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AÑO 15 JUNIO- JULIO 2016

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe

EDITORES ASOCIADOS Eliezer Budasoff budasoff@etiquetanegra.com.pe San Francisco / Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Lima / Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe Barcelona / Leonardo Faccio lf@etiquetanegra.com.pe Washington D.C. / Diego Fonseca df@etiquetanegra.com.pe

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COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Juan Villoro EDITOR DE PORTAFOLIO Frank Kalero kalero@etiquetanegra.com.pe ASISTENTE EDITORIAL PRINCIPAL Óscar Alcarraz os@etiquetanegra.com.pe ILUSTRACIÓN DE PORTADA Héctor Huamán DISEÑADORA Marela Carrasco ASISTENTES DE EDICIÓN EN ESTE NÚMERO Joel Anicama Kennek Cabello Candela Natalia Sánchez Loayza Diego Olivas Arana

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JUNIO - JULIO 2016

TRADUCTORA Sabrina Duque CORRESPONSALES Madrid / Gabriela Wiener Los Ángeles / Marco Rivera México D.F. / Wilbert Torre DISEÑO DE PORTADA Ilustración de Hector Huamán a partir de una fotografía de Carl Fischer

GERENTE DE VENTAS Henry Jara hjara@etiquetanegra.com.pe MARKETING Huberth Jara Trujillo marketing@etiquetanegra.com.pe PUBLICIDAD Juan José Vila jvila@etiquetanegra.com.pe ARTE FINAL Héctor Huamán PRENSA Y RR.PP. Laura Cáceres SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe DISTRIBUCIÓN Y PUNTOS DE VENTA Perú / Distribuidora Bolivariana Santiago de Chile / Metales Pesados Nueva York / McNally Jackson Books PREPRENSA E IMPRESIÓN Iso Print (+511) 441-3693 / 440-1404 / 998-441268 Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 ETIQUETA NEGRA www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Pool Editores S.A.C. Av. Los Conquistadores 396 Of. 305. San Isidro. Lima 27, Perú. Telefax (+511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502

Hecho en el Perú Etiqueta Negra no se responsabiliza por el contenido de los textos que son de entera responsabilidad de sus autores.


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P IN MEMORIAM

Soy tan rรกpido, que, cuando

apago

la luz, me meto en la cama

antes que

llegue la

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JUNIO - JULIO 2016

oscuridad

Muhammad Ali 1942 - 2016


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ÍNDICE

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REALEZAS Jon Lee Anderson 14 UN RECONCILIADOR Leonardo Faccio 22 UNA INDOMABLE Peter Richmond 40 UN DIVINO

ELEVADORES Nick Paumgarten 58 UN ASCENSOR EN NUEVA YORK

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JUNIO - JULIO 2016

Santi Carneri 74 UN ASCENSOR EN ASUNCIÓN Karl Marx

96 ÚLTIMAS NOTICIAS


DOSSIER

MONARQUÍAS EL REY DEL MUNDO [ Jon Lee Anderson ]

LA REINA DE ESPAÑA [ Leonardo Faccio ]

EL REY LONGEVO [ Peter Richmond ]


Louisville, Kentucky, 1963.

ALI MUHAMMAD

EL BOXEADOR MÁS HERMOSO DEL MUNDO Un ensayo de Jon Lee Anderson


© James Drake


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JUNIO - JULIO 2016

M

uhammad Ali logró con un estilo sobrenatural que el box alcanzara a ser un arte. Fue un hombre singularmente atlético y musical en el ring. Una parte de su psicología de combatiente consistía en disminuir a sus contrincantes antes de la pelea gritándoles poemas rimados para burlarse de ellos y vanagloriarse de su grandeza, una vanidad juguetona cuyo efecto publicitario aumentaba la simpatía pública sobre él. Hasta cierto punto, Ali fue uno de los precursores del RAP (rhythm and poetry), un gran improvisador de versos, con rima y ritmo, esa tradición afroamericana con antecedentes en los cantos religiosos del góspel. Su legendario baile en el cuadrilátero, «flota como una mariposa y pica como una abeja», fue un sello espectacular para evitar que los adversarios lo golpearan. Bailar como un bufón en el ring fue también la evidencia física de sus reivindicaciones orales de grandeza. Ali no sólo decía que era lo máximo: en esos momentos, Ali lo era. Los únicos dos boxeadores que se acercaron a su escuela aparecieron una generación después, Sugar Ray Leonard y el cubano Teófilo Stevenson, pero nadie alcanzaría a poseer aquella santa trinidad de Ali: su aura de chico travieso, su formidable estado atlético, su hermosura. Era un hombre guapo y lo sabía. En una época en que los racistas blancos decían abiertamente que los negros eran «feos», nadie se lo decía a Ali. La belleza, algo que normalmente invita a lo superficial y que siempre esquiva la explicación, no fue tanto en él una musculatura, una fisonomía, una elocuencia,


