1840 La Rosa Secreta 2

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La Rosa Secreta II.


AISLIN O’GEAL SE HACE PREGUNTAS Cuando Aislin O’Geal abandonó Baskerville

Books

(Libros

Antiguedades - Objetos insólitos – Cheapside), no daba crédito a su suerte. Desde luego que pretendía sacar un buen pellizco de esos papeles; al fin y al cabo, había corrido un gran riesgo al apoderarse de ellos, y más aún después de haber perdido tanta práctica en el negocio ¿cuánto tiempo llevaba con Parry?

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¿Tres años? Probablemente algo más, pensó- Pero en fin, ni aunque su propia madre, que en Gloria estaba, acompañada de todos los santos, ángeles y arcángeles, se le hubiera aparecido y anunciado que ese día iba a ser dueña de una fortuna, habría llegado a imaginar la fabulosa

cantidad

que

ahora

contenía su pequeño monedero. La ciudad bullía bajo el cielo sereno de Octubre. Aislin creía ver a su alrededor una lluvia de tréboles dorados,

una

figura

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bastante


absurda, pensó, por lo que prefirió sustituirla en su imaginación por libras, peniques y chelines, que parpadeaban poéticamente en la luz de la mañana. Ahora bien, en medio de esa lluvia de prosperidad se le planteaba cierto dilema: ¿qué hacer ahora con el diario auténtico? Había encargado una copia con la idea de devolverle a Parry los originales; era lo más prudente, si no quería enfrentarse al misterioso caballero – el señor Nodijosunombre – que sin duda volvería al teatro a buscarlos.

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Pero a Michael Halley, de Venering & Sttobles, solo le había dado tiempo de copiar hasta la mitad, y era esa mitad lo que les había endosado al joven Darcy y a ese librero roñoso a cambio de un dineral. Así que, a final de cuentas, su brillante idea podía no resultarlo tanto. Porque era muy probable que también ellos fueran al teatro cuando se dieran cuenta de que les faltaba una parte. ¡Claro que podía meterse en un lío bien gordo, si su patrón descubría el engaño! Tenía que haberles dado el paquete

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completo, pensó, y no arriesgarse. Quizás

había

cometido

una

estupidez. En su época de ladrona nunca se le dio bien trazar planes; eso lo hacían otros. Lo suyo siempre fue

la

acción:

desenganchar

vaciar

bolsillos,

relojes,

socavar

monederos, timar con cartas o hacerse pasar por una dama. El riesgo, en definitiva. ¿Y qué, si se había precipitado un poco? Puede que el asunto acabara bien. Porque después de todo, cabía la posibilidad de que el bueno de Jack Parry no se

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acordara de nada: ni papeles, ni caballeros, ni tratos, ni librerías de Chepside. Lo había sorprendido mirando la caja donde guardaba los diarios con cara de bobo, y luego él le había dicho: “Sally – porque todo el mundo la llamaba así- ¿Había algo en esta caja? Me parece que sí, pero no sé el qué...” Y la pregunta, así de buenas a primeras, la había asustado un poco, porque parecía que quisiera pillarla en renuncio ¿Le tomaba el pelo o es que de verdad no lo sabía? ¿Lo habría hipnotizado el caballero

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de manera que no recordara lo sucedido? Siempre había pensado que lo de la hipnosis era una estafa universal

–como

en

su

propio

número de magia- y que nadie era capaz de hacer nada semejante pero, visto lo visto, estaba cambiando de parecer. ¡En qué hora se le fue a ocurrir meter las narices en los asuntos de Parry! Ahora se acordaba de él, pasmado y quieto en el centro del camerino, sin verla u oírla después de que aquel caballero se marchara. Y ella pasándole la mano

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por delante de la cara, varias veces, y nada; como si se ponía a silbarle gigas a una piedra. En fin, al cuerno con Parry. Pero ¿qué pasaba si ese hombre tenía otros poderes ocultos? ¿Y si podía encontrarla, adivinar lo que había hecho? Robarle los diarios y todo cuanto había ganado, matarla y tirarla al río. Pero no, eso no iba a suceder; él no sabía quien era ella. Y ya estaba bien escondida detrás del parabán cuando Parry habló con aquel pisaverde y su enano, y en el callejón el chal le tapaba la cara, y

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era de noche, y llovía...

