Nota de la autora
Para los mexicanos, emigrar no inicia al salir del país. La realidad expulsa a muchos del terruño a la ciudad, con base en esquemas insostenibles, como ocurre en Estados Unidos con la avanzada hacia los suburbios, cada vez más costosos, social y psicológicamente. En los años setenta, el reacomodo de la clase media, sin oportunidades ni futuro, no se dio en desbandada, sino en lo individual, desmarcándose poco a poco. Se iban estudiantes, médicos, pequeños empresarios. Ese éxodo me tocó a mí. Veníamos por poco tiempo -únicamente un año-, pero se complicó volver. La política, la economía y, al final, la violencia, fueron tumbando puentes. Intenté volver tres veces, la última aquejada de milenarismo, pero San Diego y la frontera se integraron a mi ethos, de modo que me quedé personificando el nepantlismo entre el adentro y el afuera-. En París, a finales de los setenta, tuve compañeros griegos y palestinos, cuyo exilio político todavía dura, asignándoles la categoría de apátridas. Entre ellos anhelé que los mexicanos aclarásemos mejor nuestra diáspora; pero no, como las familias mal avenidas que se resisten a verse tal cual son, tampoco el éxodo nos ha dejado entender el papel que nos toca desempeñar fuera del país y así seguimos. San Diego, California, verano de 2017.
Este cuento apareció por primera vez en la antología Testigos de ausencias. Cuentos y relatos de escritores de la diáspora mexicana, antologado por José Mario Martín Flores y José Salvador Ruiz en una edición de la serie New Borders Nuevas Fronteras, patrocinada por Universidad de Colorado, Colorado Springs; Imperial Valley College; Universidad Autónoma de Baja California y Editorial Artificios. (2018) Es también parte de la colección Mudanzas, empacar lo que no esté roto. (2018.)