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un carisma, un humor: fue todo eso y su búsqueda de trascendencia, la provocación de un estado de alegría al encontrarlo, su naturalidad para crear memoria y admiración. Tenían que atacarlo desde otra parte. Cuando era niño, me interesé en el box porque estaba Ali, y dejé prácticamente de ver box cuando se retiró. Después de él, insistí en ver a más campeones, pero a su lado casi todos los boxeadores parecían matones o simples golpeadores. Nadie tenía su gracia ni su físico ni su verborrea. Incluso a Mike Tyson, quien, a pesar que desde hace unos años nos conmueve como figura pública de confesión y autocrítica, lo veíamos en su época de boxeador como se mira a un animal salvaje, a un hombre feroz que peleaba duro pero que carecía de la belleza y del verbo. Ningún otro como Ali ha tenido el don de la poesía para decir su verdad y esa suprema elegancia para golpear y esquivar puños. Ninguno como él ha alcanzado la estatura de su acción en la conciencia de los ciudadanos de un país entero. Muhammad Ali fue en Estados Unidos el primer personaje público negro verdaderamente querido por los blancos. No emanaba el odio de raza de Malcolm X, el explosivo líder de los musulmanes negros, ni era un predicador como Martin Luther King, el héroe evangélico y pacifista de los derechos civiles afroamericanos. Ali duró más que ellos, y se fue convirtiendo en un hombre negro universal en medio del florecimiento negro de los años sesenta. Por más indiscutible que sea la grandeza de



UNA REINA QUE CREE QUE LAS REINAS

NO SIEMPRE

DEBEN SONREÍR

Recordamos a las reinas de España como mujeres desdichadas: madres abnegadas, esposas sumisas, señoras elegantes y formales. Hoy, después de ser una periodista de voz estridente en telediarios, la indomable Letizia Ortiz debe caminar por detrás del Rey y no puede hablar en público sin que lo apruebe su gobierno. ¿Es llamarte reina un buen piropo?

Un perfil de Leonardo Faccio Fotografías de José Gegundez


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a mayor parte de su vida, a la nueva reina de España no la han llamado con el mismo nombre. Siempre ha sido Leti para sus amigas íntimas. O fue Let cuando firmaba notas apresuradas en servilletas de papel, y L.O.R. cuando enviaba cartas por correo con sus iniciales de remitente. Siendo niña, la futura reina de España jugaba con sus hermanas a ser la perfecta bailarina rusa de ballet y en sus clases de danza se hacía llamar Marisova por el nombre de su profesora Marisa Fanjul, pero sus amigos de infancia sólo veían en ella a una niña delgadísima y la llamaban La grulla. En el diario La Nueva España, de Oviedo, la ciudad donde nació y donde hizo sus primeras prácticas en la prensa, a Letizia Ortiz la habían apodado Letizia con zeta, de tanto reclamar que escribieran bien su nombre. Le decían Letizia noticia, porque cada día llegaba con historias que para ella merecían lugar en las páginas del día siguiente. O le decían La fantástica, por actuar como la incisiva en la que quería convertirse. En su tiempo de practicante en un periódico de México, Letizia Ortiz firmaría con el seudónimo Ada. Años después, cuando fue presentadora en la televisión pública de España, sus compañeros de trabajo veían en ella una actitud de periodista estrella, y la llamaban Letizia la ficticia, pero a sus compañeros con menor imaginación les bastaba La ambición rubia. Hija de una enfermera y un periodista, nieta de una actriz y de un vendedor de máquinas de escribir, con un abuelo materno que fue de esos taxistas conversadores de Madrid, la reina de España creció en una familia que parecía más hecha para contar dramas que para protagonizarlos. Uno de los personajes de todo sobre mi madre, la película de Almodóvar que ganó un Oscar, decía: «Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma». Un seudónimo te permite ser otro, y cada año Letizia Ortiz se iba pareciendo cada vez más a la mujer en la que deseaba convertirse. Hoy los escoltas de la Guardia Real de España la llaman Jefa. A veces, cuando Su Majestad no está presente en el Palacio de la Zarzuela, en un acto oficial, le dicen Chiquitina. La reina de España, más que chiquita es muy delgada, pero delgada y fibrosa. Y al verla de pie, tiene una leve inclinación hacia adelante, como si siempre estuviera a punto de escalar una ligera pendiente. Tiene un mentón altivo y usa tacones de doce centímetros y, tras la aparente fragilidad de su cuerpo de corredora de fondo, sobresale una voz estridente que, a veces, es como la de una radio encendida a todo volumen.