Era

imposible que sospechara siquiera, se dijo, y acto seguido se santiguó; dos veces, porque la primera le pareció apresurada y desprovista de verdadera piedad. En fin, se daría un tiempo para que todos sus temores se esfumaran, y más adelante volvería a pensar en la mejor manera de aprovechar la situación. Estaba cerca de Long Acre, así que decidió que un buen plato de estofado -de una conocida y excelente fonda de aquel barrio-

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serviría para poner en orden su espíritu y sus ideas. Puede que Belle estuviera allí, o Billy Dalley, que le debía 10 chelines. Pero aún con la perspectiva de aumentar su capital y disfrutar de un opíparo banquete, su cabeza seguía dándole vueltas y más vueltas al asunto. Y claro, al final acabó

por

definitiva:

hacerse ¿qué

la

pregunta

pasaría si le

vendiera el resto del botín al señor Darcy? Si Parry no se acordaba, no iba a aprovecharlo; si el caballero no sabía quien le había robado, no tenía

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nada que temer. De nuevo su plan era perfecto, y pensó si tal vez no se habría tenido en poco, todos estos años.

Bueno,

es

verdad

que

desconfiaba de poder engañar al librero dos veces, pero si era lista, el jovenzuelo pagaría otra vez. Él le había dicho que estaba dispuesto a comprar

“cualquier

cosa

que

encontrara”, por lo que no había nada más fácil que volver con el resto del diario y decir que había aparecido bajo la cama de Parry. ¡Le iba a sacar el doble, por lo menos!

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Aunque la cosa siempre podía ir muy mal, y no quería tener que recurrir otra vez a Michael Halley, y deberle dos favores. Pero podía hacer aún algo mejor ¿Y si leyera lo que ponía? Al fin y al cabo, ella tenía todas las páginas. Sería algo muy importante, cuando tanta gente le andaba detrás, y estaba dispuesta a soltar tantísimo dinero. ¿Y si los papeles explicaran como llegar a un tesoro? ¿Y si…?

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MÁS A OTACIO ES DE OLIVER DARCY E SU LIBRETA DE TAPAS AZULES

& El Libro de La Rosa se perdió en el incendio de la casa de Dee, pero he leído algunas referencias de Price que podrían indicar que tal cosa no ocurrió. En cualquier caso, ¿cómo

es

que

ha

estado

desaparecido tanto tiempo? o debe tratarse de un volumen corriente, si es que todavía existe.

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& Al teatro con Lou, Lizzie y Richard. o olvidar.

& La ayudante del mago ha venido a traernos los diarios que hablan del Libro de la Rosa. Esto es muy sospechoso en sí mismo, pero ¿importa? Los hemos conseguido, y seguramente a un precio menor. Hudson los examinará. o confío, pero no tengo elección. o poseo sus conocimientos

ni

Maldita sea.

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su

intuición.


& 30 libras.

& John Lawrence es el autor de los diarios. Es un nombre bastante comĂşn, pero no tan vulgar como para que sea imposible encontrar ninguna

referencia.

Lawrence.

Preguntar.

& Atender factura de Burguess & Co.

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DIARIO DE ELIZABETH DARCY.

Londres, 1 de octubre de 1840 Acabo de volver del teatro, y me temo que estás líneas van a ser muy breves, porque estoy terriblemente cansada. La obra ha

sido

estupenda,

y

lo

he

pasado francamente mejor en ese sentido que la última vez que fui con Oliver a aquel espectáculo de magia; creo que en buena parte se debe a que Lou ya ha vuelto y

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nos ha acompañado, y también Richard, que se ha mostrado encantador con ella. Pero es que Lou

estaba

preciosa,

con

el

vestido de organza amarilla que tan bien combina con sus rizos castaños,

y

unas

pequeñas

violetas en el tocado que hacían un

efecto

cuando

delicioso.

les

veo

A

veces,

juntos,

me

pregunto si en realidad no será Richard el elegido de su corazón, aunque nunca vaya a tener un

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título, ni ser excepcionalmente rico tampoco: es guapo, educado, tal vez demasiado efusivo, pero también – y puede que por eso mismo - el joven más simpático que

he

conocido

nunca.

