La Rosa Secreta I.
NOCTURNO PRIMERO.
Londres.
Medianoche.
Las
estrellas languidecen en el cielo y la luna es un pálido ojo sin vida. El viento recorre las calles vacías, agita las últimas gotas de lluvia en los bordes de los tejados y sobre los vidrios
apagados
de
las
casas;
también agita el cartel de la función de magia, que golpea la pared en monótono compás: Gran Abradamus –clap- Maravilloso- clap- Códice
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Esmeralda- clap –Libro de la Rosaclap- auténtico mesmerista- etc. El mago Abradamus, que en realidad se llama Parry, que en realidad es un hombre joven y que en realidad tampoco es mago, contempla fijamente el frío de la vieja chimenea apagada. Intenta recordar, en su extraña meditación, un trozo de su vida que acaba de perdérsele. Sabe que le falta, que ha desaparecido, que no está donde la vivió.
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A sus pies reposa una caja vacía, muy vieja, de madera pintada. Parece un perro dormido. Está vacía, abierta y vacía, como su recuerdo cerrado y ausente. No hace mucho, hubo algo en su interior que él apreciaba y que ahora ha olvidado. De vez en cuando, una sombra cruza delante de sus ojos. Intenta atraparla con un movimiento torpe de la memoria, pero apenas lo logra, se desvanece. La sombra representa a un
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hombre.
Un
hombre
hecho
de
sombra. DIARIO DE ELIZABETH DARCY.
Londres, 27 de septiembre de 1840 El otoño ha llegado. Hoy el día ha sido persistentemente gris, y también lluvioso, pero eso no ha impedido que fuéramos de visita
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a casa de Lady Catherine de Vere. Estoy persuadida de que es la mujer más vieja y aburrida del mundo,
y
sé
que
mamá
la
considera muy poco elegante y distinguida,
pero
es
uno
de
nuestros parientes de Yorkshire más cercanos, e ignorarla cuando sabemos
con
certeza
que
se
encuentra en Londres resultaría imperdonable. Louisa no nos ha acompañado
porque
todavía
estará en Eltham hasta final de
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semana,
con
su
amiga
Ada
Dalrymple. Sin embargo, ha sido prácticamente el tema central de conversación:
mamá
está
convencida de que pronto hará una buena boda, y ha insistido en resaltar cuánto la aprecian los Dalrymple y cuán valorada es su compañía, por su refinamiento y discreción y no sé qué cosas más –todas ellas ciertas, porque Lou es un verdadero encanto, y la quiero muchísimo- Tampoco ha
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olvidado referirse a la visita que nos
hizo
Lord
inmediatamente
Barnard,
casi
después
de
nuestra llegada a Londres, así como insinuar ante Lady de Vere que se trata del -probable- futuro marido de Louisa. Aunque pienso que eso no ha sido demasiado prudente, puedo
sobretodo
afirmar,
sin
porque temor
a
equivocarme, que todavía no se le ha declarado- .
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Hablando
de
otro
tipo
de
visitas, mientras estábamos fuera ha venido Basil. Como nuestra salida
se
alargado
tanto,
he
tenido que contentarme con ver su tarjeta en el recibidor, y me apena no haber podido hablar con él antes de que volviera a Cambridge. Me ha traído nuevas partituras –qué amable- y quiero practicar para cuando volvamos a encontrarnos, lo que no sucederá hasta que regresemos a Alder
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House por Navidad, me temo. Debo dejar de escribir: o mi hermano
me
reprenderá
por
hacerle esperar.
Retomo
estas
líneas
justo
después de volver del teatro. El espectáculo no me ha parecido nada excepcional, sino más bien todo lo contrario: vulgar y falso. Además, ya en la entrada, se ha unido a nosotros ese horrible
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enano cetrino, el señor Hudson, y admito que su compañía me ha hecho
enfadar
un
poco.
