La Rosa Secreta X.
DE JEFFREY HUDSON A CHARLES BASKERVILLE
Acabo de despedir a la bonita chica pelirroja que nos vendi贸 los diarios de John Lawrence. Y he de confesarle que la mala fortuna ha querido que su visita coincidiera con la del se帽or Darcy, por lo que no he podido
evitar
que
le
haya
embaucado de nuevo. La situaci贸n que
deriva
de
este
malhadado
encuentro es la siguiente: nuestro joven cliente est谩 convencido de que
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desea celebrar una especie de ritual mágico aquí, en la librería, dentro de tres noches. Una mujer llamada Susan Smith, conocida de nuestra animosa
irlandesa,
será
quien
traerá al espíritu de John Lawrence con sus poderes para preguntarlenada menos- dónde escondió el Libro de la Rosa. Huelga decir que el señor Darcy está entusiasmado con la idea…
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DE CHARLES BASKERVILLE A JEFFREY HUDSON
No
tema
seguir
adelante,
Hudson; probablemente la mujer es una vulgar farsante – no conozco a ninguna Susan Smith con ‘poderes’-, y
puede
excelente
llegar
a
brindarle
posibilidad
desenmascararla.
Imagine
la de el
ascendiente que obtendría sobre el joven Darcy descubriendo el engaño, y como, de un solo gesto, apartaría definitivamente de su camino a la
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intrépida joven, que no parece tener nada más que ofrecernos.
Sus
trucos e imposturas no pueden hacer ningún daño, y en caso que sus dotes
sobrenaturales
fuesen
verdaderas, estoy persuadido de que usted sabrá mejor que nadie orientarlas hacia nuestra causa.
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GILBERT LEESON EN SU ESTUDIO DE SUTTON STREET Hace dos días que el extraño individuo del ojo de cristal no ronda por aquí. La última vez que le vi permanecía semioculto en el recodo de
Crown
Street
y
observaba
atentamente mi ventana. O eso creo. O quizás estoy predispuesto a imaginar cosas extrañas –como que un hombre me sigue y me vigila-, por culpa de la soledad, el mal de amor y el otoño. Me hago a mí
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mismo la firme promesa de no volver a pensar en ello, al menos por hoy; a mediados de octubre, la niebla y la noche borran demasiado rápido la luz de la tarde, y tengo que trabajar. O eso intento; creer que no tengo miedo, que no me asusta ver a un tipo de mala calaña plantado durante horas en la acera de enfrente, esperando no se sabe qué. Y es verdad: no tengo miedo. Cuanto menos, no de él. Debo
terminar
estas
ilustraciones para el periódico. Es
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un encargo al que me comprometí antes de obtener el puesto de profesor
con
los
Darcy,
y
su
prosaica realidad me remite a un pasado gris en el que no tenía buenas perspectivas, en el que era más pobre, y en el que, desde luego, no contaba con la posibilidad de contemplar a Elizabeth Darcy a placer durante horas, varios días a la semana. Pero no me concentro en el trabajo; pienso que la próxima Navidad probablemente estaré en Yorkshire, en Alder House. Y no
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logro
convencerme
del
patético
panorama que en verdad supone para mí esa expectativa. Siempre he sido un hombre muy optimista; no, en serio, ya sé que no lo parece, pero es así. También poseo un carácter inusualmente firme, si se me llega a conocer bien; hay una gran
diferencia
entre
lo
que
aparento y lo que soy en realidad. Creo que ya lo he dicho alguna vez. Pero ¿acaso somos algo más de lo que
aparentamos,
de
lo
que
mostramos a los demás? ¿De qué
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sirve
todo
destinado
aquello
a
que
permanecer
está oculto,
dormido, en la sombra? Soy un pintor mediocre; esa es una verdad indiscutible, libre de falsas apariencias. No niego que pude
ser
cuando
mejor
llegué
en a
la
el
pasado,
Academia;
muchos lo auguraron entonces y muchos lo lamentan hoy, moviendo la cabeza despectivamente. Si las circunstancias
hubieran
sido
distintas, si no pesara sobre mí esta extraña carga; si no hubiera ido
