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AÑO 14 ENERO - FEBRERO 2016

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe EDITOR ADJUNTO Eliezer Budasoff budasoff@etiquetanegra.com.pe SUBEDITOR Joseph Zárate jz@etiquetanegra.com.pe EDITORES ASOCIADOS San Francisco / Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Lima / Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe Barcelona / Leonardo Faccio lf@etiquetanegra.com.pe Washington D.C. / Diego Fonseca df@etiquetanegra.com.pe COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Juan Villoro EDITOR DE PORTAFOLIO Frank Kalero kalero@etiquetanegra.com.pe ILUSTRACIÓN DE PORTADA Liniers EDITORA ASISTENTE Lucía Chuquillanqui lchuquillanqui@etiquetanegra.com.pe DIAGRAMADORA Marela Carrasco ASISTENTE DE EDICIÓN Óscar Alcarraz

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ASISTENTE Verónica González Cuba

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe GERENTE DE VENTAS Henry Jara hjara@etiquetanegra.com.pe MÁRKETING Huberth Jara Trujillo marketing@etiquetanegra.com.pe ARTE FINAL Héctor Huamán PRENSA Y RR.PP. Laura Cáceres SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe DISTRIBUCIÓN Y PUNTOS DE VENTA Perú / Distribuidora Bolivariana Santiago de Chile / Metales Pesados Nueva York / McNally Jackson Books PREPRENSA E IMPRESIÓN Iso Print (+511) 441-3693 / 440-1404 / 998-441268 Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 ETIQUETA NEGRA www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Pool Editores S.A.C. Av. Los Conquistadores 396 Of. 305. San Isidro. Lima 27, Perú. Telefax (+511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502

TRADUCTORA Sabrina Duque CORRESPONSALES Madrid / Gabriela Wiener Los Ángeles / Marco Rivera México D.F. / Wilbert Torre

Hecho en el Perú Etiqueta Negra no se responsabiliza por el contenido de los textos que son de entera responsabilidad de sus autores.


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ÍNDICE

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ODIAR Juan Villoro 14 UN ARQUERO SUICIDA Jon Lee Anderson 24 UN PELEADOR CALLEJERO Carlos Monsiváis 28 UNA PANDILLA ASESINA

AMAR

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Gabriela Wiener 34 UN AUTO SEXY Toño Angulo Daneri 44 UN CONSTRUCTOR DIVINO Ángel Páez 56 UN TRAFICANTE SENTIMENTAL

DAMAS Y CABALLEROS Alberto Barrera Tyszka 62 UN AMOR DE NOVELA Sergio Vilela y Diego Salazar 68 UNA PAREJA EN LA COCINA Enrico Fantoni 84 UN HOMBRE ENCANTADOR Julio Villanueva Chang 6 CARTA Adam Phillips 96 ÚLTIMAS NOTICIAS


DOSSIER

ODIAR

A UNO MISMO Juan Villoro

A ALGUNOS Jon Lee Anderson

A TODOS Carlos Monsivรกis



ETIQUETA NEGRA N° 34 / 2006

L O S PA N D I L L E RO S M Á S SA LVAJ E S DEL MUNDO Dicen que «mara» viene de marabunda, esa plaga de hormigas salvajes que devoran todo a su paso, y que «salvatrucha» viene de salvadoreño listo, pillo, alerta. La Mara Salvatrucha es la banda juvenil más poderosa de La Tierra. Nació en la calle 13 de Los Ángeles y se ha expandido, regando cadáveres a su paso, por Centroamérica, Canadá, Australia y hasta el Líbano. Algunos pandilleros dicen que la mara es lo único que han tenido. ¿Es justo llamar familia a una familia de criminales?