Sin

embargo, debo ser honesta y admitir que no juzgo de manera objetiva ni a Richard ni a Basil, porque son nuestros primos, y nos tratamos desde que éramos pequeños.

Puede

que

Lord

Barnard posea cualidades más

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elevadas

que

Richard,

desde

luego; cualidades que no logro ver porque apenas le conozco, pero que deben estar en alguna parte de su persona. Me refiero a rasgos de carĂĄcter, por supuesto, y no al hecho de que sea Lord, y miembro

del

parlamento,

excepcionalmente

rico,

y

debo

aĂąadir. Pero estoy divagando, y antes de

acostarme,

quiero

dejar

constancia de un nuevo encuentro

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con el señor Daniels, el médico, que se ha unido a nuestro grupo poco

antes

de

representación. oportunidad

He de

empezar

la

tenido

la

intercambiar

algunas opiniones con él y mi impresión ha sido muy buena: hemos hablado de su familia, que está en Manchester, en especial de su hermana Mary, a quien desea que conozcamos. ¡Tiene 20 años

y

aún

no

ha

pasado

ninguna temporada en Londres!

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Aunque es cierto que Lou y yo tampoco

fuimos

presentadas

hasta esta última primavera, mi hermana con 19 y yo con 17 recién cumplidos. Y reconozco que fui completamente eclipsada por ella,

pero

divertirme

a

cambio

muchísimo

pude

bailando

sin necesidad de atender los homenajes

de

todos

los

caballeros de la ciudad –muchos de ellos alentados por mamá, por regla general los que cumplían

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estos tres requisitos: viejos, feos y muy ricosLo he hecho otra vez: he vuelto a divagar. ¡Prometo seguir con el señor Daniels, sin ninguna otra interrupción! Así que admitiré que posee unos modales excelentes y buena

conversación;

es

muy

observador, pero de aquel modo extraño y distante que aprecié la primera vez que le vi, y culto, porque conocía muchos de los insólitos libros que hacen las

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delicias de Oliver. Podría decirse que

hay

en

él

cierto

aire

romántico, o incluso melancólico, escondido

tras

su

intachable

seriedad y esa pose algo adusta que lo diferencia tanto de otros jóvenes caballeros. Mi valoración general es que le encuentro muy agradable, y espero que sí venga a

visitarnos

tal

y

como

mi

hermano le propuso. De hecho, al finalizar la representación, nos disponíamos a pedirle que nos

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acompañara,

pero

ha

recibido

una extraña nota y, tan educada como

precipitadamente,

se

ha

despedido. Y la verdad, me he sentido un poco defraudada. Noto que los párpados se me cierran y el sueño me vence; cumplido ya mi propósito, creo que no voy a poder escribir nada más. Buenas noches.

Londres, 2 de octubre de 1840.

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Escribo medio

estas de

imprecisa,

palabras

una

en

inquietud

desvelada

por

extraños sueños que no consigo retener en la memoria, presa de inexplicables

temores.

No

he

logrado dormir demasiado esta noche, y ya las primeras luces parecen

asomar

entre

los

pliegues de la cortina; aún así es muy temprano, y la casa está sumida en un silencio expectante,

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como

el

que

precede

a

las

hasta

la

tormentas. Me

gustaría

ir

habitación de Lou y explicarle cómo me siento, pero no sabría exactamente qué decirle, y la preocuparía

de

un

modo

innecesario; trato de pensar en cosas

amables,

o

pronunciar

mentalmente alguna oración, pero no lo consigo. Si me esfuerzo por serenarme y pensar con calma me veo obligada a reconocerlo:

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no

ha

ocurrido

nada

que

justifique esta desazón, y todo a mi

alrededor

ordenadamente embargo,

es

sigue feliz.

como

si

Sin algo

o

alguien me hubiera despertado de repente, tan de repente que no logro recordar qué, o quien, o por qué; pero sí la vaga idea de una advertencia o un mal presagio. No debo seguir pensando en ello; vuelvo a la cama, cerraré los ojos, intentaré dormir de nuevo: que

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sea la luz del pleno dĂ­a lo que me despierte, y no esta madrugada plagada de claroscuros y nieblas.