Por
mucha confianza que le inspire su librero, por muy valiosas que considere sus opiniones, Oliver debió avisarme de su presencia. Aunque
quizás
temió
que
no
quisiera acompañarle si lo sabía, y desde luego no podía pedírselo a nadie más. En cualquier caso, el
encuentro ha servido para
poner de relieve que su interés
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por la función no era otro que entrevistarse con el ilusionista - el mago Abradamus u Obradimos, no logro recordarlo con exactitud-. Cuando porque
terminara se
individuo extraño
supone tiene
libro,
el
que
acceso por
número,
el
dicho a
un
que
mi
hermano parece sentir un gran interés. Como si a Oliver no le interesara cualquier
polvoriento
volumen escrito en latín, siempre que
incluya
extraños
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dibujos
incomprensibles
o
enigmáticos
grabados y pueda conseguirlo a un precio ultrajante. En verdad, creo que ese siniestro librero le está engañando, y que alimenta su obsesión por la magia y sus fantasías sobrenaturales con la única intención de enriquecerse poco a poco a su costa. Esto me preocupa, y a menudo intento convencerle
de
especulaciones
que
sobre
sus
mágicos
secretos son vanas: no existen la
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magia ni
los
magos,
ni
han
existido nunca, y el único lugar donde
se
manifiestan
los
fantasmas es –por fortuna- en los cuentos de Navidad. Me pregunto qué pensaría el reverendo Weever de estas inquietudes y sobretodo, qué
pensaría
papá
conociera con detalle.
si
las
Aunque
sospecho que no debe ignorarlas por completo, Oliver puede estar seguro
de
que
sus
curiosas
actividades no llegarán a sus
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oídos por mediación mía. Cierto es que no puedo considerar de ninguna manera aprobarlas, pero sé
que
debo
mostrarme
indulgente; mi hermano mayor solo tiene veintiún años, y he oído decir que los jóvenes caballeros, por
muy
poco
sensatos
que
parezcan, suelen corregirse con el tiempo y la experiencia. De todos modos, las aficiones de Oliver no han sido lo único digno
de
mencionarse
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en
la
velada de hoy. Al terminar la función,
en
las escaleras del
pequeño teatro, hemos coincidido con un caballero amigo de mi hermano, el señor John Daniels, y hemos sido presentados. Es un joven médico, elegante y muy educado:
Oliver
y
él
se
encontraron en White’s en una conferencia
y
nuestro
primo
Richard, que le había conocido durante una cena en casa de la duquesa
de
Berwick,
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les
presentó.
Y
me
alegro
francamente de ello, porque el señor Daniels da la impresión de ser
un
caballero
serio
y
respetable, un hombre de ciencia a quien no interesan para nada los conjuros alquímicos ni los espectros. mirada
Aunque extraña,
tiene un
una tanto
ausente, como si en realidad se encontrase a millas de distancia del
resto
del
mundo,
o
sus
propios pensamientos fuesen lo
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suficientemente
elevados
como
para mantenerle al margen del común de los mortales. Oliver le ha invitado a venir a visitarnos, y me pregunto si lo hará; aunque pensándolo mejor, esto puede dar lugar
a
una situación
muy
incómoda, porque nuestro padre no debe enterarse de que hemos asistido a un espectáculo de esa clase. No es que haya habido nada
inmoral
(Oliver
no
lo
hubiera permitido) pero sé que de
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haberlo presenciado, también lo considería falso y vulgar. Y ya lo creo que lo era. Cuando Oliver y ese Hudson han entrado en el camerino
del
ilusionista,
pensado
aprovechar
oportunidad
para
propias
la
hacer
indagaciones
he
en
mis el
material de la función. Uno de los números del espectáculo consistía en una demostración mesmérica: el
mago
hipnotizaba
a
un
miembro del público y le hacía
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danzar
de
manera
ridícula…
¡cual ha sido mi sorpresa cuando he visto a ese mismo caballero, con ropas corrientes, bajar las escaleras hacia los camerinos, probablemente en busca de su salario! El resto de objetos que he podido
investigar
tampoco
me
han parecido nada maravilloso, y sin el brillo del escenario se veían viejos y deslucidos. Me hubiera gustado
descubrir
el
funcionamiento de alguno de los
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trucos, pero he sido sorprendida por la aparición de un curioso joven. Supongo que debía tratarse de un caballero, porque aunque iba
vestido
con
excesiva
sobriedad, no carecía de modales y parecía incluso poseer cierto grado
de
refinamiento
y
educación. Ahora que recuerdo, le he dicho que tenía acento del norte –porque había nacido en Lancashire, y yo no sabía de qué hablar - pero no es cierto: no tenía
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acento
de
especial,
y
agradable.