Un ensayo de Carlos Monsiváis Fotografía de Tomás Munita


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o que se sabe con rigor de la Mara Salvatrucha no es la distribución de sus clicas (células, de clique o de click, quién podrá averiguar el origen de las palabras que surgen ante las realidades innombradas), ni el que a sí mismos se llamen cipotes (chavos, jóvenes), ni su geografía del arrasamiento, ni su convivencia con los cárteles de la droga (del Golfo, de Ciudad Juárez, de San Marcos en Guatemala, con todo y las narcorrutas que ya reclaman un cartógrafo como Américo Vespucio), ni sus ritos de iniciación, ni sus ejercicios de exterminio, ni las oleadas de pavor de los migrantes al verlos, ni su dominio feudal de los furgones del ferrocarril en la zona maya, ni las historias de terror y mutilación a su paso: de todo esto se conocen las crónicas y los reportajes donde el escándalo cubre realidades bastante más despiadadas, o por notas televisivas infrecuentes. De los maras lo que en verdad más se sabe o conoce —la esencia de su registro en la sociedad— es su aspecto. Como los ven, los adivinan; como los adivinan, les tienen miedo. ¿Cómo se identifica un mara salvatrucha? Por la mirada fiera, una mirada que —es de suponerse— se entrena todo el tiempo en la tarea de sembrar pavura (su posesión más apreciada es la inmovilidad que provocan), y por el lenguaje corporal que anuncia bravata y destrucción, y por los tatuajes, el cuerpo sembrado de visiones y números, representaciones de la piedad (vírgenes) o del mal (serpientes sobre todo, figuras humanoides con cuernos), o de corazones atravesados con flechas (el más común), o de iniciales, o de jeringas hipodérmicas o de los haberes necrológicos (algunos tatuajes son a modo de muescas en el revólver, señales de los homicidios a cuenta del portador), o del número 13 (la M del alfabeto junto a la S de banda feudal), o de garras afiladas. ¿Quién cataloga? En materia de tatuajes el infinito es un cálculo prudente. Y además de la mirada, del lenguaje corporal y los tatuajes, el mara ostenta el resultado de las demasiadas cervezas y los interminables rones y tequilas, las demasiadas noches en blanco, las demasiadas inmersiones en el crack o el cemento o el pegamento, la demasiada música vivida como la sublevación de la especie, las demasiadas cicatrices (matan y se matan entre ellos, los signos de las heridas son las medallas de la supervivencia), la demasiada seguridad en las armas, esa prolongación vitalísima de las manos, ese certificado de impunidad relativa.

¿Cuándo surgen los Maras? ¿Por qué se llaman así? Las versiones se contraponen y convocan el Concilio de las Leyendas del Origen: Maras viene de Marabunta, el título en español de the naked Jungle (1954, de Byron Haskin), el relato de una invasión de hormigas rojas en el Amazonas, el «encono de hormigas voraces» (Ramón López Velarde) que desata el espanto ante el zumbido monstruoso de su peregrinación. Según otros, mara es el equivalente centroamericano de pandilla, y —aquí las versiones concuerdan— salvatrucha viene de salvadoreño alerta (trucha: espabilado) al que nunca sorprende el enemigo. Los maras emergen en el ámbito de los gangs hispanos en East Los Ángeles, entre las calles 13 y 18 —hágasele caso a los datos del proyecto mitológico— donde confluyen salvadoreños, hondureños y algunos guatemaltecos. Los primeros son salvadoreños y —al parecer— el creador es el Flaco Stoner en 1969. (¿De qué habrá muerto?, porque un mara longevo no se concibe). Los repatrían o por nostalgia vuelven a sus sitios natales, pero llevan la decisión de volver adonde sea de modo interminable: un mara es un nómada tatuado en donde puede (cara, pecho, espalda, tobillos incluso), es un aventurero que deposita en el ir y venir el sentido de su biografía, es un grafitero orgánico (si no marca, se desorienta), es un prófugo de la legión de comunicológicos, sociológicos y politólogos que desean constituirse en taxidermistas de la violencia juvenil, es...

¿Qué se dice de un mara que no sean referencias externas? Su índole temeraria y temible sólo permite las aproximaciones externas de los criminólogos y los trabajadores sociales de las cárceles, de los reporteros y telerreporteros, de los administradores de la justicia, de los articulistas y algunos ensayistas y narradores. Se les considera


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«problema de seguridad nacional». Se les mata sin piedad y retribuyen de la misma —implacable— manera. Se señalan sus características irremediables: -Amor a la patria o a veces, a la madre, lo que explica la frase tatuada en el cuello: «Perdóname madre mía por loca». -Ausencia de oportunidades laborales. -Carencia notoria de educación formal y abundancia de un solo un tipo de «educación informal» (la violencia). -Cercanía orgánica con el crimen organizado, que los emplea en barrios y colonias populares, al que reemplazan en acciones gansteriles y homicidios por encargo, al que le dan su ayudadita en el reparto de la droga, al que sirven como «tropas de asalto». -Experiencia cercanísima de la violencia exterminadora (escuadrones de la muerte, policías, grupos especiales contra la subversión, grupos guerrilleros, ejércitos) que ha destruido comunidades enteras, asesinado con furia y «porque sí (¿hay una razón más válida en el horizonte del seguir vivo?), y obtenido siempre la impunidad. Facilidades para conseguir las armas que el narcotráfico introduce masivamente en sus países, y con ello las sensaciones contiguas: matar no es tanto eliminar un ser humano sino demostrar las habilidades de un arma, la que sea, de un Aka-47 a un puñal o un machete. -Pertenencia (o lo que de ello haga las veces) a familias pobrísimas, que no puedan atenderlos y educarlos, con violencia intrafamiliar extrema contra las mujeres (es común el incesto), relaciones muy conflictivas con el padre o la madre. En l a P rensa g ráfica de El Salvador, en 2004, Gonzalo Egremy entrevista un mara que no dispuso de niñez: «La Mara es mi vida, carnal, en ella me siento chido (muy bien). Es lo único que he tenido y que tendré en este apestoso mundo... Mi madre era una gran puta. Me llamaba José, pero creo que nunca supo quién de tantos hombres con los que tenía relación fue mi padre. Varias veces oí, cuando tomaba, que había abortado cinco veces y tenía tres hijos más en Sonsonate. Por eso me metí a la Mara, carnal; aguanté más de dieciocho segundos de golpes (la iniciación habitual) cuando me acuchillé a un vato (sujeto) enemigo. Con mis hommnies (amigos o hermanos maras) maté a los que me violaron. He recorrido todo México en tren con los que van (ilegales) en busca de oro (Estados Unidos) y los que se resistieron a darnos (dinero) para el bajón o para drogas ya no lo cuentan».

