrataba, no se lo decía para que ella no se preocupase. Mi madre estaba ya muy enferma; murió de una enfermedad de pecho. Parece que es un mal hereditario y que va a hacer que yo muera también de esa enfermedad. Le digo todo esto porque usted tiene mucha piedad. Mi padre es un hombre malvado. Nos ha hecho muy desgraciados a mamá y a mi. Ya es hora de que alguien se interese por mí. Está el doctor Delton, pero es un hombre. Los hombres no son como mi madre. Usted es como ella; usted es más bella que ella. Digo eso para reír. No es extraño que sea usted bella, puesto que yo no soy mas que un niño, un niño muy quejica. También se quedará usted cerca de mi, porque es usted buena. No es sencillo velar a un pobre pequeño ser que se muere. Usted podría ser mi hermana. Eso es, usted es mi hermanas. Ve usted que no estoy tan loco como el doctor Delton le dijo. Puede permanecer ahí, sin temor. Yo no le diré nada malo. No la regañaré. ¿Usted jamás ha sido maltratada, señorita? Si viene mi padre, no le dejaré entrar. Compruebe que yo no tengo ideas ridículas. Soy un niño, y hablo como un niño. No se vaya. Seré prudente. Hablando de ese modo, con voz moribunda y llena de ternura, Elías contemplaba, en su última noche, delicias de adorable visión. –No lo abandonaré, – dijo la joven muchacha íntimamente conmovida, y, dulcemente, se apoyó sobre la cama. El niño estaba radiante. Se hubiese dicho que un instante de dicha le había devuelto su edad. Sonreía, hablaba de mil cosas; le hubiese gustado montar a caballo, si no hubiese sido contrahecho; le pregunto su nombre. Yo, dijo, «me llamo Elías». Se informó de la edad que ella tenía, y cuando esta hubo respondido: «Diecisiete años», él añadió alegremente: «¡Qué vieja es usted!». La Señorita de Poean pudo creer que el doctor Delton había exagerado el horror de la situación; ella solamente


31 comprendía que daba placer a ese niño, y se consideraba feliz de ser buena. A veces Elías estallaba en carcajadas, pero su risa, demasiado violenta, degeneraba en un estertor seguido de un ataque de tos; entonces era horrible verlo; sus ojos parecían querer salir de sus órbitas; iba a morir, se moría. En esos momentos, la Señorita de Poean, espantada, quería llamar, temiendo algún horroroso acontecimiento; pero pronto, por una voluntad más fuerte que sus sufrimientos, el enfermo se calmaba; ya no tosía; sonreía, hablaba, decía: –No avise usted; estoy mejor. Estoy curado. Estoy muy bien. Quédese. Y la joven, engañada por ese aparente regreso a la vida, se tranquilaba diciéndose: –No se morirá. De pronto, Elías, tras un silencio en el que había parecido buscar sus ideas, exclamó: –¿Vino usted sola? –No, mi madre está ahí, en el salón, con el doctor, que es nuestro amigo. ¿Quiere que llame a mi madre? Ella vendrá con mucho gusto. Seremos dos a cuidarle. –¿Y su hermano?– preguntó Elías mirando a la Señorita de Poean con una singular insistencia. ¿Su hermano no la ha acompañado? –Yo no tengo hermanos – respondió Juliette sorprendida. –¿No tiene usted un hermano? ¿No es su hermano ese hombre que viene todos los días? ¿Es su novio, su marido o su amante? Ya no soy un niño. Yo la amo. Estoy celoso. Le he mentido. Tengo once años, sí, pero cada uno de mis años ha contenido siglos de angustias y espantos. He envejecido de repente, sin que se dieran cuenta, como esos cazadores de las leyendas de mi país, arrastrados por los malos espíritus en una eterna caza negra. No ha habido tiempo para mi. He nacido hombre como he nacido jorobado. Al igual que mis deformidades, completamente definitivas, no han aumentado, mi


32 espíritu no se ha desarrollado; siempre ha sido lo que soy ahora, el espíritu de un hombre, y yo la amo. Sí, ¡ la amo como un hombre! No soy un niño, soy un enano, y estoy celoso. Esta noche, he querido matar al doctor. Y aquel al que usted ama, también quiero matarlo. ¡Oh! lo mataré. Un enano puede empuñar un cuchillo. Ya lo verá, ya lo verá. Le odio. A usted también, ¡la odio! ¿Qué es lo que ha venido a hacer aquí? ¿Verme morir, verdad? ¿Para estar bien segura de que no podré matarle? ¡Váyase! Usted me hace daño. No quiero volver a verla. ¡Váyase! Espantada, Juliette se levantó; al ruido de las violentas palabras de Elías, una puerta se había entreabierto, dejando percibir la cabeza del doctor Delton; el nño emprendió que la joven iba realmente a retirarse, que todo se acabaría; no pudo soportar esa idea; se calmó y dijo: –¡Perdóneme, señorita! Se lo ruego. Soy un malvado. Pero cuando se sufre, se es fácilmente despreciable. No crea lo que le he dicho. Estaba fuera de mí. No hay nada malo en no tener un hermano. No gritaré más; ya no estoy enfadado; quédese junto a mí; estoy muy tranquilo; era la fiebre. Elías vio cerrarse la puerta. Juliette se acercó a él y dijo dulcemente: –¡Pobre amigo!– La excelente alma hacía esfuerzos para no decir: «niño», temiendo avivar las torturas del moribundo. –Soy despreciable porque la amo y usted no puede amarme, – continuó Elías con tono menos amargo. – ¡Qué dichoso debe ser el que la ama! No me hable nunca de él; eso me haría morir enseguida. Yo también la amo, más que él, lo apuesto. Desde hace un año no tengo más que un pensamiento: ¡usted! Ahí hay un invernadero; por un cristal, se puede ver su ventana; es en ese invernadero donde he vivido. La veo todos los días, pero usted no mira nunca hacia mi lado. No podría descubrirme, además; estoy muy bien escondido. Cuando usted gira la cabeza por azar, yo retrocedo enseguida. Es horrible y


33 encantador. Alguna vez, sueño que tengo veinte años, que soy guapo, que me hago presentar a su madre durante un baile, y bailo con usted. En el invernadero hay flores blancas que me gustan porque se parecen a usted. Cuando se acerca a su ventana, la reconozco enseguida, a pesar de la lejanía. La primera vez que la vi, era un martes. Tengo mucha memoria. Llevaba usted un vestido blanco. Tenía unas vincapervincas en los cabellos. No pude saber si eran flores naturales; eso me ha preocupado mucho. Ayer usted se puso un vestido gris de seda; estoy seguro que era de seda porque el sol se reflejaba en los pliegues de la falda. ¿Verdad que la adoro? Soy muy desgraciado. Por la noche, no está mas que usted en mis pensamientos, y no son sueños, pues no duermo. El doctoe Delton puede decirle que no duermo del todo. Solamente pienso y la veo. Esta usted cerca de mi. Pero no es junto a la cama donde voy a morir, como está usted ahora; es en un gran bosque, cerca de un antiguo castillo donde mi madre vivió, en el bosque donde mi madre está enterrada; es primavera y por la mañana; en Noruega, hay flores en los bosques, muy pequeñas, todas perfumadas; no las he visto iguales aquí, en el bosque de Bolonia. Nosotros caminamos solos; yo, yo soy un hombre guapo, tengo una gran espada como los romanos; si viniese un tigre, lo mataría, porque tengo mucho valor aunque sea bajito; además soy muy grande en mi sueño; algunas veces nos detenemos para escuchar mejor los pájaros; cuando se callan, soy feliz, pues, entonces, usted habla; pronto llegaremos junto a la tumba de mi madre, nos sentamos allí; usted me dice: «Elías, hay que regresar» Yo le respondo: «Hay que esperar a mi madre;» y en efecto mi madre viene, sale de debajo de la piedra, vestida de blanco; ella ya no está muerta, la besa en la frente y le dice: «Hija mía», y los tres regresamos al castillo, ella sonríe y es feliz, usted risueña y con la cabeza apoyada sobre mi hombro, mientras que a lo lejos se escucha el ruido intenso de las hachas golpeando el corazón de los abetos


34 mezclado con el canto dulce y sonoro de los leñadores de mi bosque! A estas últimas palabras, la voz de Elías semejaba una voz muy lejana, una voz que saliese de un lugar vasto y desconocido, y que, tras haber atravesado grandes soledades, llegase por fin dulcemente extenuada. – Así es como yo la amaba. Pero, ahora, la amo más todavía. ¡Que hermosa y buena es usted por haber venido! Además, es a causa de usted por lo que muero. El doctor me lo ha dicho. Sin usted yo no estaría muerto. Gracias. Es usted un ángel. Voy a morir. Si hubiese vivido, jamás le habría hablado. ¡Qué buena es usted por haberme hecho morir! La Señorita de Poean se acordó en efecto, que según el doctor Delton, la enfermedad de Elías se había visto singularmente agravada por las angustias de un amor imposible. Y violentamente emocionada por los discursos del enfermo, no pudo soportar la idea de que era la causa de esa espantosa muerte, y, lentamente, dos lágrimas fluyeron de sus ojos. –¡Oh! no llore, señorita! ¿acaso vale la pena llorar por mí? ¡Usted ha llorado! Se lo agradezco. La amo. Soy feliz. Elías tomó la mano de Juliette y la besó con transporte. Estupefacta, la joven gritó y la puerta se abrió, dando paso al doctor Delton y a la Sra. de Poean, que se precipitaron hacia la cama donde Elías, bien por la dicha de ese único beso, que hubiese sido demasiado fuerte para su sensibilidad de moribundo, bien porque hubiese estado desesperado por ese gesto de espanto de Juliette, era presa de las últimas convulsiones. –¿Qué ocurre? – exclamó la Sra. de Poean tomando a su hija entre sus brazos. –¡Ah! mamá, creo que va a morir. –Sí, –dijo el doctor Delton, – se acabó.


35 –¡Ah! doctor, ¿qué ha hecho? – dijo la Sra. de Poean mostrando al médico a su hija casi desvanecida; y, tomando a Juliette por los brazos: –Vamos,– dijo–, ¡vamos hija mía! A esas palabras, el moribundo se levantó, extendió las manos hacia la muchacha, y, con voz grave, dijo: –Juliette, quédese. La suma de voluntad contenida en esas dos palabras era tan grande, que la Señorita de Poean, como vencida por una influencia magnética, se volvió hacia la cama y respondió con tono muy humilde: –Me quedo, amigo mío. En los breves instantes de reposo que la agonía permite, cuando el cristiano entrevé los esplendores sagrados del paraíso de su fe, no tiene sobre los labios una sonrisa más extática que la de Elías a esa respuesta de Juliette. Se dejó caer dulcemente sobre la almohada y extendió a la Señorita de Poean sus manos descarnadas, donde la joven muchacha, a la que exaltaban la gravedad y solemnidad de la situación, no temió tomar entre las suyas. –Escúcheme, Juliette – dijo el niño con una voz tan baja que el doctor y la Sra. de Poean, aunque alejados algunos pasos apenas, no pudieron escuchar nada es esta última confidencia; – Escúcheme. Usted ve que me muero; ¿por quién? por usted. En el punto en el que estoy, no hay ya un niño; no hay más que deformidad; en una hora, estaré allí donde no existen ni la edad ni la forma. Lo que me queda de vida, mi alma, esta tan cerca de ser desprendida de su vil envoltura que ya no es más que si misma; y esta alma, Juliette, tiene el derecho de decirle: «¡Es por usted que me exilio antes de la hora! ¿Quiere usted que parta desesperada y blasfemante y condenada por la eternidad? Elías tenía razón. El horror solemne de la muerte estaba sobre él; la igualdad comenzaba; y, muriendo, era hombre. La Señorita de Poean, sin sorpresa, respondió:


36 –¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? –¡Yo la adoro, Juliette! Y estoy celoso. Júreme que no pertenecerá nunca a ningún hombre. La joven retrocedió vivamente; creyó que Elías deliraba; quiso desprender sus manos; pero el niño las retuvo suavemente y continuó con voz casi expirante: –¡No rechace este juramento, Juliette! ¿Es que no tendré más que una sola alegría muriendo, yo, a quien de vivo, todas las alegrías han sido desconocidas? Hágame esa promesa, señorita. Por terrible que sea el sacrificio, cúmplalo. Dios le tendrá en cuenta esa caridad. La voz de Elías se debilitaba cada vez más. Pronto, dejo de expresar sonidos inteligibles. El jadeo rompía las palabras. Pero mientras la agonía se apoderaba del niño para no abandonarlo, todo el poder de voluntad del que todavía disponía, toda su vida, en un instante fugitivo, se había refugiado en sus ojos y en sus manos. Sus ojos y sus manos hablaban claramente a Juliette. Las manos decían: –¡Consiente, no esperamos mas que una palabra, para distendernos y caer muertas! Los ojos decían: –¡Jura! ¡Nos cerraremos sobre una mirada de éxtasis! Entre el moribundo y la muchacha había un lazo tan estrecho que, el uno y el otro, sin palabras, se comprendían. Era a la vez una fusión y una lucha. Pero, en esta lucha, la viva se sentía desfallecer. En vano se esforzaba en reaccionar contra la voluntad de Elías; en vano se acordaba de su novio, su amor, las esperanzas y los sueños; ella previa que él le haría ceder al deseo del moribundo; no tuvo la opción de llamar a su socorro al doctor o a su madre; las miradas y las manos de Elías la poseían por completo, y era un momento funesto. De repente los sufrimientos del enfermo parecieron redoblarse; su jadeo se hizo más profundo, sus cabellos se erizaron, y su boca se abrió, dispuesta a arrojar el grito supremo. Sin embargo la presión de su mano se


37 hacía cada vez más violenta, su mirada había adquirido una fuerza sobrehumana, y Juliette vio a Elías levantarse una última vez para volver a caer para siempre; y, entonces, subyugada por la mano, vencida por la mirada: –¡Elías! ¡Elías! – gritó antes de que la boca del moribundo se cerrase en el último suspiro, –¡Elías, se lo juro! La expresión de una felicidad inmensa invadió el rostro de Elías y cayó muerto. En ese momento se abrió la puerta con estrépito; el Sr. de Borg apareció, en traje de fiesta. –¿Cómo está mi hijo? – preguntó con voz convenientemente emocionada. Sin responder al conde de Borg, las tres personas que habían asistido a la muerte de Elías se retiraron seriamente. –¡Ah! doctor,– dijo muy bajo Juliette cuando abandono la lúgubre habitación – ¡si supiese lo que he jurado! –Señorita, – respondió el médico—es usted un ángel, pero… –¿Pero?– preguntó ella. –Pero es usted una niña. Octubre 1868.



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ÁNGELA-SIRENA Hace siete años, la Chiaza, que regresaba de New York, se dejó escuchar en Nápoles. Creo que fue con La Traviata. La famosa veneciana había sido contratada por el teatro SaintCharles por su renombre, ya muy extendido; pero su talento sobrepasó todas las expectativas, y el éxito todas las previsiones. En el momento en el que, al final del drama, la cantante arrojó al techo de la gran sala luminosa sus notas sollozantes y sus gorgoritos desesperados, el entusiasmo no conoció límite. Aquello se convirtió en una confusión de gritos de delirio; los pañuelos de encaje se agitaban sobre el borde escarlata de los palcos; se aplaudía con los abanicos, que se desgajaban en retales; las manos, extendidas hacia la rampa, portaban guantes rotos bajo la furia de los bravos. Finalmente, la Traviata murió. Entonces se hubiese dicho que una ráfaga de viento, desencadenada de repente en un parterre enorme, envolvía a esta mujer con una nube de rosas. Caído el telón, se la volvió a llamar. No había ya más ramos que arrojar y fue el turno de las joyas y los abalorios. Más de una gran dama se desprendió de su collar de perlas o de su brazalete de amatista. El suelo de la escena semejaba un mosaico de piedras preciosas. Cada vez que la veneciana daba un paso para saludar más de cerca al público, tropezaba con alguna joya, y entre el satén blanco de su vestido se veían unos destellos como en la falda de una mujer que caminase sobre fuego. La duquesa Formosani llevaba un broche maravilloso; era una abeja de rubís que libaba unas flores de ópalo con tallos de diamantes. El broche cayó a los pies de la prima-donna; y cuando atravesó el aire con su estela de brillos inflamados, para caer en ese lugar deslumbrante, parecía una estrella atraída por una constelación. La Chiaza permanecía tranquila; su hermoso pecho ondulaba sin exceso; no había ni


40 una sola alteración en el arco de sus pestañas. Sus saludos, compuestos de un movimiento de cabeza imperceptible y grave, se parecían a los saludos de una reina los días de besamanos. Las joyas habían dejado de caer: ya no había más. La marquesa de Brescia, que ocupaba un palco de primera con su familiar más íntimo, el conde Démétrius de Seyssel, se había despojado hasta de su sortija. «Ya he dado todo», dijo. Sin embargo un estilete de oro, cuya empuñadura formaba una cruz sobrecargada de diamantes, atravesaba de un lado a otro su moño de cabellos grises. «¡Ah!, todavía queda esto.» Y el bello alfiler brilló repentinamente. Se produjo un gran grito en la sala: el estilete había impactado en el hombro de la veneciana, y la blancura de la piel se tiñó con una gota de sangre, redonda como una lágrima, roja como una eglantina. Más de una mujer creyó desvanecerse. La Chiaza, sin inmutarse, recogió la cruz de oro e hizo una reverencia a la marquesa de Brescia; luego, salió caminando hacia atrás, siempre de cara al público con las manos llenas de joyas, los brazos rodeados de collares; y con la gota de sangre en su hombro que era otro rubí más. Pero el conde Démétrius de Seyssel no había estado pendiente del espectáculo: una hermosa joven, triunfadora en su palco, ocupaba su atención sin cesar. Al principio no la vio más que de perfil: era una cabeza de estatua animada por algún sol interior. Se volvió: fue un como un deslumbramiento. El sol aparecía en el fondo de sus ojos; eran negros, profundos y surcados por tenebrosas llamas, como lo podría ser un mar de ébano líquido bajo el cual se agitara el infierno. Su mirada tomaba impulso desde el fondo de ese abismo y reflejaba brillos salvajes. Se dice que los relámpagos atraviesan las murallas más gruesas y que se les ve brillar de súbito entre las sombras mejor defendidas: así era esa mirada. Franqueaba los obstáculos. Cuando la marquesa de Brescia se inclinaba para aplaudir a la cantante, en vano su cabeza se encontraba ante la del conde; nada habría podido defenderla contra la flecha de fuego. Pero una


41 boca de niña oponía la gracia adorable de las ingenuas sonrisas al furor de esa mirada; ella aparecía de lejos con sus bellos labios sangrantes sobre la palidez de la piel; y era como esas flores exóticas de insólito color, y sin duda, ¡oh!, sin duda, de un perfume desconocido. Durante los primeros actos, la joven no se había percatado de las miradas del conde Démétrius. Ella también estaba absorbida en la actuación de la Chiaza. En una ocasión algo la divirtió; fue en ese momento cuando él le vio los ojos. Habría podido preguntar su nombre a la marquesa; lo quería, pero no se atrevió. La mirada pesaba sobre él, violenta, magnética e inmovilizándolo por su intensidad; pues ella no había girado la cabeza como es habitual en las mujeres que se sienten observadas; olvidó a la Chiaza por el conde de Seyssel. Estaba claro que ella lo miraba, no podía dudarlo; incluso tomó unos prismáticos para ver mejor. «Estoy soñando», pensó él. El ramo de la marquesa estaba ante él. Con un rápido movimiento, cogió una rosa y la besó. Los prismáticos permanecían cerrados a su lado. Deshojó la rosa con lentitud; la boca de labios sangrantes dibujó una sonrisa divina. Ella rozaba las plumas blancas de un abanico, y mientras los despojos de la flor revoloteaban al azar, las briznas de pluma se escapaban una a una de la adorable boca. Una de ellas encontró en su vuelo un pétalo desprendido, y el conde vio unirse en un beso sutil el pétalo de rosa y el plumón de cisne. Había caído el telón. – Conde, – dijo la marquesa, – Hemos de ir a ver a la Chiaza. Está gravemente herida. ¡Dios mío! ¡qué desgracia! Démétrius apenas había reparado en el acontecimiento aludido. –¡Ah!, sí – respondió – ya me acuerdo. Un alfiler, ¿verdad? –Diga más bien un estilete, hijo mío. Pero vaya enseguida, me muero de inquietud.


42 El conde de Seyssel no se reitró sin antes arrojar un vistazo a la sala. –¡Ah! ¡bien! – dijo la marquesa – hete aquí prendado de la duquesa Formosani. Pero apresúrate, hombre! Si me traes buenas noticias te la presentaré. La marquesa de Brescia era una adorable anciana, delicada y cariñosa, que había conservado unas manos maravillosas y cuyos ojillos redondos y claros, móviles en exceso, parecían dos ojos de niño travieso. Además, con apenas sesenta años, destacaba por los movimientos alertas y la palabra airosa de una jovencita. Había visto muchas cosas y no había olvidado ninguna. Conocía perfectamente cuatro o cinco cortes europeas; contaba encantada las escandalosas galanterías de hace treinta años, y, apenas mojigata, no ocultaba en absoluto el papel que había representado en ellas. Sus hombros eran admirablemente blancos. Tenía un espíritu endiablado. «¡Ah! ¡si no tuviese mi edad!», decía milord Marlowe. Luego, en los menores gestos, en las entrevistas más indiferentes, ella mostraba ese dandismo sin complejos que hace reconocer a la gran dama por el sonido furtivo de una palabra o el ligero movimiento de un dedo. Para aguardar al ballet que debía concluir el espectáculo, la marquesa se había refugiado en el saloncito contiguo a su palco. Unas colgaduras de seda acariciaban la alfombra como el último volante de un vestido. Allí había flores escarlatas, cada noche renovadas, en unas jardineras de madera de ébano incrustado de estaño. La marquesa recibía en ese salón. Las cortesanas se apresuraban como de costumbre. Sobre una mesa redonda hecha de un mosaico de Herculano, un lacayo depositó unos sorbetes que se parecían a copos de nieve. –Angela-Sirena, – dijo la marquesa, – venga a sentarse a mi lado; tengo que anunciarle una cosa. –¡La veo muy seria!– respondió la duquesa Formosani. ¿Se trata de alguna desgracia? –Es un misterio.


43 Las dos mujeres charlaron en voz bajo en el fondo del salón; luego la duquesa se acercó al lado de la mesa y comenzó a beber un sorbete. –La Chiaza cantó realmente bien – dijo. Milord Marlowe, que debía abandonar Nápoles al día siguiente, se acercó a la marquesa para despedirse de ella. Pero el caballero Rangone y otros se dispersaron alrededor de AngelaSirena, cuyos dientes brillaban más blancos que la nieve del sorbete, mientras su fina lengua rosa relamía dulcemente el fondo de una cucharilla. Fue en ese momento cuando regresó el conde de Seyssel. –¿Y bien?– preguntó la marquesa. Démétrius no respondió. –Conde – insistió ella, impaciente – te pido noticias de la Chiaza. –¡Ah! sí – dijo – la señora Chiaza; se porta de maravilla. He tenido el honor de darle la mano hasta su silla en el coche. Parte esta misma noche para Roma y dentro de tres días para Inglaterra. Se produjo un horrible decepción. –¡Jesús!– exclamó la marquesa, – es imposible. Y el caballero Rangone juró que el conde se burlaba. Pero el conde no se preocupaba demasiado de lo que se decía en torno suyo; paralizado por la mirada de Angela-Sirena, se mantenía de pie delante de ella, deliciosamente extasiado. Sin embargo el telón se había levantado; los visitantes se retiraron, desesperados todavía por la brusca partida de la prima-dona. La duquesa se quedó, argumentando que no le gustaban los ballets. –Mi querido Démétrius, – dijo la marquesa regresando a su palco, – me has traído una mala noticia, así que no os presentaré. Angela-Sirena no había acabado aún de beber su sorbete. El conde se sentó frente a ella. La miraba sin hablar. Ella estaba vestida con un vestido de seda blanco. Démétrius reconoció que el blanco era el más bello de los colores. Ese vestido descubría


44 los hombros de la duquesa. «Si alguna vez me ama, no se la volverá a ver escotada de ese modo.» El peinado era atrevido: eran cortos mechones que se dispersaban con extravagancia. La duquesa tenía el cabello negro; una rosa blanca resaltaba en su moño. Luego consideró su oreja, pequeña y rosada y complicada como un clavel nuevamente florecido. «He aquí una oreja encantadora», se dijo. Ampliamente admiró las manos; y, cuando vio el pie, su entusiasmo no tuvo parangón; hubiese querido dormir y soñar que ese talón de satén blanco le martirizaba el pecho. Por otra parte, no hablaba, y la joven, impacientada, prorrumpió a reír en sus narices. –¿Es usted, señor, – dijo ella – quien está enamorado de mí? Un pequeño mohín acompañó esta frase, que parecía una temeridad de Agnes más que una broma de Célimène. El conde de Seyssel, sin dudar, respondió seriamente: –Sí, señora. Entonces los ojos de la duquesa brillaron, y su expresión contrastó singularmente con la ingenuidad de su sonrisa. –Esto está bien, – dijo ella retirando de su moño la rosa que lo decoraba. –¿Desde cuando me ama usted? –¡Oh! desde hace tiempo. –Sea más preciso, se lo ruego. –Desde hace una hora, señora. Ella dejó oír una risa sonora como un ruido de cascabeles de plata. –Creo – dijo ella – que la marquesa no me ha dicho aún quién es usted. –Señora, – dijo ceremoniosamente Démétrius, – tengo el honor de presentarle al conde de Seyssel. –Señor conde, estoy encantada de conocerle, y será mi amigo. La duquesa, habiendo arrancado cuatro pétalos de rosa, los alineó regularmente sobre la mesa de mosaico.


