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Episodio 5: Ayelen Mohaded
No pudimos elegir en las reuniones, era muy difícil tomar dimensión de lo que veíamos por pantallas. Ya nos había pasado más de una vez que al encontrarnos con esas pinturas y poder rodearlas, lo que intuíamos cambiaba radicalmente. Es un trabajo muy matérico y pese a que la tecnología este último tiempo nos enseñó estrategias para simular entendimientos ao vivo, lo de Aye requiere de encuentro, de cuerpos en reunión. Parece que volvemos, después de todo, a sus anhelos de ese primer proyecto previo a 2020.
Le pedimos a Aye que trajera todo lo que tenía para poder verlo en la sala, en conjunto, en yuxtaposición. Llega con un cúmulo de rollos y dos cajas medianas. Los de pluribol y papel se doblan cuando los agarramos y caminamos desde el auto hasta la sala, en plena peatonal. Cuando llegamos es inevitable ver el techo, la altura es un buen recurso y también un problema a resolver. Disponemos todo en el piso y comenzamos a desembalar.
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Primera capa de pluribol, segunda capa de papel de molde, tercera capa de lienzos pintados. No pasa mucho tiempo hasta que todo el espacio se ocupa y se impregna de olor a óleo. Hay que tener mucho cuidado al manipular estas piezas, por más que Aye las lleve de aquí para allá, hoy, y todas las veces que nos reunimos, en algún punto sabemos que pueden ser frágiles. El óleo se pegotea por más seco que parezca, las superficies a veces son de tela y otras de ese papel tan finito. Vamos sacando pintura por pintura, algunas pequeñas, otras muy grandes. Parece interminable. Cada rollo contiene decenas de pinturas y después de dejarlos en el piso, es difícil saber qué cantidad hay. Es una mamushka, de un envoltorio… 3, 4, 10. Empezamos a separarlas y dejarlas sobre el suelo, cuidadosamente. La sala de los episodios individuales es muy amplia pero ahora no lo parece, se nos dificulta movernos, caminar. Tenemos que parar, reorganizarnos y empezar a usar y pensar el aire de las alturas.
Enrollamos, guardamos, corremos y volvemos otra vez. Con la ayuda de dos escaleras comenzamos a tejer una especie de tela de araña con alambres que tensamos desde los extremos de las paredes. Serán las estructuras y los hilos en los que se suspenderán las pinturas.
Nos acordamos de esas salas japonesas de las que hablaron en el CePIA en el último taller. Las salas descritas en El elogio de la sombra, esas que van construyéndose por capas, que aíslan la luz y cuidan, resguardan, los interiores. Nos preguntamos cuál es el interior aquí. ¿Cómo es el núcleo a partir del cual estalla todo esto? Buscamos en las cajas. Pequeños objetos de metal, delicados textiles de látex. Buscamos el corazón de la melancolía. A diferencia del episodio anterior, donde la fuerza se desprendía desde abajo para que nuestra imaginación proyectara sus batallas, aquí todo quedará suspendido en el aire y prácticamente lo único que tocará la tierra será un pequeño meteorito. Ubicamos la diminuta pieza en el medio de la sala. Es un objeto de plata pulida, de 8 lados. Aye construyó un pedestal para él. Lo situamos en el medio y sabemos que ahora la fuerza será centrífuga, como la de un big bang.
Montamos cuatro pinturas grandes cercanas a las esquinas de la sala, nunca sobre la pared. Dejamos un espacio considerable porque aquí comienza este laberinto, esta amalgama. Las cuatro pinturas nos sirven de referencia, nos marcan los límites, para luego seguir el montaje desde adentro hacia afuera. Cada una es sostenida por dos cables acerados que debemos sujetar desde los hilos de la tela de araña. Vamos armando las capas, una, dos, tres. Las pinturas flotan como fantasmas, traslúcidas algunas, etéreas, dejan ver en su cuerpo los colores y las presencias de otros cuerpos. Las pinturas flotan como pieles, tejidos de material.
El laberinto se va formando. Se dibujan una serie de entres del espacio; hendijas que marcan posibles recorridos. Entre las capas se divisa levemente un interior y así la instalación nos invita a descubrir su núcleo. Si avanzamos, las pinturas nos tocan, son suaves; y en el camino observamos cargas de material: una, dos, cien pinceladas de un óleo denso que se adhiere, humecta y se endurece sobre las telas y sobre el papel. Los papeles se transparentan, afectados por el aceite que brotó y quizás siga brotando. Colores pálidos, varias gamas de grises cromáticos que vibran en un mismo tiempo. Una pincelada, dos, tres, cien; decenas de pinturas son la coreografía de un mismo cuerpo. Adentrarse en este espacio que cuida su centro o que estalla con él. Una, dos, mil pinceladas y los cuerpos todavía aguantan. Ubicamos las pinturas al derecho y al revés, sin importar distinción, vamos intercalando. Mientras todo parecía pura materia, carga, descarga y fricción, comenzamos a elevar seres y objetos que bailan al son de la música de ensueño de una casa embrujada. Murciélagos, cuerpos antropomorfos, dientes, balanzas, coronas, perros, animales, ángeles o demonios, plantas, raíces, ramificaciones, intestinos, brumas y fluidos. Un compilado de imágenes difusas, tenues, que animan el mundo fantástico de los cuerpos pictóricos y parecen desprenderse de aquel diminuto objeto que brilla y late, leve y potentemente, por la luz que se filtra entre las hendijas, aparentemente hermético.
No vamos a poner muchas luces, sólo alumbraremos ese núcleo del laberinto con cuatro puntos externos, de manera transversal. El episodio de Aye tiene algo teatral y quizás sea porque la pulsión del hacer propio de aferrarse desesperadamente a un presente, empape cada gesto de los miles de gestos con los que se configuran sus obras, desde los más delicados y diminutos hasta los más bruscos y destructivos. Quizás sea porque el óleo sigue brotando, y aunque parezca seco, de alguna manera esté cobrando vida.