Algunos sociólogos y politólogos los defienden: «No son como dicen. Del número de episodios criminales sólo una parte mínima es de maras». Muchos funcionarios los condenan: «Sus códigos son muy violentos, inclusive en su código está la continuidad de los asesinatos, tienen reglas de muerte». Una de ellas: Árbol que no da fruto será cortado, y esta frase semibíblica indica la sentencia de extinción del líder que falla en la coordinación de su grupo. ¿Por qué va a seguir vivo el que precipitó o puede precipitar la muerte de los suyos? Según los reportes policíacos, los maras cambian con frecuencia de jefes, con esto castigan las traiciones o, es de creerse, la indistinción entre traiciones y reiteración de ineptitudes. Así lo aseguran: «La banda rifa, para, controla y viola». En México, de donde proviene la información a mi alcance, la Mara Salvatrucha se deja ver, y con saña, en los estados de Baja California (especialmente Tijuana), Tamaulipas, San Luis Potosí, Estado de México, Distrito Federal, Guerrero, Oaxaca, Veracruz y Chiapas. Lo que viven y transmiten en sus cercanías, al atravesar el tamiz de los Medios, se deja ver como pintoresquismo: «Jomi (miembro) que se cruce con una X... la muerte» (que se borre el tatuaje) / «Jomi que renque la Mara» (si abandonas o traicionas te mueres) /«No hables con la jura» (no le declares a la policía). Reglas de muerte, reglas de chequeo. Los maras matan, atacan tumultuariamente a las mujeres (o no distinguen en materia de género), asesinan o mutilan a los migrantes en el paso de Guatemala a México, viven en comunas móviles, duermen donde quieren y sobre lo que pueden (cartones, costales, hierba), usan la ropa antes típica de los cholos de Los Ángeles (pantalones y camisas de un tamaño tal que obligan al crecimiento de la industria textil), tratan mal a sus mujeres (jainas, de boney) o las tratan bien de un modo incomprensible para los extraños. A los maras se les sataniza y ellos a sí mismos se demonizan, son una amenaza real y son la enorme banda que cruza Centroamérica y México en busca del Santo Grial que es el viaje que sigue, que es el recuerdo de las tragedias en su contra (el episodio del penal de San Pedro Sula, Honduras, donde se quemó vivo a un grupo de maras) y de las tragedias que ellos causan (el asalto a un autobús también en San Pedro Sula, con su cuota de muertos). Que la Vida Loca se apiade de ellos y de sus víctimas


«La mejor revista de Nuevo Periodismo es latinoamericana. Además de amalgamar con insólito rigor las potencias de la narración literaria con la gula de la información y las urgencias del mundo, la poética periodística de Etiqueta Negra consuma un extraño milagro: volver radiactivo todo lo que toca. Etiqueta Negra tiene artículos que yo jamás pensé que iba a leer. Sólo después del New Yorker, creo que no hay otra revista que me haya producido esa especie de adicción instantánea, y en ese sentido es la revista que siempre yo quise hacer. Etiqueta Negra es una revista completa en el sentido de que produce cierto tipo de ilusión, y después es difícil darse una idea de cómo realmente la revista se hace. Es una revista que se reinventa, que parece acaudalada, que parece no faltarle nada. Lo que me sorprende es que Etiqueta Negra sea la revista que tanto Martín Caparrós como yo siempre quisimos hacer –y que por alguna razón nunca hicimos y ahora nos contentamos sólo con leer–, que sea una revista como reservada justamente por las condiciones más exigentes que impone una ciudad como Lima. Muchas veces las cosas más precarias son las condiciones para que las cosas se hagan más puras, más cerca de la idea original que les permitió nacer. ¿Qué es lo peor de Etiqueta Negra? Que todavía es demasiado secreta».

–Alan Pauls–


DOSSIER

AMAR

A LOS AUTOS Gabriela Wiener

A DIOS Toño Angulo Daneri

A LAS ARMAS Ángel Páez


ETIQUETA NEGRA N° 28 / 2005

D I O S E S M I A RQU I T E C TO [ Y TA M B I É N M I C AT E D R A L ] Justo Gallego tiene noventa años y lleva la mitad de su vida intentando construir solo una catedral en un pueblo de las afueras de Madrid. Predica que su iglesia es una ofrenda divina. ¿Es más raro que Dios ame a los hombres o que un hombre ame a Dios?