—Yo era Ada sin H —me dijo una mañana la reina, y alzó su dedo índice como quien da una indicación—. Mi historia no tiene nada de mágico. Durante dos años la seguí en actos en el Palacio de la Zarzuela y en museos, bibliotecas y ferias. La noche anterior, la reina no había dormido en su casa. Es una residencia de casi dos mil metros cuadrados en las afueras de Madrid, a un kilómetro del Palacio de la Zarzuela de Madrid, donde ella vive con sus dos hijas y el rey. El día en que la reina me dijo que en su vida no había nada de mágico, había viajado con su marido a la ciudad catalana de Girona para presidir un acto en el Palacio de Congresos. Era una entrega de premios a jóvenes científicos, empresarios y escritores. El mismo día iban a asistir a un ciclo de conferencias sobre ciencia, publicidad y economía. A unos metros del Palacio, unas trescientas personas protestaban con pancartas contra la monarquía y a favor de la independencia catalana. Fue un momento tenso. Los reyes de España representan a un país con diecisiete comunidades autónomas, siete lenguas oficiales y en permanente crisis de identidad. Siempre se espera de ellos mantener una ilusión de integridad. En un rincón de un anfiteatro del Palacio de Congresos, la reina me explicaba cómo se escribe Ada, su seudónimo de juventud, preocupada de que no cometiera el error de escribirlo con H. Era Ada y no Hada. Lo decía con una intensidad de una maestra de escuela cansada de que uno de sus alumnos vuelva a cometer el mismo error. La reina, antes de ser reina y princesa, había sido periodista, un oficio que vive de la indiscreción. Durante diez años, había trabajado en tres diarios, una agencia de noticias y sido presentadora en tres cadenas de televisión: Bloomberg, CNN+ y RTVE. Hoy los discursos que lee o dice de memoria son supervisados por funcionarios del Estado español y algunos los escribe en colaboración con académicos y miembros del gobierno. En 2015,


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LLAMAMOS «REINA» NO A UNA MUJER MAJESTUOSA Y DISTANTE, SINO A UNA AMIGA, A UNA NOVIA, A MAMÁ. DECIMOS FRASECITAS: REINA DE LA NOCHE, REINA POR UN DÍA, MI REINA. ANTES EL TÍTULO DE REINA GIRABA EN TORNO A UNA ILUSIÓN DE MONOGAMIA Y CASTIDAD. LAS REINAS ERAN CONTROLA DAS POR SUS PADRES, LUEGO POR SU MARIDO Y POR EL LUTO DE POR VIDA EN CASO DE VIUDEZ. SI NOS ATENEMOS A LA HISTORIA, LLAMARTE «REINA» PODRÍA SER UN PIROPO SEXISTA Y DEGRADANTE.


© Walter Looss Jr.

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MARZO - ABRIL 2016

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MUHAMMAD ALI

LEVITA

FUERA DEL RING

Hacia la mitad de su vida, el mal de Parkinson arrinconó contra las cuerdas al más grande campeón del siglo XX. Fue tumbando su cuerpo y su voz, pero contra lo que se esperaba, lo elevó más allá de raza y religión, como si la enfermedad le hubiera reservado otra intensidad y altura. ¿Por qué es tan divino un campeón tan mortal?

