1840: La Rosa Secreta. Cap. 10

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La Rosa Secreta X.


DE JEFFREY HUDSON A CHARLES BASKERVILLE

Acabo de despedir a la bonita chica pelirroja que nos vendi贸 los diarios de John Lawrence. Y he de confesarle que la mala fortuna ha querido que su visita coincidiera con la del se帽or Darcy, por lo que no he podido

evitar

que

le

haya

embaucado de nuevo. La situaci贸n que

deriva

de

este

malhadado

encuentro es la siguiente: nuestro joven cliente est谩 convencido de que

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desea celebrar una especie de ritual mágico aquí, en la librería, dentro de tres noches. Una mujer llamada Susan Smith, conocida de nuestra animosa

irlandesa,

será

quien

traerá al espíritu de John Lawrence con sus poderes para preguntarlenada menos- dónde escondió el Libro de la Rosa. Huelga decir que el señor Darcy está entusiasmado con la idea…

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DE CHARLES BASKERVILLE A JEFFREY HUDSON

No

tema

seguir

adelante,

Hudson; probablemente la mujer es una vulgar farsante – no conozco a ninguna Susan Smith con ‘poderes’-, y

puede

excelente

llegar

a

brindarle

posibilidad

desenmascararla.

Imagine

la de el

ascendiente que obtendría sobre el joven Darcy descubriendo el engaño, y como, de un solo gesto, apartaría definitivamente de su camino a la

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intrépida joven, que no parece tener nada más que ofrecernos.

Sus

trucos e imposturas no pueden hacer ningún daño, y en caso que sus dotes

sobrenaturales

fuesen

verdaderas, estoy persuadido de que usted sabrá mejor que nadie orientarlas hacia nuestra causa.

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GILBERT LEESON EN SU ESTUDIO DE SUTTON STREET Hace dos días que el extraño individuo del ojo de cristal no ronda por aquí. La última vez que le vi permanecía semioculto en el recodo de

Crown

Street

y

observaba

atentamente mi ventana. O eso creo. O quizás estoy predispuesto a imaginar cosas extrañas –como que un hombre me sigue y me vigila-, por culpa de la soledad, el mal de amor y el otoño. Me hago a mí

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mismo la firme promesa de no volver a pensar en ello, al menos por hoy; a mediados de octubre, la niebla y la noche borran demasiado rápido la luz de la tarde, y tengo que trabajar. O eso intento; creer que no tengo miedo, que no me asusta ver a un tipo de mala calaña plantado durante horas en la acera de enfrente, esperando no se sabe qué. Y es verdad: no tengo miedo. Cuanto menos, no de él. Debo

terminar

estas

ilustraciones para el periódico. Es

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un encargo al que me comprometí antes de obtener el puesto de profesor

con

los

Darcy,

y

su

prosaica realidad me remite a un pasado gris en el que no tenía buenas perspectivas, en el que era más pobre, y en el que, desde luego, no contaba con la posibilidad de contemplar a Elizabeth Darcy a placer durante horas, varios días a la semana. Pero no me concentro en el trabajo; pienso que la próxima Navidad probablemente estaré en Yorkshire, en Alder House. Y no

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logro

convencerme

del

patético

panorama que en verdad supone para mí esa expectativa. Siempre he sido un hombre muy optimista; no, en serio, ya sé que no lo parece, pero es así. También poseo un carácter inusualmente firme, si se me llega a conocer bien; hay una gran

diferencia

entre

lo

que

aparento y lo que soy en realidad. Creo que ya lo he dicho alguna vez. Pero ¿acaso somos algo más de lo que

aparentamos,

de

lo

que

mostramos a los demás? ¿De qué

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sirve

todo

destinado

aquello

a

que

permanecer

está oculto,

dormido, en la sombra? Soy un pintor mediocre; esa es una verdad indiscutible, libre de falsas apariencias. No niego que pude

ser

cuando

mejor

llegué

en a

la

el

pasado,

Academia;

muchos lo auguraron entonces y muchos lo lamentan hoy, moviendo la cabeza despectivamente. Si las circunstancias

hubieran

sido

distintas, si no pesara sobre mí esta extraña carga; si no hubiera ido

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aquella noche al Queen’s Theatre. La noche del Queen’s Theatre. De alguna manera, se trata de un momento clave para mí, el inicio de un gran cambio; no diría que para mal, desde luego, pero aún no puedo estar seguro. Mi intención no era ver el espectáculo: iba a hablar con Belle Cudney –una chica que actúa allí-, para proponerle un trabajo de modelo. Pero nunca lo hice; en su lugar conocí a la mujer de mis sueños, a quien sí acabaría retratando