Una crónica de Toño Angulo Daneri Fotografías de Jorge Armestar



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V

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ista desde lejos, la catedral de Justo Gallego parece un pastel de cumpleaños para Dios. Es una iglesia enorme, majestuosa, descomunal, y Justo Gallego es un nonagenario que la viene construyendo a solas desde 1961 en Mejorada del Campo, el municipio madrileño donde se estrelló el avión en el que murieron Ángel Rama, Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia en 1983. El día en que estuve allí eran las siete de la mañana de un miércoles de otoño. La noche anterior había llovido a cántaros y la catedral aún no tenía las ventanas completas. En algunas partes había unos agujeros donde Gallego sueña con que algún día habrá unos ventanales con vidrios de colores, pero ese día todavía le faltaban los vidrios. Unas fuertes corrientes de aire se colaban en el templo. Había charcos por todos lados, hacía frío y él estaba de mal humor. Agobiado de trabajo, preocupado por no poder acabar su catedral a tiempo, pero sobre todo de muy mal humor. Su gran problema es que desde que un día empezó a cavar las zanjas para las columnas de su templo, casi todo el trabajo ha tenido que hacerlo solo. A veces ha recibido la ayuda de uno que otro voluntario, pero sin ingenieros ni albañiles. Sin grúas ni mezcladoras de cemento. Con poco dinero. El segundo problema es que es un hijo de campesinos que no tiene estudios en arquitectura ni en nada parecido. Es un labriego —como le gusta que lo llamen— que lleva más de cinco décadas construyendo una iglesia por el puro amor a Dios, a la Virgen del Pilar y a su madre, su santísima trinidad. El tercer problema es que ha construido su catedral sin planos y ningún arquitecto se atreve a firmarla como suya, así que es una edificación sin documentos legales. Por último, está este cuarto problema: Justo Gallego está por cumplir noventa años y todos sus vecinos están convencidos de que no le alcanzará la vida para terminarla. Cuando lo saludé, Gallego recogía unos cubos y los colocaba debajo de cada gotera, en lo que algún día será el altar mayor. Luego salió al patio y se dirigió hacia el baptisterio, uno de los edificios que entonces le servía de depósito de leña, fierros y pedazos de mármol. Una vez allí, eligió unos troncos secos y cubrió los demás con una manta de plástico. Después regresó a la iglesia, acomodó los leños sobre una carretilla de albañil y enciendió una fogata. Todo esto lo hizo en silencio y a una velocidad de vértigo que ponía a prueba sus huesos de bisabuelo frágil y quebradizo. Mientras los leños empezaban a arder, buscó un escobillón y barrió el agua hacia la calle. Cada año le ocurre

lo mismo cuando se inicia la temporada de lluvias: su trabajo de constructor solitario se vuelve más lento y complicado. Las lenguas de fuego de la fogata eran hermosas. Gallego se sentó enfrente, sobre un cubo puesto boca abajo, sosteniendo sobre las brasas un tazón de metal enlozado. Era agua con azúcar, su desayuno, junto con un trozo de pan que mordía de vez en cuando y masticaba con lentitud. Se le veía más viejo y delgado que como lo había visto en los periódicos y en la televisión. La cara flaca y afilada, la frente y los pómulos huesudos, las mejillas hundidas. Las ropas le bailaban a pesar de que ese día se había puesto cinco prendas, una sobre otra: una camiseta de algodón, una camisa de manga larga, un delantal azul, otra camisa y una chaqueta polar de botones rota por los codos. También llevaba una bufanda roja y una gorra marinera del mismo color, lo que le daba un aspecto de pescador en tierra y lo asemejaba a Jacques Cousteau, aquel viajero francés de los documentales submarinos. Aun así, si uno se hubiese cruzado con Justo Gallego por la calle, habría pensado que era un anciano sin casa y no un hombre que ha dedicado la mitad de su vida a construir una catedral sobre un terreno de su propiedad de más de mil metros cuadrados. Se le veía pobre. Solo. Y cansado, aunque no lo estuviese. —¿Desanimarme yo? —me preguntó en voz alta, interrumpiendo su desayuno. Eran sus primeras palabras esa mañana. Después se levantó, caminó hacia un rincón donde estaban los interruptores eléctricos, conectó un enchufe, y mientras empezaban a oírse las voces del noticiero de una radio colgada de un andamio, siguió hablando, en voz aun más alta: —Un cristiano no se puede desanimar. Un cristiano que se desanima es porque se arrepiente de su fe, ¡y entonces no es hijo de la luz, sino hijo de las tinieblas! Gallego volvió a sentarse sobre el cubo. Además de la radio, había encendido un calentador eléctrico, uno de esos con filamentos al rojo vivo. En la radio repetían con


