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La escuela y los paseos Los centros educativos de nuestro entorno local sufren el mismo síntoma que las demás escuelas del mundo, con salvedad de algunas rarezas que pueden existir. Asistir al colegio o a la escuela no es propiamente sinónimo de felicidad. Es, por el contrario, un trago amargo de largo aliento. Muchos de nosotros cuando éramos niños queríamos ser grandes para estar libres de esta sagrada aunque tormentosa obligación. A pesar de todo, años más tarde, se recordará a la escuela como el lugar donde se pasaron quizás los mejores años de nuestras vidas. Años felices, no propiamente por la escuela en sí misma, sino por la convivencia, el compadrazgo y la complicidad que origina la convivencia diaria, además por el hecho biológico gratuito y privilegiado de haber sido niños y adolescentes en algún tramo de la vida. ¿Qué niño, joven o adolescente se levanta en las mañanas primero que sus padres para alistarse porque hierve en deseos incontrolados de asistir a la escuela o al colegio? Respuesta: ninguno. -Bueno, habrá una que otra excepción-. Claro que cuando es día de paseo, por ejemplo, se confirma a plenitud que toda regla tiene su excepción. Los paseos y las caminatas forman parte de ese mundo de recuerdos, siempre bienvenidos a la memoria. ¡Cómo no recordarlos! En las caminatas, programadas sólo en la jornada de la tarde, disponíamos de los sitios al alcance de no más de una hora de ida y otra de regreso. Así, con el tiempo medidito alcanzábamos al río Barragán, la quebrada de la Camelia -El charco de Los Ángeles- lo mismo que la improvisada y rústica piscina de Pingochiquito, y cuando la actividad era de día entero se llamaba paseo- los charcos de los Quingos, Verdún, Palomino, la Gorgona eran los destinos para la ocasión; además con la CAICEDONIA, años 60, 70 y 80
La escuela y los paseos