45 –Cójame, – dijo ella, – una flor roja de esa jardinera. Démétrius tomó un clavel rojo. –Es muy bello, – dijo Ángela. – Ahora dígame por qué me ama. –Señora, – respondió el conde, – algunas mujeres podrían ver impertinencia en mi franqueza: la amo porque es usted hermosa. –No veo en ello más que galantería; pero quizá no lo comprenda – dijo la duquesa con resignación. –Desde luego, – dijo Démétrius – le habrían hablado de una simpatía súbita, irresistible. –Al menos lo habría comprendido. ¿Entonces el amor no puede nacer de la belleza? –Es mi opinión, señora. –¿Espera usted ser correspondido? –Eso espero. –Es usted un arrogante, señor conde. Démétrius se mordió los labios. La duquesa lo miraba maliciosamente. Ella había extendido cuatro hojas de clavel rojo, con exactitud, encima de las cuatro hojas de rosa. –Conde, –continuó ella – este es un juego que he inventado; sople, por favor. Démétrius, sonriendo, sopló. –Muy bien, -–dijo la duquesa, – ha perdido. Estallaron unos aplausos en la sala: el ballet había acabado. Las colgaduras que separaban el salón del palco se agitaron suavemente. –¡Hasta luego! – exclamó la duquesa; y, como si hubiese tenido miedo de ser sorprendida, abrió la puerta y huyó bruscamente. Entonces las cortinas se levantaron; entró la marquesa. –Mi querido niño, – dijo, ajustándose una pelliza de armiño sobre sus hombros, – déme el brazo hasta mi coche. ¿Qué piensas de la duquesa Formosani?


46 –Todavía nada. ¿Qué puedo saber? –Que es viuda desde hace un año y que vive en Nápoles hace un mes; pero yo conocí a su padre; es de una buena familia. –Es una persona extraña, – dijo el conde por no mantenerse en silencio. –Sí, hay dos mujeres en ella. ¿Has advertido su sonrisa? Es como la de un niño. Su mirada tiene una expresión completamente diferente. ¡Ángela-Sirena! Incluso su nombre tiene una doble faceta. Un lacayo había acercado el coche. –Hasta pronto, mi querido conde, –dijo la experta marquesa, – desconfía de la duquesa Formosani. La noche era clara y el cielo estaba repleto de astros. Démétrius, que vivía en un barrio de Nápoles, se fue hacia el muelle, y, a lo largo del mar tan armoniosamente murmurador, dio un paseo a paso lento. Las olas montaban sobre la arena en bellos mantos de espuma; más de una, rota por alguna roca, envolvía con un matiz rosado los espinos que decoran la otra orilla de la carretera. Las buenas fragancias marinas se casaban en el aire con los perfumes de las floraciones silvestres. Una grave música subía del Mediterráneo, y el llanto elegíaco de la brisa en las ramas se expandía entre esta música como, en un ruidoso concierto de cobres, él último sonido de una flauta que desfallece. El conde caminaba, con la cabeza desnuda, aspirando las brisas y recibiendo sobre sus cabellos el acre frescor de las saladas gotitas. Era un aristócrata criollo, meditativo como un poeta, indolente como una mujer hermosa; un poco salvaje, le gustaba vivir entre la familiaridad del mar y las estrellas; pero esa noche, todavía impactado por haber conocido a la duquesa Formosani, frecuentaba, enternecido, a la ola melodiosa que obedece sin tregua a los ritmos argentinos de la luna, y entre las tinieblas volvía a ver una vez más la sonrisa virginal de ÁngelaSirena.


47 Cuando regresó a su casa, un criado negro le comunicó que la mesa estaba servida. –Elie, – dijo el conde, – come mi sopa si quieres y ve a acostarte. Se dirigió al jardín, que se extendía hasta el mar. Arbustos floridos, estrellados de frutos de oro, escalaban las murallas; a veces un destello se escapaba de entre las ramas: era un limón que caía en la hierba; y, bajo las madreselvas, el zumbido de los insectos parecía el gemido de una cornamusa, mientras que el roce de una ola contra una escalera de piedra devolvía el sonido furtivo y claro de un címbalo de plata. Démétrius no siguió el sendero; caminaba al azar, trastornado por un sueño, y rompiendo con sus pisadas los arriates en flor. Un ruido pesado, el ruido de una caída, turbó su ensoñación. –¡Eh! ¿Quién anda ahí? – preguntó. Un hombre avanzó en la noche clara. Su traje parecía salido de un teatro: por su gorro empenachado y el paño del manto, era fácil reconocer a un espadachín de la vieja comedia italiana. Sus espuelas relucían en la arena; pero por las desgarraduras de su vestimenta, se percibía el traje blanco del polichinela de feria. –¿Qué quiere usted? – preguntó el conde. –¡Ah!, caballero, – respondió el hombre con el suave acento de las orillas del Adriático – es más difícil entrar en su propiedad que en el paraíso. Se encuentran verjas afiladas que rasgas los pantalones y desgarran las pantorrillas; en cuanto a las paredes, son de una altura absolutamente dificultosas. –¿Es usted un ladrón? – dijo Démétrius avanzando un paso. –¡Ruego a Dios!respondió el hombre con melancolía.– El miserable estado de mi traje testimonia la honestidad de mi profesión. Hablando de ese modo, hacía observar al conde su calzado roto y el penacho de su sombrero, parecido a un pichón desplumado.


48 –¿Pide entonces limosna? –¡Lo hago, caballero! –Déjese de tonterías,– dijo el conde; – escala ese muro y regresa como has venido. –¿A Su Excelencia no le gusta reír? Hablemos seriamente. Vengo de parte de una mujer, de una hermosa mujer, ¡por san Marcos! Y he prometido conduciros hacia ella. –¡Estás loco! – exclamó Démétrius, riendo esta vez. –Como Salomón. ¿Es que el Señor no cree en las buenas fortunas? ¡Ah! ¡sería raro! Estas últimas palabras fueron dichas muy galantemente. –¿El nombre de esa mujer? –Lo ignoro. Además, tengo la discreción de un cementerio, de una tumba no sería bastante decir respecto a un gran número de secretos que mantengo. Pero, sépalo, es una dama ilustre y que muere de amor, aunque solo le haya visto un solo instante, esta noche. –¿Esta noche? – repitió el conde con una emoción que le hizo tartamudear. –Caballero, – dijo el hombre, – ¿quiere que escale este muro y regrese como he venido? –No, espere – dijo el conde. Una vaga esperanza mezclada de angustias le atravesaba el alma; pero, cerrando los ojos, entrevió en las sombras los angélicos labios de la duquesa. «¡Es imposible!», pensó. –¿Se decide Su Excelencia a seguirme? – preguntó el intermediario. Démétrius consintió con una señal. –Puesto que es así, – dijo el otro, – yo tendré el honor de mostrarle el camino. El hombre descendió hasta el mar. Una barca estaba amarrada en una cala, bajo un árbol. ¡La encantadora góndola! Una sirenita de alabastro adornaba la proa, y bajo los parpados de las estatuilla, dos joyas negras brillaban como dos ojos


49 crueles, sin embargo en la popa un ángel de metal pulido se elevaba hacia el cielo con una sonrisa de recién nacido. Démétrius no reparó ni en el ángel ni en la sirena. Un marinero mantenía los remos, y en medio de la embarcación resplandecía en la noche una tienda cuadrada de terciopelo granate recargada de oro, que se asemejaba a un palanquín. –Caballero, – dijo el guía, levantando las cortinas, –entre, por favor. Cuando el conde estuvo dentro, las cortinas cayeron. Se pudo oír el chapoteo del agua bajo el primer esfuerzo de los remos; comenzó el viaje. –¡Hola! – gritó Démétrius, que había intentado levantar los cortinajes a fin de observar la dirección que seguía la góndola; – ¡Hola! Estoy encerrado. –Es cierto, caballero,– respondió el emisario, – pero no se preocupe, es por simple precaución. Tras esas palabras, el conde aguzó el oído; no escuchó más que las melodías nocturnas del mar y del cielo. La ola golpeaba el esquife; había estremecimientos de brisa que cantaban en los pliegues de los cortinajes como en unos tubos de órgano; los ruidos de la orilla ya no se oían, pues la barca se alejaba, siguiendo un ritmo rápido y silencioso. Afuera, las blancas estrellas se reflejaban en el golfo; el mar tenía el azul del cielo, el cielo tenía la profundidad del mar; los rayos de la luna besaban la superficie metálica de las olas. Algunas velas a lo lejos, blancas y vagas, cerca de la orilla; y, más lejana todavía, pálida y confundida entre las sombras de la noche, se vislumbraba, en forma de anfiteatro, la ciudad con las casas dormidas, hasta tal punto desfigurada por la distancia y las sombras, que se hubiese pensado en estar viendo un rebaño escalando una colina. Pero el Vesubio se levantaba entre las tinieblas. Era tiempo de una erupción, aunque sin peligro, incesante y bella. La gran llama deslumbrante subía en línea recta por la noche sin ráfagas de viento, y, en el golfo, el reflejo


50 prolongado de esta columna roja elevada hacia el cielo, aparecía como una ruta formidable abierta hacia el infierno. Luego, con sus mil destellos, a su vez escarlatas y blancos, él imitaba también, es ese abismo semejante al firmamento, alguna vía láctea fabulosa, donde la sangre de una divinidad infernal se habría confundido con la leche de la gran Inmortal. Sin embargo la noche transcurrió rápido como todas las noches de Italia, que son noches de verano. Más de una estrella había palidecido; la brisa marina traía claridades al mismo tiempo que perfumes; unas luminosidades blancas brillaban en la espuma de las olas como entre las riendas de un caballo que tuviese un bocal de plata; el Oriente se cubría de rojos suaves; la luna murió. Al pie del Vesubio, sobre el umbral de las chozas, los pescadores de coral se reunían en tumulto; las vibraciones de las velas en el puerto rompía el silencio entre la penumbra agitada de olas luminosas. No más estrellas; una sola, expirante, a lo lejos, en Occidente, y de pronto, agujereando el horizonte como una granada sin corteza, estallo el triunfo de la aurora. En ese momento, un humo gris ascendió hacia el cielo; un paquebote americano acababa de entrar en el golfo. Los pasajeros, reunidos sobre el puente, observaban atónitos Nápoles y el Vesubio; solamente uno dormía, allí, en su camarote. –Señor, – dijo un marinero que hacía la ronda, – hay que ver la salida del sol en el golfo. –Amigo mío, he venido a Nápoles, – respondió el pasajero – para escuchar a la Chiaza, después de haber almorzado con mi amigo el conde Démétrius de Seyssel, y no para ver la salida del sol. El marinero regresó y dijo a las personas de a bordo: –Ahí abajo hay un francés que está loco. El francés permaneció solo, se vistió apresuradamente, aunque con mucho esmero. Había desplegado una bolsa de cuero que contenía los más delicados objetos de aseo. Las mujeres no debían tener costumbre de desdeñar a ese joven de finos


51 modales, cuyo bigote se retraía con las más galante impertinencia. «¡Ah!, dijo mirándose en un espejo de bolsillo, los viajes me embellecen.» Eso no era más que una frase complaciente; su fatuidad no iba más allá de un dandismo agradable. Subió al puente; entregó el pasaporte; «¡Horace de Naër!» dijo una voz; se dio a conocer. Los agentes de la aduana quisieron inquietarle; su criado tenía las llaves de los baúles. Al final, recorriendo con una mirada las barcas agrupadas bajo una escalera incierta, advirtió un gesto de algún barquero al acecho, y, descendiendo lentamente, saltando de popa a proa, «¡Vamos!», dijo encendiendo un cigarrillo. Horace de Naër no tuvo más que un instante el proyecto de abordar, a pesar de la hora hindu, la villa del conde de Seyssel; decentemente, no podía presentarse antes del peno día. Se hizo conducir a Nápoles para matar el tiempo. Pero, cinco o seis horas más tarde, almorzaba con Démétrius en una gran sala decorada con bellas pinturas. –¡Ah! ¡culebra! ¡ah! ¡demonio!– exclamaba con un tono excesivamente quejumbroso, – la persigo desde hace un año sin tregua; desde hace un año se me escapa. Está en Viena, llego y acababa de partir para San Petersburgo. No me desanimo; heme en Rusia; ¡inútil! Se cree que está en New York. Embarco para América y estaba de gira por Nápoles; estoy en Nápoles y está en Londres. ¡Ah! mi querido Démétrius, esta es una aventura infernal. –Querido loco,– dijo el conde, – ¿estás prendado de la Chiaza? –Solamente cuando no se ama más, se puede saber si se ha amado, – respondió sentenciosamente Horace de Naër. –¿Irás a Londres? –En absoluto. Renuncio. Me instalo en tu casa. Puede que la encuentre sin buscarla, yo que he dado la vuelta al mundo sin encontrarla. ¡Ah! ¡es una persona adorable! Hace tiempo, en Bruselas, me amaba. Una noche, después de Norma, me dejó. No


52 sé con quién se fue, tiene una cabeza fantástica. Además, he aquí un lacrima-cristi que me consolaría de mi propia muerte. –Lo traigo de Francia – dijo el conde. –Es sin igual. Pero hablemos de ti, ¡mi anfitrión! Apuesto a que jamás ha tenido una suerte tan lúgubre como la mía. –Estoy enamorado – respondió Démétrius. –He perdido. ¿De gravedad? –Creo que sí. –¿Y eres feliz? –No lo sé. –¿No estás seguro?– dijo Horace riendo. –No. Es una historia maravillosa. Podría contártela; pero prefiero leerla. Elie – llamó el conde – dame ese libro que está ahí, en esa copa. –¡Cómo! ¿Llevas un registro de tus buenas fortunas? El negro entregó a su amo un volumen de tapas doradas, con guardas de marroquinería roja. –¿Qué es?– preguntó Horace. –Las Vidas de las damas galantes, por el señor de Brantôme. Comienzo en la página 193 de la edición original. «Os contaré que en tiempos del rey Francisco, un escudero llamado Gruffy, que moriría años después en Nápoles tras unas victoriosas campañas, se enamoró perdidamente de una dama de la corte. Era tan apuesto, que se le llamaba comúnmente el guapo Griffy. La dama, honesta y hermosa, llamó un día a un criado de su mayor confianza para que dijese al escudero que una dama se recomendaba a él y que estaba enamorada, pero que por el bien de todos, no deseaba que la viese ni la conociese; pero que a la hora de dormirse, y cuando todos en la corte se hubiesen retirado, él vendría a un lugar que se le indicaría para acostarse con ella; pero para cumplir con la voluntad de la dama, él debía acceder a taparse los ojos con un pañuelo blanco, a fin de no poder ver ni reconocer el lugar ni la habitación a dónde lo


53 llevarían, y siempre tomado por las manos a fin de que no pudiese sacarse el pañuelo. –Brantome, considera – dijo el conde . que era «una placentera condición.» Salto algunas líneas que no vienen a cuento. «Él se decidió a arriesgarse, y por el amor de una grande no había nada que temer. Y al día siguiente, cuando el rey, la reina, las damas y todos y todas en la corte, se retiraron para acostarse, se encontró en el lugar que el mensajero le había indicado. Tan pronto como lo vio, le dijo solamente: «Vamos, señor, la señora os espera.» De pronto le puso la venda en los ojos y lo llevó por lugares oscuros, estrechos, y callejuelas desconocidas, de tal modo que francamente Gruffy le dijo que no sabia adonde lo llevaba; luego entró en la habitación de la dama, que estaba tan sombría y oscura, que nada pudo ver ni reconocer. Allí estaba ella muy perfumada; su presencia le prometía goces inesperados; ella le hizo desvestirse de inmediato, y él mismo la desnudó; luego, llevándolo de la mano y habiéndole quitado el pañuelo, se introdujo en la cama de la dama que lo esperaba dispuesta. Se acostó a su lado y comenzó a tantearla, a besarla, a acariciarla; todo lo que encontraba era bueno y exquisito, tanto su piel como su ropa. Pasó alegremente la noche con esa bella dama que no quiero nombrar. Por fin, aunque estaba saciado por esa noche, no le satisfacía por completo ya que no le había arrancado ninguna palabra. Ella tenía mucho cuidado, pues él hablaba bastante, como lo hacía de costumbre con las demás damas y la hubiese conocido pronto. Pero a las travesuras, caricias, tocamientos y otras demostraciones de amor. ella no se resistía. Al día siguiente, al amanecer, el mensajero vino a despertarle, levantarle y vestirle, ponerle la venda en los ojos y regresar al lugar donde lo había recogido la noche anterior.


54 El guapo Gruffy, tras haberle agradecido cien veces el servicio, se despidió de él diciéndole que siempre estaría dispuesto a regresar por tan buen festín cuando su ama quisiera.» El conde cerró el volumen. –He aquí mi historia con algunos detalles más o menos,– dijo. –¡Es admirable!– exclamó Naër. ¿Volverá el hombre? –Todas las noches, a las doce. –¡Ah! mi anfitrión, ¡eres un dichoso galán!– Y sobrexcitado por la buena bebida, Horace hizo al respecto bromas picantes. Démétrius fingió sonreír; pero no escuchaba. Esta lectura le había traído a la memoria, hasta en los menores detalles, su aventura nocturna: la partida en la sombra, la larga travesía y el silencioso abordaje. Se acordaba de la escalera de mármol sonora bajo el paso, el salón desconocido lleno de fragancias, luego la aparición tenebrosa de una mujer. No estaba en absoluto orgulloso de su buena fortuna, ni siquiera del recuerdo de los encantos envueltos de misterio que lo obsesionaban y se imponían en su espíritu sin descanso; de buen grado hubiese atribuido el incidente a la fantasía de alguna mujer obsesionada por las aventuras novelescas, en cuyo caso no se habría ocupado más de ello; pero no dejaba de pensar en la duquesa Formosani. De la cabeza a los pies se había estremecido cuando el fantasma enamorado se había acercado a él; se había estremecido del mismo modo ante la joven, la víspera, en el teatro Saint-Charles. La conmoción recibida al primer beso anónimo, la había presentido en el instante en el que, sembrados en el aire, se habían reencontrado y unido el plumón de cisne y el pétalo de rosa. Todas las gracias entrevistas durante la velada precedente, todos los tesoros adivinados, todas las delicias supuestas por el deseo y afirmadas por el sueño, todo lo que debía contener de gozo y de angustia, de hostigamientos y de vértigos, lo había


55 degustado en el amor de Ángela-Sirena, la había poseído, admirado, sometido. Tras el espectáculo, a lo largo del mar, bajo las estrellas, más de una vez había abrazado algún desnudo imaginario, más de una vez saboreado los labios de la duquesa en los perfumes del viento; y he aquí que había encontrado sin mezcla, sin desilusión, el sabor mismo de su sueño en una realidad nocturna y misteriosa. ¡El hombre feliz! Su corazón palpitaba, semejante a una ala ebria en el cielo; cálidas bocanadas de gozo le subían del pecho: él era el amante de la duquesa Formosani. Pero entre esta alegría caía una gota de amargura, pronto invasiva. Él amaba a Ángela-Sirena, no a un amor inestable, sometido a las volubilidades del capricho, sino a una de esas ternuras incomparables y serias que colman el alma, al igual que el mar, penetrando de repente en algún abismo, haciéndo rebosar la hermosa profundidad hasta el borde con una ola en la tranquila superficie. Y ahora, la duquesa le parecía singularmente decepcionante. Este pensamiento era el contrapunto de su alegría y la derrota de su victoria. No respondía ya a las palabras de guasa de su huésped; lamentó habérselo confiado. No podía disimularse que Horace trataba el asunto como en realidad convenía, y que cualquier otro habría hablado como él. A veces, deseaba que Ángela-Sirena no fuese la heroína de la excéntrica noche; a riesgo de su vanidad sacrificada y de su felicidad desaparecida, él deseaba eso. Discutió consigo mismo sus sospechas. La duquesa, sin duda, podía haberse prendado ligeramente por él; ¿había que concluir de ello que no había retrocedido ante el peligro, ni ante un posible escándalo? Su rango, su edad (la edad de una joven muchacha), protestaban contra tal suposición. Además, no existía ningún indicio real; la habitación estaba oscura; no emitió ni una palabra. Él había reconocido en la gran dama la finura de sus perfumes y la elegancia de las sedas. Había en Nápoles otras grandes damas como la duquesa. «Vamos, no era ella,» se dijo el


56 conde. Pero la convicción contraria no tardó en volver a surgir, y con ella regresaron el orgullo y la desesperación del triunfo. Horace de Naër, cansado de su viaje, se había ido a tumbar en una hamaca, bajo los árboles. Démétrius ordenó enganchar su carruaje y se hizo conducir a Nápoles, al palacio Formosani. Ángela-Sirena estaba sola en un gran salón, magníficamente decorado. Llevaba un vestido de terciopelo de largos y amplios pliegues, escotado como un vestido de noche. Bajita y encantadora, desaparecía casi por entero en ese amplio vestido; las perlas de su tocado parecían pequeños copos de nieve entre sus cabellos. –¡Cómo! ¿Ya? – dijo ella con expresión desconcertada. –¡Ah!, señora, – respondió el conde – las horas me han parecido eternas desde… Démétrius pareció interrumpirse. –¿Desde? – repitió la duquesa. –Desde ayer, señora. Estas palabras y la mirada que las acompañaba, no produjo ninguna impresión en Ángela; ni un movimiento que la delatase, ninguna turbación, ningún signo de inquietud. –¡Ah! sí, desde ayer. – dijo ella. No había nada perceptible en la entonación de su voz, salvo la sorpresa de escuchar una nadería salir de la boca del conde de Seyssel, que tenía fama de hombre inteligente. Se entabló una charla. La duquesa estaba alegre. No desdeñaba las anécdotas divertidas. Reía de buen grado con su risa infantil. Tenía turbulencias de chiquilla. No podía estarse quieta en el sillón bajito, situado en un rincón del salón, donde se sentaba como una gata acurrucada. Démétrius observaba uno a uno esos detalles. Se habló del teatro y de la sociedad. A propósito de una vieja coqueta, la duquesa tuvo unas palabras muy picantes; luego el conde, habiendo hecho alusión a sus viajes, ella quiso que él se los contase; y no sé como él sacó a colación, como por descuido, la muerte del duque Formosani.


57 –¿Le han dicho que soy viuda? ¡Ah! ¡despreciables cotillas! –¿No es cierto?– preguntó el conde con una especie de espanto. –¡Eh! Sí, es cierto. Estoy obligada a admitirlo, puesto que se sabe; pero no hubiese querido hablar de ello. El duque viaja, suelo decir, ha ido muy lejos, tal vez regrese. Así es más sencillo. No sabe usted lo irritante que es ser viuda. Hace un mes que vivo en Nápoles y ya se me ha preguntado por mi estado cuatro o cinco veces; es insoportable. ¡Ah! Dios mío,– continuó la duquesa– ¿es que usted también me va a esposar? Démétrius la escuchaba como se escucha una música; una cascada de nieve fundida no tiene el timbre tan fresco ni tan placentero. –¿No quiere casarse, señora? –No lo sé,– respondió ella; – el matrimonio no es algo que me horrorice; es la petición en matrimonio. Las indecisiones del conde se redoblaron; no podía atribuir la abominable audacia de una casquivana a esta joven tan semejante a una inocente muchacha. «Ella no se hubiese atrevido,» pensaba. También pensaba que sería una condena que no se hubiese atrevido. –¿Fue la marquesa quien le habló de mí? – dijo ÁngelaSirena –¡Maldita marquesa! ¿Qué más le ha contado? –Nada, señora, excepto que desconfíe de usted. –Tiene razón, soy muy malvada. La conversación languidecía; Démétrius no hablaba demasiado, observando, tratando de descubrir algún indicio revelador en un gesto o en una palabra de Ángela. Ella no se traicionaba. «No es ella», pensó. Añadió: «Mejor.» Su corazón estaba a punto de desgarrarse. –Pero, querido conde, – dijo de repente la duquesa – hace una hora que está usted aquí y todavía no me ha hablado de su


58 amor. Hágalo rápido. Escuchar hablar de amor es como si se leyese una novela. Démétrius tomó la mano de la duquesa y la besó. –Señor,– dijo ella retirándola sin brusquedad – ¿ha besado mi mano? No había en esas palabras apariencia ni de cólera ni de pudor espantado en su gesto; solamente se sorprendía de lo que él había hecho. El conde no supo que responder; era de una inocencia completamente desconcertante. Inclinándose hacia la duquesa, había observado sobre su hombro derecho una marca, apenas perceptible a la vista, pero que podía ser sensible al tacto. Se disculpó como pudo, y la conversación usual entre gente civilizada, continuó sin incidentes hasta el final de la visita. Retirándose, el conde no dudaba: la duquesa era absolutamente ajena a su aventura de la víspera; en verdad había perdido el sentido por haber imaginado semejante barbaridad. Lamentablemente, no había ninguna relación entre la joven y él, con excepción de una familiaridad reciente, todavía sometida a las formalidades de la etiqueta; y no era cierto que él hubiese besado su frente y besado sus ojos (¡sus ojos tan bellos!) durante la novelesca entrevista. Pero, mientras se alejaba del palacio Formosani, sentía despertar su nueva convicción. Cuando el último eco de la encantadora voz hubo expirado en sus oídos, y cuando sus ojos, entre los deslumbramientos finalmente disipados del éxtasis, dejaron de ver el dulce perfil de ÁngelaSirena, la tenaz sospecha invadió de nuevo su pensamiento, y entonces detestó violentamente la perversidad de la duquesa. Era la hora en la que tenía por costumbre ser recibido por la marquesa de Brescia. Decidió interrogarla, sin revelarle su aventura. La vieja dama, lo acogió amablemente. Lamentó no poder decirle nada más, pues nada sabía; la duquesa era muy bella y muy rica, no se debía preguntar mas. ¿Por qué se preocupaba él de lo que no le interesaba? Si ella había tenido amantes, nadie lo decía; según las apariencias, no había tenido


59 tiempo. Casada a los diecisiete años, viuda a los dieciocho. El duque había sido su padre. Démétrius se había despreciado por las palabras de la marquesa; la marquesa no había querido decir que Ángela-Sirena fuese una mujer peligrosa y capaz de romper voluntariamente el corazón de un hombre decente; la vieja marquesa tenía de la duquesa una excelente opinión; la duquesa haría feliz a su marido. Démétrius, con el alma turbada, regresó a su casa. Su huésped acababa de despertar. Durante la cena se hicieron nuevas confidencias. –Esto es serio – dijo Horace. El tiempo transcurría muy lentamente. La góndola no llegaría antes de medianoche. ¡Faltaba tanto para la medianoche! –Si tienes una relación con la duquesa Formosani, – insistía Naër,– es imposible que no logres reconocerla. Démétrius convino en ello. –Además –continuó Horace cuando sonaron las doce, – te recomiendo tomar estas tijeras inglesas; son un instrumento muy útil y adecuado para cortar sin ruido un mechón del cabello. Una señal, no sé de que tipo, se produjo en el jardín. El conde desapareció. –¡Eh! ¡eh! Su Excelencia no se ha hecho esperar, – exclamó divertido el espadachín, saludando a Démétrius. –Escucha, –dijo este – si dices como se llama la mujer hacia la que me llevas, te daré mil piastras. –Se lo agradezco, caballero, – replicó el hombre,– pues, según lo convenido, debo recibir por callarme el doble de lo que podría ganar hablando. Al igual que la víspera, el conde fue encerrado bajo la tienda de terciopelo granate, y el viaje comenzó, rápido y sin ruido por el golfo. Al día siguiente, despuntando el día, Horace se despertó sobresaltado por el estrépito de una puerta que se abría bruscamente.