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insistencia las palabras del Papa. Era una emisora católica. Gallego echó la espalda hacia atrás, cerró los ojos y se cubrió la boca con una mano, como si quisiera concentrarse en las noticias. O como si ya no quisiera hablar. Detrás de él, en un gigantesco andamio que llegaba hasta la cúpula mayor de la iglesia, había un cartel escrito por él con ortografía de escolar: «Les agradeceria no puedo ablar. La afonia». Era una advertencia para las decenas de personas que llegan cada día a conocerlo y fotografiar su catedral. Desde que hace años una bebida para deportistas de la Coca Cola lo eligió como icono publicitario, un fin de semana pueden visitarlo unos quinientos peregrinos. Llegan de Madrid, de otras ciudades de España, de Japón, Alemania y Canadá. La mayoría no recuerda que el municipio donde se construye la catedral se llama Mejorada del Campo. Lo llaman «el pueblo de Justo Gallego». —La única medida del amor a Dios es amarlo sin medida —volvió a decir de pronto, sin abrir los ojos. Sus palabras eran calmadas pero vigorosas, hechizadoras y hechizadas. Justo Gallego no conversaba conmigo. Pontificaba: —Ya lo dice la cristiandad: si tú edificas sobre la roca, así vengan los vientos y las tempestades, no podrán destruirte. Pero aquél que no tiene la roca de Cristo en su corazón, ése se desanima, se desmorona, cae en las tinieblas. No pararé de edificar mi obra hasta el fin del mundo, entre otras cosas porque fue el ejemplo que me dejó mi madre. El noticiero radial dio la hora, ocho y media, y Gallego se incorporó con violencia de su asiento: —¡El Toni! —gritó—. ¿Dónde está el Toni? ¿Dónde se ha metido este niño? El Toni era Antonio Rey, un muchacho, ferretero de oficio, al que Gallego pagaba quinientos euros al mes para que cada mañana se ocupara de las labores más pesadas: llevar las estructuras de fierro y las bolsas de cemento hacia la plataforma más alta del andamio. Cuando por fin apareció el Toni por allí, despeinado, somnoliento, con aire de haber pasado una buena mala noche veinteañera, Gallego lo recibió con otro grito que sonó a bíblica reprimenda: —¡No traigas el diablo a esta casa! Estaba enfadado, sí, pero no eran la lluvia ni el retraso de su ayudante el motivo de su mal humor. La verdadera razón estaba a punto de entrar por la puerta de la catedral: una productora de TV que había quedado en visitarlo ese

día para persuadirlo de grabar un documental. Ya un día antes Gallego había negado una entrevista a uno de los principales diarios españoles. —¿Cuánto me vais a pagar? —les preguntó a los reporteros cuando ya empezaban a tomarle fotos. Los periodistas hicieron las consultas del caso y al parecer le respondieron que nada, o una cantidad insuficiente para él. —Váyanse —les dijo—. Tengo demasiado trabajo y no tengo tiempo para perderlo en entrevistas. Más tarde, conversando con un dependiente de una lavandería que a menudo se cae por el templo para echarle una mano, Gallego explicó por qué se ha vuelto tan hosco con la prensa. Dijo que cada reportaje le hacía perder muchas horas, a veces días enteros de trabajo, y a cambio no recibía nada. Mejor dicho: nada que lo ayudase realmente a terminar su iglesia. De modo que en ese momento, mientras la productora de TV aparcaba su camioneta, Gallego corrió a esconderse en el baptisterio, la cripta subterránea o hacia quién sabe dónde. Al cabo de un rato la mujer y él regresaron juntos, conversando a los gritos. La productora le decía que era una buena noticia que un canal de TV quisiera donarle trescientos euros a cambio de un documental. Que no lo hiciera por él, sino por su catedral. Él: que la catedral necesita más dinero. Y ella: que le daría quinientos, una parte incluso de su bolsillo. Entonces Gallego se detuvo en medio del templo y con toda la furia que puede expulsar un hombre de noventa años, le soltó: —¿Que no me ha entendido? ¡Váyase! ¡No me interesa su dinero! —Pero entienda… —¡Lárguese! ¡Fuera de aquí! ¡Váyase de una vez y no vuelva más! El dinero no es un tema secundario en la historia de la catedral de Justo Gallego. Dice el primer mandamiento católico: «Amarás a Dios sobre todas las cosas». Pero amar a Dios a veces puede resultar demasiado caro. En el ayuntamiento de Mejorada del Campo hay un mapa que muestra cómo era el pueblo antes de que Gallego empezara a construir su iglesia: sus padres eran dueños de varias hectáreas de campos agrícolas, dentro de las cuales el terreno que ahora ocupa la catedral era apenas un punto minúsculo. Esto confirmaría lo que él mismo me dijo: que vendió su parte de la herencia para poder construirla.