Un perfil de Peter Richmond Una traducción de Elda Cantú


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n la mesa frente a él descansan una copia del Corán y un plato con tres pastelillos de frambuesas glaseados. Cuando Muhammad Ali se inclina hacia adelante sobre la mesa no es en búsqueda de iluminación. Es por un pequeño pastel. Su mano derecha se tambalea casi de manera incontrolable, y él la guía despacio centímetro a centímetro hacia la boca que alguna vez no paraba de parlotear pero que ahora está casi siempre muda y mastica despacio. Los ojos miran fijamente al frente sin ver y sólo el tamborileo de la lluvia fría que golpea las hojas de los árboles afuera estropea el silencio. Restos de pastel caen en cámara lenta sobre su barriga, que se hincha con delicadeza bajo un suéter negro. Yo estoy sentado junto a él. Tan cerca como para ver la minúscula cicatriz en su párpado que parece una marca de nacimiento. Tan cerca como para escucharlo masticar. Tanto como para saborear el pastelillo al mismo tiempo que él. La expresión de su rostro es casi la misma sonrisa gorda y feliz sobre el cuerpo gordo y feliz de todas las imágenes de Buda que hayas visto. Es una expresión contenta, asombrada y sorprendida de la belleza que se encuentra en las cosas más simples. Nunca tuve tanta certeza de la satisfacción interior de un hombre hasta ver comer a Muhammad Ali. Excepto tal vez cuando se come el segundo pastelillo. No se supone que sea Buda. Se supone que sea Alá porque es Alá quien ha regido su vida desde incluso antes que Liston, y es Alá quien la controla ahora más que nunca. El contenido de su maletín así lo dice. Lleva el maletín cuando entra a la habitación tan silenciosamente que no molesta el aire a su alrededor. Lo abre para revelar cientos de páginas mecanografiadas gastadas. Es el maletín que llevaría un hombre si fuera a tocar la puerta de tu casa para convertirte a su fe. Hoy, vestido de negro con los hombros caídos hacia su panza, las sienes espolvoreadas de gris, Ali parece ese hombre. Revuelve los papeles. Encuentra uno y me lo da. «Primera de Crónicas 19:18», le leo en voz alta mientras escucha. «“Entonces los sirios huyeron ante Israel. David mató a siete mil hombres de los carros y a cuarenta mil soldados de a pie sirios”. Segunda de Samuel 10:18: “Entonces los sirios huyeron ante Israel y David mató a setecientos y a cuarenta mil soldados a caballo de los sirios”. ¿Eran setecientos o siete mil? ¿Eran soldados a pie o a caballo?» «La Biblia tiene contradicciones», me dice, con la voz raspada en carne viva por la enfermedad. «Aquí no hay», dice asintiendo en dirección al Corán. Su maletín también

contiene una foto en blanco y negro de tres boxeadores —Ali, Joe Louis y Sugar Ray Robinson; parece una instantánea de principios de siglo—, pero la mayor parte de su contenido está ahí para hacer la obra de Alá. Es más fácil para él hablar de Alá, aunque no le resulta fácil hablar porque los músculos de su rostro no funcionan tan bien como alguna vez lo hicieron. Su esposa, Lonnie Ali, me había preguntado si quería que se sentara con nosotros para contarme lo que él dice. Lonnie es una mujer fuerte que atraviesa la habitación como una hermosa tormenta que se avecina. Pero ahora le pregunto si Ali y yo podemos quedarnos a solas y si puede cerrar la puerta, y ella lo hace dejándonos en el silencio de un cuartito de la granja de Ali al sur de Michigan. La finca fue del corredor de apuestas de Al Capone. Un obrero que hacía remodelaciones hace poco sacó algunas balas que estaban incrustadas en los tablones del piso de madera desde la época en la que aquí andaban disparándose unos a otros. Ahora es casi el lugar más silencioso del planeta. Después de que me entrega unos cuantos versículos más, le digo que no soy creyente y sus cejas se arquean y las palabras brotan con rapidez: —¿Crees que el teléfono se hizo a sí mismo? —No —le digo. —¿Crees que la silla se hizo a sí misma? —No. —¿Crees que la mesa se hizo a sí misma? —No. —¿Crees que el sol se hizo a sí mismo? —No. —El Ser Supremo los hizo. No me convencen las inconsistencias de la Biblia ni los sermones. Es cuando levita que empiezo a dudar. Bien, no cuando levita, sino cuando finge hacerlo. Su truco de levitación es como el del pañuelo en el falso pulgar, o aquel en el que