ningĂşn
lugar
su
era
No
voz
hemos
en muy
tenido
mucho tiempo para conversar, porque Oliver ha llegado casi de inmediato, y nos ha interrumpido mostrĂĄndose
muy
soberbio
y
despectivo. Me he esforzado en no perder la compostura delante de este caballero, sobretodo por no dar la impresiĂłn de ser una joven impertinente y testaruda, pero
reconozco
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que
estaba
furiosa.
Él
mantenido
también
se
ecuánime
en
ha todo
momento, pero creo que en su fuero
interno
debe
haberse
sentido muy ofendido. que
en
ocasiones
Pienso
Oliver
es
demasiado impulsivo y arrogante, aunque también sabe ser amable, si se esfuerza un poco, y es muy inteligente. Pero me molesta esa manera tan altiva que tiene de expresar marcado
sus
opiniones
desdén
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ante
y
su todo
aquello
que
no
le
interesa
demasiado. Aún así, de vuelta a casa, me ha ofrecido las debidas explicaciones
sobre
comportamiento,
y
su he
de
reconocer que no estaban faltas de razón: es cierto que el joven era un completo desconocido, y que
había
algo
nuestro
amigable
también
ha
impropio trato.
lamentado
en Pero
mucho
haberme dejado sola en un lugar como ese teatro, y ha asumido su
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parte
de
abstraído
culpa de
por
sus
haberse
obligaciones
para con su querida hermana; ha reconocido que su conducta era inexcusable y me ha prometido que nunca volverá a suceder algo así ¡Ante su actitud arrepentida no he podido hacer otra cosa que perdonarle!. Ahora debo dejar de escribir: es tarde, y cualquier cosa que añada solo resaltará mis propios defectos.
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Vuelvo a retomar estas líneas. Como nunca más le veré, he de anotar la descripción del joven caballero que he conocido esta noche. Descripción del señor Leeson: Alto, cabello negro y ondulado, ojos oscuros, entre 25 y 30 años, voz agradable, cojea ligeramente - ¿o gravemente?- de la pierna derecha. Se dedica a la pintura, pero no sé exactamente en qué modo. Ha crecido en Kent, pero
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nació Lancashire . Su nombre de pila es Gilbert.
ÚLTIMAS A OTACIO ES A LÁPIZ HECHAS POR OLIVER DARCY E SU PEQUEÑA LIBRETA DE TAPAS AZULES
& Recoger guantes nuevos. Ha llegado factura del sastre. Temas intrascendentes de los que debo ocuparme, cuando mis verdaderos
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intereses y aspiraciones son más elevados.
& Último lote. Baskerville Books . Lote 486. Relación: - Diarios personales de Mr. Drayton, 4 volúmenes 1710- Mortlake -
Anotaciones
sobre
“Teatrum
Chemicum” Robert Drayton, 1786 - “Dicccionario de mitos clásicos de John Lemprière”
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-
Die
Seltsame
Geschichte
der
Vampyre “La extraña historia de los vampiros” Paul Bonnat (alemán)
Las anotaciones de R. Drayton pueden tener interés. Examinar con cautela los diarios: este primer Drayton no es un hombre instruido, pero nunca se sabe. El diccionario no tiene ningún valor: ¿podría interesar a Lizzie?