2 de Octubre, poco antes de bajar a cenar. Cualquier angustia, o sombra, o

trĂĄgico

augurio,

han

desaparecido por completo. Hoy el dĂ­a ha sido radiante, y Lou y yo hemos estado en Bond Street: ella se ha comprado una capota nueva con el forro rosa y una

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bonita pluma que cae sobre el lado izquierdo; yo, unos guantes y un manguito; era tan suave y confortable que no he podido resistirme, aunque a mamá no le gustaba mucho el color. También he recibido carta de Basil, una carta que habla de muchas

cosas

científicas,

y

aunque en su mayoría no las comprendo,

estoy

informarme

en

decidida

cuanto

a

tenga

ocasión. Debo encontrar el libro

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de un tal Huber: trata de abejas, y puede que no resulte muy entretenido, pero al menos tendré la certeza de que no será causa de ningún temor nocturno. Porque ahora que lo pienso, últimamente he prestado excesiva atención a las historias de Oliver, tanto a su discurso

sobre

libros

mágicos

como –y esto es lo peor- a esa colección

de

novelas

que

iba

incluida en uno de los lotes que adquiere

habitualmente:

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el


“Udolfo”, “El castillo de Otranto”, y un grueso volumen en francés con personajes estrafalarios –creo que sucedía en España, pero no estoy segura-Tampoco es que me disgusten pero, como he podido comprobar, me producen sueños desagradables e inquietudes sin sentido.

A

partir

de

ahora

preferiré los libros que cuentan historias

reales,

que

pueden

ocurrir, y no esas novelas con aventuras

fantásticas,

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héroes


imposibles y hechizos de otro mundo. Olvidémonos, pues, de todo eso: la carta de Basil está junto a mí mientras escribo, y no quiero retrasarme en contestarla; pienso en como Lou y yo la leeremos juntas antes de ir a dormir, y hablaremos durante largo rato – tiene mucho que contarme sobre las Dalrymple-, y poco a poco, de forma muy dulce, se acercará el sueño. Todo estará bien entonces.

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NOCTURNO TERCERO

El final del crep煤sculo es el lugar donde van a morir todas las sombras. Esta es una verdad inevitable, o as铆 lo cree el doctor Daniels, aunque hace mucho que el sol se esfum贸 en el horizonte y la oscuridad extendi贸 su negra

capa.

Desde

el

coche,

contempla el paso de las calles atrapadas por la niebla, los edificios silenciosos. Sostiene en la mano una breve

misiva,

inevitablemente

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certera, mientras se dirige a Belsize, Hampstead:

Estimado señor Daniels:

Hace algunos días que no recibo noticias suyas, ni tampoco su visita. Así que debo preguntarle: ¿a qué es debido? Sospecho que la importante tarea que llevaba a cabo no ha tenido éxito, pero me gustaría ver confirmada esta sospecha: en la vida, todos apreciamos las certezas, y no

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nos gusta permanecer en la duda o la inquietud ¿no cree?

Cuando reciba esta nota, un coche le estará esperando para conducirle

inmediatamente

a

Primrose Hill. Le espero.

Atentamente A.

Y la ciudad ha quedado atrás, y los árboles de la colina agitan sus

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ramas en un tétrico saludo. Daniels desea, por un instante, ser un álamo alto y desnudo, y poder estirar sus brazos hacia las inútiles estrellas, cada noche. Pero el vehículo se ha detenido y, al menos por el momento, debe

abandonar

sus

extrañas

meditaciones. Ante sus ojos, la gran casa gris se yergue impasible: la luz de la biblioteca como un mortecino faro que indica el camino. Hubo un tiempo en que John Daniels

no

era

tan

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infeliz,

ni


caminaba tan solo; esto lo recuerda ahora, mientras entrega su sombrero y su bastón a un traslúcido lacayo, pero no lo sabía entonces. Creyó que su vida se asemejaba a un pájaro gris e insignificante, pero no está seguro de que en realidad fuera así. Tal vez sea culpa de la memoria, o de tantos años estériles; ya no puede saberlo. El reflejo de un fuego vivo ilumina irregularmente las paredes cubiertas de libros: cuando Daniels hace su entrada en la habitación, un