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frota sus dedos detrás de tu oreja y escuchas el sonido de un grillo. Desde niño se la ha pasado jugando bromas para acompañar sus trucos verbales, pero ahora sus bromas son la moneda con la que se comunica. Es mientras finge levitar que me doy cuenta de lo que sucede ahora con Ali, y suena terriblemente como algo que involucra una intervención divina. Al menos, suena como el tipo de parábola que debería mecanografiarse y llevarse en el maletín de alguien que intenta convertirte a su fe. «Durante décadas», diría la parábola, «Alá tuvo a Muhammad Ali haciendo la obra de Alá. Ali era el muchacho negro más excepcional que la nación haya visto, sin miedo de enfrentarse a la más poderosa de las instituciones del hombre blanco. Levantaba la voz por él, por el hombre negro, pero sobre todo por Alá. Y lo hacía de un modo que Malcolm X y Elijah Muhammad jamás podrían hacer. Pero entre más crecía el discípulo más empezó a perder peleas ante otros como Trevor Berbick, y entre más peleas perdía más se arriesgaba a caer al hoyo negro donde residen todos los grandes atletas que intentan quedarse demasiado tiempo. Alá sabía que entre más se acercara Muhammad Ali a la indignidad máxima del aturdimiento de los golpes, de menos utilidad sería como emisario de Alá en la Tierra. Sí, había un millón de fieles dispuestos a esperarlo junto a la pista de aterrizaje en Malasia y movía masas en Siria y Argelia, pero no lo lograba en Estados Unidos, donde vivía el enemigo. Así que Alá encontró un plan. Donde la voz de Ali movía montañas, Ala lo dejó mudo. Donde el puño ágil de Ali llovía sobre sus oponentes con la precisión de un cirujano, Alá lo golpeó con terribles temblores de tal suerte que batallaba para sostener un pedazo de pastel. Donde Ali solía tener más vigor físico que cualquier atleta que el mundo hubiera conocido, un rostro como mil máscaras, un cuerpo de bailarín, siempre en movimiento, Alá lo envolvió con un manto de parálisis y tenía que esforzarse para mover cualquier músculo. Y es así que Alá se aseguró de que Muhammad Ali se dedicara otra vez a su obra. Diez veces más. Porque en la enfermedad Ali significaría mucho más que antes». «Puedo levitar», dice Ali. Y trata de levantarse del sillón pero no puede. El sillón es demasiado profundo y él pesa cada vez más. Tendrá el grosor de Buda en cualquier momento. Lo alcanzo para ayudarlo, pero me rechaza con un gesto de la mano izquierda, el puño cerrado que se mece para adelante y para atrás a su costado se abre levemente

y me aleja. Ahora habla con las manos, aunque tiemblan constantemente y no le sirven de mucho. Me ha llevado una hora en su presencia para reconocer los matices de sus dedos temblorosos y me ha llevado el mismo tiempo comprender los matices de sus gestos, desde las cejas que se disparan con sorpresa genuina hasta la media sonrisa o las expresiones planas sin expresión que se diferencian sólo por el grado en que los ojos y los párpados se mueven. Todos los giros y saltos y el griterío de Muhammad Ali se han destilado en un dedal de expresiones, pero es un dedal sin fondo. Así que cuando me dice que no lo ayude, con un simple arqueo de su dedo índice, es como si una persona sana me abofeteara. Luego vuelve a intentar, se mece contra el respaldo del sillón y se apalanca hacia arriba. Camina hacia a una esquina de la habitación, se voltea y, de espaldas hacia mí, lentamente se eleva de sus pies. Su cuerpo parece levitar, su pie izquierdo se ha despegado del suelo. No puedo ver su pie derecho. Tal vez sí está levitando. Suena absurdo, pero tendría más sentido si estuvieras con él aquí y sintieras la sensación fuera de este mundo que imparte su mirada extrañamente desinteresada y su quietud absoluta. En los largos silencios entre las preguntas largas y las respuestas cortas y los trucos de magia, mientras mira al frente, empiezo a sentirme cada vez más desorientado. Es como si la habitación se hiciera más pequeña, o él estuviera creciendo. Como si el espacio fuera insuficiente para contener eso en lo que él se está convirtiendo. Como si las reglas euclidianas se estuvieran doblando. Esperaba que la enfermedad se hubiera robado la vitalidad que solía emanar de él. Esperaba que la enfermedad fuera el triunfo final del mundo que siempre había deseado que el muchacho negro de Louisville, Kentucky, por fin se callara la boca. Pero de cerca descubro que su enfermedad no se ha llevado nada, nada de la energía, de la agudeza, nada del orgullo: sólo ha conseguido unirlo todo, capturarlo y constreñirlo, con el resultado inesperado de que, así como un eón de fuerzas geológicas pueden comprimir una gran vena de carbón en un diamante muy pequeño, cualquiera que haya sido la esencia de Muhammad Ali ahora de alguna manera se magnifica. Por fin es lo que siempre fingió ser pero nunca fue: el más grande. Debe ser axiomático que si alguien se llama a sí mismo el más grande, como Ali hizo durante años, no es posible que lo sea. El más grande no tendría que etiquetarse a sí mismo como tal. Sólo cuando fue forzado a dejar de proclamar su grandeza es que lo consiguió.


