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Algo azul, pág

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Pasatiempos, pág

Pasatiempos, pág

Algo azul

Su madre dio los últimos retoques... Revisó con detalle los alfileres de su tocado, la delicada abotonadura de su espalda, el bordado de su cintura, el apresto de la falda de su vestido y, alejándose varios pasos del espejo, aprobó el resultado final con una ligera inclinación de cabeza. Lanzó un beso al aire envuelto en una resplandeciente sonrisa y desapareció cerrando la puerta tras de sí. Un intenso aroma a ternura y nostalgia impregnó toda la estancia. Pude sentir cómo la inquietud aceleraba los latidos de mi corazón; cómo el anhelo me alertaba de que había llegado el momento tan ansiado.

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Me acerqué a ella con sosiego y nos sentamos uno al lado del otro. Cogí sus delgadas manos y la miré fijamente a los ojos reclamando me prestara toda su atención. Necesitaba más que nunca que necesitara de aquellos últimos instantes compartidos, deseaba con todas mis fuerzas que deseara mi compañía, añoraba que añorase mis sinceras palabras...

En aquellos breves pero intensos minutos traté de rescatar a retazos una vida entera. Traté de recuperar los instantes más hermosos, las fragancias más cálidas, los abrazos más tiernos, los deseos más valiosos; aquellos que le demostrarían que la distancia no sería más que una firme prolongación de nuestras mentes, que nuestros pensamientos surcarían mundos, cielos y lunas si fuera necesario, que nada ni nadie podría rasgar nuestros infranqueables lazos.

Le hablé de una nueva vida, de un nuevo compromiso, de un camino diferente por el que su alma debería vagabundear en solitario en busca de sus sueños, de su universo y su felicidad.

Las lágrimas inundaban mi rostro y, entre borrones, divisé también las suyas deslizarse por sus rosadas mejillas. No debía estropear su precioso vestido, su tenue maquillaje, su inocente sonrisa. No debía oscurecer el resplandor de su día. Mas, de repente, la dicha de sentir su dicha me inundó de paz, de una tibia melancolía que templaba mi corazón y me acercaba incondicionalmente al suyo mientras el destino comenzaba a separarnos.

La abracé. Me abrazó. Fundimos en un sencillo gesto todos nuestros recuerdos y nos dijimos adiós sintiéndonos más cerca todavía. El sol comenzaba a ocultarse por el horizonte cubriendo de un sedoso color dorado todo el valle. Nos pusimos en pie, la tomé del brazo y recorrimos en un mágico silencio el trayecto que la aproximaba a su nuevo compañero de vida.

Instantes después, al verlos frente al altar uno junto al otro, al descubrir cuánto amor los rodeaba, me sentí el hombre más feliz de la tierra; el padre más dichoso al ser testigo de cómo su pequeña se convertía en princesa aquella noche...

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