DOSSIER

DAMAS & CABALLEROS

DE TELENOVELA Alberto Barrera Tyszka

DE COCINA Diego Salazar y Sergio Vilela

DE PELÍCULA Enrico Fantoni



ETIQUETA NEGRA N° 107 / 2012

U N C H E F S E CA SA C O N S U J E FA D E C O C I N A QU E H A A P R E N D I D O A M A N DA R PA R A QU E É L P U E DA B AJ A R L A VO Z

Virgilio Martínez y Pía León dirigen en pareja el mejor restaurante de Lima. Su éxito contradice a todos esos prejuicios profesionales que condenan las relaciones entre jefes y empleados. ¿Quién ordena la cena romántica en una pareja de cocineros?

Virgilio Martínez, según Sergio Vilela Pía León, según Diego Salazar Fotografías de Daniel Silva


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Virgilio Martínez sólo tiene tiempo para almorzar de pie. Duerme cuatro horas porque piensa en su cocina de madrugada. Dirige restaurantes en Lima, Cusco y Londres. Viaja por los Andes en busca de ingredientes que lo emocionen. Controla desde su teléfono celular los platos que sus cocineros fotografían y le mandan cuando no está en el restaurante, pero nunca se despeina. A primera vista parece más bien que su estado natural es el de un hombre que se acaba de despertar un domingo a mediodía. Mantiene una sonrisa intermitente, como si tuviera la certeza de que nada le puede ir mal en la vida, y la cadencia de su voz lo hace parecer demasiado normal para ser un chef sorprendente. Es sospechosamente flaco para dedicarse a la cocina, pensaría cualquiera desde el estereotipo del cocinero glotón. Pero él se cuida. Hace yoga, toma mucha agua, come lechuga. Cultiva su imagen zen. Desayuna una barra de chocolate, nueces, pasas. También se cuida de la noche. Si lo invitan a un matrimonio no va. No quiere que sus comensales lo vean fuera del cuartel a una hora en que se supone que él debería estar de guardia. No le parece serio. Siempre está trabajando mientras la gente se divierte. Por eso, el día de su matrimonio, como se casará con su sous chef, tiene planeado cerrar el restaurante. Para que sus cocineros puedan divertirse juntos por primera vez y toda la noche. Es la única manera que encuentra de ir en paz a su propia boda. Aunque cuando se lo preguntan a Pía León, su futura esposa, ni ella está segura de que él vaya a estar tranquilo cerrando todo un día. La cocina de Central, su restaurante de Lima, es transparente. Desde el comedor, el chef parece flotar por encima del caos. Virgilio Martínez es tan perfeccionista que logra crear la ilusión de que es posible controlar cada detalle de su cocina con tranquilidad. Se le ve dirigir a su ensayada orquesta a través del muro de cristal que separa los dos mundos: el del paladar y el de la alquimia. Su madre fue la arquitecta que diseñó el restaurante. Él quería que ella, que lo conocía suficiente, tradujera sus deseos en el espacio que construirían con los ahorros de toda su vida. Por eso, aquel muro de cristal no solo sería la división entre el escenario y la platea, sino que también permitiría al chef contemplar cada movimiento de sus comensales. En las mesas seis y nueve, como las tienen ordenadas en una grilla, el chef

siempre ubica a esos invitados estelares a los que quiere mirar. Así, las reacciones ante cada plato que les llega a la mesa pueden ser evaluadas por el chef desde su calculada ubicación. La cocina es un escenario, pero la de Virgilio Martínez también es una torre de control. Falta una hora para que empiece la función en Central. Y falta media vuelta del Sol a la Tierra para que Lima, su segundo restaurante, abra las puertas en Londres mañana. Hoy es la noche que el chef ha estado esperando. Tiene seis horas para impresionar a algunos de los paladares más afinados del mundo, en dos continentes diferentes. Su propuesta culinaria es un viaje desde el Pacífico hasta los Andes, desde los frutos de la Amazonía hasta las hierbas que él mismo ha plantando en un huerto al aire libre que crece sobre la cocina de su restaurante. Su cocina es un laboratorio, pero también una central de abastos que acopia la cosecha de docenas de pequeños agricultores de todo el Perú. Llamarle laboratorio a una cocina es cada día menos esnobismo y más precisión semántica: «los sabores son algo así como acordes químicos, sensaciones compuestas construidas con notas aportadas por diferentes moléculas», dice Harold McGee en su biblia gastronómica La cocina y Los aLimentos. Por eso, cocinar es escribir partituras con moléculas. Virgilio Martínez ha compuesto más de quinientas piezas, pero dice que conserva menos de cien de esas recetas. El chef lleva unos jeans de tubo y una impecable filipina de chef blanca. Se mueve de un lado al otro entre las mesas del salón del restaurante, mientras habla por su iPhone con otro chef que viene en camino con uno de los grupos de invitados. A esta hora de la noche —las nueve— empieza a subir la tensión. Virgilio Martínez dibuja en una hoja de papel miniaturas de cada una de las mesas de Central. Lo hace a toda velocidad y va colocando números en cada una de ellas. Traza ese plano rutinario pero invisible para los comensales que solo verán un plato de comida. El maître le dicta algunos nombres que el chef anota. Luego le indica a su jefe de cocina cómo deberá presentar cada uno de los nueve pasos de la degustación que servirán en breve: es un menú de ochenta y nueve dólares por persona, más setenta y cinco de la degustación de vinos. Pía León es una rubia de enormes ojos azules y su principal cómplice. Podría parecer que la encontró sin salir de la cocina, pero su historia de amor con final feliz no tiene que ver sólo con la obsesión por el trabajo y la imposibilidad de cenas románticas. Es el fruto de una catástrofe. A los meses