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JUNIO - JULIO 2016

Nunca ha sido más mortal —atontado y lento, las migajas cayéndole sobre el suéter— y jamás lo hemos considerado más divino.

En la tarde, antes del partido entre Louisville y Penn State en el estadio Cardinal en Kentucky, Mohammed Ali estaba solo, sentado en un carrito de golf detrás de la gradas junto al vestuario, esperando que lo condujeran al medio campo para una ceremonia previa al juego. De pronto, a unos metros, aparecieron Joe Paterno y su equipo por la puerta del vestuario de visitantes. Eran docenas de muchachos grandotes, una fila de hombres de las montañas de Pensilvania, jadeando y golpeando el piso detrás de Paterno, con la energía burbujeándoles desde el cuerpo. Se les veía indiferentes a todo, incluso a las docenas de espectadores que se habían volteado en las dos filas encima de la tribuna a mirar a aquel hombre del carrito de golf apenas a unas yardas del campo de fútbol. Lucían indiferentes incluso a los cientos de fans que habían descendido de las gradas para formar una fila a cada lado del carrito de golf, como cuando una multitud presencia un desfile. Sentado justo detrás del carrito de golf, ví el mundo como debe verlo siempre él, mirando de frente, asomándose a través del túnel de su enfermedad: la gente amontonándose para entrar en su campo de visión, repitiendo su nombre, algunos sonriendo, otros gritando, otros observando boquiabiertos. Joe Paterno, un Dios en sí mismo, no vio nada de esto: estaba a unos minutos de iniciar el partido. Cuando le hicieron señas para que entrara al estadio, empezó a correr como un general guiando a su infantería, y pasó junto al carrito de golf mirando por encima del hombro y luego se detuvo. Los jugadores de Penn State se tropezaron unos con otros, como parte de un ganado confundido. Sacudido de su ensoñación, Paterno caminó hacia el carrito de golf, se inclinó sobre él y estrechó la mano del campeón. Luego se levantó y llevó a su equipo al campo. Ali lo siguió en su carrito de golf. «Damas y caballeros», tronó el altavoz, «en la yarda 50, por favor, demos la bienvenida al campeón de peso pesado». Pero el locutor no terminó la frase. La marejada del rugido anuló las palabras. Cuarenta mil personas estaban de pie cantando su nombre en un mantra de dos sílabas. Finalmente, Ali saludó al público con un rápido movimiento de la mano derecha. El carrito dio vuelta y desapareció mientras la tribuna seguía cantando A-LI.

Durante el primer tiempo, me senté junto a él en la primera fila del estadio. No podíamos mirar el juego de fútbol porque nos habían sentado detrás de la banca de Louisville, y los jugadores nos bloqueaban la vista. Incluso si Ali pudiera haber visto el campo, no habría podido seguir el juego porque su cabeza no se mueve con tanta rapidez. Así que se quedó ahí sentado, con la vista al frente mientras personas como el ex gobernador de Kentucky venían y se sentaban a su lado y le decían campeón. No hablamos para nada. Pasé el primer tiempo dándole maníes. Sacaba cada uno de su cáscara y deliberadamente lo levantaba hasta sus labios para masticarlos hasta que, con un movimiento de su mano derecha, me indicó que ya no quería más y alcanzó su gaseosa, que estaba sobre la pared de concreto frente a él y con mucho cuidado guió el vaso hasta su boca. El líquido se agitó como un mar pero no se derramó. En la limusina de regreso tampoco habló, excepto para decir, mientras lanzaba un gancho izquierdo y miraba la ventana: «Voy a volver. Exhibiciones en Nueva York, Los Ángeles, Chicago. Veinte millones de dólares. Campeón del mundo a los cincuenta y cinco». Fue la única vez que lo escuché referirse de manera voluntaria al hombre que había sido, pero fue suficiente para confirmar lo que yo sospechaba: que, si no estuviera afectado por la enfermedad, de hecho intentaría hacer un regreso a la edad de cincuenta y cinco, y lo humillarían y apalearían. Frazier lo intentó, Holmes lo intentó, Tyson lo intentará. Y aunque Muhammad Ali fue el más inteligente y el mejor de ellos, sigue siendo un boxeador. Cuando la limusina aparcó en la casa de su suegra en los suburbios de Louisville para devolver a los pasajeros —Ali, su mejor amigo Howard Bingham, su abogado Ron DiNicola, otro abogado y yo—, me sorprendió ver que todos se encaminaron rápidamente a la cochera y dejaron que Ali se acercara con pasitos de bebé hasta la casa. Nadie de los que lo rodean lo trata como un enfermo porque saben que no lo es. «Sí, él está ahí por completo, lo entiende todo», me dijo Bingham, un poco fatigado y un poco impaciente, como si le sorprendiera que yo preguntara. Luego salió la esposa de Ali y lo vio. «Ahí estás», dijo con suavidad y fue a su lado.