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hombre le espera sentado junto a la chimenea. Sostiene en su mano una copa de vino, que hace oscilar, y un extraño

sello

se

muestra

poderosamente visible en su dedo. Tras señalar una butaca vacía frente a él, formula sus preguntas con acento extranjero, escogiendo lentamente las palabras, pronunciándolas como si estuvieran hechas de ese mismo vino que

paladea

despacio.

Entonces

Daniels, ignorando su abatimiento, comienza la narración: desde la

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entrada al camerino del ilusionista hasta la pérdida de los diarios; prosigue con su regreso al teatro y sus infructuosas pesquisas; todo lo sucedido en estos últimos lóbregos días –que en realidad son iguales a otros días, siempre bajo la misma oscuridad implacable- es verbalizado con precisión y orden. El caballero del sello y la copa de vino,

en

la

grotescamente

que

se

refleja

su

rostro

irreconocible-, sonríe con una mueca

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condescendiente.

Nada

parece

preocuparle. No está contrariado. Tampoco inquieto. Y la vida, a John Daniels, le parece ahora una broma absurda, un confuso juego que se alarga como una sombra en el crepúsculo. John

Daniels

se

levanta

en

silencio, vuelve a llenar su copa y contempla, en el distorsionado reflejo de sí mismo, cuál es su absurdo y confuso destino, inevitable.

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GILBERT LEESON

He

vuelto

a

quedarme

dormido trabajando, sin desvestir ni descalzar. Me han despertado unos fuertes golpes en la puerta: he pensado que serĂ­a la seĂąora Walters, pero ella no necesita llamar

para

entrar.

Medio

atontado, me he decidido a abrir para encontrarme con el rostro

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rubio

y

sonriente

de

Simon

Randall. Sin después

preguntar de

siquiera,

algunas

y

hirientes

observaciones sobre mi aspecto, ha invadido mis habitaciones y me ha obligado a preparar un improvisado

desayuno.

Se

marcha a Roma en unos días – a estudiar a los grandes maestros-, y no podía hacerlo, al parecer, sin despedirse de mí.

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En primer lugar, debo decir que Randall puede considerarse, sin faltar ni un ápice a la verdad, mi mejor amigo. Es un tipo alegre, bullicioso, popular - en resumen, bastante opuesto a mí- y voy a echarle mucho de menos. Aunque también me alegro por él, qué duda cabe. Veréis, cuando llegué a Londres para ingresar en la Royal Academy, yo era un chico extrañamente retraído y taciturno,

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con poco dinero y poco encanto personal. Mi fatal destino iba a ser, lo quisiera o no, servir de solaz al resto de alumnos en sus horas libres. De hecho, una de mis primeras noches en la ciudad la pasĂŠ colgado de los pies en un poste de Picadilly.

Y en otra

ocasión, tuve que regresar a casa vestido de romano con una túnica que usaban los modelos‌en fin, si relatara todas y cada una de las

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calamidades sufridas en aquella época, no terminaría nunca. A lo que iba: la cuestión es que no sé cómo ni por qué, un día desperté las

simpatías

del

animoso

y

acaudalado Simon Randall. No fue por nada en especial, como digo:

no

teníamos

amigos

comunes, no le hice ningún favor, ni mostré ante él comportamiento heroico alguno. Pero a raíz de esta amistad,

mis

tribulaciones

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se


vieron

significativamente

mermadas; gracias a Randall, he logrado llegar a la edad de 26 años de una sola pieza, que es más de lo que podía esperar cuando le conocí. Así que, bueno, aquí estamos los dos ahora: él, planeando con entusiasmo nuestra reunión en un futuro

no

lejano;

yo,

preguntándome de dónde cree que voy a sacar los recursos

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necesarios para viajar a Roma. Asegura que me escribirá, y su intención es sincera, pero dudo mucho

que

llegue

a

recibir

ninguna carta suya. Le miro con singular escepticismo, y él se da perfecta cuenta de ello: ambos sonreímos, y guardamos silencio.

