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Héroes en Ucrania, págs
HÉROES en Ucrania
Porque los protagonistas de esta breve historia inventada, aunque basada desgraciadamente, en un hecho real, merecen mi humilde homenaje. Porque nadie tiene derecho a arrebatar una vida...
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La ciudad está siendo devastada por las bombas. No queda nada o casi nada a mi alrededor, y lo poco que resiste semeja un enjambre de escombros ennegrecidos que escupen columnas de humo como implorando auxilio en sus últimos suspiros de vida. La ciudad silencia su tristeza entre avenidas vacías, comercios cerrados y edificios agonizantes que se tambalean frágilmente ante el frío, la destrucción y los pulsos de una maldita guerra que no debió comenzar nunca. Pero sus gentes no abandonan. Siguen allí..., escondidas en las profundidades de la tierra.
Miro a través de la ventana (sé que es peligroso) el paisaje apocalíptico al que me enfrento. Empuño un arma que ni tan siquiera sé cómo manejar. La empuño día y noche, noche y día, protegiéndome de un enemigo que al igual que un fantasma puede aparecer en cualquier momento y por cualquier flanco. No estoy sola. Mi bebé de meses amarrado a mi pecho permanece la mayor parte del tiempo con los ojos cerrados. Ajeno al violento sonido de los explosivos, se mantiene aferrado a mi cuerpo, como si fuéramos solamente uno. Ojalá jamás recordemos los días vividos en esta tragedia y quede grabada en nuestra memoria la caricia de nuestras pieles y el calor de nuestros corazones palpitantes, aunque tal vez no lo consigamos... Quién sabe lo que puede ocurrir en una guerra segundos después de pronunciar un deseo...
Su padre se despidió hace dos semanas con un beso tembloroso y eterno que todavía perdura entre mis labios. Su tibieza me acompaña cada noche en mis momentos bajos, en mi declive, cuando creo desfallecer de miedo y desesperanza. Su tibieza y la ingenuidad de la mirada de mi pequeña a la que me aferro, entregándole mi protección y mi ternura, son el motor que me impulsa a levantarme de nuevo y caminar en la más absoluta oscuridad tratando de alcanzar el corredor que nos devuelva a un lugar seguro. Mis pies tiritan a cada paso, pero siento mi cuerpo mantenerse firme y alerta ante las inesperadas amenazas que nos asedian.
De vez en cuando el resplandor de las bombas en la distancia me muestra hacia dónde debo dirigir mis pasos, siempre en dirección contraria, siempre lejos de los proyectiles que pueden acabar con mi existencia y con la de mi pequeña, cuyas vivencias se agitan tan solo entre mis brazos y un abrasado chupete que calma sus ansias y las mías. ¡Hace tan solo unos meses que ha llegado a la vida y ya pretenden arrebatársela! No es justo pagar a un precio tan alto los caprichos de un loco psicópata. El
gigante de un imperio que agoniza en las brasas de la historia.
Las sirenas suenan constantemente. Su sonido atraviesa mis tímpanos y deshace en pedazos mi cordura. Muerdo el polvo y la rabia mientras corro en dirección al refugio. A veces, la multitud se agolpa frente a la entrada y resulta imposible encontrar un hueco por el que colarse. Otras veces, sorteamos cadáveres que nadie recoge y nos apiñamos en pequeños sótanos, oscuros y taciturnos, dónde, al instante y al unísono, todos nos convertimos en una gran familia. Nuestras miradas se cruzan y se hablan sin articular palabra. Nadie se atreve a romper la majestuosidad que impone el pánico.
Una anciana sentada a mi lado, de rostro dulce, aunque terriblemente cansado, llena mi mochila de pañales, agua, pan y cereales. Acaricia mi hombro con ternura y sostiene a mi pequeña entre sus brazos mientras intento desentumecer los músculos de mi espalda, estirándome como tratando de alcanzar el cielo de puntillas. Su gesto me transmite una paz inmensa y una calma que desde el comienzo de la guerra había dejado de sentir en mi interior. Las miro fijamente y veo en ellas la línea de la vida. Una bebé de meses que abre su fortaleza a un mundo totalmente desconocido frente a una anciana que ha soportado ya dos guerras, que ha visto demasiado, que, seguro, ansía vivir en paz el resto de sus días. Una madre que no entiende por qué quizá nunca más vuelva a abrazar a sus hijos, una mujer que llora por dentro y cuya esperanza agoniza entre los pliegues de sus más hermosos recuerdos.
Las miro de nuevo y trato de esbozar una sonrisa. La anciana rebusca entre sus escasas pertenencias y arropa a mi pequeña con una manta mientras me ofrece compartir la suya durante unas horas. Comparte abrigo y cobijo y besando a mi pequeña me susurra: “No olvides que el sol no deja de brillar tras las tinieblas...”
Seguimos vivas, pienso. Ahora, es lo único importante. Aunque sé que otras mujeres no corrieron la misma suerte. A escasos metros de donde nos encontramos las bombas acabaron con la vida de una joven en avanzado estado de gestación y con la de su bebé, que ya nació sin señales de vida. ¡Matadme ahora!, gritaba la madre desesperadamente cuando supo que su pequeño había nacido muerto y los médicos trataban de mantenerla con vida. Y a las pocas horas, se reunió con él.
Me pregunto mirando a mi pequeña y, asfixiando la impotencia entre mis dientes, si fueron las graves heridas las que apagaron los latidos de su corazón o tal vez fue el insoportable dolor que sintió al conocer la noticia de la pérdida de su hijo lo que puso fin a su vida. Las lágrimas me ayudan a combatir el cúmulo de sentimientos que se agolpan en mi pecho. Inundan mis ojos y me recuerdan que efectivamente, el sol brilla siempre tras las tinieblas, y que hay dos héroes en el cielo que sentirán su calor y no la frialdad de esta maldita guerra que anhelo acabe pronto y nos devuelva la paz que a todos nos ha sido vilmente arrebatada...