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& Recibo: 25 guineas- lote 486Richard, 3 guineas. Cenar con Richard
mañana:
no
olvidar
preguntar por su tío.
& Muy importante: Hudson me muestra un panfleto del espectáculo de un mago. Menciona el Libro de la Rosa.
Libro
inexistente,
desaparecido. John Dee. Acudir a la función sin falta, próximo viernes. ¿Pedir a Lizzie que me acompañe?
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& El tío de Richard sigue en Londres, pero no se encuentra bien de salud. Me gustaría preguntarle por unas observaciones de Wilkins, pero no va a poder ser de momento. Me parece una obra muy especial, no sé qué pensará él. Intuyo que no me tiene en gran estima.
& Buena noticia: Ilusionista en poder de reveladores diarios, posible existencia del Libro de la Rosa. Próximo martes, Baskerville Books.
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Cerrar
trato
Importante:
a
Reservar
toda
costa.
dinero
de
bolsillo. (Estoy emocionado, ansioso)
NOCTURNO SEGUNDO.
Es la misma noche frĂa y sopla el mismo viento que usurpara el lugar de la lluvia. Un caballero avanza despacio
por
Long
Acre
hacia
Leicester Square, hace un gesto con
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la mano y detiene un coche de punto. Con aire ausente ocupa su interior e indica al cochero su destino: se dirige a Albany (donde tiene fijada su residencia). Acompañado únicamente por sus pensamientos, sabe que nadie le espera allí salvo esas mismas cavilaciones. Apreta su bastón, y luego mira fijamente las costuras de su mano enguantada. Quizás trata de encontrar una respuesta en la simetría de los puntos, en su invariable
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sucesión; esta noche todo resulta demasiado confuso. El caballero, médico de profesión para más señas, acaba de abandonar un pequeño teatro de Drury Lane donde un ilusionista representaba su farsa. Hasta aquí todo en orden, se dice a sí mismo, mientras intenta discernir en qué parte, en qué momento se ha producido el error. Repasa
concienzudamente,
de
manera minuciosa, todo lo ocurrido. Primero, el joven Darcy: se han
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cruzado en las escaleras –sí, así ha sido-, ha podido observar como entraba
en
el
camerino
del
mesmerista – es correcto-, y cómo ambos se han despedido cordialmente –dentro de tres días hablaremos de negocios, ha dicho-, del mismo modo que le ha visto subir al coche y alejarse bajo la lluvia. Tal vez se trate de ese grotesco individuo que le acompañaba, se dice: regenta una tienda de libros y objetos curiosos, Baskerville Books, en Chepside.
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PequeĂąo y de aspecto ladino, le ha producido la suficiente desconfianza como para querer cerciorarse de que abandonaba el edificio, cosa que ha hecho
poco
despuĂŠs.
Sigamos
adelante, se dice. John Daniels entra en el camerino cuando el mago ya ha terminado de desvestirse por completo: su peluca blanca, su chaqueta raĂda, los restos de maquillaje, todo lo falso y fabuloso yace desparramado por la estancia,
descuidadamente.