-¿Sabes, Leeson? Ayer estuve en casa de Mr.Linnell –

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Randall me dice esto mientras mordisquea un pedazo de queso tostado. -Me

dijo

que

pensaba

recomendarte para un puesto. Desconozco los detalles, pero se dio prisa en seĂąalar que si me arrepentĂ­a de mi viaje, ni se me ocurriera disputĂĄrtelo.-

Durante un breve lapso de tiempo, creo que se trata de una

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de sus bromas; pero no, habla en serio. Son buenas perspectivas para mí, ahora que gran parte de mis alumnos se encuentra en sus viajes de otoño.

- Estoy invitado a casa de Mr. Linnell el jueves por la tarde-

Es

lo

único

lacónicamente. respuestas

que

añado,

Doy

estas

estúpidas y vacías

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muy a menudo, porque muy a menudo mi cabeza se queda estúpidamente vacía, y tengo que echar mano de lo primero que encuentro – que muchas veces no es más que un “ajá” o un “desde luego” o un “sí, señor”-

- Ah, bien. – dice mi amigoSupongo que aprovechará para anunciártelo; estoy persuadido de que se trata de una joven y bonita

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alumna, en una casa elegante. Eres afortunado- Sin duda debo serlo, si así lo considera un hombre que pasará el próximo año en Italia, viviendo como un marqués-

No creáis: a veces soy más rápido

en

mis

respuestas,

e

incluso ingenioso. Pero no es algo que dependa de mi voluntad. Simplemente ocurre, la idea llega

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y la frase se formula. Permite a la gente que me trata con asiduidad dejar de pensar que soy idiota, lo cual es un alivio, porque la primera impresión que causo es invariablemente desastrosa. Pero bueno, el caso es que a Randall – que se ríe de cualquier cosa- le hace mucha gracia mi réplica, da un fuerte golpe en la mesa y sobresalta a la señora Walters, que acaba de entrar para

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hacer las tareas. Ella, al igual que cualquier

humana

criatura

especialmente si es del género femenino- adora a mi amigo, así que

se

muestra

de

lo

más

indulgente con sus modales e incluso le ofrece más té, si lo desea. Él, sin embargo, decide repentinamente que el día es muy corto para tanto como tiene que hacer, y que le resulta imposible no solo tomar algo más, sino

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también permanecer ociosamente en mi casa; saluda con devoción a mi bondadosa casera, promete que nos veremos antes de que embarque

y

se

marcha

repartiendo

sus

más

sinceras

bendiciones sobre mi persona. Bien, pienso, las necesitaré si voy a hacer frente a un nuevo empleo -por la primera impresión, ya se sabe-

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Me dirijo a la ventana y le veo partir: agita su brazo mientras sonríe, y avanza de espaldas con la vista fija en mi ventana. Mientras,

la

señora

Walters

recoge el desayuno, canturreando. Es entonces cuando recuerdo que el retrato que terminé anoche está todavía sobre la mesa. No se trata de que haya nada indigno en él, todo lo contrario. Pero no quiero que nadie lo vea, y corro a

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guardarlo. Reproduce el rostro de la joven que conocí en el teatro hace unos días, con bastante fidelidad, además: tenía

unos

bonitos ojos oscuros y una sonrisa cálida y brillante. Sé su nombre, pero no fuimos presentados de manera formal, así que el título de la obra no será otro que “Joven del

teatro”.

Casi

considerarla

algo

prefiero lejano,

innominado: representa mejor mi

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realidad con respecto a ella. La verdad inevitable de que no voy a volver

a

verla

nunca.

Pero

mientras ato las cintas de la carpeta, pienso que solamente yo conozco los verdaderos motivos que me empujaron a hacer este dibujo, y que son esos mismos motivos los que me impiden mostrarlo. ¿Qué esperaba, qué sentía,

qué

buscaba?

Quería

traerla hasta aquí, hacerla real. Y,

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creedme, a la luz de la nueva mañana, doy gracias a Dios por no haberlo conseguido. © Mª Carmen Pardo

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