60 –¡Es ella! – gritó Démétrius dejándose caer sobre un sofá al lado de la cama. De Naër abrió lentamente los ojos. –¡Es ella! ¡es la duquesa! – repitió el conde. –Discúlpame, Démétrius, soñaba con la Chiaza. ¿Dices que la duquesa se ha traicionado? No. Me he arrastrado a sus pies, me he golpeado el pecho, he rogado, he llorado para que consintiese en decirme su nombre, y menos que su nombre, una frase, una palabra, lo que hubiese querido! Nada. Permaneció silenciosa como si no me hubiese escuchado. ¡Siempre la misma aparición blanca en abrazos mudos! Y nada he visto, excepto la claridad de sus ojos, que me cegaban en la sombra. Pero mira, estos cabellos son negros como los suyos, ¡son los suyos! Y sobre el hombro derecho del fantasma he tocado (he aquí una prueba sin réplica), he tocado una marca semejante a la que tiene Ángela-Sirena sobre el hombro. ¡Oh! es ella: estoy seguro, sin ninguna duda. –En ese caso, – dijo Horace – debes estar satisfecho. –¡Ah! ¡soy muy desdichado! La jornada transcurrió como las anteriores, y las que siguieron no difirieron más. Démétrius era recibido por la duquesa que, con un aspecto tan ingenuo, habría desalentado las sospechas más obstinadas. Repetidas veces él estuvo a punto de decirle que había adivinado todo y que ella se equivocaba tratando de disimular por más tiempo; varias veces, subiendo la escalera del palacio, preparó el discurso que hubiese debido pronunciar; pero en presencia de Ángela-Sirena, se venían abajo todos sus proyectos y resoluciones; y siempre, ante ella, consideraba infame atreverse a sospechar de su culpabilidad. Pero cada mañana, su temor y a la vez su esperanza se reavivaban por el efecto de las impresiones recientes, y tomaba mil decisiones sin cesar renovadas, pero nunca ejecutadas. Horace de Naëer habia sido presentado por el conde a la duquesa Formosani.


61 –Estás loco, mi anfitrión, – dijo el joven,– la duquesa es incapaz de una escapada nocturna. Además, – continúo– pocas mujeres tienen esa audacia. Una sola… De Naër sonrió. –¿Cuál? –interrogó Démétrius. –¡Oh! – dijo Horace, – está en China. La pasión del conde aumentaba cada día; la duquesa le parecía cada vez más deseable, y, sus incertidumbres no acababan, lo que lo llevaba a la desesperación. Esta doble vida le resultaba insoportable. Todos los goces de las misteriosas citas se convertían en dolores al recuerdo de Ángela-Sirena; las encantadoras emociones que experimentaba escuchando la voz de la joven se convertían en angustias cuando recordaba los silencios nocturnos. Decidió acabar con eso. De las dos dichas que se le habían concedido, debía renunciar a una de ellas. No lo dudó. Una noche, el espadachín hizo en vano la señal convenida. Golpeó con sus manos y arrojó piedras a las ventanas. Démétrius, al acecho detrás de una persiana, escuchaba y observaba; se había jurado no bajar. Allá, más allá de los árboles, vio resplandecer la bella tienda cuadrada de terciopelo granate recargada de oro; vio la barca en la cala, y, a través de las ramas, la vestimenta roja del marinero. Escuchaba las llamadas: –¡Señor! ¡Señor! Pero permanecía detrás de la ventana, sorprendido de su valor. El emisario se cansó de esperar. El conde lo miró alejarse. No hubiese querido que se alejase. ¿Por qué no había llamado una vez más? Tal vez hubiese bajado. No, no hubiese bajado. El hombre se acercó a la barca y habló con el marinero. Un gran espanto invadió el alma de Démétrius. «¡Van a partir! Sería horrible si ese bribón, aprovechando que yo no voy, tome mi lugar. Las sombras que me impiden ver a la duquesa no permitirían a la duquesa reconocerle.» Tal fue la razón que convenció al conde para justificar su debilidad. El marinero había levantado los remos; la góndola iba a partir.


62 –¡Aquí estoy! – gritó Démétrius. – «Debía elegir,, pensaba, entre el día y la noche; está decidido, no la veré más.» Pero, al día siguiente, a la hora de su visita cotidiana, subía corriendo (hasta el punto de llegar sin aliento) la gran escalera blanca del palacio Formosani. En otra ocasión, para sustraerse a la ansiedad de sus dudas, juró abandonar Nápoles; se iría a no importa dónde, muy lejos, tal vez a Francia; pero rompió su juramento y no hizo más viajes que los que hacía cada noche a la alcoba desconocida. Sin embargo la marquesa de Brescia, con mucha experiencia, había comprendido desde hacía tiempo, en la actitud del conde, que le ocurría algo fuera de lo común. Interrogado por ella, él contó sin rodeos todo lo que había sufrido desde su primer encuentro con la duquesa Formosani. La marquesa era una mujer de confianza, y desde luego muy apta para dar un buen consejo. –Mi querido joven – le dijo ella – eres víctima de una intrigante. Yo pongo la mano en el fuego por Ángela-Sirena. Esas escapadas novelescas no son propias de personas de alto rango; en mi juventud ya habían caído en descrédito. Esa góndola, ese intermediario, la noche, el pañuelo, todo eso es de un gusto de lo más ordinario; exhala no sé que olor rancio de burguesía pretenciosa. La duquesa Formosani, suponiendo que fuese capaz de semejante escaramuza, hubiese imaginado algo más sutil. Hazme caso, has inflamado por descuido el deseo de tu vendedora de guantes o de perfumes. Eso es muy bonito entre esas pequeñas burguesas; pero, querido conde, ruega por la santa Virgen ¡que la tuya no sea una vieja! –No es vieja ni burguesa –respondió el conde sonriendo. –No has entendido nada, – replicó la marquesa. – En cuanto a la duquesa, cásate si la amas tanto como parece, y, la noche de bodas, envía a un criado en tu lugar en esa góndola. La convicción evidentemente sincera de la hábil anciana hubiese debido ganar a Démétrius; pero, esos cabellos, eran los


63 cabellos de la duquesa, y la marca que decoraba el hombro de Ángela-Sirena, era besada cada noche sobre el hombro de su amante. Transcurrió un mes entre esas crueles alternativas, cuando tuvo lugar un accidente que podía poner término a todo, y tuvo gran repercusión en Nápoles. Una noche, el palacio Formosani ardió. El incendio se mantuvo vivo durante cuatro horas. Bajo el esfuerzo de la llama, el edificio se desmoronó piedra a piedra. El servicio de la duquesa se salvó a grandes penas, y se pudo reconocer la buena suerte de Ángela-Sirena, que, precisamente, había pasado la noche fuera de su casa, en el lecho de la marquesa de Brescia, seriamente enferma. Démétrius supo la noticia por el negro Elie, que, cada mañana, iba a Nápoles; la duquesa viviría en su villa, esperando que el palacio fuese reconstruido. El conde se vistió apresuradamente y se presentó en casa de la marquesa de Brescia; ella había partido hacia tres días para Roma y regresaría el fin de semana. La duda se hacía imposible: la duquesa estaba ausente durante el incendio, pero ella no había pasado la noche junto a la marquesa. Démétrius maldijo esta profunda perversidad, tan hábilmente, tan imperturbablemente disimulada. Durante un mes, ella había representado esta comedia detestable. Cada día lo veía palpitante ante ella, atormentado de incertidumbres, devorado por la angustia; era muy difícil decirle: «¡Te amo y soy yo, soy yo quien cada noche te espera allí, a donde se te lleva, entre las sombras y el silencio!». Por las noches, él caía a sus rodillas, suplicándole que le hablase, que no hiciese prolongar más ese incomparable suplicio; y exclamaba: «¡Ángela!» luego: «¡Duquesa!» luego: «¡Ángela-Sirena! la he reconocido, ¿por qué callarse? » Ella no respondía y permanecía cruelmente impasible. El conde caminaba a grandes pasos por la calle, y por momentos se golpeaba la cabeza con el puño. Pero su cólera no duró mucho tiempo. Lo que la duquesa había hecho, en


64 definitiva, era por él; se había enamorado de él súbitamente, desde el primer encuentro; se acordó de las plumas del abanico volando con los pétalos de rosa. ¿Podía ser ella la primera en atreverse a declararse? Sin embargo, no había podido resistir a su amor; era una imprudente: había afrontado la vergüenza y el escándalo; pero por él, solo por él. ¿Era tan culpable? Sin duda, los días que él le había dicho: «Te he reconocido», ella nunca lo había negado; de todos sus deseos ella apelaba a la hora en la que podría ser ella misma y poner término a esta doble vida; pero él jamás le había hablado. ¿Debía ella hacerse reconocer por la noche mientras él besaba sus pies conjurándola a que dijese su nombre? Se hubiese muerto de vergüenza, siendo temerosa y dulce, si la hubiese descubierto durante esas horas. Como debía sufrir por no poder responderle: «Démétrius» cuando él le decía: «¡Ángela!» Pero ahora todos los tormentos iban a cesar; él le hablaría, ella confesaría; ya no habría más tinieblas, ni misterios. ¡Oh! las tiernas excusas! ¡las dulces confidencias! El conde subió a su coche y se hizo conducir a la villa Formosani. La duquesa le recibió en el jardín, bajo un naranjo. Una vez más sus resoluciones de desvanecieron en presencia de Ángela-Sirena; el pudor le subió a la garganta; se estremeció, enrojeció, y se perdió en una frase balbuceante. –¿Sabe usted la noticia? – preguntó la duquesa. –Sí, señora, y sé también que usted ha sido milagrosamente preservada. Démétrius intentó poner algo de impertinencia en esa respuesta; Ángela no pareció advertirlo –Se dice que pasé la noche en casa de la marquesa de Brescia, pero no es cierto, – dijo – Estaba de ejercicios espirituales en el convento de La Estrella, en el que mi prima es la superiora. Es un secreto que le confío. Soy muy religiosa, pero prefiero que no se sepa.


65 La duquesa hizo la señal de la cruz con la seriedad de una pequeña monja. –He aquí – pensó el conde, – una adorable franqueza o una espantosa maldad; sea lo que sea, es necesario que mi destino se cumpla. –Señora duquesa – dijo bruscamente– tengo el honor de pedir su mano. –¡Oh! – dijo Ángela – eso es serio, muy serio; debo pensarlo. Acabó su frase en un estallido de risa. –Está hecho, – continuó ella – ya he reflexionado. Y, siempre risueña, tendió la mano al conde de Seyssel. El matrimonio fue fijado para dentro de quince días. La noticia se divulgó. Démétrius fue envidiado. –Has hecho bien, – dijo a su regreso la marquesa de Brescia. Horace de Naër consideró que era un medio audaz, pero decisivo, de dejar las cosas claras. En cuanto al conde, estaba más tranquilo; se imaginaba ya siendo el marido de la duquesa, y que las conveniencias les obligaban durante algunas horas a una reserva tan ardientemente compensada. Decidió vivir la espera hasta el día de su matrimonio. Esperó. Llegó el día. La víspera de la boda, hubo un baile en la villa Formosani; la fiesta se prolongó hasta el alba; pero Horace de Naër despareció antes de la medianoche bajo la sombra, para acompañar en su coche a la marquesa de Brescia, que se había encontrado indispuesta. Al día siguiente, por la mañana, tuvo lugar la boda; el conde y la condesa de Seyssel debían abandonar Nápoles al regresar de la iglesia; un carruaje los esperaba en la verja de la villa. La ceremonia nupcial fue muy suntuosa. La prima de Ángela, que era superiora en el convento de la Estrella, no dejó de asistir. Durante la bendición, Démétrius observó a su esposa; estaba vestida con un vestido de moaré con volantes de encaje;


66 una rosa florecía entre sus cabellos. A las palabras del sacerdote, ella curvaba la cabeza con aire piadoso; cuando se arrodilló, su sonrisa dejó ver un evidente candor. El conde había repudiado toda sospecha. «¡He soñado!», decía. Cuando los esposos salieron de la iglesia, una vieja mendiga, sentado bajo el porche, habiendo advertido que la novia no llevaba flores de azahar, le dijo: –He aquí una viuda – exclamó en dialecto napolitano– que parece una jovencita. La condesa enrojeció. Démétrius arrojó un luís a la mendiga. «La vieja tiene razón, yo estaba loco.» Cuando por fin se encontraron a solas, fue en el jardín de la villa, bajo el naranjo. La condesa iba a retirarse a fin de ponerse un traje de viaje. –¿Quieres esperar un momento?– dijo Démétrius. –Claro – dijo ella. Él la miro un largo instante, en silencio. –Condesa, –dijo por fin – ahora eres mi esposa. ¿No tienes nada que decirme? –¿Decirte? No.– respondió ella con una pequeña mueca de asombro. –¿Nada? –Nada, de verdad. El pensamiento de Ángela se transparentaba a través de la sonoridad cristalina de su voz. Démétrus intentó librarse a una influencia demasiado poderosa, y, tomando a su esposa por la mano con una especie de furia: –¿No tienes nada que decirme? – repitió. La condesa alzó orgullosamente la cabeza. –No, señor – dijo con tono firme. En ese momento se mostró la cara negra de Elie entre las ramas. –¿Qué ocurre? – preguntó el conde.


67 –Una carta del Sr. Horace de Naër, – dijo el negro inclinándose. –Dámela y vete. Démétrius leyó aprisa. De repente, plegó las rodillas y besó furiosamente las pequeñas manos de su esposa. –Condesa – exclamó – ¡jamás me perdonarás! –¿Qué tengo que perdonarte? – preguntó ella. –¡Oh! nada, ¡absolutamente nada! Ángela, ¿me amas? Él la había atraído hacia su pecho. Ella se desprendió de ese abrazo y huyó asustada. Pero cuando estuvo un poco lejos, dijo: –Démétrius, te amo – y desapareció. «¡Feliz esposo, escribía de Naër, que eres el marido de la duquesa y has sido el amante de la Chiaza! Esta noche, cubierto de un manto que me envolvía hasta las sienes, he intentado la aventura en tu lugar. Al primer beso reconocí a la veneciana. Ella tiene unos maravillosos cabellos negros; su hombro está surcado por una pequeña cicatriz debida al pinchazo de un estilete de oro; de ahí la confusión. En cuanto a tu guía de cada noche, es Zicotto, un viejo gondolero de Venecia, un bribón que antaño, en Bruselas, no dudaba en vaciar mis cajas de habanos y mis botellas de vino. Marcho para Inglaterra. Adiós.» Ya no había lugar para albergar la menor duda; todo estaba claramente explicado; el negro Elie tal vez había encontrado curioso que la carta de Horace fuese traída por un criado de la marquesa de Brescia; pero Elie era una persona discreta, que no hablaba nunca, a menos que fuese interrogado.

Enero 1860.



69

MARIETTA DALL’ORO

A los doce años, la signorina Marietta Dall’Oro representaba la danza de las mariposas y las sílfides en el teatro Saint-Charles, en Nápoles. Por un milagro, no tenía el aire delicado que caracteriza a las pequeñas congéneres de estas especies, criaturas anormales, vagamente deseosas de luz intensa y de vagabundeos por los bosques, oprimidas por el mundo artificial donde se debaten. Marietta, desmesuradamente precoz, llevaba en ella suficiente savia para suplir las causas exteriores de la iluminación; había subido a los árboles del atrezo y se había calentado al sol de las cuadros de fondo. Con unas eglantinas blancas en sus cabellos, vestida de crepe rosa, completamente rosa, mostraba sus hombros delicadamente carnosos; sus brazos, aunque un poco delgados, no recordaban en nada a la rigidez virginal que proporciona al codo la manga de las jóvenes; se apreciaban sus caderas ya musculosas y sus rodillas nerviosas como las de un potrillo calabrés. Trabajaba en el teatro un tal Gugliemo Tiradritto, bailarín antes ilustre, que se había roto la pierna derecha en el culmen de su gloria, escalando por casualidad el muro de un convento de muchachas, en Bolonia; a consecuencia de lo cual cojearía cruelmente hasta el fin de sus días; pero la pierna que le quedaba tenía talento por dos. Gracias a los consejos de Tiradritto, Marietta, que había nacido con alas en los talones, no dejó de ir convirtiéndose poco a poco en una bailarina admirable, estruendosamente aplaudida; y, por otra parte, su belleza en fase de maduración, que contrastaba aún con las inocencias de la infancia, suscitaba numerosas codicias. Su madre, oscura figurante y pícara desenfrenada, pronto se entrometió, desalentando a los avarientos y a las personas de baja extracción social. El general Frimont, príncipe de Autrodoco,


70 comandante del ejército austriaco en Italia, ofreció un collar de siete mil federicos, y el príncipe de Salerno, hermano del rey Fernando, no hablaba nada menos tras beber, que de esposar la mano izquierda de la signorina Marietta Dall’Oro. Había mucho con lo que hacer girar la cabeza de una bailarina; la cabeza giró lo mejor que pudo, y Marietta se dejó secuestrar por un joven caballero de Palermo que no poseía treinta piastras y se dedicaba al oficio de poeta cómico. Durante seis meses, los dos niños, teniendo junto a ellos solamente a Tiradritto, se mantuvieron ocultos en un barrio de Catania, al pie de los montes de Sicilia. Fue un amor sonriente, tierno, claro, matinal. La signorina nunca dejaba de acordarse más que con dulzura de ese pobre Lorenzo que componía tan bonitos sonetos y que tenía unos ojos tan grandes. Al comienzo del invierno, ella quiso ir a bailar a la corte de Modena. Ya no era la pequeña Marietta del teatro Saint-Charles; la jovencita había salido de la infancia precoz. Sus labios, hinchados de sangre bajo los besos de Lorenzo, contrastaban mejor con la blancura de su rostro, y el amor había quedado vivo en la profanidad de sus ojos. Demasiado ingenua antes y puerilmente impaciente, su baile tenía ahora ondulaciones más suaves y perversas; parecía que su cuerpo se envolviese, en las embriagueces del ballet, de una cálida llama exhalada de sí misma como un destello luminoso; y sus gestos eran recuerdos de abrazos cuya caricia prolongada se imponía en los cuellos de los espectadores vencidos por la histeria. El duque de Módena se vio totalmente prendado. Francisco d’Este, solo y enmascarado, fue a golpear una noche la puerta de la signorina. En consideración a Su Alteza y mediante un esfuerzo de talento, la bailarina renovó, con las piernas desnudas, esa pantomima olvidada de la que su madre, antaño atenta a las intrigas de la corte de las Dos-Sicilias, había entrevisto el misterio, ese tierno paso enseñado por miss Emma Harte a la diosa Hygie y que lady Hamilton se acordaba todavía en las cenas de la reina Carolina


71 María. Francisco IV, extasiado, declaró que regresaría al día siguiente; pero la signorina desapareció al despuntar el día con el fiel Tiradritto. Desde Florencia, donde permaneció mucho tiempo, su renombre, cada vez más célebre, conquistó Italia entera. La Scala se arruinó por contratarla y se enriqueció por haberla contratado. Fue entonces cuando mantuvo una relación cariñosa con un joven de la Venta Central de Alejandría; de donde resultó que, después, para indicar la época de su paso por Milán, tenía la costumbre de decir, al ejemplo de una bella princesa ilustrada por los poetas: «cuando yo era republicana.» Pero la signorina Dall’Oro no se ataba mucho tiempo a la misma fantasía: a pesar de las amonestaciones de Tiradritto que la seguía de ciudad en ciudad, cojeando cada vez más, ella rescindió su compromiso; pagó no sé cuanto al empresario de la Scala y reapareció en Nápoles, donde su madre acababa de morir. Una vez secas las lágrimas, Marietta hizo política absolutista con el mariscal Raditski, que había reemplazado al príncipe d’Autrodoco. «Cuando yo era austriaca,» decía más tarde. Nunca quiso volver a bailar en Saint-Charles, porque era la época en la que las piernas de las bailarinas, con sus pantys verdes, parecían tallos de palmeras; y la signorina tenía predilección por los pantys rosas; pero, después de tres años de delicada pereza y amores desconocidos, el demonio de las bambalinas, que azuza sin piedad, la obligó a firmar un contrato para Hyde Park. Las nieblas de Londres a punto estuvieron de volverla loca de tristeza; a pesar de las alegrías que el teatro le proporcionaba, conservó la añoranza todo el invierno, y creyó divertirse casándose con sir William Campbell. Cuando se puso en la frente las flores nupciales, emitió una pequeña risa. «¿Por qué ríe usted, milady?» preguntó seriamente el esposo. «Es, dijo ella, porque me acuerdo de haber llevado coronas como esta, en el tercer acto de los ballets, cuando Colombina se casa con Arlequín.» La luna de miel no tuvo nada que hubiese podido


72 sorprender a Marietta; sir William le resultaba indiferente; dos o tres amantes que tomó, apenas la divirtieron; de modo que una mañana hizo sus maletas apresuradamente, y milady Campbell se embarcó en el paquebote de Douvres, para gran satisfacción de Gugliemo Tiradritto, cuyo pecho se hinchaba de amargura bajo su librea de intendente, y quien, durante todo el día, no hacía otra cosa que llevar con su muleta, la medida de un antiguo ballet. En Paris, los poetas recuerdan aún a Marietta Dall’oro, la bella mimo de los labios de granada, que les arrojaba puñados de sol al rostro y hacía revolotear en el vals de Giselle, la furia de las tarantelas napolitanas. En ocho días, la signorina fue célebre y se reveló parisina; tuvo todo lo que convenía tener: un vestuario de lujo, un criado negro, y al barón de Chalmy, al que arruinó como a un ángel, y un palco en los Bouffes para las noches en las que no bailaba. Pero se consideró en general que ella se había enamorado de un músico sueco que le había dedicado una polca-mazurka y que se moría del pecho. En efecto tuvo una hora triste en esa vida de sonrisas; la aventurera se había enamorado de ese extranjero, cariñoso como los niños enfermos, que consideraba la tumba con apacible rostro. Cuando él murió, ella lloró. Fue en ese momento cuando los periódicos anunciaron el fallecimiento de sir William Campbell, que se había colgado de un ciprés, en una mañana de octubre; eso le resultó muy conveniente, y la muerte del marido le sirvió de pretexto para llevar el duelo del amante. Pero los vestidos negros se usan rápido. La signorina se dedicó a recorrer el mundo. En Alemania fue honrada con algunos encuentros con la condesa Morgane de Poleastro, relación pasajera, mansedumbre de gran dama hacia una cortesana. Bailó en Viena, luego en Madrid, más tarde en Lisboa, sin cesar turbulenta y alegre como el cascabel de un gorro de loco, joven aún a pesar del tiempo que tan rápido pasa, tan joven como la pequeña Marietta del teatro SaintCharles, y mil veces más encantadora. ¿Era posible que tuviese ya cuarenta años? Eso la preocupaba un poco. Fue contratada en