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aquella noche al Queen’s Theatre. La noche del Queen’s Theatre. De alguna manera, se trata de un momento clave para mí, el inicio de un gran cambio; no diría que para mal, desde luego, pero aún no puedo estar seguro. Mi intención no era ver el espectáculo: iba a hablar con Belle Cudney –una chica que actúa allí-, para proponerle un trabajo de modelo. Pero nunca lo hice; en su lugar conocí a la mujer de mis sueños, a quien sí acabaría retratando
-ironías
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de
la
vida-;
luego volví a casa, bajo la lluvia, y me sentía febril y extraño; entonces hice aquel dibujo de su rostro, de memoria… Abandono mi trabajo por hoy, y no solo por la luz: llevo toda la tarde sin adelantar nada. Estoy abrochándome
los
puños
de
la
camisa cuando me doy cuenta del frío que hace. La habitación está helada, así que no pierdo el tiempo en ordenar mis útiles: voy hasta el dormitorio y me enrollo en una vieja manta. Espero no congelarme antes
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de encender el fuego en la salita de estar. Sí, la vida de un hombre soltero es tan lamentable como parece, qué se le va a hacer. A fuerza de pasar noches tras noche solo, uno descuida hasta las cosas más elementales: mis habitaciones son poco acogedoras, mi despensa suele estar vacía, y ha habido veces en que no he tenido ni carbón – aunque la señora Walters es muy amable, y suele solucionar estas cosas enseguida, si se lo pido; incluso en la época en que le debía
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varios meses de alquiler- No puedo evitar
pensar
qué
opinión
le
merecería mi horrible estudio a la señorita
Elizabeth;
qué
diría
si
alguna vez pudiera verlo, saber donde vivo, pienso, duermo. O el contraste que supondría su aspecto delicado, su suave belleza, frente a todo este desastre. Quizás debería cambiar
de
alojamiento,
buscar
algo mejor, ahora que voy a ganar más
dinero;
tal
vez
comprar
algunos muebles –como estudio, amplio
y
luminoso,
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estas
habitaciones no tienen precio- que le dieran otro aspecto, un poco más elegante. Pero no: mi estúpida idea se basa en la estúpida posibilidad de que un día Elizabeth Darcy pueda poner el pie en esta casa; algo no solo poco probable sino completamente absurdo. Supongo que la fantasía nace en mi oculto deseo –aunque no sé si calificarlo de ese modo- de que en algún momento, no importa lo lejano que esté en el tiempo, ella pueda verme como soy en realidad. ¿Le gustaría
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yo, en ese caso? Lo dudo. ¿No sería diferente si pudiera hablarle sin reservas? ¿Y si solo estoy buscando un pretexto, algo que justifique mis fracasos?
Si
mis
circunstancias
fueran otras, me digo, cuando sé que nunca van a ser otras. No seré lo que aparento, de acuerdo; pero muchas veces, demasiadas veces, me pregunto si seré algo más. La oscuridad es casi completa ahora; no sé cuanto tiempo llevo aquí acurrucado, mirando el fuego. Mi ánimo se ha vuelto tan sombrío
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como la habitación, y temo que esta noche sea demasiado larga. Me incorporo despacio, entumecido, y busco una vela: en la alacena hay un poco de vino, pero el pequeño frasco lo guardo en el dormitorio. Enciendo la vela y me resisto a desprenderme de la manta, porque me tiemblan las manos. Creo que tres gotas serán suficientes, pero lo pienso mejor, y añado el doble, en recuerdo de la última vez. Me descalzo
y
apuro
mi
vaso,
lentamente; cuando lo termino me
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desabrocho el pantalón y me voy a la cama. Y es curioso, porque desde allí puedo ver la calle, y la lluvia finísima que ha empezado a caer y que vuelve viscosas las aceras – diría que fosforecen, pero debe ser el reflejo de las farolas-. Hace dos días que el extraño individuo del ojo de
cristal
no
ronda
por
aquí;
observo atentamente el recodo de Crown Street, y veo un muchacho harapiento,
semioculto,
resguardándose de la lluvia. Dirige
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sus
ojos
atentamente
ventana. O eso creo.
