Cuentos soporíferos

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40 Aquella misma noche, al trémulo fulgor de una lámpara, lee Leonor en su estancia una larga carta de la cual vamos a trascribir las últimas líneas. «Ya lo sabéis, Leonor, voy a dejar para siempre estos lugares: como compensación a los infinitos dolores que en ellos he amargado mi vida, os pido de hinojos no me neguéis el supremo consuelo de una mirada vuestra. Mañana al rayar el alba, estaré al pie de vuestra ventana y fortalecido con el precioso talismán de que vos solicito, iré a combatir a vuestro enemigo, consiguiendo así la dicha de morir por vos, como por vos he vivido. Si caigo en el campo de batalla y no logro mañana una mirada vuestra, cuyo recuerdo bastaría para hacerme feliz por toda la eternidad, pediré a Dios que me permita venir después de muerto a alcanzar lo que vivo no he podido conseguir. Y Dios, Leonor, no podrá menos de acceder a mi súplica; los que mueren combatiendo, tiene un lugar en el Paraíso y Dios no querrá negándose a mi ruego, que se oigan a la par que los coros celestiales, las horribles blasfemias de su alma desesperada, en el recinto de paz y de ventura que llamaos cielo los cristianos.» Al concluir de leer esta carta, una sonrisa desdeñosa contrajo la hechicera boca de Leonor que pasó en menudas piezas el pergamino después de lo cual desnudose lentamente y se acostó en su altísimo lecho, quedando profundamente dormida a los pocos instantes. Su sueño duró hasta muy entrado el día siguiente: si al despertar se hubiera asomado a la ventana; hubiera alcanzado todavía a ver a Gonzalo, que se alejaba lentamente, mostrando en sus miradas todo la desesperación que puede contener el corazón humano. V


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