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de abrir Central —en 2009—, y tras haber invertido más de un millón de dólares del patrimonio familiar, Virgilio Martinez vio cómo la municipalidad clausuraba su sueño con un cartel en la puerta. Los vecinos de Central argumentaban que esa calle del distrito de Miraflores era residencial. Su padre, el mismo a quien años antes no le había gustado nada la idea de que el menor de sus hijos se convirtiera en cocinero, había hipotecado su casa para prestarle el dinero y abrir ese primer restaurante. El chef se vio obligado a ponerle pausa a todos sus cocineros, incluida Pía León. Pasaría cerca de un año para que Central volviese a la vida después de que una medida cautelar suspendiera la clausura hasta que finalizara el juicio. En esos meses, mientras el estudio de abogados del padre trabajaba para lograr la reapertura, tuvieron por fin tiempo para salir, literalmente, y en un horario normal. Algo les debe a sus vecinos.

En la cocina de Central, la única voz que se eleva por encima del chisporroteo de ollas y sartenes y el runrún de la mini-planta de purificación de agua que hay en la azotea, es la de Pía León. El resto de voces, incluida la del chef, suele quedar unos decibelios por debajo. Excepto cuando la reprimenda va dirigida a ella. El pacto entre chef y sous chef es así: yo te grito, tú les gritas. Un acuerdo habitual en cualquier cocina, pero que se hace más difícil cuando el chef es tu novio y, en seis meses, se convertirá en tu esposo. Es una noche agitada de un lunes de noviembre, con dos mesas numerosas de periodistas extranjeros, españoles e italianos, y todos los salones del restaurante a máxima capacidad. Virgilio Martínez entra y sale de la cocina, perseguido por un par de fotógrafos que registran sus pasos. Él mismo da indicaciones de cómo montar un plato marca de la casa —pulpo al carbón morado sobre lentejas— y sale a explicarlo al salón junto a los camareros con la mejor de las sonrisas. Dentro, mientras tanto, el gesto adusto de la jefa de cocina, que comanda un batallón de doce cocineros y, ahora mismo, no sabe qué ordenarles. —No entiendo —se dice a sí misma Pía León, mientras agita una hoja de papel donde, entre otras anotaciones, se lee en grande:

En ese momento aparece el chef, que ha conseguido esquivar a los fotógrafos, ya entretenidos en sus platos de comida, y pregunta: —¿Qué pasa? —No entiendo —responde la jefa de cocina, extendiéndole la hoja de papel. —Hay un vegetariano y dos personas que no comen culantro ni beben alcohol—, dice él, elevando la voz por primera vez en la noche. —¿Las mismas? —Las mismas —responde fastidiado, alzando la voz un tono más. Pía baja la vista, se gira para dictar órdenes, pero se detiene un segundo, vuelve la cabeza y alza los ojos para encontrarse con los del chef y le dice, en voz baja: «No me grites». Virgilio asiente, masculla un «ok» y vuelve a salir de la cocina. Pía León tiene veintiséis años recién cumplidos, el cabello rubio recogido en un moño alto, una sonrisa infantil con dos dientes de conejo, unos eternos aretes de perla y la voz juvenil y despreocupada de quien prefiere consensuar antes que imponerse a gritos, de quien ejerce su autoridad con un dejo cariñoso, casi maternal. En una escena típica, la jefa de cocina ve a un cocinero cometiendo un error; por ejemplo, desgrasando un caldo al fuego con un cuenco de plástico. Se le acerca y le dice, con el sonsonete de una madre o una maestra de primaria: «Mi rey, eso se hace con un cucharón. Para eso está el cucharón. Por gusto les compro cosas». En otra escena habitual, la jefa de cocina se pasea entre estaciones con un premio, una cuchara y un bote de crema de avellanas y cacao tipo Nutella: «A ver, le voy a dar un poco a quien se lo merezca». Entre el palo y la zanahoria, de poder elegir, Pía León optaría siempre por la zanahoria. Pero ese es un lujo que una jefa de cocina no puede permitirse. Para que Virgilio Martínez mantenga el peinado intacto, ella ha tenido que aprender a gritar. El servicio de lunes avanza, la jefa de cocina vuelve a levantar la voz para dictar una comanda: —Ocho pastas ‘degus’ —dice, aludiendo a una mesa