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« ESPERABA QUE EL PARKINSON LE HUBIERA ROBADO LA VITALIDAD. pero DE CERCA DESCUBRO QUE NO SE LLEVÓ NADA: SÓLO HA CONSEGUIDO UNIRLO TODO. ASÍ COMO UN EÓN DE FUERZAS GEOLÓGICAS PUEDE COMPRIMIR UNA GRAN VENA DE CARBÓN EN UN DIAMANTE, LA ESENCIA DE ALI SE MAGNIFICA. SÓLO CUANDO EL PARKINSON LO FORZÓ A DEJAR DE PROCLAMAR SU GRANDEZA ES QUE LA CONSIGUIÓ. NUNCA HA SIDO MÁS MORTAL Y JAMÁS LO HEMOS CONSIDERADO MÁS DIVINO »


© Arte de Neal Adams

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JUNIO - JULIO 2016

Esperé hasta que Howard bebiera la mitad de su cerveza para preguntarle qué había sucedido esa noche en el Freedom Hall. —¿Qué quieres decir?, preguntó. —El baile, el shuffling. —Ah sí, puede hacerlo. A veces lo hace. —¿Puede? ¿Y por qué no lo hace más a menudo? Bingham no tenía una respuesta inmediata. No me miraba ni miraba nada en particular cuando, momentos más tarde, empezó a agitar su brazo derecho como un molino, como un antiguo golpe de Ali. Luego paró y su mano se abrazó al tarro de cerveza. «A veces», dijo Bingham, «Sólo quiero…». Pero no terminó la oración. Dijo algo más: «Podría estar 100% mejor». Y podría. Si pasara más tiempo en rings de box. Sucede que sólo cuando Muhammad Ali está en uno, puede, o elige poder, volver el tiempo atrás. Es sólo un ring de box apropiado el que lo mueve al movimiento. Tal vez cree que si algunos de nosotros encontramos ahora inspiración divina en su majestad metafísica, su verdadero poder siempre se derivará de su habilidad para burlar y dominar a todos los demás.

Lo que te hace la enfermedad de Parkinson es volverte frágil. La versión de la enfermedad que tiene Ali es lenta, pero de todas maneras lo ha vuelto frágil. Y la forma de luchar contra la fragilidad —para mantener a raya la enfermedad— es trabajar para ser ágil. Y sólo siente que está esforzándose en ser ágil cuando está en un ambiente donde siempre ha acostumbrado a pelear. «No se ejercita en un gimnasio regular ni utiliza la Nautilus o el StairMaster, simplemente no lo hace», me dice Lonnie Ali. Su voz suena exasperada porque ella está exasperada. «Le he comprado equipo de última y no lo usa. Dice que es para blandengues. Por eso le estoy construyendo un gimnasio en la finca, con un ring y espejos y una bolsa de golpear. Porque eso es lo que él conoce. Y así es como él quiere hacerlo. Algunas veces, Muhammad, desafortunadamente, podría usar su enfermedad. No me malinterprete, pero Muhammad sabe prenderla y apagarla. Y algunas veces creo que lo hace de manera deliberada. La apaga. Es un manipulador maestro, no voy a engañarlo. Luce más frágil de lo que es en realidad. ¿Por qué lo hace? No lo sé».