-ironías

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de

la

vida-;


luego volví a casa, bajo la lluvia, y me sentía febril y extraño; entonces hice aquel dibujo de su rostro, de memoria… Abandono mi trabajo por hoy, y no solo por la luz: llevo toda la tarde sin adelantar nada. Estoy abrochándome

los

puños

de

la

camisa cuando me doy cuenta del frío que hace. La habitación está helada, así que no pierdo el tiempo en ordenar mis útiles: voy hasta el dormitorio y me enrollo en una vieja manta. Espero no congelarme antes

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de encender el fuego en la salita de estar. Sí, la vida de un hombre soltero es tan lamentable como parece, qué se le va a hacer. A fuerza de pasar noches tras noche solo, uno descuida hasta las cosas más elementales: mis habitaciones son poco acogedoras, mi despensa suele estar vacía, y ha habido veces en que no he tenido ni carbón – aunque la señora Walters es muy amable, y suele solucionar estas cosas enseguida, si se lo pido; incluso en la época en que le debía

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varios meses de alquiler- No puedo evitar

pensar

qué

opinión

le

merecería mi horrible estudio a la señorita

Elizabeth;

qué

diría

si

alguna vez pudiera verlo, saber donde vivo, pienso, duermo. O el contraste que supondría su aspecto delicado, su suave belleza, frente a todo este desastre. Quizás debería cambiar

de

alojamiento,

buscar

algo mejor, ahora que voy a ganar más

dinero;

tal

vez

comprar

algunos muebles –como estudio, amplio

y

luminoso,

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estas


habitaciones no tienen precio- que le dieran otro aspecto, un poco más elegante. Pero no: mi estúpida idea se basa en la estúpida posibilidad de que un día Elizabeth Darcy pueda poner el pie en esta casa; algo no solo poco probable sino completamente absurdo. Supongo que la fantasía nace en mi oculto deseo –aunque no sé si calificarlo de ese modo- de que en algún momento, no importa lo lejano que esté en el tiempo, ella pueda verme como soy en realidad. ¿Le gustaría

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yo, en ese caso? Lo dudo. ¿No sería diferente si pudiera hablarle sin reservas? ¿Y si solo estoy buscando un pretexto, algo que justifique mis fracasos?

Si

mis

circunstancias

fueran otras, me digo, cuando sé que nunca van a ser otras. No seré lo que aparento, de acuerdo; pero muchas veces, demasiadas veces, me pregunto si seré algo más. La oscuridad es casi completa ahora; no sé cuanto tiempo llevo aquí acurrucado, mirando el fuego. Mi ánimo se ha vuelto tan sombrío

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como la habitación, y temo que esta noche sea demasiado larga. Me incorporo despacio, entumecido, y busco una vela: en la alacena hay un poco de vino, pero el pequeño frasco lo guardo en el dormitorio. Enciendo la vela y me resisto a desprenderme de la manta, porque me tiemblan las manos. Creo que tres gotas serán suficientes, pero lo pienso mejor, y añado el doble, en recuerdo de la última vez. Me descalzo

y

apuro

mi

vaso,

lentamente; cuando lo termino me

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desabrocho el pantalón y me voy a la cama. Y es curioso, porque desde allí puedo ver la calle, y la lluvia finísima que ha empezado a caer y que vuelve viscosas las aceras – diría que fosforecen, pero debe ser el reflejo de las farolas-. Hace dos días que el extraño individuo del ojo de

cristal

no

ronda

por

aquí;

observo atentamente el recodo de Crown Street, y veo un muchacho harapiento,

semioculto,

resguardándose de la lluvia. Dirige

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sus

ojos

atentamente

ventana. O eso creo.