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NO HAY NADA MÁS ESCANDALOSO QUE UN MATRIMONIO FELIZ Adam Phillips

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ENERO - FEBRERO 2016

N

o todos creen en la monogamia, pero todos viven como si creyeran. Cuando la lealtad o la fidelidad están en juego, todo el mundo es consciente de que miente o de que quiere decir la verdad. Todos se creen traidores o traicionados. Todos sienten celos o se sienten culpables y sufren la angustia de sus preferencias. Y los pocos afortunados que al parecer nunca sienten celos sexuales están siempre intrigados por esa clase de celos o alardean de no tenerlos. Nunca nadie se ha librado de sentirse excluido. Y todo el mundo se obsesiona con aquello de lo que es excluido. En otras palabras: creer en la monogamia no es diferente de creer en Dios. Una de las cosas más sorprendentes de leerles un cuento a los niños es la despiadada promiscuidad de su atención. De pronto están absortos en el virtuosismo desplegado por el adulto; de pronto una paloma pasa por la ventana y se olvidan de nosotros. En ese momento parece que no hubiera cuento, ni una conexión especial entre el adulto y el niño. Nos sentimos ofendidos, explotados, abandonados. Dos minutos después el niño regresa como si nada hubiera pasado, o nos trae otro libro que conseguirá, o no, mantenerlo atento. La volubilidad de su interés complica nuestras ideas sobre qué significa ser interesante. A los niños pequeños siempre les parece más divertido lo que viene a continuación. Pero esta capacidad primitiva de distraerse con desenvoltura también se pierde fácilmente. Las buenas maneras son el mejor modo de fingir que eso no es un problema, que podemos hacer que nuestros sentimientos duren, que nuestra atención es de fiar. Los niños abandonan a los adultos mucho más que los adultos a ellos. No es que los niños no hayan aprendido a concentrarse o que no sean aptos para el compromiso, sino que la curiosidad no es monógama. Oscila. Sin embargo, la rebeldía de su atención pronto se vuelve peligrosa para él mismo. Cualquier cosa demasiado intrigante o que lo haga sentir demasiado vivo acarrea un conflicto de lealtades. Lo mejor que podemos aprender de los niños es cómo perder el interés por algo. Lo peor que los niños pueden aprender de los adultos es cómo forzar su atención. En el mejor de los casos, la monogamia puede ser el deseo de encontrar a alguien con quien morir; en el peor, es una

cura contra el terror de estar vivos. Dos cosas que se confunden con mucha facilidad. Al comenzar una relación amorosa podríamos preguntarnos: ¿en qué me estoy metiendo? O: ¿de qué estoy saliendo? Es de sentido común suponer que toda entrada es también una salida. El monógamo compulsivo nunca necesita hacerse estas preguntas. Ese es el sentido de su compulsión: convencerlo de que el futuro es igual al pasado. Burlando el tiempo y los cambios, levanta un monumento de continuidad entre ruinas promiscuas. Al valorar una relación porque dura, el monógamo vive como si el tiempo demostrara algo. ¿Por qué nos impresiona más la experiencia de enamoramos que la de desenamorarnos? Las dos son dolorosas, las dos terriblemente desconcertantes, las dos son oportunidades. Tal vez valoremos la monogamia porque nos permite las dos cosas. Incluye el desenamoramiento como parte del ritual e incluso lo alienta. Siempre es halagador que una persona casada quiera liarse con nosotros, aunque no podemos evitar preguntarnos qué se comparará con qué. Bien mirado, nos volvemos una mera comparación, nada más que una buena o una mala imitación. Ofenderse por eso equivaldría a creer que podemos ser otra cosa. Nadie tiene la relación que se merece. Para algunos, este hecho es causa de un resentimiento infinito; para otros, de infinito deseo. Y para algunos lo más importante es haber encontrado algo que no termina. Se ha escrito más sobre la manera como las relaciones no funcionan que sobre cómo funcionan. No tenemos virtualmente ningún lenguaje, aparte de la banalidad, para describir a la pareja que ha sido feliz largo tiempo. Nos gustaría que tuvieran un secreto, algo que darnos. O que pudiéramos darles, aparte de nuestra sospecha. No hay nada más aterrorizador que la posibilidad de que no haya nada oculto. No hay nada más escandaloso que un matrimonio feliz. La pareja es una resistencia continua a la intrusión de terceros. La pareja necesita preservar al tercero para seguir resistiendo. La pareja fiel no pierde de vista al enemigo, lo estudia. Después de todo, ¿qué harían dos personas juntas si no hubiera nadie más? ¿Cómo sabrían qué hacer? Dos se hacen compañía, pero tres son una pareja ETIQUETA NEGRA N° 1 / 2002


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