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hacia
mi
ASILIN O’GEAL PARTICIPA EN UN RITUAL MÁGICO
Caía
una
invisible
lluvia
pero
muy
obstinada.
fina, Aislin
O’Geal caminaba con el chal en la cabeza
para
no
empaparse
el
sombrero; la famosa vidente, Susan Smith, la seguía casi pegada a sus talones,
de
parecida
guisa.
En
algún campanario daban las once; el vendedor de empanadas había recogido ya su mercancía con la intención
de
buscar
cobijo
en
cualquier taberna cercana; en el
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puesto de patatas hacía mucho que no quedaba nadie. Nuestra valiente pelirroja maldijo en silencio el día en que Belle le había hablado de esta bruja, el día en que empezó a creer que se podía convocar a los muertos
-¿cuándo
fue
eso,
exactamente?-, y el día en que propuso este negocio infernal al señor Darcy. Solo esperaba que el peso de su bolsa compensara todos los desvelos. Llegaron a Baskerville Books: el interior de la librería estaba muy
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poco iluminado, y su aspecto era infinitamente
más
tétrico
que
durante el día –con la luz del sol, más bien resultaba destartalado- . Aislin entró despacio y sin llamar, pero la campanilla que había sobre la
puerta
avisó
a
todos
los
presentes de su llegada. Estaba el señor Darcy, desde luego, y como no podía faltar, el enano de cabeza gorda; también vio al distinguido señor Daniels, hecho un pincel a pesar de la noche inclemente, y ni siquiera el perro había querido
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perderse la velada –un chucho muy dócil, que se adelantó a saludarla Aislin pensó que era poco probable que alguien estuviera dispuesto a abandonar la tranquilidad de su tumba para acudir ante semejante feria, y menos en una noche como aquella. -Bienvenidas – dijo el enanoPasen,
pasen…
esperándolas.-
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Estábamos
Los dos caballeros saludaron con
parquedad,
dignamente
parapetados tras las mesas llenas de libros; solo el enano se adelantó a recibirlas. – Soy el señor Hudson – dijo, saludando a Susan Smith¿Qué tal están? Un poco mojadas, por lo que veo... – – ¡Un
poco!
¿No
ve
que
parecemos dos pollos…? – protestó Aislin
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– Bueno, aquí dentro al menos no llueve- dijo el librero – Por favor,
síganme:
caballeros
están
estos ansiosos
por ver sus… extraordinarios poderes. – Estoy preparada, gracias – murmuró la señora Smith
Mientras hablaba, Hudson se había
ocupado
de
recoger
los
húmedos chales de las dos mujeres, y después los había guiado a todos hasta una habitación que hacía las
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veces de trastienda y despacho. Allí ardía el fuego en una pequeña estufa; una mesa y algunas sillas desiguales estaban dispuestas en el centro, traídas
y
delataban
haber
expresamente
para
sido la
ocasión; los enseres de uso habitual se
veían
arrinconados
en
un
extremo, componiendo una especie de pirámide junto a la escalera de caracol que comunicaba con la vivienda en el piso superior. Aislin supuso que se había hecho de ese
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modo para dejar espacio a tan concurrida reunión. -
Necesitaba que estuviéramos dispuestos alrededor de una mesa redonda ¿no es así?dijo el enano,
-
Sí, sí…todo está perfecto Susan
escrutaba
el
escenario de su actuación con
auténtica
profesionalidadpodré hacerlo-
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Creo
que
-
¿Lo cree? –preguntó Oliver Darcy- ¿Quiere decir que no está segura?-
-
¡Claro que lo estoy! – la señora Smith se irguió en toda su menguada estaturaSolo que algunas veces es más
costoso
que
otras.
Depende-
¿De qué depende, señora Smith – preguntó el señor Daniels, con su espléndida voz.