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hacia

mi


ASILIN O’GEAL PARTICIPA EN UN RITUAL MÁGICO

Caía

una

invisible

lluvia

pero

muy

obstinada.

fina, Aislin

O’Geal caminaba con el chal en la cabeza

para

no

empaparse

el

sombrero; la famosa vidente, Susan Smith, la seguía casi pegada a sus talones,

de

parecida

guisa.

En

algún campanario daban las once; el vendedor de empanadas había recogido ya su mercancía con la intención

de

buscar

cobijo

en

cualquier taberna cercana; en el

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puesto de patatas hacía mucho que no quedaba nadie. Nuestra valiente pelirroja maldijo en silencio el día en que Belle le había hablado de esta bruja, el día en que empezó a creer que se podía convocar a los muertos

-¿cuándo

fue

eso,

exactamente?-, y el día en que propuso este negocio infernal al señor Darcy. Solo esperaba que el peso de su bolsa compensara todos los desvelos. Llegaron a Baskerville Books: el interior de la librería estaba muy

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poco iluminado, y su aspecto era infinitamente

más

tétrico

que

durante el día –con la luz del sol, más bien resultaba destartalado- . Aislin entró despacio y sin llamar, pero la campanilla que había sobre la

puerta

avisó

a

todos

los

presentes de su llegada. Estaba el señor Darcy, desde luego, y como no podía faltar, el enano de cabeza gorda; también vio al distinguido señor Daniels, hecho un pincel a pesar de la noche inclemente, y ni siquiera el perro había querido

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perderse la velada –un chucho muy dócil, que se adelantó a saludarla Aislin pensó que era poco probable que alguien estuviera dispuesto a abandonar la tranquilidad de su tumba para acudir ante semejante feria, y menos en una noche como aquella. -Bienvenidas – dijo el enanoPasen,

pasen…

esperándolas.-

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Estábamos


Los dos caballeros saludaron con

parquedad,

dignamente

parapetados tras las mesas llenas de libros; solo el enano se adelantó a recibirlas. – Soy el señor Hudson – dijo, saludando a Susan Smith¿Qué tal están? Un poco mojadas, por lo que veo... – – ¡Un

poco!

¿No

ve

que

parecemos dos pollos…? – protestó Aislin

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– Bueno, aquí dentro al menos no llueve- dijo el librero – Por favor,

síganme:

caballeros

están

estos ansiosos

por ver sus… extraordinarios poderes. – Estoy preparada, gracias – murmuró la señora Smith

Mientras hablaba, Hudson se había

ocupado

de

recoger

los

húmedos chales de las dos mujeres, y después los había guiado a todos hasta una habitación que hacía las

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veces de trastienda y despacho. Allí ardía el fuego en una pequeña estufa; una mesa y algunas sillas desiguales estaban dispuestas en el centro, traídas

y

delataban

haber

expresamente

para

sido la

ocasión; los enseres de uso habitual se

veían

arrinconados

en

un

extremo, componiendo una especie de pirámide junto a la escalera de caracol que comunicaba con la vivienda en el piso superior. Aislin supuso que se había hecho de ese

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modo para dejar espacio a tan concurrida reunión. -

Necesitaba que estuviéramos dispuestos alrededor de una mesa redonda ¿no es así?dijo el enano,

-

Sí, sí…todo está perfecto Susan

escrutaba

el

escenario de su actuación con

auténtica

profesionalidadpodré hacerlo-

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Creo

que


-

¿Lo cree? –preguntó Oliver Darcy- ¿Quiere decir que no está segura?-

-

¡Claro que lo estoy! – la señora Smith se irguió en toda su menguada estaturaSolo que algunas veces es más

costoso

que

otras.

Depende-

¿De qué depende, señora Smith – preguntó el señor Daniels, con su espléndida voz.