73 San Petersburgo, agotó minas de platino, liberó cien esclavos, reapareció en España, luego regresó a Rusia. Pero en Moscú, la invadió el frió; regresó al sol y partió para Italia. Bajo los árboles de un paseo, en Ferrara, se encontró con el pobre Lorenzo, que vivía malamente componiendo poemas de óperas y decorando escenarios de pantomimas. La miseria presente le había despertado la memoria del pasado; él decía: «Soy viejo», y se acordaba mal del teatro Saint-Charles y el barrio de Catania, al pie del monte Gibel. La signorina convino que hacía mucho tiempo de todo eso. En cuanto a Tiradritto, ya no podía más. Mediante una rápida determinación, y reservándose apenas bailar alguna vez ante el espejo cuando su ama de llaves no estaba presente, Marietta abandonó el teatro. Mediante una carta reanudó su antigua amistad con el barón de Chalmy y vino a vivir a Francia bajo el nombre de milady Campbell. Transcurrieron cinco años. Una noche de inverno, la bailarina arrepentida, pero siempre bella e irremediablemente coqueta, se hacía poner en los cabellos unas eglantinas blancas y vestir de crepe rosa, entre los espejos de un salón, en su pequeño palacete de la avenidad Marigny, encantador como un pabellón de favorita, con sus cristales pintados y sus balcones ligeros donde florecían laureles de Bengala mezclados con cactus de China; pero el barón de Chalmy, al que ella esperaba, no vino. A decir verdad, escribió que no iría. ¿Qué razón aducía? Que tenía sesenta años. «¡Excusas!» dijo Marietta, que tenía cincuenta. Este abandono la dejaba necesitada. ¿Regresaría al teatro? Algunas arrugas malamente disimuladas por el blanco perla, semejantes a las ramas de un abanico que brillan alrededor de una bisagra, se juntaban en un hoyuelo al borde de su ojo; la carne de su cuello, antaño tan deliciosamente blanca, y cuyo tono imitaba ahora el de los viejos marfiles y unos encajes antiguos, se arrugaba hacia la mitad como si hubieses estado paralelamente apretada por dos hilos inapreciables; en fin, estaba un poco gorda, con formas de abandono. Pero los primeros alcances de la


74 vejez habían transformado demasiado, más que definitivamente, su belleza; una gracia lánguida la envolvía; tenía la seducción de lo que ya no va a ser, como antaño tenía el encanto ácido de lo que todavía no era; y se pensaba a su lado en algo rosa opulento y fresco que ya había dejado de serlo, como un atractivo de más, el vago perfume triste que se exhala de una flor conservada entre las páginas de un libro. Por otra parte, la bailarina no había muerto en ella: sufría cruelmente con su renuncia a las alegrías turbulentas de las aventuras; la impalpabilidad de sus recuerdos no le bastaba; tenía momentos de rebelión mal contenidos; cuando iba al teatro, experimentaba esa nostalgia particular que hace palpitar, en la época de la emigración, las alas de los pájaros prisioneros; su habitación tenía la apariencia de un palco entre dos biombos, con sus colgaduras de colores violetas, sus inusitados muebles, sus telas escarlatas, esparcidas aquí y allá, su amplio y alto espejo, agrietado hacia las esquinas, y el frasco de colorete olvidado sobre un estante: apenas había abandonado las costumbres de los tratamientos entre bastidores; jamás habría podido dejar el hábito de los tuteos repentinos. Regresó a la Opera, y todo fue bien durante tres años, pues tuvo un folletinero, quiero decir un amante que se encerraba todos los viernes para ennegrecer veinticuatro hojas de papel que un periódico publicaba todos los lunes. Pero el folletín llevaba peluca. En una disputa a propósito de una jovencita de la compañía de ballet que había enseñado sin medida el panty, Marietta arrancó la peluca y la arrojó a los pies de su rival. Humillado, el folletinero, que sabía la edad de su amante, la imprimió, y el contrato de la bailarina no fue renovado. Por fortuna, detrás del manto de arlequín ella había sonreído en alguna ocasión a un actor de vaudevil que la hizo entrar en el teatro de la Porte-Saint-Martin. Allí, para ayudar a una figurante, notablemente perversa, que se había endeudado en provecho de un cantante cómico de café concert, y que ella recogió en su pequeño hotel de la avenida de Marigny, vendió sus diamantes;


75 pero compró otros, que no pagó. Su mobiliario podía ser embargado; lo puso a nombre de su amiga; de modo que un buen día, esta le cerró la puerta llamándola «¡Vieja loca!». Marietta lloró amargamente; era la primera vez que la llamaban vieja. Con el fiel Tiradritto, que la acompañaba sin descanso, alquiló una vivienda. En la Porte-Saint-martín tenía poco éxito; no obstante, un teatro de primer nivel le ofreció un papel secundario en un ballet nuevo. Ella rehusó y, para vivir, vendió los diamantes que no había pagado. Pero, citada por la justicia, debió entregar el dinero y aceptó un tercer papel en un teatro de segundo nivel. Tras treinta representaciones sin fortuna, fue despedida; se decía que tenía las piernas demasiado gruesas. Todo eso la mataba. Sin embargo era una gran artista. Tenía cincuenta y cinco años. Un día, siento muy pobre, fue a casa del actor de vaudevil, que no debía, según ella creía, haber olvidado su sonrisa. Él le ofreció veinte francos. Ella los aceptó. En casa del folletinero, donde se presentó a continuación, no fue recibida; en la calle, encontrándose ante la mansión de su antiguo amante, vio en una ventana a la jovencita de la compañía de ballet, hoy primera figura, que la había reconocido y reía a mandíbula batiente. En otra ocasión, no tenía más que diez centavos en un viejo porta monedas ajado; llamó a la puerta del barón de Chalmy; pensaba: es un noble caballero. «¿Quiere hablar con mi padre, señora?», preguntó una joven que apareció, curiosa, detrás del criado, cuando la puerta se abrió. La vieja pedigüeña enrojeció. «No, señorita, dijo, me he equivocado de piso.» Marietta y Tiradritto vivían esta triste vida en la que uno se sorprende cada mañana de haber comido la víspera. En la calle de la Tour d’Auvergne, había un curso de danza dirigido por un antiguo militar; Marietta compró ese establecimiento; no tenía dinero pero lo prometió. El martes, daba un baile. Se sabe lo que es ese tipo de bailes. En la puerta nadie pagaba, aunque Tiradritto, altivo y frío, fuese encargado del control; pero, a medianoche, se bebía champán; eso costaba


76 dinero. Marietta ejecutaba bailes con las menos torpes de sus alumnas, que no le pagaban. Una noche, en un rincón de la sala de baile, permitió montar un bacará; a partir de ese momento se jugaba allí todos los martes; algunas personas hacían trampas; se decía que Marietta compartía los beneficios; no era cierto; en definitiva, una timba; de modo que la policía, pronto informada, hizo irrupción una noche, tomó las cartas y arrojó a los jugadores a la calle. Los hombres se indignaron, las mujeres reían; se hizo venir a unos carruajes, y todo el mundo regresó a su casa, a excepción de Marietta y Tiradrillto, que permanecieron sobre la acera por la doble razón de que, habiendo sido confiscada la caja, no tenían dinero para tomar un coche, y que su único domicilio era la sala de baile de donde acababan de ser expulsados. Esto ocurrió durante el carnaval, en febrero; caía una lluvia muy fina, casi nada, una niebla; pero hacía mucho viento. Con eglantinas blancas en el pelo, vestida de crepe rosa, Marietta tenía una falda corta que dejaba ver sus piernas todavía bellas. Las noches son muy largas. «¿Qué hacer?» dijo la bailarina. La brisa le mordía las pantorrillas. «Ven, dijo Tiradritto, conozco al portero de un baile; nos dejará entrar por nada, y allí te calentarás.» Fueron; pero el portero no quiso dejarlos pasar más que a condición de que ofrecieran una garrafa de vino. «¡De acuerdo!» dijo Tiradritto. Como tenía muchas malas amistades, esperaba encontrar a alguien en el baile que le prestase veinte centavos; encontró a uno de sus amigos que, en efecto, le prestó dos francos. Pedida la bebida, había que pagarla; tuvo una disputa con el camarero; se les condujo a la comisaría, donde se acostaron. «¡Qué sucio está esto!» dijo Marietta entrando. Esa noche fue triste. No lejos de las fortificaciones, al lado de la barrera de l’Ecole, hay casas en ruinas donde duermen los mendigos. Fue en una de esas donde vivieron los dos miserables. Marietta tosía mucho, porque las ventanas no cerraban bien; había adelgazado, tenía sesenta y cuatro años; era odiosa; decía: «Cuando tenga


77 dinero compraré un espejo.» Sin embargo, ¿de qué vivían? Gugliemo Tiradritto, que salía desde el amanecer, y no regresaba nunca antes de que la noche cayese, traía algunos centavos a veces. «Los he pedido prestados», decía. Un día, Marietta, paseándose al sol, escuchó un aire de baile tocado por un acordeón en el patio de una casa próxima; se acordó de haber bailado esa pieza, antaño, ante Francisco d’Este, duque de Módena; suspiró, y soñadora, entró en el patio. Sórdidamente vestido, Tiradritto tocaba el acordeón marcando la medida con su muleta y diciendo: «!Señoras y señores, no olviden a un pobre inválido, por favor!» Marietta le saltó al cuello. «¡Toca, sigue tocando!» gritaba; y entonces, levantando su falda de vieja lana roja y llena de lamparones, mostrando sus negras piernas delgadas, una de las cuales estaba sin media, se puso a bailar, descontrolada, alocada, horrible, esa danza olvidada, de la que su madre, antaño atenta a las intrigas de la corte de las Dos Sicilias, había entrevisto el misterio, ese tierno paso de baile enseñado por miss Emma Harte a la diosa Hygie, y que lady Hamilton recordaba todavía en las cenas de la reina Caronila-Maria. Una cocinera, que pasaba por el patio, les llamó: «¡Andrajosos monos!» Desde entonces, mendigaron juntos; él tocaba, ella bailaba; se les daba limosna porque hacían reír; ella pudo comprar un espejo y un bote de polvos. Pero el reuma de Marietta se había convertido en asma; un día, dijo: «Estoy enferma,» y se acostó. Al día siguiente se encontraba mejor; pero por la noche murió ahogada. Resulta muy caro que los caballos de de la carroza funeraria portasen plumeros blancos. Eran la escolta de Marietta. Solo Tiradritto les seguía. Como durante la víspera, había roto su muleta al forzar una puerta, para caminar de pie, tenía que apoyarse con las dos manos en la parte trasera del carruaje. A la salida del cementerio, dos policías le asieron por el cuello diciéndole que había robado quinientos francos de joyas


78 en la tienda de un orfebre. Dos meses más tarde fue juzgado, y se le envió a una prisión en lugar de enviarle a galeras, porque tenía setenta y siete años. Marzo de 1865.


79

EL ESTANQUE Hacia el final de un lluvioso día de verano, con mi caballo cansado, tras haber alcanzado lentamente la cima de una colina erizada de jóvenes pinos, vi por fin las aves y las plantaciones del dominio de los Aulnes, que ocupa el fondo brumoso del valle. Acaba de tomar posesión, a título de heredero, de ese vasto dominio, abandonado cuarenta años atrás a los cuidados insuficientes de un administrador, por la condena del último propietario, mi padre, que había muerto recientemente. Apresuraba con un golpe de espuela el paso de mi montura y comenzaba a descender la colina. La pendiente del sendero era rápida; las cuatro herraduras del caballo crujían peligrosamente sobre las piedras hundidas en un fango resbaladizo. Bajo el cielo bajo y pesado, a mi derecha, a mi izquierda, el verdor de los pinos era taciturno; debajo de mí, en el fondo brumoso del valle, se levantaba un castillo, una masa cuadrada y sombría que rodeaba, hasta perderse de vista, un gran bosque salvaje, entrecortado de campos de brezos y estanques cubiertos de rosales espantosamente verduscos. Recordé que mi padre siempre había dado muestras de un gran desapego por el dominio de los Aulnes; a veces, al oír ese nombre, se estremecía. No sé por qué yo pensaba en ello en ese momento. Comenzó a llover muy finamente, una lluvia fría con la que me sentí muy incómodo, pues la mañana había sido bastante


80 buena, y había olvidado tomar un manto o algún abrigo de viaje. En realidad, deseaba regresar. Una vez en la base de la colina, no tenía más que atravesar un pueblecito de cien o ciento cincuenta chimeneas, cuyas últimas chozas se extendían hasta la entrada principal del castillo. El ruido de los pasos de mi caballo, hizo acudir a los umbrales de las puertas, a ocho o diez aldeanos que me observaron curiosamente sin saludarme. Debí atribuir a la contemplación prolongada de los jóvenes pinos entre los que venía de pasar, la singular coloración que algunos objetos revestían a mis ojos; los brazos y los rostros de los miserables aldeanos que me miraban con una persistencia bestial y temerosa, me parecían muy pálidos, casi verdes. Unas mujeres deslizaban sus cabezas y sus manos entre los grupos de hombres. Me parecía que esas cabezas y esas manos oscilaban sin descanso, pálidas también y verdes. La verja del castillo estaba cerrada. A través de sus barrotes, desconchados de óxido, se podía percibir el gran patio señorial encumbrado con altas hierbas, y, más lejos, el antiguo edificio abandonado. La lluvia había arreciado y realmente me helaba. Bajé del caballo, até al animal, que curvaba el cuello de fatiga, a una anilla empotrada en el muro, y tuve la suerte de descubrir de inmediato el tirador de una campana disimulado entre las confusas formas de la verja. Tiré de él violentamente varias veces. Pero, en lugar del alegre tintineo que espera cualquier ser dotado de razón, dos lentos, sombríos, lúgubres toques de campanario, sonaron espantosamente en la lejanía y en las sombras; pues ya era noche. De una pequeña casa baja, adosada al lateral derecho del castillo, salió una anciana que llevaba una lámpara. Alta, muy delgada, envuelta, más que vestida, en un amplio vestido gris de tela gruesa, que parecía un sudario sucio; se dirigió hacia la verja con paso de espectro, lento y ligero. La lámpara, que iluminaba


81 plenamente su rostro, me hizo ver, bajo unos cabellos grises, dos ojos enloquecidos y tiernos; las mejillas eran muy pálidas. –Sea bienvenido, señor. – dijo, mientras una gruesa llave gemía en la cerradura. Era la esposa del administrador. –Gracias, señora Chartier – respondí – pero llego con mal tiempo. –Mal tiempo, en efecto. Me guiaba hacia la pequeña casa; las altas y mojadas hierbas me llegaban hasta las rodillas. –¿Quién se ocupará de mi caballo? – pregunté. –Yo misma, – dijo. –¿No tiene usted criados, señora? –No. –¿Quién cuida entonces del castillo y cultiva las tierras?Ella me miró con aspecto sorprendido: –Aquí no hay tierra – dijo. Entramos en la planta baja, en una sala húmeda, fría y mal iluminada por un pequeño fuego de ramas; sin duda no había más que una lámpara en la estancia, la que la Sra. Chartier había tomado para venir a mi encuentro. –Chartier,– dijo la mujer del administrador – tocando en el hombro a un hombre bastante viejo que parecía dormir en un rincón de la chimenea. – Chartier, levántate, aquí está el nuevo amo. La anciana se volvió hacia mi; tenía un rostro pálido, de ojos enloquecidos y tiernos. –Sea bienvenido a su casa, señor.– dijo él. Se levantó, me ofreció una silla, y añadió: –Caliéntese, señor, a fin de no caer enfermo. La Sra. Chartier, que había salido sin duda para llevar mi caballo a las cuadras, regresó cargada de platos y vasos, y comenzó a poner los cubiertos, silenciosamente, sobre una oblonga mesa que arrastró del lado de la chimenea.


82 « He aquí unas personas infelices», pensaba yo, e iba forjando el proyecto de despedir pronto a esa lúgubre pareja; pero por el momento no había venido a revelar mis intenciones. –Y bien, señor Chartier, – dije por romper un silencio que se me hacia desagradable, – ¿está a gusto en mi casa, y puedo esperar de usted verlo aquí mucho tiempo? –Usted no me verá mucho tiempo– respondió. –¿Y eso por qué? ¿Quiere usted abandonar los Aulnes? –¡Oh! yo, señor, no los abandonaré nunca; pero usted partirá pronto. Sonreía, pues mi intención formal era establecerme de modo definitivo en mi nueva propiedad. –¡Oh!, señor,–dijo detrás de mi la voz de la Sra. Chartier, – usted partirá pronto. Iba a protestar contra esta singular afirmación, cuando la anciana añadió: –La cena está servida. Nos sentamos a la mesa. –¿Espera usted a alguien? – pregunté, habiendo observado que había cuatro cubiertos. –Sí, señor, esperamos a mi hija, – dijo el administrador sirviendo el potaje. –¡Ah! ¡ah! ¿tiene usted una hija? Esperaba que un rostro joven aportase alguna alegría aquí y allá. –No tenemos hija – dijo la Sra. Chartier. La cena era frugal; sin embargo tuvo con que satisfacer ampliamente el apetito que debía a mi larga jornada, pues mis anfitriones no comían. Pregunté al Sr. Chartier si estaba enfermo. –Todo el mundo está enfermo aquí,– respondió. – a causa del estanque. –En efecto, he creído observar que los habitantes del pueblo están singularmente pálidos.


83 –Tienen las fiebres; pero sufren menos que nosotros, porque ellos no están tan cerca del estanque. –¡Ah! ¡desde luego! – dije con un ligero estremecimiento, pues siempre he temido en particular a la fiebre. Tras la cena, la Sra. Chartier se retiró para prepararme una habitación, no en el castillo, que un largo abandono había hecho inhabitable, sino en la casa, en el primer piso. El administrador y yo nos acercamos al fuego. –Señor,– dijo el viejo,– discúlpenos por recibirle tan mal; este país es muy triste; la fiebre toma a los niños desde la cuna y solo abandona a los hombres, que han intentado resistirla, en el cementerio. Todo a causa del estanque, que habría que desecar, – añadió extendiendo la mano hacia la ventana;– y luego, nosotros, señor, nosotros estamos más tristes que los demás, porque hemos perdido a nuestra hija hace un mes. –¿Su hija ha muerto, querido señor Chartier?– dije yo con una emoción apenas exagerada. –¡Dios lo sabe, señor! En cuanto a nosotros, ignoramos en lo que se ha convertido. Continuó con voz muy baja: –Madeleine estaba muy triste, muy enferma; era como nosotros, señor. Pero los pájaros cantan aún cuando están enfermos, y Madeleine cantaba a nuestro lado, que no hablábamos. Esperaba que ella resistiese a las fiebres, y me decía: «Más tarde, si Dios quiere, la llevaré a vivir a una ciudad.» Para verle sus mejillas sonrosadas, mi esposa y yo hubiésemos dado nuestras vidas. Pero ella estaba muy pálida: había frecuentado demasiado la orilla del agua. No sé por qué le gustaba esa agua, que tanto daño le hacía. A menudo, cuando su madre la llamaba para cenar, ella estaba sentada en la hierba húmeda, al lado del estanque. Nosotros la regañábamos, pero no servía de nada. Le gustaba, decía, escuchar el ruido del viento en los juncos de la marisma. No tenía otra cosa con la que distraerse…¡pobre niña! En otros países, las hijas de los pobres


84 pueden coger flores, buscar nidos de pájaros, cuidar palomas y jugar con ellas como en esas imágenes que he visto en las tiendas de las ciudades; aquí, señor, no hay otras flores que los nenúfares del estanque; los pajarillos tienen miedo de anidar en nuestros grandes y sombríos árboles; y las palomas que se podrían coger, solamente son los cuervos. Mi pobre hija amaba mucho el estanque. Por la noche, a veces, la oía abrir la ventana de su habitación, de la habitación donde usted dormirá esta noche, mi buen señor. «¡Regresa, Madeleine!», gritaba yo. «¡Acuéstate!; cogerás frío.» «No, no» me decía ella. Y cuando le preguntaba lo que miraba: «Hay una estrella en el estanque», decía. Una mañana, a la hora del almuerzo, Madeleine no bajó. Su madre subió a la habitación. «¡Madeleine ha salido!» gritó mi esposa. Ocurrió el mes pasado, un domingo por la mañana. Madeleine todavía no ha sido encontrada. El Sr. Chartier había hablado lentamente, con un tono muy monótono. Se calló llorando. La desaparición de su hija explicaba, más allá de lo necesario, los modales de mis anfitriones; me arrepentí de haberlos juzgado mal, y fue con una conmiseración muy real y sincera como me apresuré, mientras me retiraba, a apretar las dos manos del triste anciano. Mi habitación era una pequeña pieza con las paredes cubiertas de un papel enmohecido; en un rincón una cama de hierro, dos sillas de paja a derecha y a izquierda y una cómoda de nogal, un retrato de una muchacha, Madeleine, sin duda, frente a la única ventana; eso era todo. Me acosté y me dormí, no sin pena sin embargo, pues los discursos del administrador habían predispuesto mi alma a lúgubres pensamientos; luego pensé en la fiebre, a la que temía particularmente. Tras algunas horas de un sueño agitado, me desperté en un sobresalto. –¿Quién anda ahí?– exclamé. ¿De dónde proceden estos extraños estados de malestar físico y moral en los que caen a veces durante la noche las


85 personas nerviosas? Se tiene frío, se tiene calor, uno se asombra, se espanta; tal vez pasa algo terrible que no se puede ver. La lámpara, que no había apagado, me permitió convencerme de que estaba solo, absolutamente solo, con el retrato. Desde mi cama, donde ya no dormía, observaba esa pintura. Era una joven muy pálida, vestida de blanco, en una actitud lánguida; contemplaba la ventana con un extraño ardor. Al acostarme no me había percatado de la expresión tan intensa de esa mirada inanimada. Como siguiendo involuntariamente la mirada de una persona que está cerca, dirigí mis ojos paralelamente a los del retrato. La ventana no tenía cortinas; más allá de los cristales aparecían vagamente las siluetas informes del bosque, y, en la oscuridad, no había más que una estrella. Volviéndome hacia Madeleine, observé que sus miradas se habían vuelto más ardientes; pero me fue fácil explicar porque me parecía así: hundidos durante un instante en la noche, mis ojos debían haber visto de nuevo, mas intensos los del retrato, donde la lámpara reflejaba plenamente su luz. Lo que no me pude explicar, lo que todavía hoy no comprendo, es la idea absurda, – resultado sin duda de mi sobrexcitación nerviosa,– que me aconsejó levantarme, abrir la ventana, y, con la ventana abierta, girarme hacia él para recoger un agradecimiento. A decir verdad, estaba muy seguro de encontrar en la pintura el aspecto que tenía antes y que al artista le había gustado imponerle; pues yo no era aún absolutamente desatinado. Un golpe de viento, que entró en la habitación, apagó la lámpara, y el retrato desapareció. Fuera, las tinieblas eran densas; bajo el cielo bajo y negro, de vastos árboles de destacaban, espantosos, en la noche, alrededor de una gran extensión pálida donde se movían furtivas luces de acero y el reflejo sombrío de una sola estrella: allí estaba el estanque.