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ÚLTIMAS NOTICIAS

[1856]

NINGÚN RETRATO HA SIDO TAN BESADO COMO EL TUYO Karl Marx

etiqueta negra

JUNIO - JULIO 2016

[Traducción de Natalia Sánchez Loayza] Amada mía: Te escribo de nuevo porque estoy solo, y porque me apena siempre tener que conversar contigo en mi mente, sin que lo sepas o escuches o puedas responderme. Por más malo que sea este retrato tuyo, cumple su propósito, y ahora entiendo por qué incluso los peores retratos hechos de la madre de Dios pueden tener tantos fieles admiradores –más admiradores, incluso, que los retratos perfectos–. En todo caso, ninguno de estos retratos ha sido alguna vez tan besado, contemplado y adorado como tu fotografía, que te otorga una indescifrable expresión y de ninguna manera refleja tu querido, tierno, besable y dulce semblante. Entonces, yo rectifico lo que los rayos del sol han representado mal, descubriendo que mis ojos, por más estropeados que estén por la luz de la lámpara y el humo del tabaco, pueden, no obstante, pintarte no sólo en sueños sino también cuando me encuentro despierto. Así te encuentras frente a mí, de pronto. Te levanto en mis brazos, te beso de pies a cabeza, y caigo de rodillas ante ti y suspiro «Madame, yo la amo», y claro que te amo, con un amor más grande que el que alguna vez sintió Otelo, el Moro de Venecia. Cuántos de mis enemigos me han reprochado que parezco el amante protagonista de una obra de teatro de segunda. Y es cierto. Si ellos hubieran poseído la astucia, podrían haberme dividido en dos partes: las «relaciones sociales de producción» por un lado y yo a tus pies en el otro. Pero esos canallas son tontos, y tontos permanecerán por siempre. La ausencia temporal es buena, porque en la presencia de aquella persona puede ser difícil distinguir muchas cosas. De cerca, incluso las torres parecen enanas; así como, al alcance de la mano, lo que es insignificante y común adopta proporciones exageradas. Así sucede también con las pasiones. Pequeñas costumbres –que, debido a su gran proximidad, se imponen hasta convertirse en pasiones– suelen desaparecer tan pronto como la persona está fuera de nuestra vista. Grandes pasiones −que, debido a su proximidad hacia aquella persona, se transforman en pequeñas costumbres− crecen y recobran sus proporciones naturales debido al efecto mágico de la distancia. Así sucede con mi amor. La simple separación espacial de ti me basta para notar que el tiempo ha hecho en mi amor precisamente lo que el sol y la lluvia hacen en las plantas: hacerlo crecer. Mi amor por ti, ni bien te encuentras lejos de mí, aparece como es: un gigante; y en él se comprimen toda mi vigorosa mente y todo el ardor de mi corazón. Me siento nuevamente un hombre porque siento esta intensa pasión. Aquella diversidad en la que nos vemos inmersos por el estudio y la educación moderna, no menos que el escepticismo que nos lleva inevitablemente a poner reparo en todas nuestras objetivas y subjetivas impresiones, ha sido planeada para convertirnos a cada uno de nosotros en ruines, débiles, inquietas e indecisas personas. Pero el amor, no hacia el hombre de Feuerbach, ni hacia el metabolismo de Moleschott, ni hacia el proletariado, sino el amor hacia una amada y especialmente hacia ti, puede convertir al hombre de nuevo en hombre. Hay, por supuesto, muchas mujeres en el mundo, y algunas de ellas son muy hermosas. Pero dónde más podría encontrar un rostro cuyos lineamientos y cada fino borde revivan mis más importantes y dulces memorias. En tu dulce semblante puedo leer, incluso, mis infinitas penas, mis irremplazables pérdidas, que desaparecen cuando te beso. «Enterrado en sus brazos, revivido por sus besos» –es decir, en tus brazos y por tus besos–. Sonreirás, mi querido corazón, y te preguntarás por qué esta retórica inesperada. Si pudiera presionar tu dulce y blanco pecho contra el mío, permanecería en silencio y no diría nada. Pero como no puedo besarte con mis labios, debo besarte con estas palabras. Adiós, corazón mío. Miles de besos para ti y para las niñas de Tu Carlos. Adaptación de una carta de Karl Marx a su esposa Jenny von Westphalen en Marx-EngEls CollECtEd Works, Volumen 40, p. 54


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