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Aislin no recordaba lo bonita que era

su

manera

desprendía

firmeza

de

hablar;

de

carácter,

inteligencia, superioridad. Y luego estaba la manera de mirar, claro: Susan Smith se quedó sin palabras. -

Pues depende, por ejemplo, de si hay un trago para que estas dos pobres

mujeres

entren en calor, después de haber

estado

caminando

bajo la lluvia – intervino

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Aislin, al rescate de su muda compañera.El

señor

Daniels

sonrió,

medianamente divertido; la pelirroja le

devolvió

una

sonrisa

que

pretendía ser coqueta, y que a él pareció agradarle mucho. Como la sugerencia

de

respaldada

por

Aislin Oliver

fuese Darcy

aunque expresada de un modo más sutil-, el enano accedió finalmente a traer una vieja botella de brandy. Los

caballeros

bebieron

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con


discreción –estarían acostumbrados a licores más selectos- pero nuestra amiga ya iba por el tercer vaso cuando Susan Smith empezó a dirigirle miradas muy significativas –qué

significaban

exactamente,

Aislin no lo sabía- La botella se retiró, casi apurada, acompañada de protestas más o menos enérgicas por parte del señor Darcy y de la bonita

pelirroja,

que

habían

encontrado un motivo más por el que confraternizar. Hudson insinuó algo sobre que la medianoche iba a

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tornarse mediodía, si no se hacían el ánimo de empezar; sus ojos oscuros

parecían

traslucir

una

extraña preocupación, que nada tenía

que

perpetrada reconoció general,

ver a

su

que le

con

la

brandy.

su

Aislin

actitud,

resultaba

incomprensible.

socaliña

un

en

tanto

¿Pensaría

de

verdad que iban a hablar con John Lawrence? Empezaba a temer que todo esto fuera demasiado en serio; que finalmente el muerto viniera, y la

maldijera

por

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haber

estado


trapicheando

con

sus

escritos.

Hudson no era ningún estúpido: si él lo creía posible, sería porque lo era. Todos se sentaron en silencio alrededor de la mesa; la señora Smith, con determinación; el joven Darcy,

visiblemente

agitado;

Hudson, sombrío cuando debiera mostrarse

escéptico;

el

señor

Daniels, elegantemente atento. No había vuelta atrás, pensó Aislin: el espectáculo iba a empezar. Y era probable que Susan Smith tuviera

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verdaderamente

un

don;

su

abultado pecho, adornado por un exótico

talismán,

se

movía

rítmicamente, arriba y abajo, arriba y abajo... -

La

respiración

es

muy

importante. – dijo- El difunto señor Smith, que me enseñó todo

lo

que

sé,

insistía

siempre en ello. Aislin se tomó muy en serio estas

palabras

y

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comenzó

a


imitarla, pero solo consiguió acabar mareada. También estaba un poco borracha, y el venenoso licor había hecho estragos en su estómago vacío. Miró a su alrededor: el enano fruncía su feo cejo. Ah, pensó Aislin, solo es una pose. No cree nada de esta absurda farsa, se dijo a sí misma. Bien, al fin y al cabo, el señor Darcy sí parecía creerlo. -

Cuando

quiera,

Smith- dijo Hudson-

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señora


-

Empezaré, sí señor. Tienen que

darse

las

manos,

formando un círculo... –dijo la vidente -

¿Es imprescindible darnos las manos? - Preguntó el señor Daniels, con seriedad.

-

Si quieren que salga bien, sí. Mi difunto marido...

-

Y

que

esté

¿también

es

tan

oscuro preciso?-

interrumpió Darcy, un tanto amedrentado.

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-

Claro ¿quieren hablar con el espíritu o no? -

-

Desde luego que queremos – repuso el joven- Empiece, si todo está a su gusto-

-

Muy bien-

La librería volvió a sumirse en un

expectante

silencio;

Aislin

seguía asustada, y mareada, y por supuesto, bebida. Si lo pensaba bien,

la

escena

resultaba

cómicamente absurda; o lo hubiera resultado, de no estar todo tan

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oscuro,

y

tener

al

frente

esa

escalera retorcida como los huesos de

un

gran

gusano

seco.

La

respiración de Susan Smith se hizo más grave y ronca. Pero seguía sin ocurrir nada. -

Un poco menos de luz, por favor- dijo la señora Smith –

Hudson cumplió la petición de la bruja

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-

Sí, Hudson, alégrese, viejo avaro.

Lo

que

se

va

a

ahorrar en velas- dijo Aislin -

Silencio, por favor... – Darcy empezaba

a

ponerse

nervioso; no era tiempo ya para chuflas, pensó nuestra amiga,

y

decidió

guardar

silencio. Y entonces empezó todo. La mano de John Daniels era fría,

terriblemente

fría.