86 ¿Por qué me estremecía? Lo ignoro, miraba el cielo, los árboles, el estanque. Él dormía, pero vivía. Adivinaba que una agitación sin tregua estaba en él, revelada al exterior mediante el estremecimiento de los juncos; extrañas visiones le obsesionaban interiormente, sueños tenebrosos de esa agua dormida cuya respiración, entre las cañas, jadeaba dolorosamente. Algo inquietante y fascinante se deslizaba en esa marisma; mi alma seguía el reflejo de sus propias tinieblas en la profundidad de ese espejo negro. Cerca de la orilla, la más cercana a la casa, los juncos eran muy frondosos; sus puntas, inclinadas y elevadas juntas bajo el mismo soplido, formaban una negra superficie en movimiento que todavía ensombrecían más las sombras de los árboles próximos. Era sin embargo posible que la cosa que yo veía ahora balancearse en la cima de las cañas no fuese más que el reflejo de un árbol? Distinguía perfectamente un cuerpo y una cabeza gigantescas, lentamente moviéndose como las de un gigante dormido en el seno de un agua tenebrosa; y dos brazos terribles se extendían ampliamente del lado de mi ventana. Yo hacía vanos esfuerzos para alejarme de la ventana; más poderosa que la mía, una voluntad misteriosa me mantenía en mi lugar. Estaba muy atento. ¿A qué? No lo sabía, a algo que iba a suceder. Iba a pasar algo, desde luego. Oí un pequeño ruido debajo de la ventana y bajé la cabeza. A lo largo de las paredes, no sé que blanco, furtivo, rápido, como una tela volando, se dirigía hacia el estanque. Era una mujer, o su espectro. Durante un instante, esta forma vaga se detuvo y se volvió. Bajo el pálido rayo de una sola estrella, percibí un rostro y lo reconocí. ¿Es que me había vuelto loco? Reconocí el rostro del retrato. Esa forma, era Madeleine. Mientras ella se acercaba al estanque, el viento había debido de variar de dirección, porque los juncos que, antes, se inclinaban hacia la ventana, ahora se dirigían al encuentro de la


87 muchacha, y era hacia ella que se extendían los largos brazos de la Sombra mecida en la cima de las cañas. Madeleine parecía dudar, presa de una violenta emoción. Tanto se arrojaba hacia el fantasma del estanque, tanto permanecía inmóvil, y se hubiese dicho que iba a regresar sobre sus pasos; pero pronto retomaba su carrera interrumpida, y ya alcanzaba, entre el maremágnum de árboles, el punto oscuro y dudoso donde la tierra se iba a transformar en agua. Al borde de la marisma, y casi al alcance de los fantásticos brazos que se esforzaban hacia ella como para abrazarla, se detuvo, toda blanca. En el cielo no había más que una sola estrella; había una estrella también en el estanque. Sin embargo yo no soñaba y veía todo eso. Durante mucho tiempo, mucho tiempo permaneció indecisa, y a veces quería huir hacia la casa; pero más a menudo, perdida, estremecida bajo la brisa en sus hábitos de muerta o de novia, tendía los brazos hacia la Sombra, que la llamaba silenciosamente. Por fin, se introdujo en el estanque, en el espantoso estanque. Debía tener el agua hasta las caderas, pues no percibí más que la blancura de su busto; avanzaba siempre hacia la Sombra, y la Sombra también avanzaba hacia ella. Luego, no vi más que su cabeza de vez en cuando aparecida entre el espesor de las cañas; luego ya no vi nada más. Pero los juncos sonaban más dolorosamente, estremecidos, curvados; el fantasma, que seguía el movimiento de sus puntas, se desvanecía de tal modo que a menudo su pecho estaba desaparecido de un lado mientras sus piernas se alejaban del otro; y sus brazos, como si abrazasen a la marisma alguna presa finalmente agarrada, desparecían de repente en una larga escisión de las cañas. Era evidente que Madeleine se ahogaba; en esa agua negra, espantosa, abyecta, se ahogaba. No la veía, pero, la hubiese oído gritar si el agua espantosa no hubiese llenado su boca. ¡Oh! ¡la horrible muerte! Los pies hundiéndose en el fango húmedo de la marisma y las manos vanamente colgadas de los apoyos


88 fugitivos de los juncos! Poco a poco los movimientos se hicieron más escasos, menos prolongados; Madeleine expiraba sin duda. De nuevo el viento agitó solo las grandes hierbas sonoras, y vi deformarse lentamente el fantasma desmesurado sobre la superficie del negro verdor. Al día siguiente, en el desayuno, comí poco y hable demasiado; el administrador me preguntó cuando me convendría visitar el dominio. –Ahora mismo – respondí – pues me vuelvo esta noche. Y dirigiéndonos hacia el estanque, observé en le bosque un viejo paño de muro en ruinas. –¿Qué es eso?–pregunté. –Es todo lo que queda de una antigua capilla,– respondió el Sr. Chartier.– Su padre admiraba mucho el vitral que representa un apóstol tendiendo los brazos hacia el cielo. El administrador añadió: –Cuando la luna se levanta detrás del vitral, proyecta la imagen del apóstol en oración sobre las cañas del estanque; alguna vez, durante la noche, es terrible. Cuando el Sr. Chartier acababa esta frase, sentí las rodillas rozadas por algo furtivo, ligero, húmedo; creí que un gato pasaba entre mis piernas. Era una servilleta todavía húmeda, arrancada por el viento, de una cuerda de tender la ropa que estaba tendida a algunos pasos de nosotros, entre dos árboles, delante de la casa. –¡Ah!, ¡caramba! – exclamé, hay que convenir que la fiebre y el insomnio había hecho de mí un gran idiota! Tomé por una mujer vestida de blanco algún mantel o alguna falda transportada por la brisa, y por un fantasma el reflejo de un vitral sobre las hierbas! Y me eché a reír para tranquilizarme por completo. Nunca había reído con tantas ganas, al menos de mi. En realidad, estaba tranquilo. Sin embargo a causa de algunos asuntos que me volvieron a la memoria, partí para Paris el mismo día, antes de la noche.


89 Transcurrieron tres años. Había vendido el domino de los Aulnes a una compañía de industriales que intentaba sanear la región desecando las marismas. Ya no pensaba en mi estancia en la triste casa, sino durante la noche, algunas veces, muy raramente, durante las horas en la que uno no puede dormir, cuando un día, en una revista abierta al azar, leí el siguiente suceso: «En la malsana región de ***, cuyos habitantes comienzas a gozar de una mejor salud, gracias a la desecación de las marismas, emprendida por una famosa sociedad filantrópica, se encuentra aún un amplio estanque que forma parte de un domino conocido bajo el nombre de dominio de los Aulnes. Este estanque es famoso en las supersticiones del país. Se dice que allí se muestra cada noche un gigantesco fantasma que se mece lentamente en la punta de las cañas. Algunas personas iluminadas, habían supuesto que ese pretendido fantasma no era otra cosa que el reflejo de un antiguo vitral encastrado en una muralla vecina. Se ha demolido la muralla; pero, al decir de las gentes del lugar, el fantasma no ha dejado de aparecer cada noche.» «¡No ha dejado de aparecer!»– repetí estremeciéndome; y, recogiendo el periódico, que en mi turbación había dejado abandonado, me puse a leer febrilmente: «Lo que hay de cierto, es que, últimamente, mientras dos obreros trabajaban en el saneamiento de esa marisma, uno de ellos, que recogía piedras cerca de la orilla menos alejada de la casa del Sr. Chartier, administrador del dominio, descubrió entre las cañas, y profundamente hundido en el estanque, un esqueleto absolutamente descarnado; ha sido reconcido después de que se trataba del esqueleto de una joven, cuya muerte debe remontarse a tres o cuatro años.»


90 ¡Oh! ¡con cuánto espanto se desvanecieron a esta lectura mis convicciones anteriores! ¡Aquella forma dubitativa y blanca que había visto desde mi ventana no era una ropa en fuga bajo el viento, era la misma Madeleine, arrastrada hacia el estanque, hacia un fantasma real! Pero la muerte de Madeleine había tenido lugar sin duda un mes antes de mi llegada a la fúnebre morada. Alguna voluntad oscura me había concedido por algunas horas un detestable poder de visión retrospectiva; o tal vez los muertos salen algunas veces de sus tinieblas, durante la noche, para venir a representar sobre la tierra la lamentable escena de su agonía. Abril 1867.


91

EL HOMBRE DEL CARROMATO VERDE Voy a contaros una aventura que me ocurrió hace dos años. Debo contarlo desde el principio: las personas nerviosas que se jacten de ser impresionables por las rapidez de los acontecimientos y lo imprevisto de las complicaciones, no encontrarán esto de su gusto. Expondré con sencillez, como las cosas que he visto han sucedido y como he escuchado lo que se ha dicho; el lector sagaz me sabrá disculpar si las exigencias de mi relato me obligan a hablar de mi mismo. El día en el que mi padre consideró que ya poseía un número suficiente de diplomas, me hizo acudir a su estudio (mi padre es notario en Dijon), y me dijo con seriedad: –Hijo mío, ya tienes veintiún años, nunca he tenido ninguna queja de ti; eres un joven decente. Tus profesores siempre me han dado excelentes informaciones de tu asiduidad y costumbres. Aquí tienes quinientos francos. Abandonarás Dijón mañana para ir a donde quieras; no soy de esos padres que contrarían la vocación de sus hijos. Tras esto, mi padre salió. No me asombró su conducta. Viudo desde hacía algunos años, vivía en concubinato con una criada que le había dado varios hijos. Era natural que pensase en alejarme de su casa; me presencia le impedía cumplir el proyecto, tiempo atrás acariciado, de un matrimonio con esa mujer. Me daba quinientos francos; era poco, pues era rico; era mucho, pues era avaro. Al día siguiente abandoné Dijon y, desde entonces, no he vuelto a ver a mi padre. Los primeros meses, tuve alguna nostalgia de nuestra separación; ahora no pienso ya en ello. El día de mi llegada a París era una jornada festiva. Había banderas en gran número colgadas en las ventanas y cristales de color destinados a ser encendidos por la noche. Las calles


92 desbordaban de paseantes; las avenidas más amplias resultaban impracticables, a causa de la densidad de carruajes y peatones. Me resultó más aburrido que sorprendente este espectáculo. Toda la jornada transcurrió entre paseos insignificantes. Por la mañana, había almorzado en un lugar bastante mediocre en apariencia; pagué caro por comer poco. Cené esa noche en el mismo sitio, por temor a pagar todavía más caro por comer menos en algún otro establecimiento. A veces me preguntaba como era posible que hubiese suficientes casas en París para albergar a todas esas personas. Calculaba también el número infinito de mesas y sillas que debían contener los restaurantes, para que tantas personas pudiesen sentarse a la misma hora. Suponiendo, me decía, que cada uno de esos hombres que pasan a mi lado, tenga una amante, lo que no es descabellado, debe haber en París un gran número de mujeres deshabituadas a la virtud. Luego, me fui acostumbrado a la vida parisina. Las dificultades que al principio me parecían irresolubles, se fueron simplificando considerablemente a mis ojos; supe por experiencia que muchas personas comen en la misma mesa y aman a la misma mujer. Hacia las ocho de la noche, era imposible caminar sin tropezar con el botín de algún paseante o sin que el talón de un hombre aplastase vuestros zapatos. Me aconteció ser al mismo tiempo, víctima y verdugo: mi pie izquierdo sufría el peso de un pesado transeúnte, mientras mi pie derecho hacía gritar al cuero de una bota extranjera. En un determinado momento, la muchedumbre, semejante a una marea, me transportó; me encontraba en un lugar más espacioso y experimentaba un gran alivio, aunque a decir verdad, la situación hubiese sido intolerable para un hombre que no hubiese soñado previamente con cosas más fuertes. Estaba en los Campos Eliseos. Vi teatros al aire libre donde mujeres cantaban, muy escotadas y vestidas con trajes deslumbrantes. Otras, que no cantaban, estaban sentadas en semicírculo en un decorado que representaba un


93 salón lleno de dorados. No sé por qué, ese espectáculo me recordó la actitud de algunas personas en los salones de provincias, que mis costumbres, por otra parte, me habían siempre impedido frecuentar. Aparte de los cabarets, había una multitud de barracas que se encontraban allí provisionalmente con motivo de la fiesta. También observaba divertimentos públicos, tales como los juegos del tonel, billar chino, la peonza holandesa; en fin, en el ángulo de algunas avenidas, grandes carromatos, carromatos altos como casas, estacionaban, sin caballos, se hubiese dicho que abandonados; eran los domicilios vagabundos de los saltimbanquis, que la esperanza de algunos buenos ingresos, habían llevado a Paris. Me gustó escuchar la cháchara de los pobres diablos que trataban de atraer hacia sus casetas al indiferente populacho. Visité una jaula de fieras y un museo de figuras de cera. Luego vi los fuegos artificiales; más tarde la multitud se disgregó y me quedé solo. Caminaba bajo los grandes árboles, pensando en el probable futuro que me esperaba y rumiando cosas del pasado! Dejaba en Dijon a un tío del que debía ser el heredero y a una prima que debía ser mi esposa. Después de un año, no había vuelto a oír hablar de mi prima; cuando mi padre me ordenó dejar el pueblo, yo regresaba del colegio, y no tuve opción de despedirme de Dorotea antes de mi marcha. – Ella se llama Dorotea. – Y, ahora, me parecía ver a los dos, a mi tío y mi prima, pasar por las murallas por los que los parisinos tienen por costumbre pasear hacia el crepúsculo; ella, risueña y encantadora, provocadora y no desdeñando en absoluto atraer las miradas de los oficiales de caballería que hacen tintinear sus sables; él, serio y bonachón. Dorotea llevaba un vestido estampado con flores, que había estrenado el día de Pentecostés; mi tío llevaba su gran chaleco marrón y su pesada cadena de oro. ¡Oh! ¡la cadena de oro de mi tío! Siempre había soñado con hacer de ella un collar para mi prima Dorotea.


94 Caminando, con los ojos medio cerrados, a las débiles resplandores de la iluminación, pisé el pie de un chiquillo extrañamente vestido, que estaba dormido al pie de un árbol. Bruscamente despertado, hizo con mucha gracia una evolución que, en argot gimnástico, se llama salto mortal, luego, cayó sobre sus piernas: –¿Qué puedo hacer por usted? – dijo inclinándose. –Absolutamente nada. Dormías y te he despertado; me voy, sigue durmiendo. Continué mi camino y retomé mis ensoñaciones. Apenas había vuelto a reunir los personajes de mi sueño interrumpido, cuando escuché estas palabras: –¡Señor, señor, señor! La voz que las pronunciaba parecía salir de debajo de la tierra. Me volví; el joven caminaba detrás de mí, con la cabeza baja, apoyado en las manos y las piernas en el aire. –¡Señor, señor!– repetía. Esta vez, tuve un primer instante en el que temí la aparición de un gnomo, habitante de las profundidades, tal era el sonido que venía de abajo y de lejos. Tenía ante mí a un ventrílocuo distinguido. Cuando consideró haberme interesado lo suficiente con esas bromas, el muchacho se puso a caminar a mi derecha con aire decidido. –¿Qué quieres de mí? – pregunté sonriendo. –¡Oh! casi nada – dijo. – ¿Ve usted ese carromato verde que está detenido allí, en la esquina de la avenida de Marigny? Es la casa de mi amo. Yo era al mismo tiempo criado y paje. La cocina por el día, y el espectáculo por la noche. Mi amo tiene un oficio muy particular. Es muy sabio. Me ha enviado esta noche porque él estaba ebrio. No he cenado y no sé donde dormir. Déme una cama, y, si usted necesita un criado, contráteme. En ese momento pasamos ante un tejo cuyos vidrios de color estaban aun iluminados. Me agradó ver a mi compañero de paseo. Aparentemente tenía entre trece y catorce años. Su frente, dulce y triste, se bajaba con melancolía; pero, ¡oh! ¡qué ojos de


95 bribón! Se agitaban en sus órbitas con increíble volubilidad; sin embargo a veces caía en una mirada vaga y semejante a la de un ternero; entonces, su fijeza permitía reconocer sus matices; eran de un azul suave. Pero enseguida retomaban su primera agilidad y el color se volvía inaccesible, a través de mil rápidos chorros de luz. Dije que el traje de ese niño me había llamado la atención. Era, en forma y en tela, el traje ordinario de los pajes de feria. Pero el color difería. En lugar de componer una mezcla regular de cuadrados blancos y rojos, las pequeñas figuras geométricas, exactamente adaptadas la una a la otra, eran estas de un negro lúgubre, aquellas de un blanco mate; en medio de cada zona blanca, había una cruz dibujada a tinta, y el centro de cada cuadrado negro estaba ocupado por una lágrima en papel de plata. De esta guisa, ese vestido daba una sensación de alegría lúgubre; provocaba una idea antitética. Era muy divertido y era muy siniestro. La alegría involuntaria que inspira la librea de todo aquel que divierte al público, se complicaba en este caso muy considerablemente, y los dos colores, que, tan próximos el uno del otro, turban el alma de los más indiferentes, producían, usados de este modo, una tristeza más fuerte. La alegría se veía reforzada de un modo especial por el efecto del contraste, y, por el efecto del contraste también, la tristeza se duplicaba. Un pilluelo de París, siempre al acecho de las distracciones de la calle, acostumbrado a reirse con las actuaciones de los saltimbanquis y a seguir a los coches fúnebres, por ocio, se habría divertido mucho viendo al paje en cuyo traje se estampaban motivos mortuorios; y, también, lo hubiese invadido una melancolía a la vista de los sombríos emblemas representados en el traje. Al principio habría experimentado placer, o melancolía, según hubiese visto en primer lugar el traje o los ornamentos que lo distinguían; en el primer caso, el placer se hubiese redoblado al aspecto de las lúgubres decoraciones; en el segundo, la melancolía se hubiese acrecentado cuando se


96 detuviese en la contemplación del propio vestido. Imaginad una gran copa mediada de vino; añadidle un vaso de agua pura: el vino no parecerá cambiar de matiz y el volumen será mayor. En cuanto a mí mismo, me había dejado invadir por una cierta languidez al aspecto del lúgubre chiquillo; mi ternura natural por los niños me impedía ver el lado ridículo que podía haber en él, y, a pesar de que lo viese, no podía evitar cierta misericordia por ese pequeño que, durmiendo antes, simulaba un cadáver envuelto en una mortaja siniestra, por ese trozo de paño mortuorio que hacía el salto mortal y me seguía caminando sobre las manos. El gorro del joven hacía juego con su traje; recordaba al pequeño sombrero de Luis XI. Imágenes religiosas, deslumbrantes de colores, semejantes a las que divierten a los niños los días de primera comunión, se dejaban ver entre los pliegues de un amplio casquete redondo, sin visera, y entre las imágenes se elevaba un crucifijo de cartón doble, negro y blanco. Mientras lo observaba, el niño sonreía con aire humilde y parecía esperar una respuesta. Sin embargo yo era presa de una curiosidad que las personas sencillas encontrarán suficientemente motivada. ¿Por qué capricho el pequeño saltimbanqui llevaba un vestido tan poco adecuado a los gustos de su edad? Al principio sospeché que una industria siniestra, practicada por su amo, le había obligado a elegirlo. Pregunté al pequeño. Sus respuestas me confirmaron mis primeras sospechas; su propio amo le había obligado a ponerse ese traje. ¿Con qué objeto? El niño no se dignó a decírmelo. –Tiene dos motivos para ello – dijo. –¿Cuáles? Se calló. Entonces consentí en ofrecerle donde dormir, esperando que con un poco más de tiempo y de paciencia lograría saber la verdad.


97 No dirigimos hacia un hotel de la calle Montmartre donde había tenido la precaución, durante mis paseos, de contratar un alojamiento. Pero apenas nos encontramos en mi habitación, mi huésped se arrojó sobre un sofá donde se quedó dormido profundamente. Al principio lo sacudí con suavidad, pronto con violencia; nada y allí se quedó. Un leve ronquido fue la única respuesta que obtuve. Me acosté a mi vez, no sin sentirme contrariado. En el piso superior un piano ejecutaba un vals, y pronto, el sueño se apoderó de mis párpados y soñé que mi prima Dorotea, en una sala de baile que parecía a la vez una barraca de feria y un cementerio de pueblo, bajo los rayos de tres fantásticas lunas, ejecutaba unas danzas monstruosas con unos pajes delirantes y unos sepultureros enloquecidos. Cuando desperté, una nueva decepción me esperaba. Me froté los ojos: el sofá estaba vacío. Rebusqué en los más pequeños rincones: nadie. El avispado chiquillo había aprovechado mi sueño para huir. Reconocía que había sido engañado, y esta idea me encolerizó. Sin embargo algo me tranquilizó: mis trajes habían sido cuidadosamente ordenados y mis botas resplandecían esmeradamente enceradas; esas son las delicadas atenciones a las que un hombre bien nacido no puede permanecer insensible, y poco a poco mi rencor dio paso a una profunda gratitud. En resumen, lo que mejor podía hacer era no volver a pensar en mi aventura de la víspera; no tenía ningunas ganas de volverme a encontrar con el niño desaparecido; además, aunque lo hubiese vuelto a encontrar, no es dudoso que se me hubiese escapado de nuevo. Por otra parte, pensaba, la curiosidad que me había inspirado, probablemente se viese decepcionada; no hay apariencia que se encuentre realmente sobre la pista de alguna maravilla; un saltimbanqui, al límite de sus recursos, habría diseñado ese traje a fin de impresionar a los transeúntes. ¡Hay imaginaciones tan raras! Luego, suponiendo que ese atavío hubiese sido exigido por una profesión, por mismo hecho de ser una profesión se sigue que debe ser algo muy conocido, por tanto


98 poco interesante. Ese razonamiento estaba destinado a tener un resultado diametralmente opuesto al que esperaba; la humillación de no saber algo que todos podían saber, redobló mi deseo de saberlo; de tal modo que, aunque decidido a ocuparme de otros asuntos, no pensaba más que en el joven paje, y que, hacia el mediodía, habiendo olvidado el almuerzo, me encontraba en la esquina de la avenida donde se encontraba estacionado, la víspera, el gran carromato verde. La avenida estaba desierta; el carromato había desaparecido. En los paseos contiguos, todavía se encontraban algunas barracas, unas en demolición, otras abiertas a los curiosos. Sobre la tarima exterior de una de estas últimas, observé a un hombre fornido, vestido con un maillot de color carne; comía tocino y ciruelas, sentado sobre una gran caja destinada a ensordecer a la multitud. Me dirigí con decisión hacia él, pues había alejado de mí toda vergüenza. Me confesaba a mi mismo mi violento deseo de volver a encontrar al fúnebre titiritero, y mi curiosidad, inmoderadamente crecida, me convertía en un niño alejado por juego del seno de su nodriza, o a un perro privado de un hueso medio roído. –Señor, –dije al saltimbanqui –¿conoce usted a un jovencito de unos trece o catorce años, que, sin ninguna duda, es empleado de alguno de sus colegas y que está vestido de tal y cual modo? Describí brevemente el traje del fugitivo. –Señor – respondió el hercúleo hombretón, – la mujer salvaje es la séptima maravilla del mundo; en cuanto a los que no reconocen que el ternero de cinco patas y de dos cabezas posee efectivamente dos cabezas y cinco patas, son imbéciles. Habiéndome dado esa maravillosa respuesta, continuó comiendo sin preocuparse más de mí. Retomé mi camino, y mi deseo se iba exasperando cada vez más.


99 Dos transeúntes bien vestidos, caminaban ante mi: uno de ellos, el más joven, hablaba con gran rapidez. Cada vez que pasaba ante un espectáculo de feria, no dejaba de dirigir algunas palabras amistosas al dueño de la vagabunda caseta; aquel respondía con un respeto que no excluía cierta familiaridad, y parecían ser los mejores amigos del mundo. Este hombre, que tenía maneras cortesas, podía, gracias a sus relaciones, encontrarse en situación de proporcionarme la información que buscaba. Habiéndome acercado a él, repetí la pregunta que habia hecho al saltimbanqui. Él respondió: –Señor, los feriantes forman una clase de individuos que nunca ha sido suficientemente estudiada. Los poetas a veces, a menudo los novelistas, han buscado inspiración y elegido esos tipos; pero los unos no han hecho más que revestir con un traje fantástico unas vanas imaginaciones; los otros han cometido el gran error de mezclar a sus héroes con inverosímiles aventuras. Un libro especial, real, jamás ha sido intentado; yo he acabado ese libro. En él se encontrarán revelaciones inesperadas y anécdotas enternecedoras; en él se verá como el padre y la madre de un joven monstruo humano, notable por la prodigiosa cantidad de carne que cada día devoraba, se han visto, hundidos por la miseria, en la obligación de dejarlo morir de hambre. Se sabrá que en Montrouge, durante la feria, después de dos días, los animales salvajes no habían comido por lo pobre que era el domador y por lo módico de sus ingresos. Los carniceros, inexorables, rechazaron todo tipo de venta a crédito. Sin embargo, en la barraca, había cinco o seis personas impacientes por ver el espectáculo prometido. Si no salían los animales, no se pagaba. ¿Cómo calmar a las bestias? Pero al mismo tiempo, ¿cómo no morir de hambre si la representación no tenía lugar? Entonces, ese hombre de vil oficio, que en la calle se le pudiese haber tratado de ocioso y cobarde, penetró en la jaula de los leones rugientes y las hienas hambrientas, sin estremecerse, no teniendo en la mano más que una frágil fusta. Como ve, señor,


100 mi libro será de algún interés, y seguramente usted encontrará en él las informaciones que desea. El amigo de los feriantes me saludó familiarmente y retomó el brazo de su compañero. ¡Oh! ¡ardientes enamorados a los que el espacio o la fatalidad separa de vuestras amigas¡, ¡poetas a los que la rima ha decidido huirles! ¡Madres que, en el húmedo lecho de vuestros sudores de agonía, esperáis estremecidas, el regreso de vuestro hijo! ¡Estrellas desemparejadas que deploráis la desaparición de una hermana hundida en la oscura nada! ¡Verdes pájaros de América de larga y bifurcada cola, que echáis de menos vuestro vuelo! A todos vosotros que lleváis en vuestra alma la impaciencia de la inalcanzable alegría, a vosotros que alimentáis ese buitre implacable, con el deseo del desenlace, he comprendido vuestros dolores y he sentido vuestras angustias. Y tú, céntuplo abuela de mi amiga, adorable madre Eva, ¡oh! perdono tu falta tan felizmente expiada! Y a ti, Psique milagrosa, eterna novia del eterno Eros, concibo el deseo que te hizo apartar el velo nocturno de tu amante, y os compadezco, bella alma languideciente, por no haber podido realizar por completo vuestro curioso sueño. ¡Por desgracia, siempre hay algo que se opone a la satisfacción de las grandes curiosidades! Tanto es un lámpara imprudentemente inclinada, tanto la respuesta ruda de algún saltimbanqui. ¡Oh! ¡la maldita gota de aceite! De pronto, – estaba bien seguro de no haberme equivocado!– de pronto, detrás de un árbol, allá, lo vi. Era él, él, ¡oh!, él, con su traje negro y blanco, con las pequeñas cruces y las lágrimas plateadas, y las imágenes santas y el crucifijo de cartón doble, negro y blanco. Estaba solo, completamente solo, y caminaba sobre las manos, haciendo el salto mortal. ¿Para quién? ¿para quién? Para nadie, por puro placer. ¡Ah! ¡el relámpago es lento y el viento tortuoso! Nada más. Se oyó una voz que salió de debajo de la tierra. ¿Dónde está? Me iba a volver loco.