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Debe
haber despedido a su ayudante, la bonita
chica
pelirroja
–piensa
Daniels- para mantener en privado su reunión con el joven Darcy. Ahora está solo, y le recibe con una amplia y absurda sonrisa, los ojos muy abiertos. Debe resultar sencillo para un hombre como este sonreír de ese modo, como si la vida fuese un espectáculo
continuo
y
esperase
obtener de cada situación cuanto menos un aplauso. Daniels escucha
a
medias,
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le
porque,
personalmente, no le interesa lo que pueda explicarle -sus negocios, dice, tratos ventajosos para él, un honrado trabajador- y mira a su alrededor con una
mezcla
de
superioridad
y
cansancio infinitos. El hombre sigue hablando: encontró unos diarios en sus habitaciones, dice, de una especie de estudiante. Escritos hace veinte años: allí se mencionaba el Libro de la Rosa. No les prestó gran atención. Pero el nombre del libro era bueno; le daba un aire culto al espectáculo. Un
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elegante caballerete ha mostrado su interĂŠs, asĂ que deben ser muy valiosos. Etc. Ahora ya es suficiente. En cierto modo, le repugna la idea
de este
villano, de este farsante, atesorando los pensamientos de un hombre posiblemente
culto,
posiblemente
honesto, con toda probabilidad un caballero. Solo tiene que conseguir que le mire a los ojos, que se pierda en la incerteza de sus pupilas grises, que se deje robar el alma. Daniels
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levanta el dedo índice, autoritario, y su voz parece deslizarse desde lo hondo de una sima muy profunda – auténtico mesmerista, rezaba el cartel del mago Abradamus-, y entonces da la orden, clara, precisa, con sus ojos y sus manos y su voz que es toda como un muro y a la vez como un gran vacío, o un torbellino que engulle pensamientos, voluntades, memoria. Después, la nada. No el abismo o la muerte, sino la nada: los ojos que no ven, las manos que no sienten, el
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corazón inmóvil. John Daniels se despide
del
mago
Abradamus
tocando levemente el ala de su sombrero, después que este le haya entregado un pequeño paquete de hojas sin encuadernar que guardaba en una caja de madera pintada. Todavía permanecerá un buen rato ausente- el Gran Abradamus- en medio de la habitación, atrapado en el silencio de un sueño mágico e imposible.
Daniels
guarda
el
presente en el bolsillo interior de su
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abrigo y abandona el teatro por la puerta trasera, que deriva en un callejón vacío y oscuro. El coche se ha detenido. Daniels lo abandona sin un saludo, tras pagar lo estipulado. Sigue sin descubrir qué aciago suceso le ha hecho perder los diarios,
qué
sombra
ha
podido
evaporarlos. Paso a paso, sigue rememorando los hechos: en su abrigo, un pequeño paquete apretado, el sombrío callejón, y solo una insignificante figura –una criada, una
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prostituta-, con su sombrero de paja empapado
y
su
capa
oscura:
“disculpe, señor, no le había visto”, “vaya con más cuidado”. Nadie más, nada más: qué, cómo, cuando, por qué...
una
pequeña
figura
desconocida, una mujer hecha de sombras. LA BONITA CHICA PELIRROJA Aislin
O’Geal
apretaba
fuertemente un pequeño paquete
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de hojas sin encuadernar contra su pecho, mientras se dirigía con paso
firme
a
la
oficina
de
Vennering & Stobbles, en la City. Uno no hubiera podido adivinar, a simple vista, qué negocios podía tener una chica como ella – ayudante de un ilusionista en el Strand- con una firma respetable como aquella; en realidad, hacía falta mucho más que imaginación para descubrir qué iba a hacer allí.
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Carter
Lane,
Old
Change,
Watling Street: a cada paso y en cada esquina, Aislin pensaba que su excelente y lucrativa idea no incluía
ningún
peligro
y
sí
auguraba la obtención de grandes beneficios. Desde luego, no era la primera vez que ponía en práctica un plan arriesgado, lo que puede también interpretarse como que no era la primera vez que se apropiaba indebidamente de algo e intentaba sacarle provecho. ¡Y
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quien sabe si este insólito negocio no iba a hacerle ganar una fortuna! . Así que Aislin O’Geal, que había llegado de Irlanda a la gris y colosal ciudad de Londres hacía ya diez largos años, ensayó su mejor sonrisa, hizo brillar sus enormes ojos de gata y preguntó por el joven Michael Halley, copista en Vennering & Stobbles.
© Mª Carmen Pardo
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