Aislin

comenzó a sentirse como un

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pájaro atrapado en una red: una red viscosa, gélida y húmeda como la mano de un muerto. -

John

Lawrence.

Aquí

te

llamamos – la voz de la señora Smith parecía salir del fondo de un pozo- John Lawrence. Escucha nuestra llamadaLa lluvia, el viento, el agua. El río, negro, y sucio como los ojos de los suicidas. Aislin creyó ver, en la

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distancia imposible de un horizonte nocturno, la silueta de una sombra triste

sobre

Blackfriars. Blackfriars,

el El

puente

de

puente

de

esto

era

cuando

Baskerville Books. Qué tontería, pensó. -

John

Lawrence.

Por

tres

veces tu nombre ha sido pronunciado.Y allí estaba él, con su piel verde, su boca rota, sus manos

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comidas por los peces; su mirada opaca cubierta de lodo, puesta con infinita pena, o infinita calma, o perplejidad, Lawrence

o

miedo:

contemplaba

el

John rostro

pålido de Aislin O’Geal, y ella podía mirarle a los ojos y contemplar el suyo.

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DE JEFFREY HUDSON A CHARLES BASKERVILLE

Nuestras suposiciones se han demostrado

completamente

erróneas: esa mujer, Susan Smith, no era ninguna farsante– su marido fue un swedenborgiano cuyas ideas le fascinarían, señor Baskerville-. Todavía estoy sorprendido por lo que vi, aquí mismo, la otra noche. Pero iré al grano: siguiendo sus recomendaciones, habilidades

aproveché

para

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obtener

sus una


información

única,

esto

es,

el

paradero del Libro de la Rosa. Según

las

palabras

del

propio

Lawrence –o de lo que sea que acudiera a la llamada de la señora Smith-, el Libro de la Rosa obraría en poder de una muchacha llamada Sarah James, a quien se menciona brevemente en los diarios. He hecho algunas

averiguaciones

en

esa

dirección, y tras muchas vueltas y pesquisas, he dado con una mujer que podría ser la que buscamos. Verdad o no, agotar esta posibilidad

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no

me

parece

peligroso

ni

descabellado, al fin y al cabo. Es maestra

en

una

escuela

para

señoritas de Chelsea; una escuela modesta para hijas de comerciantes, pero cuyo umbral sospecho nos será difícil de franquear. No obstante, debo añadir que el señor Daniels -el médico amigo del joven Darcy- ha sugerido un plan con el que no puedo estar de acuerdo en absoluto, pero que me veo en la obligación de transmitirle, dado el entusiasmo que muestra por él nuestro cliente. Este

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caballero insinúa que deberíamos utilizar

a

irlandesa

nuestra

aventurera

de modo que, con sus

dotes de actriz, se haga pasar por una sobrina del propio Lawrence e intente sonsacar a la señorita James toda la información posible sobre el Libro de la Rosa. – si no acabamos trasquilados, como se suele decirNo puedo asegurarle que abogue por semejante chaladura, pero juzgue usted

mismo;

yo

órdenes.

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estoy

a

sus


DE CHARLES BASKERVILLE A JEFFREY HUDSON

Me

sorprende usted, Hudson;

considero la idea del señor Daniels muy ingeniosa y conveniente, y más cuando el joven Darcy –que es quien, en definitva, correrá con todos los gastos- la secunda. Le considero un hombre lo bastante astuto como para mantener bajo control a esa espabilada, y lo que es más, con la habilidad suficiente para sacar el máximo provecho de sus cualidades.

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Mi

confianza

en

usted

es

tan

grande, que no puedo más que apenarme cuando veo que expresa de ese modo el carácter de nuestras relaciones. Mi buen amigo –pues así le considero- dejo a su buen juicio y excelente

capacidad

de

discernimiento el considerar cual es el mejor camino a seguir para lograr nuestro propósito. Pero sepa que la opción

planteada

por

el

señor

Daniels recibe mi aprobación, y aún mi

alabanza

por

su

ingenio

e

inteligencia. Como siempre, deposito

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en usted toda la confianza, y dejo en sus manos la decisión última sobre este particular. © Mª Carmen Pardo

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