101 Entonces estuve a punto de llorar. Esta confesión parecerá sin duda ridícula a los que no se han encontrado en una situación análoga a la mía; pero se sabe que el más fútil deseo, cuando su realización parece ser imposible, produce espantosas impaciencias y en consecuencia grandes depresiones. Sin embargo me resigné a ver al pequeño saltimbanqui, e hice todos mis esfuerzos para continuar escuchándole. Por momentos, algunos sonidos, fácilmente reconocibles, llegaban a mis oídos; no me atrevía a seguirlos, sabiendo que salían de la boca de un ventrílocuo; sin embargo me volví. ¡Ah! ¡qué estúpido por no haberme girado antes! A algunos pasos, detrás de una hilera de gruesos árboles, se estacionaba el enorme carromato verde, e, inclinado sobre la galería de madera que formaba la delantera del pescante, el inalcanzable feriante, con una trompeta en la mano, se agitaba y gritaba a tres o cuatro mirones. Me embargó una inmensa alegría; y no dudareis en absoluto en creerme, que me apresuré a tomar lugar entre los auditores. Por desgracia la parada había terminado y el paje se contentaba con repetir: –¡Entren! ¡Verán todo por cuatro centavos, por nada! Uno tras otro, los transeúntes se alejaron, algunos con un movimiento de indiferencia, otros con un gesto de horror. Solo yo puse el pie en la escalera que conducía a la entrada de la barraca; pero el joven, adelantándoseme, me cerró la puerta en las narices. La aventura se volvía inexplicable. Ese niño, cuyo oficio era mostrarse a todos, a mi me lo negaba; ese carromato, abierto a todos, solo se cerraba para mí. Hacía estas reflexiones, cuando sentí una mano apoyarse en mi hombre derecho. Me volví, estaba frente a un hombrecillo muy viejo. –Señor – dijo – perdone las tonterías de mi criado; es un niño al que un tipo de vida muy extraña inspira también ideas muy raras; le pido disculpas por su conducta. –¿Es usted el dueño de este carromato? – pregunté. –Sí, señor. ¿Qué desea? –Deseo asistir al espectáculo.


102 –¡Cómo! ¿Me toma usted por un exhibidor de animales curiosos o de figuras de cera? El anciano mostró un aspecto tan intensamente indignado pronunciando esas palabras, que permanecí callado. Él continuó: –Soy miembro de varias academias de Alemania y de tres sociedades sabias de Noruega; no he dedicado mi vida entera a otra cosa que no fuese resolver los más elevados problemas científicos; para que a mi edad un hombre como usted venga, casi en mi casa, a insultarme de ese modo. Sin embargo – se había tranquilizado súbitamente – admito que las apariencias están en mi contra y, en el interés de mi gloria, quiero explicarle las cosas. Los trabajos a los que me dedico exigen condiciones complicadas, y mi edad me prohíbe llevarlas a cabo; he debido procurarme un ayudante; el niño que usted conoce realiza ese oficio con la más extraña abnegación. A fin de satisfacer las necesidades de la vida, se ha creado una pequeña industria: con unos despojos de mis tentativas y unos deshechos de mi gabinete, ha compuesto una colección suficientemente curiosa, que hace visitar a los paseantes por módicas sumas. Vamos de pueblo en pueblo en la época de las fiestas públicas. Los viajes no me importunan, y viviré así hasta que un poco de dinero, ganado o prestado por una mano generosa, me proporcione los medios de convertirme para siempre en rico y glorioso entre los hombres. En cuanto al espectáculo que muestra Peter Klein (ese es el nombre de mi criado), no creo que sea de su interés. Además, Peter ha concebido hacia usted una antipatía que su comportamiento sería completamente intolerable. Mi sorpresa era mayúscula; las mil termitas de la impaciencia bullían en mi cabeza y desgarraban en todos los sentidos mi cerebro. –Señor, –dije de repente, –no soy rico en absoluto; pero si quince o veinte luises pudiesen bastarle para asociarme a su empresa, estaría dispuesto a ofrecérselos.


103 Era todo lo que poseía; pero en ese momento, ¿de qué sacrificio no sería capaz para satisfacer mi curiosidad? –Usted debe disculpar mi desconfianza – respondió el viejo, – en más de una ocasión he sido engañado con proposiciones semejantes. ¿Habla usted en serio? Hice intención de extraer de mi bolsillo la suma prometida; él detuvo mi gesto. –Esta bien. Le creo, venga. Dicho eso, se dirigió hacia la parte trasera del carromato, mientras yo le seguía. Durante ese trayecto, lo observaba rápidamente. Era un rostro amarillo y terroso; ustedes hubiesen dicho que se trataba de un pergamino. Esa cara estaba decorada con pequeños agujeros y pequeñas jorobas, como un terreno no desbrozado, lleno de verrugas y de cloacas; en el centro de cada hueco, en la cima de cada abultamiento, se dejaba ver una descamación, horrible y peluda. Tenía unos ojos amarillos, sin llama, la boca grande, los labios verdes, ningún cabello. Su traje, muy austero, se componía de un traje negro raído, pero evidentemente trabajado con el mayor esmero, y un pantalón del mismo color excesivamente estrecho; ni chaleco ni camisa, al menos aparentemente; el traje estaba abotonado hasta el cuello. Pero lo que había realmente especial en el aspecto de ese hombre, era su paso y sus movimientos; debía ser de madera, y sus gestos parecían ser el resultado de algún ingenioso resorte. Jamás el jugador de ajedrez de Maentzel me había parecido posible, y sin embargo estaba a punto de convertirme a la fe de un fenómeno de mecánica tan sorprendente. Cada vez que mi guía levantaba el pie para caminar, el movimiento, mediante un brusco sobresalto, contraía las pantorrillas y plegaba la rodilla; llevado a cabo ese primer tiempo, el muslo se elevaba a una altura leve, y la cadera surgía como la de un polichinela de carón cuando se tira del hilo. Cuando el pie volvía atierra, una dislocación análoga tenía lugar. Los brazos y el resto del cuerpo no tenían espontaneidad en sus evoluciones. Todo eso se


104 producía con una regularidad solemne y risible a la vez. Incluso su voz parecía el efecto de una máquina concebida para modular sonidos. Frases cortas, palabras secas; ninguna inflexión, ni lentitud, in impulso. A tal nota, seguía otra nota, inevitable y prevista, en los órganos de barbarie; tal, en este boca, la palabra seguía a la palabra. Gracias al autómata que caminaba delante de mí, hacia falta bastante tiempo para dar una vuelta al carromato; de segundo en segundo se detenía, no para tomar aliento ( no tenía pulso), sino como para remontar algún resorte roto. Sin embargo habíamos llegado; abrió una puerta bajó un escalón y entramos en un lugar donde reinaba la obscuridad más absoluta. –Va usted a ver cosas muy sorprendentes – dijo mi anfitrión. A estas palabras, una gran luz invadió la habitación, una luz sangrante, siniestra. Apenas pude reprimir un grito, pues veía cosas terribles. Una mujer se hubiese desmayado, un niño habría muerto. Numerosos cadáveres, adosados a los tabiques, me rodeaban; cadáveres singulares, amarillos, espantosos. Unos prorrumpían en carcajadas, otros se retorcían en fúnebres convulsiones; aquellos estaban desnudos, estos ricamente vestidos. Había mujeres coronadas con abundante cabello; había ejecutados sin cabeza. Una niña se arrastraba por la tierra como una babosa; brujas, medio desnudas, montaban esqueletos de cabrones; larvas y grifos aferraban sus uñas a las paredes, y, sobre sus cabezas, un vampiro inmundo agitaba sin fin sus alas fantásticas. ¡Oh, ¡rictus espantosos! ¡horribles dislocaciones! ¡torsiones inconcebibles! ¡oh, fealdades! ¡oh horrores! Todo eso parecía vivir y agitarse, y dispuesto a gritar, y dispuesto a correr; y sin embargo todo eso estaba muerto, y nada se movía, y nada hablaba, y nada caminaba. Me parecía incluso que los seres que veía eran menos que cadáveres. Se hubiese dicho un Sabat repentinamente petrificado en el momento mismo de su euforia más desatada. Yo estaba enfrente de una nada más violenta, más profunda, que la de la muerte. En cada boca sin dientes, en cada


105 órbita sin ojos, algo brillaba, que iluminaba el exterior y el interior de los cuerpos; de ahí esa luz que había invadido bruscamente la habitación; de ahí ese fulgor rojo en el vientre de cada espectro, y esas llamas que, semejante a sangre, circulaban bajo las pieles, y hacia el extremo de los uñas o garras que destellaban iluminadas! Jamás sueño humano concibió una pintura más horrible de infierno y de espanto. Mis dientes castañeaban, creí morir. –¡Basta!–grité–¡basta, basta! Todo se apagó, todo se desvaneció. La oscuridad me envolvió. –Esto – dijo el anciano – no es más que una inocente fantasmagoría; va a ver usted ahora la realidad de las cosas. Encendió una lámpara, y distinguí treinta o cuarenta momias en buen estado de conservación. –Mire usted, – dijo mi anfitrión aquí no hay nada más sencillo y más normal; pero bastan algunas briznas de fósforo en esas bocas y en esos ojos, para producir efectos fantásticos. Los cadáveres colocados a su derecha son momias naturales, es decir que han alcanzado ese grado de sequedad sin la más mínima intervención humana. Las momias naturales deben su conservación al calor o al frío. Un viajero que sucumba atravesando un desierto arenoso; el calor del sol acaba por hacer exhalar en miasmas las humedades de su cuerpo; resulta entonces una momia de una ligereza singular. Observe ese monstruo arrugado, cuya barba está intacta y cuyo puño desparece en su boca desmesuradamente abierta: es una momia del desierto. Era objeto de un culto particular en una tribu del Líbano cuyo nombre he olvidado. La sustraje a riesgo de mi vida; era joven cuando hice esa proeza. Ya le he hablado de la ligereza de esas momias; bastaría un soplido para mover esta. Pero creer en la momificación por el calor, favorecida por los terrenos arenosos, no impide la posibilidad de que se produzca en otras condiciones. En México, a algunas leguas de la capital,


106 en unas llanuras pedregosas, tuvo lugar un combate en el siglo XV, entre los mexicanos y los españoles; los muertos fueron numerosos; hoy, el campo de batalla está cubierto de cadáveres petrificados. He traído a estos dos españoles bigotudos, cuya fiera actitud revela su nacionalidad. Solamente mencionaría las cuevas de Saint-Michel en Bordeaux, los subterráneos de los Jacobinos en Toulouse; son cosas que todo el mundo ha visto; la conservación de los cadáveres es debida a la cualidad especial del suelo y a una temperatura constante de dieciocho grados centígrados. La nieve produce efectos similares a los de la arena. Tal vez ha visitado usted la morgue del monte Saint-Bernard. Es una gruta con dos aberturas; las momias están adosadas a la roca, y corrientes de aire perpetuas favorecen la evaporación de las miasmas corruptoras. Yo mismo, recorriendo las montañas nevadas de Noruega, con mi mochila a la espalda, descubrí un gran número de momias; puede ver usted aquí las que me parecieron más interesantes. A decir verdad, la momificación por el frío no debería ser tan completa como la resultante por el calor. El calor deseca todo para siempre; una vez alcanzado el grado de sequedad necesario para la conservación, la momia permanece incorruptible en cualquier lugar a la que se la transporte. No ocurre lo mismo en el otro caso: el cadáver se deteriora desde que deja de estar en contacto con el refrigerante conservador. Antes de dedicarme al gran problema que debía resolver, antes de imaginarme un método de embalsamamiento artificial, tenía que observar los procedimientos de la naturaleza; me parecieron absolutamente insuficientes. Las momias que se obtienen serían objetos de horror o de asco por cualquier vivo. Renuncié por tanto a imitar a la naturaleza y estudio los medios de conservación usados entre los pueblos primitivos. Tres tipos de embalsamamiento se practicaban en el antiguo Egipto. La momificación por desecación o por la combustión llegando a un cierto grado, estaba destinada a las personas de rango inferior. Las personas de la clase media procedían por la inmersión de los


107 cadáveres durante varios meses en disoluciones concentradas de natrón4; al ser retiradas de ese liquido, los cuerpos se llenaban de mirra, de aloes y de cinamomo. Las familias de alto rango observan unos ritos más complicados: en primer lugar el cadáver era cuidadosamente despojado de los órganos interiores, que son muy susceptibles de corrupción; las entrañas, aromatizadas con hierbas y limpias, se metían en un cofre de madera de cedro que la costumbre ordenaba arrojar al Nilo; se extraía el cerebro por el agujero occipital, algunas veces por las narices; una vez cumplidos estos preparativos, la carcasa humana tomaba un baño de betún; sobresaturada de betún, era envuelta con hojas de oro; vendas de lino, mojadas en goma u otras sustancias balsámicas que cubrían las hojas de oro; y los restos de un hombre que había sido poderoso, reposaban, acomodados de ese modo, en una caja de ciprés o de sicomoro. Si tuviese que hacer una nomenclatura completa de los procedimientos de embalsamamiento entre los pueblos antiguos, no debería omitir a los guanches, habitantes de las islas Afortunadas. En esa región, las momias se llaman xaxos. Como los cartujos horadan su fosa un poco todas las mañanas antes del almuerzo, cada guanche preparaba, cada día, haciendo secar al sol, una piel de cabra donde debía ser envuelto más tarde. Al día siguiente de la muerte, los parientes llevaban solemnemente el cuerpo del difunto a casa de aquel cuyo arte era embalsamar. Una mesa de mármol blanco, que tenía alguna similitud con las mesas que se usan en nuestros anfiteatros, estaba destinada a recibir el cadáver. Se decían oraciones, luego, todos se retiraban. Entonces el embalsamador se servía de una piedra llamada taboua para hacer una larga abertura en el bajo vientre del sujeto. Salía un flujo de sangre negra, vomitada de los intestinos, ¡sacrílega y asquerosa! El interior del cadáver era lavado como un utensilio de cocina, luego se llenaba de aromas intensos. Un horno caliente recibía los despojos así deshonrados, y, quince días después, tenía lugar el entierro en unas grutas 4

Uno de los nombres comunes del carbonato de sodio o su mineral. (N. del t.)


108 inaccesibles. La muerte se ocultaba en la profundidad, la nada en la nada. Existen esas grutas en Tenerife. La más célebre es la del Barranco de Herque, entre Ario y Guimar, en el país de Abona. Fue descubierta en tiempos en los que Claviso escribía sus Noticias. Se cuentan allí más de mil xasos, y ¡todos tienen barba y cabellos! Algunos tienen uñas. Exhalan un olor agradable. No le hablaré de los persas, que conservaban los muertos en miel o en cera; los romanos, que empleaban una salmuera como la que utilizaban para conservar las langostas. Solamente los judíos parecen haber desdeñado el embalsamamiento. El desprecio por el cuerpo, indicio de fuerza, distingue a los pueblos en cuyo corazón ha penetrado la esperanza de una eternidad vengativa o remuneradora. Ahora podré describirle los procedimientos de momificación usadas durante la edad media, y le pondré al corriente de los descubrimientos modernos. No desconozco a Tranchina, médico de Palermo, que tuvo la idea de inyectar en el cuerpo un líquido conservador en medio de una incisión de la carótida; ni a Bils, que hizo uso de la superchería; ni Charles de Maïto, que inventó una salmuera de aceite claro de trementina; ni a los holandeses Swammerdam y Ruysch, cuyo procedimientos se han perdido; ni a los demás embalsamadores célebres, ni a los de ayer, ni a los de hoy. Pero debo reducir la longitud de mi discurso, a fin de llegar pronto a cosas que, sin duda, les interesarán más íntimamente. El hombre del carromato verde se calló un instante. –¿Qué son todos estos métodos? – continuó. – Imaginaciones más o menos ingeniosas. ¿A qué conduce esto? A retrasar algunos días, algunos años, algunos siglos a lo sumo, la desaparición del cadáver. ¿Es ese el objetivo? No. La momia debe ser eterna, y permanecer siendo eternamente momia. En el día del juicio, debe revelarse momia. Nadie ha obtenido ese resultado; y, suponiendo que se hubiese obtenido, a qué precio sería, ¡gran Dios! Cicatrices sacrílegas en el bajo vientre, incisiones odiosas de la carótida, he aquí lo mejor que se ha


109 encontrado. Yo preferiría ser manipulado por el escalpelo de un estudiante en medicina, que ser embalsamado de ese modo. Y he aquí, en realidad, hermosas momias. Mire: no más carne, de la arena dura; no más piel, del pergamino; no más ojos, raramente cabellos, no siempre uñas. Peor que un cadáver. La perpetuidad en la conservación, el respeto al difunto, la belleza de la momia: tal es el triple problema. Nadie se ha atrevida a intentarlo. Yo lo he resuelto. El hombrecillo iba y venía tumultuosamente. Sus movimientos se seguían con una regularidad muy precipitada. Los tiempos de descanso eran casi imperceptibles, de lo breves que eran. La mecánica llegaba a su paroxismo. La voz siempre tenía la misma entonación; pero las palabras, siempre con la misma falta de improvisación, seguían impetuosamente las palabras, como las notas siguen a las notas, cuando el que toca el órgano, impaciente por irse, gira con furor la manivela de madera. Sin embargo, ya más tranquilo, dijo: –Venga, venga usted a ver. Lo seguí a un pequeño gabinete decorado con una alfombra amarilla. Un ojo de buey dejaba penetrar un débil fulgor de día. Sobre unas tablas de ciprés, descansaba un cadáver de mujer, vestido según las modas orientales. Unas pajitas de oro, agitadas a la menor brisa, decoraban su falda y su blusa. Tenía un velo sobre la cara. –Ocho meses han transcurrido – dijo el viejo – desde que experimenté mi descubrimiento sobre este cuerpo. La conservación es perfecta. Las formas han quedado intactas. La ligereza de la piel no es comparable a la de ninguna piel viva. La carne está firme; no huele; solo olor natural. Un cierto calor se mantiene en los miembros. ¿No es cierto que sea la imagen exacta de la vida y que compararlo con los xaxos sería como comparar a un niño con un viejo? Según toda apariencia, el problema está resuelto.


110 Yo permanecí estupefacto. Esa momia era algo milagroso. La inmovilidad del pecho, la flexibilidad de los dedos, una cierta rigidez en la pose, era lo único que revelaban estaba ante un cadáver. Tuve ganas de tocarla. El hombre del carromato verde me lo permitió. Aplicando mi mano sobre un hombro, me percaté de que había ido un poco lejos en el calor que afirmaba mantenerse en los miembros; el cuerpo estaba bien envuelto de ese frío que indica la ausencia de vida. –Es cierto – dije yo, tras algunos instantes de contemplación, – que ha hecho usted un descubrimiento singular. ¿Por qué no ha sometido esa momia a la apreciación de los otros sabios? –Por desgracia, –respondió el viejo– no sabrían alcanzar el objetivo de primera intención. Ese xaxo no es perfecto. Un tinte amarillo que usted ha debido advertir, cubre la piel del cadáver, y día a día se vuelve más notorio; ese ligero defecto podría parecer muy serio a los ojos de ciertas personas. Sé de donde proviene esa imperfección; mi próxima momia no tendrá esa mancha. Para someter mi sistema a los hombres competentes, esperaré a haber hecho una segunda experiencia. –¿Y es para esa segunda experiencia por lo que necesita un poco de dinero? –Para eso mismo. Yo pensé durante algunos instantes. Sin duda, con la intención del viejo, había grandes beneficios a obtener, una vez que fuese conocida y aprobada por los académicos; pero yo me preocupé poco de deber mi fortuna a una industria (al cabo de algunos años, no sería más que una industria) relacionada con los asuntos religiosos de la tumba. El hombre del carromato verde fijaba en mi sus ojos apagados. –Sé donde encontrar un buen cadáver – dijo. – Hoy lo haré transportar a su casa en un baúl, y, esta misma noche le revelaré mi secreto. Se calló durante algunos segundos, luego añadió:


111 –¿Me da el dinero? Le entregué cuatrocientos francos, y ya iba a retirarme, habiendo dejado mi nombre y mi dirección, cuando me asaltó una sospecha. No había visto el rostro de la momia; y se lo hice observar. –¡Cómo! ¿No se lo he mostrado? Esa es la parte del cuerpo más admirablemente conservada. Fue retirado el velo. Me incliné con curiosidad. Aquí, debo decirles algo tan extrañamente terrible, tan cruelmente inverosímil, que temo ser acusado de fantasioso por la mayoría de los que me leen. El cadáver extendido ante mi era el de mi prima Dorotea. A la vista de mi prima Dorotea muerta y embalsamada, no emití ni un grito, no vertí ni una lágrima. La sorpresa confundió al dolor. Los rasgos de mi rostro testimoniaban únicamente una profunda estupefacción; tal era así, que el anciano me dijo: –Es admirable, ¿verdad? –Admirable, en efecto, – respondí. Luego añadí con voz apenas temblorosa: –¿Dónde consiguió usted este cadáver? –Lo encontré a orillas de un pequeño río, yendo hacia Dijon para la feria. Según todas las apariencias, es el cadáver de una joven ahogada que las olas arrastraron hacia la orilla. Esta vez, la emoción invadió mi pecho. No habría podido añadir ni una sola palabra. Me quedé sin pulso. El hombre del carromato verde me empujó hacia la puerta diciendo: –Hasta esta noche. Yo hice una señal afirmativa con la cabeza, y salí fuera de la barraca como alma que lleva el diablo. Corrí sin dirección a lo largo de la avenida de los Campos Eliseos. Era la hora en la que las personas ricas van al bosque de Bolonia. Estaba enloquecido. Mil pensamientos diversos martilleaban mi cerebro. Unas cuchillas desgarraban mi corazón. Corría sin parar. No sé hasta donde hubiera ido, si no hubiese encontrado un banco, que en mi


112 carrera no vi, y contra el cual golpeé mis rodillas. Me hice un gran daño y el dolor me obligó a sentarme. Entonces me anegué en abundantes lágrimas. Apenas me daba cuenta de lo que había sucedido. Volvía a ver a mi prima vestida en su mortaja, inmóvil sobre las tablas de ciprés, en el pequeño gabinete iluminado con aquel tono amarillo. El hombre del carromato verde estaba acostado a su lado y le hablaba de amor. ¿Quién sabe? Tal vez existiesen incomprensibles lazos entre ese cadáver sometido a infernales encantamientos y el mogo que la había sumida en esa muerte tan parecida a la vida. No me explico por qué, en ese momento mi desesperación se complicaba con celos y odio. En definitiva, tal como ella era un cadáver, una momia, mi prima todavía era bella. Ese hombre no era tan viejo y decrépito como se hubiera podido pensar en un principio. Lo había visto animarse de un modo singular. No era a causa de los tonos amarillos de los que estaba invadida esta momia por lo que estaba destinada a ser entregada a manos extrañas; él no quería desprenderse de ella, porque la amaba. Luego volví a ver, a través de los resplandores sombríos que formaban mis pestañas brillantes de lágrimas, las mil fantasmagorías de la habitación negra. Las brujas se sentaban familiarmente sobre mis hombros; apoyaban sobre mi boca sus bocas iluminadas por el fósforo, mientras que los cabrones me tiraban de la tela de mi chaleco. El vampiro de abanicaba con sus siniestras alas. Asistía al encuentro de los mejicanos con los españoles. Yo era español. Caía muerto. Permanecí mucho tiempo inmóvil, mucho; pasaron los días, luego los años, luego los siglos! Desesperaba de no poder levantarme antes del último juicio. Una gran rigidez inmovilizaba mis miembros. No podía tocar mi cuerpo, pero sentía que estaba desecado. Ya no tenía ojos, sin embargo veía aún. Una ave de rapiña se abatió sobre mi vientre y se esforzó en picotear; pero usó su pico contra mi costado duro, sin conseguir arrancar ni un trozo de mi carne solidificada. Llegó un anciano al


113 que seguía un paje vestido de negro y blanco. Me examinó ampliamente, me olfateó, me giró en todos los sentidos y dijo: –Este está bien. Con la ayuda de su compañero, fui cargado sobre sus hombros y transportado hacia un gran carromato que estaba estacionado a alguna distancia, y mientras nos íbamos, turbas infernales de espectros y de momias, hombres de la nieve y animales disecados, giraban a nuestro alrededor en las tinieblas. El abatimiento que se había apoderado de mí me había procurado un extraño sueño, próximo al sonambulismo y fecundo en pesadillas. ¿Cuánto duró mi sueño? Lo ignoro, pero fue horrible. Cuando desperté, tenía en las manos mechones de cabellos arrancados y trozos de tela desgarrada. Había roto mi camisa, mordido las mangas de mi traje, arañado mi rostro. Sangraba por la nariz en abundancia. Me dirigí hacia un estanque próximo y lavé el rostro con agua fresca. Eso me alivió un poco. ¡Cosa singular! estaba completamente seguro de haberme sentado en un banco, y me había despertado de pie, apoyado a un árbol. ¿Qué había hecho durante mi sueño? El día que iba penetrando en mi espíritu todavía estaba oscuro, y no percibía nada de un modo claro. La noche había llegado. Las farolas se encendían. En resumen, jamás había estado tan profundamente prendado de mi prima. Había sido un amor de infancia, futil y muy superficial, del cual seguramente, en París, habría olvidado muy pronto. Habría olvidado las pequeñas charlas tras la cena, en el umbral de la puerta, mientras mi padre y mi tío tomaban café en el jardín. Los sueños que habíamos forjado juntos debían desvanecerse tarde o temprano. Yo le había compuestos unos versos a los que ella no daba demasiada importancia. Las cartas que me había respondido, escritas en papel rosa y repletas de faltas ortográficas, las había reunido en un pequeño paquete anudado con una cinta azul. Eso era todo. Conociendo su muerte en condiciones normales, mediante una carta de un pariente,


114 encargado al mismo tiempo de otros mensajes, esta no me habría afectado tanto; más bien poco. De tal modo es el corazón del hombre. Me hubiese limitado a decir: «¡Pobre muchacha!» Luego me acordaría que ella era bastante voluble y muy poco dócil a mis consejos. Admitiendo que, por un milagro, hubiese dado continuidad a mis proyectos de infancia, bien hubiese podido arrepentirme un día u otro. Mi tía era tan débil y la pequeña Dorotea había sido tan mal educada! Pero en las circunstancias presentes, yo veía las cosas desde otro punto de vista. Lo fantástico me invadía. A los más ínfimos detalles les concedía una importancia maravillosa, y me parecía que la muerte de mi prima me dejaba solo y miserable como lo hubiese podido hacer la muerte de una esposa o de una amante adorada. Por la mañana, ustedes lo recordarán, yo no había almorzado. La hora de la cena había pasado sin que hubiese pensado en comer. No teniendo cuidado en llevar a cabo mis hábitos diarios, consideraba como un efecto de desesperación los fuertes dolores que experimentaba en el estómago, y, de ese modo, consideré mi temor más grande del que en realidad era. Decidí buscar alguna distracción a fin de sustraerme a una posible e inmediata crisis. Me dirigí hacia el bulevar y compré una localidad para no sé que pequeño teatro. Se representaba una comedia fantástica. La afluencia de los espectadores era grande. No recuerdo demasiado de lo que trataba esa pieza. Había, eso sí, bonitos decorados y cambios de escena muy divertidos. Tras el primer acto, no me quedaban de mis emociones de la jornada, más que una sensación cada vez menos sensible. Consulté mi reloj. Tenía tiempo para asistir al resto de la obra sin demorarme en la cita convenida con el viejo- Esa cita, en definitiva, era mi gran negocio. De ella dependía mi fortuna. Ya entreveía bajo unos colores menos lúgubres la muerte de mi prima. En vida, ella no podría ser embalsamada, y el hombre del carromato verde no hubiese podido convencerme de la


115 excelencia de su método. Él me había prometido traer un buen cadáver. Por otra parte, yo realizaba una buena acción favoreciendo una empresa cuyo éxito no podía dejar de resultar agradable a la sociedad. Estaba muy satisfecho de mí mismo. En el segundo acto de la pieza, salió un ballet notablemente ingenioso. Flora, la diosa de los jardines, quiso ofrecer la más bella de las flores a Miranda, la más hermosa de las mujeres. La Rosa, la Violeta y el Lis se disputaron el premio de la belleza y bailaron a su vez ante el trono de su reina. Flora, igualmente radiante por los encantos de sus tres súbditas, se encontró en un gran compromiso. Acabó por unir en una guirnalda de hiedra, a las flores rivales, y ese ramo vivo se arrodilló con poses languidecientes ante la gloriosa muchacha. Entonces el parterre entero se animó; unas bailarinas, en trajes floridos, surgían de todas partes: era la entrada del cuerpo del ballet. Y he aquí que emití un grito terrible: mi prima Dorotea estaba allí, en traje de bailarina, representando a la Inmortal, la pálida flor de los muertos! Bruscamente abandoné el teatro y me senté muy emocionado. Estaba preocupado por mi cordura. Se han visto personas volverse locas a raiz de aventuras menos singulares. Pasó un vendedor de cocos. Bebí trago tras trago tres vasos de limonada. Recuperando entonces cierta calma, me dispuse a regresar a mi casa. La hora de la cita estaba próxima. Pero, no conocía bien Paris y me perdi. Debía preguntar mi camino varias veces. Por fin, tras una hora de deambular, hice sonar la campanilla de mi hotel. –¿Mi llave? – dije al portero. –Hay alguien en su casa, – respondió una voz maliciosa. –Llego tarde, – pensé, y subí rápidamente la escalera. Mi apartamento –todavía hoy lo ocupo– está en el cuarto piso. Llegué sin aliento ante mi puerta. Un temor supersticioso me impidió abrirla. Hice un ruido para anunciar mi presencia. –Entre – dijo una voz conocida.