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Aislin no recordaba lo bonita que era
su
manera
desprendía
firmeza
de
hablar;
de
carácter,
inteligencia, superioridad. Y luego estaba la manera de mirar, claro: Susan Smith se quedó sin palabras. -
Pues depende, por ejemplo, de si hay un trago para que estas dos pobres
mujeres
entren en calor, después de haber
estado
caminando
bajo la lluvia – intervino
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Aislin, al rescate de su muda compañera.El
señor
Daniels
sonrió,
medianamente divertido; la pelirroja le
devolvió
una
sonrisa
que
pretendía ser coqueta, y que a él pareció agradarle mucho. Como la sugerencia
de
respaldada
por
Aislin Oliver
fuese Darcy
–
aunque expresada de un modo más sutil-, el enano accedió finalmente a traer una vieja botella de brandy. Los
caballeros
bebieron
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con
discreción –estarían acostumbrados a licores más selectos- pero nuestra amiga ya iba por el tercer vaso cuando Susan Smith empezó a dirigirle miradas muy significativas –qué
significaban
exactamente,
Aislin no lo sabía- La botella se retiró, casi apurada, acompañada de protestas más o menos enérgicas por parte del señor Darcy y de la bonita
pelirroja,
que
habían
encontrado un motivo más por el que confraternizar. Hudson insinuó algo sobre que la medianoche iba a
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tornarse mediodía, si no se hacían el ánimo de empezar; sus ojos oscuros
parecían
traslucir
una
extraña preocupación, que nada tenía
que
perpetrada reconoció general,
ver a
su
que le
con
la
brandy.
su
Aislin
actitud,
resultaba
incomprensible.
socaliña
un
en
tanto
¿Pensaría
de
verdad que iban a hablar con John Lawrence? Empezaba a temer que todo esto fuera demasiado en serio; que finalmente el muerto viniera, y la
maldijera
por
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haber
estado
trapicheando
con
sus
escritos.
Hudson no era ningún estúpido: si él lo creía posible, sería porque lo era. Todos se sentaron en silencio alrededor de la mesa; la señora Smith, con determinación; el joven Darcy,
visiblemente
agitado;
Hudson, sombrío cuando debiera mostrarse
escéptico;
el
señor
Daniels, elegantemente atento. No había vuelta atrás, pensó Aislin: el espectáculo iba a empezar. Y era probable que Susan Smith tuviera
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verdaderamente
un
don;
su
abultado pecho, adornado por un exótico
talismán,
se
movía
rítmicamente, arriba y abajo, arriba y abajo... -
La
respiración
es
muy
importante. – dijo- El difunto señor Smith, que me enseñó todo
lo
que
sé,
insistía
siempre en ello. Aislin se tomó muy en serio estas
palabras
y
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comenzó
a
imitarla, pero solo consiguió acabar mareada. También estaba un poco borracha, y el venenoso licor había hecho estragos en su estómago vacío. Miró a su alrededor: el enano fruncía su feo cejo. Ah, pensó Aislin, solo es una pose. No cree nada de esta absurda farsa, se dijo a sí misma. Bien, al fin y al cabo, el señor Darcy sí parecía creerlo. -
Cuando
quiera,
Smith- dijo Hudson-
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señora
-
Empezaré, sí señor. Tienen que
darse
las
manos,
formando un círculo... –dijo la vidente -
¿Es imprescindible darnos las manos? - Preguntó el señor Daniels, con seriedad.
-
Si quieren que salga bien, sí. Mi difunto marido...
-
Y
que
esté
¿también
es
tan
oscuro preciso?-
interrumpió Darcy, un tanto amedrentado.
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-
Claro ¿quieren hablar con el espíritu o no? -
-
Desde luego que queremos – repuso el joven- Empiece, si todo está a su gusto-
-
Muy bien-
La librería volvió a sumirse en un
expectante
silencio;
Aislin
seguía asustada, y mareada, y por supuesto, bebida. Si lo pensaba bien,
la
escena
resultaba
cómicamente absurda; o lo hubiera resultado, de no estar todo tan
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oscuro,
y
tener
al
frente
esa
escalera retorcida como los huesos de
un
gran
gusano
seco.
La
respiración de Susan Smith se hizo más grave y ronca. Pero seguía sin ocurrir nada. -
Un poco menos de luz, por favor- dijo la señora Smith –
Hudson cumplió la petición de la bruja
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-
Sí, Hudson, alégrese, viejo avaro.
Lo
que
se
va
a
ahorrar en velas- dijo Aislin -
Silencio, por favor... – Darcy empezaba
a
ponerse
nervioso; no era tiempo ya para chuflas, pensó nuestra amiga,
y
decidió
guardar
silencio. Y entonces empezó todo. La mano de John Daniels era fría,
terriblemente
fría.