116 Entré. –Buenos días, primo – exclamó Dorotea saltándome al cuello; mi prima Dorotea, viva, bien viva, en traje de bailarina, en el papel de la Inmortal. Me dejé caer sobre una silla, mudo de asombro y espanto. Dorotea me explicó todo. El hombre del carromato verde había aprovechado mi credulidad para estafarme algunos Luises. En cuanto a mi prima, había dejado Dijon hacía un año, del brazo de un oficial de caballería que la había traído a Paris. Esta, habiéndolo abandonado, había amado a otros, luego a otros más. Sumida en la miseria, trabjaba por muy módicos emolumentos en los más pequeños teatros de los bulevares. Durante seis meses había posado en los talleres de pintura. Más tarde, se había hecho sonámbula en el espectáculo de un feriante. Un buen día había llegado a representar los papeles de momia artificial para el hombre del carromato verde. –Esta mañana– añadió– no reconocí tu voz, pero tras tu partida, supe tu nombre. Tenía que trabajar en el teatro esta noche. No tuve ni tiempo de cambiarme y he venido lo más rápidamente posible a consolarte de tu aventura. Lo cierto es que experimentaban un gran vergüenza por haberme dejado engañar; además, fui muy sensible a la pérdida de mi dinero. –¡Bah! – exclamó mi prima, tomándome la mano, tú no tenías gran cosa y no tienes ya nada. No pienses en ello, y déjame decirte una cosa: –¡Mi querido René, te amo! Abril 1863.

Este cuento fue publicado, más resumido, bajo el título La Momia, en la antología Rosa y Negro (1885). (Nota del t.)


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EL ÚLTIMO CIGARRO CUENTO PARISINO

I El salón de miss Eva era grande como una alcoba y abovedado como una capilla. En cada esquina del techo, un jarrón chino balanceaba su vientre de canónigo y su cuello de cigüeña. Escapada del jarrón, una fragancia olorosa de violetas y heliotropos emanaba en caóticas e invisibles estelas a lo largo de las paredes cubiertas de seda rosa. La ventana se ocultaba bajo gruesas y amplias cortinas; en un globo de vidrio opaco moría una lamparilla, tan pálida, que no servía para ver en la sombra sino para ver la propia sombra. No se apreciaban esos colores intensos y contrastados que os deslumbran la vista; cada matiz era una caricia. No había sillones; solo unos altos cojines sobre una alfombra de terciopelo Y se desprendían tantas sensaciones sensuales en el roce de las colgaduras, tanta buena fortuna en el desorden aparente de los cojines, que una mujer, aun siendo la más fría del mundo, encontrándose con su marido en ese salón, no saldría de él sino con el vestido arrugado y los cabellos despeinados. En los rincones de la chimenea colgaban dos chinelas de satén de una exigüidad mágica. En realidad, esas chinelas engañaban, pues nunca acogieron ningún pie de mujer. Una de ellas contenía las cerillas con cabeza de azufre amarillo, la otra cigarrillos. ¿Cigarrillos? Dios mío, sí. ¿Les he dicho que miss Eva era una mantenida? Sobre la alfombra, algunos libros, finas


118 encuadernaciones a medio cerrar se confundían al lado de un guante o de un pañuelo de encajes de trama compleja. En una esquina del pañuelo, estas dos letras bordadas: M. E.; encima de ellas una corona de marquesa. ¿De marquesa? Dios mío. Si. ¿Les he dicho que Miss Eva era una gran dama? Resguardados bajo las colgaduras, como imágenes de santos en los nichos de una iglesia, una multitud de pequeños espejos biselados brillaban aquí y allá. Decididamente, miss Eva es mejor que una mantenida, más que una gran dama; es una hermosa mujer. II –Miss Eva, la amo. –Lo bueno lo merece, y ¡cuánto se lo agradezco, conde! ¡Tengo veinte años, soy hermosa y usted me ama! Lógico. –Miss Eva, la amo hasta perder los sentidos. –Un día, en Italia, atravesaba un pueblo, mi silla volcó. Estaba tumbada sobre la carretera riendo de mi aventura cuando un hombre que pasaba me tomó en sus brazos para levantarme. Un mes más tarde regresé a ese pueblo; supe que ese hombre se había vuelto loco. –Miss Eva, la amo hasta morir por usted. –Una noche, en Madrid, salía de mi casa; un caballero me abordó bruscamente y me dijo: Yo la amo a usted.5 Con un gesto le mostré la ventana de mi habitación en el segundo piso de un edificio alto: –Piedra a piedra, de cornisa en cornisa, suba usted hasta esa ventana, y, por mi vida, si usted entra en esa habitación, no saldrá hasta mañana. El caballero se despojó de su amplio manto y me lo entregó diciendo: 5

En castellano en el original (Nota del t.)


119 «Haré [sic], usted, de eso una alfombra para sus perros»6 Y comenzó a subir. Conde, no sé como lo hizo, pero alcanzó el primer piso. Allí, su pie resbaló sobre una piedra lisa y se rompió el cráneo en el pavimento. Tras este relato, miss Eva giró ligeramente la cabeza, y, mirando al conde por primera vez, desde que él había entrado, vio su frente pálida, sus párpados mortecinos y como tenía el brazo en cabestrillo. –¿Se ha batido a duelo, conde? –Sí, miss. –¿Cuándo? –Anteayer. –¿Con quién? Miss Eva no preguntó: «¿Por qué?», temiendo que el conde no le respondiese: «Por usted.» –¿Con quién? – repitió ella. –Con el Sr. Jacques Rum. –¿Quién es ese caballero? –Un loco al que una excentricidad ha puesto de moda. –Conde, usted se muere de ganas de contarme esa excentricidad. –No. –Ya lo creo que sí. –Le juro… –¿Esa historia es larga? –No sé ninguna historia. –Está bien. No hablemos más de ello. –El asunto ocurrió hace tres meses, en Nápoles, en el teatro Saint-Charles. Esa noche se representaba Hernani, y la prima donna acababa de entrar en escena. Pues bien, ese señor Jacques Rum era el amante de la donna Sol. «Señor, le dijo un americano, su vecino de palco, le doy mi palabra de que la diva 6

En castellano en el original (Nota del t.)


120 cantará de falsete. – Señor, respondió nuestro hombre, le juro que cantará con su voz natural. – Señor, replicó el americano, si me equivoco arrojaré esta noche cinco mil dólares al mar. – Si me equivoco yo, señor, respondió Jacques, me ataré yo mismo una cuerda al cuello y una piedra al extremo de esa cuerda.» La donna Sol cantó exageradamente en falsete. Fueron a orillas del mar, tomaron una pesada piedra y un pescador proporcionó la cuerda. Jacques se la ató con valor alrededor del cuello y se arrojó al mar. Algunos segundos después se le vio reaparecer en el agua… ¡adivine! –Se vio reaparecer al Sr. Jacques Rum, que ganaba la orilla a nado. La cuerda se había roto. –¿Conoce usted esta aventura? –No, pero así debía ser. Y miss Eva se echó a reír. –Decía usted la verdad, ese caballero está loco. Luego ella pensó: «En realidad yo también debo estar loca, pues amaría a ese loco.» III No sé de nada más glacial que una estatua. Esas pupilas sin mirada, esas carnes sin estremecimientos, todo es frío, está muerto. Que un pintor se prenda de su obra, todavía pase; el color es la enseña de la vida. Pero la historia de Pigmalion…, esa fábula siempre me ha parecido de una insípida inverosimilitud. Hay mujeres estatuas y Pigmaliones burgueses. ¡Dios bendiga a los bebedores de agua! Mis Eva era bajita y rechoncha como un gato que se acurruca sobre si mismo. Sus carnes blancas tenían reflejos de plata dorada como un chorro de leche al sol. Tenía los labios carnosos, de un rojo de mordedura, y sin embargo la boca maravillosamente pequeña, la mejilla un poco colgante y la nariz


121 correcta. Unas pupilas napolitanas, que parecían talladas en la monda de una naranja, se hundían sobre grandes ojos azules húmedos y soñadores, llenos de melancolía británica. Tipo compuesto de todos los tipos, no sé que transición aducían en su fisonomía los ángulos de los contrastes, pero esa mezcla se expandía en una armonía brusca, sobrecogedora, llena de sorpresas y encantos. ¿Por qué el nombre de miss? Mi heroína era francesa y doblemente francesa al ser parisina. ¡Dios mío!, ¿por qué esa palabra suena dulce al oído como un rumor de besos, y qué muerta de miedo estaría miss Eva si fuese llamada Catalina o Carlota? Miss Eva llevaba al extremo la sensibilidad del gusto. Como enclaustrada entre las cuatro paredes de seda de su salón, se había hecho llevar una vida de indolencia y sibaritismo femenino. Se mecía en su ocio como en una hamaca, y cabeceaba como en un nido, habiendo rellanado de guata todas las fisuras de su sueño opiáceo, por miedo a que la realidad no viniese a soplar a través; evitando un disparate, una agria salida de tono en el color uniforme de su existencia, una falsa nota en el concierto de su quietud, como se evita una serpiente o un sapo. Dotada hasta puntos muy elevados de todas las agudezas del alma y los sentidos, los placeres del espíritu tenían en ella efectos físicos, y era por eso por lo que los buscaba. Jamás hubiese dejado pasar un buen libro sin leerlo, porque un libro hace soñar y qué dulce es la ensoñación; del mismo modo que no hubiese mirado una flor sin aspirarla, porque los perfumes embriagan y qué placentera es la borrachera. Al deslizar su mano sobre una tela de seda, sus dedos blancos se estremecían de placer; en realidad, rozando un vestido de lana se hubiese desvanecido. La música, que es en suma la expresión más completa más determinante del pensamiento humano, a casa incluso de su forma incompleta e indeterminada, miss Eva la adoraba. Una


122 sinfonía de Beethoven o un concierto de Mendelsohn la sumía en un estado semejante al de Hassan, en esos momentos en los él hubiese comulgado. De esta guisa, miss Eva había tenido amantes, desde luego, y muchos; a todos había amado, más o menos durante un tiempo, no por entretener su corazón o su cabeza sino por sistema, en el convencimiento de que los goces bestiales son insípidos como un plato sin especies, y que el amor es algo soso sin amor. IV Miss Eva estaba sola. Levantó las cortinas de su ventana para ver si el día estaba soleado o lluvioso, luego volvió a costarse sobre sus cojines, tras haberse ajustado su salto de cama, con la cabeza echada hacia atrás y sus pies desnudos embutidos en unas zapatillas rosas. Las zapatillas de la chimenea no habían mentido. Encendió un cigarrillo, y, poco a poco, la embriaguez del tabaco la embargó, esa embriaguez vaga que pone en el alma y los nervios del que la siente, una voluptuosidad semejante a la obtención de un goce. Y, de vez en cuando, se tensaba por completo como una cuerda bajo el arco; sus mejillas enrojecían; sus ojos, medio cerrados como una bella noche al alba, brillaban dulcemente, y dos gotas húmedas perlaban los extremos de sus pestañas, pues el amor también tiene su rocío. Pensaba en el valiente del teatro Saint-Charles, preguntándose que casualidad podría acercarlo a ella. La portezuela del salón se abrió y una voz aflautada anunció: –El Sr. Jacques Rum. V


123 Jacques tenía veintiséis años y cincuenta mil libras de renta. Fumaba habanos auténticos y montaba puras sangre árabes. Se vestía en las tiendas de los mejores sastres de Londres y se desnudaba en las casas de las jóvenes más bellas de Paris. También se pensaba de él que era un hombre feliz; falso a todas luces: Jacques se aburría profundamente, estando o creyéndose hastiado. Aunque una mañana, la mañana en la que comienza esta historia, juzgó conveniente escribir a Milady Marlowe, su amante, la siguiente carta: «Milady y querida Julieta, «Dentro de dos horas, hará exactamente tres semanas que he puesto por vez primera mis labios en tu guante; un guante de matices indecisos y malvados, como solo puede abrigar tu mano. «Dentro de dos horas también, hará exactamente quince días que me has dejado caer por primera vez tus dedos desnudos bajo mis besos; pequeños dedos de blancura rosa, como no hay otros en tus guantes. «Has dispuesto de una semana entera para quitarte los guantes, semana encantadora, repleta de las impaciencias de la espera y de las coqueterías de la incertidumbre. «Después de esos ocho días,– es lo usual entre personas que saben vivir, pero que no saben amar,– el encanto se disipó poco a poco, y hemos dejado de gustarnos desde la noche en la que nos hemos demostrado que estábamos a disgusto. «Cuando cesa el placer, el amor está próximo. «Tal vez pronto nos amemos, y con un amor tanto o más tenaz en nuestras vidas y perdurable en nuestros corazones, que habría eclosionado, no bajo el gran sol de la pasión, sino en el tibio invernadero de la costumbre. La lentitud en el desarrollo es una amenaza de longevidad. «Tú me amarás, Julieta, y to te amaré!


124 «¡Ah! milady, ¡qué escándalo! «Para evitar este ridículo desenlace, no he encontrado más que un remedio: voy a saltarme la tapa de los sesos. «Y como mi muerte es mi obra, a tí, que me has dado algunos días de tu vida, yo te la dedico. «Adiós. «J.R. Una vez escrita esta carta, Jacques se acercó a la chimenea, extrajo de una caja labrada en fina marquetería, una bonita y pequeña pistola inglesa, la armó con frialdad, y, dándose cuenta que el fulminante estaba viejo lo cambió. VI –Buenos días – cantó una vocecilla en los oídos de Jacques, mientras una pequeña mano, mantenía su brazo ya levantado, como por descuido. Habiéndose girado, Jacques se encontró frente a la Señorita Querubín. Entrando a paso de lobo, ella había llegado a su lado sin que él la oyese venir. La Señorita Querubín tenía veinte años: vivía allí, sin pensar que ese capital es el único cuyos intereses disminuyen a medida que aumenta él mismo. –Buenos días dijo Jacques con humor –¿por dónde ha entrado? –Por la ventana. Y la damita comenzó a reír; era una costumbre en ella. –Le hago observar – añadió ella – que usted me ha recibido muy mal. Ni siquiera me ha ofrecido un sofá. –Siéntate.


125 –Eso está hecho. Dios mío, ¡qué ingratos son los hombres! Iba a probar un vestido; al pasar ante su puerta, me he acordado que se había batido a duelo hacía algunos días… A propósito, ¿no está muerto? –Todavía no. –¡Cómo dice usted eso! ¡No parece alegre, ¿sabe? Yo que estoy de buen humor, me da la impresión de que usted forma parte de una pareja de vaudeville en medio de una sinfonía alemana. Decididamente, no tiene un rostro natural, está usted enfermo, estará expuesto a alguna gran pasión y habrá atrapado una -¡elegía! Tenga cuidado, eso es peligroso. ¿Es lo que sucede? ¿No? Entonces es lo viejo lo que le aburre. Sus amores con milady… –¡Querubín! –Eso es. Olvidaba que nosotras, damitas de sociedad, no tenemos derecho a mirar ni a nombrar a las grandes damas de la alta sociedad, incluso cuando las encontremos en nuestro terreno. ¡Ah! Dios mío, – continúo Querubín fingiendo ver por primera vez la pistola que Jacques había depositado sobre la chimenea, – ¡he aquí una adorable joya! ¿No está cargada? –No. –Yo también tengo cositas como esa en mi casa. Imagínese usted que el otro día, observé, una mosca que se paseaba por una cortina; ¡crac! La culata se rompió. –¿Y mataste a la mosca? –No, salió volando. Diciendo eso, Querubín tomó la pistola, observó el espejo y apretó el gatillo. El espejo se rompió en mil pedazos. Querubín reía hasta las lágrimas –¡Ah! exclamó. – su espejo ha hecho como mi mosca, ¡ha salido volando! –¡Estás loca! – dijo Jacques retirándole el arma de las manos.


126 –Es cierto, estoy loca,. Ella lo miraba dulcemente con sus bonitos ojos húmedos. –¿Quieres que te diga una cosa? – dijo Jacques tras un silencio. –No, prefiero adivinarlo. He aquí: Querubín, eres muy amable por haber venido; vete ya. –Eso es. –Ya me voy. También, tengo que probar mi vestido. Por otra parte, no crea que se ha desembarazado de mí, volveré a verle dentro de uno o dos meses, si usted está más alegre. A propósito, cuando llegue el buen tiempo, haga poner un arco iris en su puerta para advertir a las personas. Querubín desapareció. Una vez solo, Jacques volvió a cargar lentamente su arma y pensó. Muy cerca de él, sobre un velador de laca, un cigarrera entreabierta dejaba ver el extremo de un habano. No sé si el balbuceo de Querubín había disminuido la melancolía de mi protagonista. –¡Bah!– dijo, – ¡un cigarro más! Lo encendió, dio algunas vueltas por la habitación y salió. Al llegar a la puerta de la cochera oyó a Méhemet relinchar en la caballeriza. –¡Bah!–dijo, – ¡otra vuelta por el Bosque! Galopando hacia los Campos Eliseos, vio a miss Eva radiante en su ventana. –¡Bah! – se dijo – ¡un amor más! VII Jacques entró en el salón de miss Eva, saludando con aspecto presuroso y el cigarro entre los dientes. Miss Eva avanzó hacia él, coqueta. –En realidad, señor, pensaba en usted.


127 –Señora, – respondió Jacques,– no soy como Xavier de Maistre, yo creo en el Martinismo. Puede que nuestra ideas se reencuentren en Dios, pero no es eso de los que se trata. Miss Eva le indicó un cojín; él se sentó. –Señora, no tengo tiempo que perder y voy directo al grano. ¿Ha viajado alguna vez en diligencia? Miss Eva lo miró sorprendida. –Por piedad, señora, respóndame, los instantes son preciosos – inquirió Jacques aspirando una bocanada de su cigarro. –Pues sí, he viajado en diligencia. –¿Ha llegado usted a cenar en alguna posta? –Eso me ha ocurrido – respondió miss Eva, cada vez más sorprendida. –¿Ha advertido con que precipitación los comensales se arrojan sobre los platos que les sirve una criada, y se ha preguntado usted la razón de tanta prisa? –Le confieso, señor… –Señora –insistió Jacques con voz trágica, es que el conductor está ahí, detrás de ellos gritándole: ¡En ruta! –Señor, ¿es a la fantasía de contarme sus impresiones de viaje a lo que debo su visita? Jaques extrajo su pistola del bolsillo, y, mostrando su cigarro a miss Eva: –Señora, cuando haya fumado este cigarro, me saltaré la tapa de los sesos. Un habano bien saboreado dura treinta y siete minutos. Los ocho primeros minutos los he invertido en galopar por la avenida, el noveno la he visto, el décimo, la he querido, el once se lo he dicho. En realidad, señora, me quedan veintiséis minutos de vida. Jacques se callo. Miss Eva… VIII


128 Pido permiso para dejar caer un pequeño monólogo. La situación me parece arriesgada y despojada de cualquier matiz atenuante. Jacques acaba de decir que se mataría dentro de veintiséis minutos. Se matará, si miss Eva no lo impide. Si se mata, adiós a mi historia. Por tanto, miss Eva intervendrá. Por otra parte, si miss Eva interviene, y ella no tienen tiempo que perder, tendrá que recurrir a la inmoralidad y al escándalo. Con lo cual miss Eva no intervendrá. ¡Diablos! ¿Y si pido consejo a mi lector? No, mi lector tal vez sea un hombre serio. ¿A mi lectora? No, mi lectora tal vez sea mojigata. ¡Ah! si yo supiera que en algún lugar del mundo se encuentran en este momento dos seres jóvenes y bellos, juntos bajo el mismo techo y sobre la misma cama, con la frente apoyada sobre la misma almohada blanca, amándose y contándose y leyendo la locura que escribo, e interrumpiendo el libro para besarse, y besarse por el libro, sería a ellos a quienes pediría consejo. Y ellos me dirían: «¡Vamos, vamos sin miedo! Miss Eva es joven y bella, Jacques es joven y apuesto; haga usted que se amen, ¡hágalo! Diga usted que cuando Jacques haya entrado, miss Eva soñaba con los ojos medio cerrados y las mejillas sonrosadas; hágales que se amen, ¡hágalo! Jacques va a morir; es una lástima que un hombre muera cuando está en plena juventud y repleto de amor; pero al menos que no muera sin amar una vez más; haga que se amen, ¡hágalo! No se preocupe de lo que digan los hombres serios ni las mujeres mojigatas; el amor es algo bueno en todas partes y por siempre…» Entonces, se detendrán para mirarse y decirse: «¿Verdad?» Y añadirían: «Haga que se amen, ¡hágalo!» Y así lo haré. IX … le quitó la pistola de las manos, y el cigarro de Jacques se apagó durante el primer beso.


129 X Una luna de miel no tiene treinta cuarteles 7 Como un barón sajón.

Esto es tan rigurosamente exacto, que tras haber pasado cinco días diciendo a Jacques que lo amaba, y cinco noches repitiéndoselo, la mañana de la quinta noche, le confesó abiertamente que le resultaba completamente indiferente. Ahora bien, Jacques se había puesto a amar, ingenuamente y profundamente, a esa ligera y morena criatura. Le había sacrificado su muerte; le hubiese sacrificado su vida. Hay que decir que él no tenía en demasiada estima su vida; su habano apagado podía volver a encenderse. XI Había una muchedumbre en el comedor de Jacques, una sala redonda amueblada con viejo roble y tapizada de cuero; un montón de trajes negros y vestidos de seda, hablando y riendo como se habla y se ríe cuando se han pasado tres horas a la mesa, sexos entremezclados, y no dejando el vaso más que para dar paso al beso. La charla, de boca en boca, iba y venía con todo el desaliño de la embriaguez. Cada palabra, cada gesto, desabrochaba un botón de las blusas, y la hoja de parra que la formalidad impone a la desnudez de las palabras, hacía tiempo que había volado al viento en los estallidos de las risas. Los hombres, con los chalecos entreabiertos, a caballo sobre la sillas, escuchaban, en medio del susurro de la seda, como el sonido del agua en el centro de un estanque batido por el viento, el ruidoso chorro de las conversaciones, y, con los ojos deslumbrados por 7

Estrofa de Mardoche, poesía de Alfred de Musset (N. del T.)