Aislin
comenzó a sentirse como un
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pájaro atrapado en una red: una red viscosa, gélida y húmeda como la mano de un muerto. -
John
Lawrence.
Aquí
te
llamamos – la voz de la señora Smith parecía salir del fondo de un pozo- John Lawrence. Escucha nuestra llamadaLa lluvia, el viento, el agua. El río, negro, y sucio como los ojos de los suicidas. Aislin creyó ver, en la
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distancia imposible de un horizonte nocturno, la silueta de una sombra triste
sobre
Blackfriars. Blackfriars,
el El
puente
de
puente
de
esto
era
cuando
Baskerville Books. Qué tontería, pensó. -
John
Lawrence.
Por
tres
veces tu nombre ha sido pronunciado.Y allí estaba él, con su piel verde, su boca rota, sus manos
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comidas por los peces; su mirada opaca cubierta de lodo, puesta con infinita pena, o infinita calma, o perplejidad, Lawrence
o
miedo:
contemplaba
el
John rostro
pĂĄlido de Aislin O’Geal, y ella podĂa mirarle a los ojos y contemplar el suyo.
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DE JEFFREY HUDSON A CHARLES BASKERVILLE
Nuestras suposiciones se han demostrado
completamente
erróneas: esa mujer, Susan Smith, no era ninguna farsante– su marido fue un swedenborgiano cuyas ideas le fascinarían, señor Baskerville-. Todavía estoy sorprendido por lo que vi, aquí mismo, la otra noche. Pero iré al grano: siguiendo sus recomendaciones, habilidades
aproveché
para
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obtener
sus una
información
única,
esto
es,
el
paradero del Libro de la Rosa. Según
las
palabras
del
propio
Lawrence –o de lo que sea que acudiera a la llamada de la señora Smith-, el Libro de la Rosa obraría en poder de una muchacha llamada Sarah James, a quien se menciona brevemente en los diarios. He hecho algunas
averiguaciones
en
esa
dirección, y tras muchas vueltas y pesquisas, he dado con una mujer que podría ser la que buscamos. Verdad o no, agotar esta posibilidad
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no
me
parece
peligroso
ni
descabellado, al fin y al cabo. Es maestra
en
una
escuela
para
señoritas de Chelsea; una escuela modesta para hijas de comerciantes, pero cuyo umbral sospecho nos será difícil de franquear. No obstante, debo añadir que el señor Daniels -el médico amigo del joven Darcy- ha sugerido un plan con el que no puedo estar de acuerdo en absoluto, pero que me veo en la obligación de transmitirle, dado el entusiasmo que muestra por él nuestro cliente. Este
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caballero insinúa que deberíamos utilizar
a
irlandesa
nuestra
aventurera
de modo que, con sus
dotes de actriz, se haga pasar por una sobrina del propio Lawrence e intente sonsacar a la señorita James toda la información posible sobre el Libro de la Rosa. – si no acabamos trasquilados, como se suele decirNo puedo asegurarle que abogue por semejante chaladura, pero juzgue usted
mismo;
yo
órdenes.
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estoy
a
sus
DE CHARLES BASKERVILLE A JEFFREY HUDSON
Me
sorprende usted, Hudson;
considero la idea del señor Daniels muy ingeniosa y conveniente, y más cuando el joven Darcy –que es quien, en definitva, correrá con todos los gastos- la secunda. Le considero un hombre lo bastante astuto como para mantener bajo control a esa espabilada, y lo que es más, con la habilidad suficiente para sacar el máximo provecho de sus cualidades.
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Mi
confianza
en
usted
es
tan
grande, que no puedo más que apenarme cuando veo que expresa de ese modo el carácter de nuestras relaciones. Mi buen amigo –pues así le considero- dejo a su buen juicio y excelente
capacidad
de
discernimiento el considerar cual es el mejor camino a seguir para lograr nuestro propósito. Pero sepa que la opción
planteada
por
el
señor
Daniels recibe mi aprobación, y aún mi
alabanza
por
su
ingenio
e
inteligencia. Como siempre, deposito
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en usted toda la confianza, y dejo en sus manos la decisión última sobre este particular. © Mª Carmen Pardo
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