130 esa cálida satiriasis que proporcionan los vapores del vino y las fragancias femeninas, veían, en cada cuerpo la blanca humareda de los cigarros, perezosos divanes desde donde les llamaban, acostadas, aquellas mujeres que más le gustaban. Las mujeres, con las blusas bajas, se hundían en amplios sofás, y sus brazos desnudos, agitados en el aire como alas, se dejaban tomar por todas partes por la liga de los besos. Cruzando las rodillas, ocultaban del modo más modesto del mundo su pie derecho bajo su vestido, pero con la punta del botín levantaban el último volante, y la pierna izquierda dibujaba claramente a la vista la curva de la pantorrilla. Poco a poco, la conversación general, ruidosa, se había dividido en pequeños susurros cara a cara, como un río que se diluye en arroyos. Un hombre de finos modales, el vizconde de Lorsey, permaneció el último en la mesa, jugando con los cabellos despeinados de Pervenche, – una frágil rubia que parecía tuberculosa, y que no era más que inglesa, – y mojaba las puntas de las coletas rubias en un vaso de champán rosado. –Pervenche, –decía él – ¿quiere mi coche esta noche? –Vizconde, – respondía Pervenche, –¿quiere mi salón esta noche? El Sr. Duruflet, un gordo bajito, calvo, con labios de idiota y ojos saltones como botones de un uniforme de librea, frente cóncava, – como si su cerebro hubiese replegado sus paredes para ocupar su propio vacío, – el Sr. Duruflet, antiguo sombrerero que se arruinaba con las muchachas de la calle Breda, teniendo esposa e hijos en la calle Saint Denis, aplastaba a medias, bajo su amplia masa, a una delgada y fea mujer, y sobre el hombro de aquel loro, como un perro que tiene pulgas, frotaba su cuello de apopléjico. –Sara, – preguntaba, levantando tímidamente la cabeza, un joven rubio, acostado a los pies de una gruesa y ya anciana judía,


131 de formas poderosas de jumento de Limoges – ¡Sara! ¿Qué os costaría? Una mala noche pronto pasa. El Sr. Paul formaba parte de esa clase numerosa de pobres diablos, más a temer que a lamentar, que, sintiendo en el vientre las mismas pasiones cálidas que los demás, y no pudiendo satisfacerlas como los demás, se hacen los parásitos de la dicha que envidian, y, a la vez vanidosos y arrivistas, amorosos y viles, esperan del placer de un amigo un lugar en su coche, obtener del capricho de una lorita un lugar en su cama. Sara se levantó a medias en su sillón, y, descubriendo plenamente, mediante ese movimiento, su abundante pecho, observó a Paul con la mirada con la que una leona debe mirar la presa que desdeña; luego se volvió bruscamente hacia atrás, y la suela de su botín golpeó la mejilla del hombrecillo. –Tenga cuidado, Paul, – exclamó el Sr. Duruflet – ¡desde lo alto de esa pirámide cuarenta años os contemplan! Esta broma de trastienda hizo brincar a Sara, y sus hombros se volvieron de repente rojos y sanguinolentos como una langosta, cardenalizada en la cocción. –¿A dónde ha ido Jacques? – preguntó la señorita Querubín, que pensaba, seria, en un rincón de la sala. – A su cuarto – respondió Laurian Moriss. Entre todas esas personas ebrias, o próximo a estarlo, Laurian Moriss, un alemán moreno como un español, era el único que había conservado su sangre fría. –A su cuarto, – repitió, – y lo veo desde aquí. Laurian estaba, en efecto, sentado junto a una puerta entreabierta. –¿Qué está haciendo? – preguntó el Sr. Paul. –Jamás lo adivinaría. –¿Duerme? – supuso el Sr. Duruflet. –No. –Apuesto que compone un soneto para Milady Marlowe – aventuró el vizconde de Lorsey.


132 –No. –¿Qué diablos puede estar haciendo entonces? – preguntó el ex sombrerero. –Se va a suicidar. Una carcajada general iba a acoger la respuesta de Laurian Moriss, pero su rostro estaba rígido y serio hasta tal punto que la risa iluminó los labios sin explosionar, como en una arma mojada solo brilla el golpe del percutor. –Se va a suicidar, – continuó Moriss, o al menos parece que lo va a hacer. Está sentado junto a su cama. Sobre una mesa, a su lado, hay una pistola cargada. Jacques fuma, y de vez en cuando arroja una mirada a su espejo para ver si tiene buen aspecto en el momento de morir. Del modo que mira su cigarro, se puede concluir que se ha prometido acabar cuando lo haya fumado; ese cigarro está más o menos consumido como el mío. Pueden ustedes calcular cuantas bocanadas de humo le quedan a Jacques para arrojar bajo nuestro cielo. Laurian se calló. Pasado el primer instante de sorpresa, todo el mundo se dirigió hacia la habitación de Jacques. –¿Para qué? – dijo Moriss reteniendo a Querubín que se había levantado la primera. Un paso más y harás inevitable lo que quieres evitar. Tomado en flagrante delito de suicidio, Jacques renunciará a ello esta noche; pero del hecho de que todo el mundo sepa que se ha querido matar, resultará que tendrá que matarse. Hasta ahora, si renuncia a su proyecto, no tendría que justificarse. No hagas que su vanidad asuma la deuda de su vida; yo lo conozco bien, él la pagaría. –Tiene usted razón, caballero – dijo el vizconde de Lorsey seriamente entristecido. Laurian aspiró una fuerte bocanada de su puro, y viendo que Querubín lo consideraba temblando, dijo: –Tranquilízate, fuma más lentamente que yo. –Pero entonces, ¿Qué piensa usted hacer? – preguntó el Sr. Duruflet.


133 –Nada. Si yo supiese que Jacques padeciese un dolor violento, me opondría a su proyecto, trataría de impedir su acto, porque un dolor se cura; pero Jacques no sufre. Quiere matarse porque se aburre. El aburrimiento no se cura. En su lugar yo haría lo mismo. El cigarro de Laurian Moriss disminuía poco a poco. –¿Qué ve ahora?– preguntó Querubín. –Veo que la ceniza cae poco a poco de ese nuevo reloj de arena y que a Jacques no le queda más que un cuarto de hora de vida. Era una extraña escena aquella: tres hombres apenas recuperada la razón, cuatro mujeres todavía borrachas, – a excepción de Querubin, que, de ordinario, se embriagaba mucho más con la risa que con el vino, – con el oído pendiente hacia la puerta y los ojos levantados hacia Laurian Moriss, que rompía con su flema todos esos corazones conmovidos, que helaba con su frialdad todas esas calientes cabezas. De repente, se escucharon pasos en la habitación. –Se levanta – exclamó Laurian – esa es buena señal; necesita mover su cuerpo para calmar la agitación de su alma y no ceder a la presión de la vida contra la muerte. El ruido de pasos cesó. –Ahora está más decidido, se ha tranquilizado porque ha resistido el asalto de los recuerdos y las esperanzas. Acaricia su arma y la hace girar entre sus dedos. Y como Laurian sentía el fuego del cigarro acercarse a sus labios, añadió: –A Jacques no le quedan más que diez minutos de vida. –¿Y cree usted que yo voy a dejarlo morir así? –dijo Querubín. Se abalanzó hacia la puerta. –Eres muy valiente, –dijo Laurian,– y solo tú puede salvarlo. Inténtalo. Querubín dijo:


134 –¡Gracias, caballero! – y desapareció. XII Jacques estaba sentado con su cigarro en la boca, su cabeza entre las manos. Querubín lo miraba, casi arrodillada. Cediendo a esa tendencia que hay en todo hombre, en el momento de morir, de hablar de lo que va a abandonar, Jacques le había contado todo: su primera tentativa de suicidio, su encuentro con miss Eva, su amor, su ruptura que databa de apenas algunas horas. Y Querubín lloraba, viendo que él se iba a matar y matarse por otra. –¡Eso es espantoso! – decía ella. Jacques se levantó. –He vuelto a encender mi cigarro – dijo – debo acabarlo. Tomó su pistola. –¡Oh! – gritó Querubín saltándole al cuello, – ¡no delante de mí, no delante de mí! –¡Pues bien, vete! –¿Qué me vaya? Cree usted que voy a irme para dejarle que se mate a gusto! –Eso es. –No, no lo haré. Sé bien lo que digo. Jacques, se lo ruego, déjeme hablarle un poco; un minuto solamente, y luego me iré si usted quiere. Vea que soy razonable, puesto que le prometo que me iré. Si quiere matarse, ¡Dios mío! Hay personas que sabrían decirle cosas para impedírselo. Piense pues, Jacques, matarse, es actuar, es vivir todavía, pero después, estar muerto, ¡no estar ya! Es horrible pensar que se va a enterrar. Además, es cobarde matarse; usted no querrá que se le trate de cobarde, supongo. Y, yo se lo pido, ¿por qué se mata? Porque ella no lo ama, – usted lo decía antes, – ¡ella no lo ama! ¿Es que es posible no amarle? Usted tal vez haya tenido alguna discusión con ella, y se habrá hecho conjeturas, eso es todo. Usted quiere esto o aquello, ella no lo querría, está usted transportado, eso ocurre todos los días;


135 se discute, se dice que se detestan, luego se va; ¿son esas razones para levantarse la tapa de los sesos? Pero si se suicidase por una discusión, no podría ya solucionarla. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡matarse! Jacques, ella lo quiere, ¡yo le digo que ella lo ama! Querubín sollozaba. –Mire, estoy seguro de ello – siguió ella, – en este momento ella piensa en usted. Es tarde, el día va a llegar, ella no duerme. ¿Quiere apostar a que no duerme? Ella se dice que ha sido malvada, que se ha equivocado, pues estaba errada, es cierto; pero hay que perdonarla. Ella será tan feliz si usted la perdona, y usted también será muy feliz. Ello lo amará más, y es bueno ser amado. Usted sabe eso; ¡ella lo sabe también! Uste ve que no puede morir; usted la haría llorar, y no quiere hacerla llorar. ¿Quién sabe? Tal vez ella esté llorando ya. Lo espera, mira la cama; se dice que si no hubiese sido despreciable, usted estaría a su lado. Y luego mira la hora, escucha si percibe pasos en la escalera. Yo lo sé muy bien; cuando amamos a alguien todas nos comportamos así. Jacques, se lo ruego, vaya allí; ella lo ama, ella lo espera. Está usted loco si no cree lo que le digo. Ella le espera, vaya, vaya! –¡Ah! Querubín, ¡si te pudiese decir la verdad!– respondió lentamente Jacques. Y, como hubiese hecho un niño, él atrajo sobre sus rodillas a la pequeña anegada en lágrimas, pero enrojeciendo de felicidad y estremecida bajo esa caricia como una cuerda al primer contacto del arquero. De súbito, Jacques la rechazó bruscamente. –Tienes razón, Querubín, allá voy. Tomó su sombrero y salió. –¡Como la ama!– sollozó Querubín echándose sobre el sofá que Jacques acababa de dejar. XIII


136 En algunos segundos, Jacques, que vivía en la calle Real, llegó a los Campos Elisesos. Tenía una llave del apartamento de miss Eva. Abrió la puerta sin hacer ruido, atravesó la antesala, el salón, el vestidor, y entró en el dormitorio. Miss Eva dormía. El conde de Nangis dormía también. Al lado de la cama, sobre una mesa cubierta con los restos de la cena, dos velas palidecían a los primeros resplandores del alba filtrándose a través de las persianas. Jacques observó durante algunos instantes a su amante de esa mañana junto al amante de esa noche. Extrajo de su agenda una hoja sobre la que escribió: «Mis felicitaciones, señora, está usted mejor que yo. J.R.» Depositó la hoja sobre el cuello de una botella de lacrima-cristi, y se dio la vuelta por donde había venido. XIV Un coche estaba detenido en la puerta de miss Eva. Cuando Jacques apareció, la cabeza de Querubín se mostró en la portezuela y dijo: –He venido a esperarle, suba. –¿Y bien? – preguntó ella, en el momento que el carruaje comenzó a moverse. –No estaba sola. –¡Ah! ¿Ha sufrido usted mucho? –Sí. –¿Qué pasó? –Nada. –¿Qué le ha dicho ella? –Dormía. –¿Y el otro? –Dormía también. –¿Qué va a hacer? –Matarme.


137 Y sintiendo que el fuego de su cigarro le hacía cosquillas en los labios, se inclinó afuera del coche y gritó: –¡Más rápido! Querubín lloraba con cálidas lágrimas. El coche iba a entrar en la calle Real. Hacía un instante que Jacques miraba fijamente a Querubín. –Querubín – preguntó– ¿te gustaría viajar? –No lo sé. –¿Quieres intentarlo? –¿Para qué? –¿Quieres intentarlo conmigo? –¡Ah! Dios mío, ¿qué dice usted? –Respóndeme. –¿Con usted? ¿si quiero? ¡con él! Jacques se levantó. –¡Bernard, a la estación de Lyon! Y, tranquilizándose: –Partiremos en el primer tren, y nos detendremos no importa dónde. Querubín no podía hablar, en tanto que reía. –Estamos aturdidos, – dijo Jacques – no podemos irnos así. –¿Por qué? – preguntó Querubín inquieta. –Me parece que tenemos que hacer las maletas. –No es necesario, ya están hechas. –¿Contabas con un viaje? –Lo deseaba. –Pues vamos a cogerlas. –Ya están aquí. –¿Dónde? –Sobre el carruaje. –Mi pequeña Querubín, ¡te adoro! Y Jacques arrojó su cigarro por la ventanilla del carruaje. –¡Ah! – dijo Querubín saltándole al cuello – ella te lo había hecho apagar, y yo, yo te lo he hecho tirar!


138 Diciembre 1860.


139

SANGUINARIAS I Las botitas

Son unas botitas las que ha puesto el día en que se vistió de hombre; había elegido ese disfraz para irse a divertir, ¡divertirse a Dios sabe donde! Yo he encontrado esos encantadores zapatitos en un nicho de escayola, detrás de un tresillo dorado; y si un visitante preguntase: –¿Señor, que es eso? –Señor son las botitas que ella ha puesto. Siempre había creído que ella no me abandonaría nunca; pero las mujeres cambian de amor a veces, ¡cerebrillos volubles! Y ahora estoy solo recordando el día en el que ella se disfrazó de hombre. Éramos muy pobres en esos días, pero estábamos muy alegres. ¡Ah! ¡sus bonitos dientes y el buen apetito que tuvo al desayunar en la humilde pastelería de la calle Saint-Jacques! Era todo candor y todo amor. ¡Por desgracia había elegido ese disfraz! Hace tres años que se ha ido, y yo, cada noche, antes de dormirme, me arrodillo ante el nicho de escayola, y mi sueño calza las botitas de la desaparecida, para ir a divertirse, ¡a divertirse Dios sabe donde! II


140 Las Nieves negras. Como París está intransitable en la época del deshielo, las muchachas que circulan resbalan en el lodo; ¡oh! ¡qué lamentable! Los barrenderos han levantado montones de nieve donde las ruedas de los carruajes dejan unas surcos negras; ¡Que sucio está París! En el bulevar Montmarte, unas mujeres ligeras, bellas todavía, sonríen penosamente; llevan pantalones y calcetines, porque estamos en época de deshielo. Y sin embargo esa nieve hubiese querido extenderse y permanecer inviolable; ella no estaba hecha para ser amontonada en las esquinas de las calles, mientras las muchachas que pasan resbalan en el lodo. Y esas mujeres no estaban destinadas incluso a ese profundo abatimiento; pero el hombre pisotea todo, la nieve y las mujeres; ¡oh! qué lamentable! III Madeleine Hondas preocupaciones bullen en el fondo de mi alma, como sapos en una cloaca.¡Estaré curado de mi mal cuando Dios me haya curado de la vida! Desde que mi amante ha partido para Versalles, no amo otra cosa que a la música y me gusta menos la poesía; hondas preocupaciones bullen en el fondo de mi alma. He ido tres veces al cementerio Montmartre: la última vez me ha parecido que los muertos croaban bajo tierra como sapos en una cloaca. He leído unos versos muy malos sobre una tumba. No me gustaría que se escribiesen malos versos sobre mi tumba. Sin


141 embargo me gustaría estar muerto, pues entonces estaría curado de mi mal. El dolor me ha vuelto despreciable, la desesperación me ha convertido en ateo. Ya no daré más limosna a la anciana que mendiga cada noche en la esquina de la calle de la Calzada de Antin, y creeré en Dios cuando Dios me haya curado de la vida. IV La Taza China Es una tacita de porcelana china, muy pequeña y tan ligera, ¡ah! tan ligera! Tulipa me besaría si yo le diese la tacita de porcelana china que decora mi chimenea. Unos mandarines toman el té en unos kioscos multicolores; mariposas azules atraviesan el cielo blanco, volando hacia unas prodigiosas floraciones; es una tacita de porcelana china. Debo esforzarme mucho para negársela a Tulipa, pues Tulipa, mi amiga, tiene secretos para obedecer sus deseos, y su mano acaricia mis cabellos, tan pequeña y tan ligera, ¡ah! tan ligera! Pero esta taza me ha sido legada por una amable y dulce persona; ¡ah! señor, por una persona muy amable y muy dulce. Tan es así que la conservaré toda mi vida y debo olvidar que Tulipa me besaría si yo se la diese. ¡En efecto! ¡en efecto¡ Eres tú quien me la has legado, ¡endriago maldito, vampiro infame! Y me has chupado bien la roja sangre de las venas, de tal modo que a esta hora lo poco que me queda de ella no bastaría para llenar la tacita de porcelana china que decora mi chimenea. V Cunégonde


142 Ella se llamaba Cunegonde, ¡os lo juro! Era actriz y domaba a las bestias salvajes. Cuando se introducía en las jaulas, los tigres lamían su opulento pecho. Fue en la feria de Mayence cuando nos adoramos; yo hacía el reclamo mientras ella cobraba a la gente en la puerta; se llamaba Cunégonde, ¡os lo juro! Iba con las piernas desnudas sin ningún pudor; sus cabellos salvajes, vírgenes de cualquier ungüento, caían sobre sus amplios hombros; pero nadie pensaba en amarla porque era actriz y domaba a las bestias salvajes. Yo, enclenque, la amaba por sus hermosas carnes; bebía los jugos reconfortantes de sus besos, y la seguía con larga mirada cuando se introducía en las jaulas. ¡No sé qué sentimientos de lujuria sanguinaria me invadían, mezclados con lejanos recuerdos de soledad, mientras los tigres lamían su opulento pecho! VI Marietta Marietta, esa mujer de hermosas formas, que los escultores no han olvidado y que los poetas nunca olvidarán, vaciaba una botella de amontillado, en un reservado del café Inglés, en el primer piso. Mientras se emborrachaba, unos hombres divinamente jorobados y unas muchachas maravillosamente bancales, rodeaban a Marietta, esa mujer de hermosas formas que los escultores no han olvidado. Y cada hombre y cada muchacha decía a Marietta: –¡Hazme el amor, oh ángel, y dame un beso!


143 Pero ella no se dignaba a responder a sus galanterías banales, esta mujer que le gustaban los versos y que los poetas no olvidarán. Sin duda su alma era presa de algún dolor violento, pues tenía la frente muy pálida y los ojos enrojecidos. Impasible por otra parte, vaciaba una botella de amontillado. A la última gota, Marietta murió. Jamás se pudo saber con precisión por que se había envenenado de ese modo, en un reservado del café Inglés, en el primer piso. VII Mousseline. Esta noche, cuando he regresado, mi amante había salido. En la habitación reinaba un gran silencio; la lámpara alumbraba con ojo socarrón las gruesas cortinas de la alcoba. Me tumbé sobre mi diván ante la chimenea, y me apresuré a escribir sobre mis cuadernos, semejantes a las de Rouvière en Hamlet: «Esta noche, cuando he regresado, mi amante había salido.» Se escuchó un ruido; parecía un pequeño grito de mujer enamorada. Yo prestaba atención; pero nada. Reinaba un gran silencio en la habitación. Un nuevo ruido: era un beso; las cortinas de la alcoba se agitaban tumultuosamente. ¡Oh, dolor! Me di un puñetazo en la frente, que la lámpara consideró con ojo socarrón. Me precipité hacia la cama, seguro de descubrir un crimen, decidido a cometer otro. ¡Hi! ¡hi!. Era mi gata Mousseline que jugaba con la zapatilla de mi amiga bajo las gruesas cortinas de la alcoba. VIII


144 Coquelicotine. –Bésame, – dijo Coquelicotine. Antes, cuando atravesaba el salón, el perrito ha gañido, el pequeño podenco, ¡oh, Coquelicotine! –¡Sapristi! – dijo Coquelicotine, el caso hubiese sido serio, si mi marido se hubiese despertado; pero tranquilicémonos, arreglaré las cosas. –Bésame – dijo Coquelicotine. Al día siguiente Coquelicotine hizo ingerir arsénico a su marido en un merengue de confitura de grosellas, luego dijo a la gente: –Mi marido ha entregado el alma antes, como yo atravesaba el salón. Una sirvienta ahogó al perro; el sábado por la noche, mientras que la Noche de los dedos de ébano cerraban las puertas de Occidente, por última vez al pequeño perro que había gañido. –Querida amiga, te has equivocado – dijo Coquelicotine, y tu conciencia ha dejado de ser pura como un adoquín de un altar que se friega todas las noches,. –¡Oh! mi marido era viejo. – No es de tu marido de quien me quejo, es del pequeño podenco, ¡oh Coquelicotine!

IX Lucile. Iba a encontrar el último verso de un soneto; la que me inspiraba entonces era Lucile. Con el alma languideciente y la boca entreabierta, pensaba más en la musa que en el poema, más en Lucile que en el soneto. ¡Clic! ¡clac! Reconocí su paso, ¡flu! ¡flu! Y el ruido de su vestido. Entró muy perfumada.


145 –¿Qué hacías, mi amor? –Trataba de encontrar el último verso de un soneto. Tras haber dicho eso, sentí sobre mi frente el frescor de sus labios escarlatas, semejantes a una nieve que fuese roja; y, de pronto mi poema estuvo acabado, pues la que me inspiraba entonces era Lucile. –¿Me quieres? – murmuré, y al mismo tiempo mordisqueaba la uña de su bonito pulgar. –No te quiero ya – dijo ella sin girarse. A estas palabras, yo permanecí mudo, con el alma languideciente y la boca entreabierta. ¡Clic! ¡clac! ¡flu! ¡flu! Lucile habia partido. Yo, para olvidarla, intenté componer versos; pero no pude, pues una gran melancolía me oprimía el alma, y pensaba más en la musa que en el poema, ¡en Lucile que en el soneto! X Las melenas Semejantes a prodigiosos cometas, los poetas de otras épocas espantaban las tinieblas con sus melenas deslumbrantes. Y las jóvenes mujeres, prendadas de los pálidos románticos, veían pasar cada noche en sus sueños, unos fulgores semejantes a prodigiosos cometas. A fin de encantar a las jóvenes mujeres, vosotros que bebéis el vino amargo de la viña ideal, ¡imitad a los poetas de otras épocas! Que a pesar de los cómicos calvos y lampiños, nuestros largos cabellos esparcidos imitan esos bucles de llama que espantan las tinieblas. Y cuando caminemos por la ciudad, aquellas que mueren de amor por nosotros, acodadas en las ventanas, exclamarán extasiadas:


146 –¡Ahí van los poetas que pasan con sus deslumbrantes melenas! XI El cisne Bajo el pálido sol de octubre, me paseaba a orillas del lago de Enghien. Los cisnes nadaban lentamente, tropa misteriosa y blanca, sobre la gran superficie del lago, en medio del paisaje de otoño, grave, pomposo y solitario. Los árboles, cuyas hojas secas no habían caído todavía, parecían árboles dorados, como se ven en los decorados teatrales del Chätelet; el viento se quejaba melodiosamente en las ramas; bajo el pálido sol de octubre, me paseaba a orillas del lago de Enghien. Me paseé hasta la noche, y cuando las pálidas tinieblas hubieron descendido, vi aparecer las pequeñas estrellas, las pequeñas estrellas que compadecen a las melancolías nocturnas; y los cisnes nadaban lentamente, tropa misteriosa y blanca. Sin embargo se alejaron; pronto, en la sombra vaga; no eran más que una capa de nieve rápidamente fundida. Uno de ellos solamente, inmóvil y como extasiado, permaneció sobre la gran superficie del lago, en medio del paisaje otoñal. Entonces no pude sustraerme a pensar en mi alma, acosada antes por más de un sueño y más de un amor. ¿Dónde están las rosas de abril marchitas? En mi alma, que la noche envuelve, no ha permanecido más que un solo amor serio, pomposo y solitario. Septiembre 1864


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ÍNDICE

ELIAS.......................................................................................... 5 ÁNGELA-SIRENA .................................................................. 39 MARIETTA DALL’ORO ....................................................... 69 EL ESTANQUE ....................................................................... 79 EL HOMBRE DEL CARROMATO VERDE....................... 91 EL ÚLTIMO CIGARRO ...................................................... 117 SANGUINARIAS................................................................... 139


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