Wingfeather 3 - El monstruo en los valles verdes (muestra)

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Un silencio ardiente

No fue un sonido lo que despertó a Janner Igiby. Fue un silencio.

Algo andaba mal.

Se incorporó con esfuerzo y sintió dolor en el cuello, los hombros y los muslos. Cada vez que se movía, recordaba las garras y los dientes que le habían causado las heridas.

Esperaba ver al portador de aquellas garras y dientes dormido en la litera junto a él, pero su hermano ya no estaba. La luz del sol entraba por la portilla y se deslizaba de un lado a otro por el colchón vacío como un péndulo, acompasándose al balanceo del barco. La ropa de cama de la otra litera estaba amontonada en el suelo, lo cual era típico; Kalmar tampoco hacía nunca la cama en Glipwood. Lo que no era típico era su ausencia.

Durante semanas, Janner y Kalmar habían pasado el día tumbados en sus literas, Janner recuperándose de sus heridas y Kalmar haciéndole compañía. Cada vez que Janner se despertaba, encontraba a su peludo hermano en su litera, normalmente con un cuaderno de dibujo en el regazo. El scrich-scrich de la pluma de Kalmar cada mañana era tan reconfortante como el canto de los pájaros. A Janner le gustaba permanecer despierto unos minutos antes de abrir los ojos, escuchando la respiración de Kalmar, recordándose a sí mismo que la criatura que tenía a su lado era, de hecho, su hermano menor. Aún no se había acostumbrado a su aspecto, cubierto de pelo, ni al gruñido ronco al borde de su voz de once años. Pero su respiración era la misma, al igual que sus ojos. Si alguna vez Janner dudaba, solo tenía que mirar aquellos brillantes ojos azules para saber que bajo el pelaje lobuno había un niño pequeño.

Janner respiró hondo y apoyó los pies en el suelo. Las heridas le ardían. Tenía los muslos vendados e hizo una mueca de dolor al ver las manchas oscuras. Nia y Leeli tendrían que volver a cambiarle el vendaje, y eso significaba más dolor.

Janner se tomó un momento para reunir la energía necesaria para ponerse en pie, algo que rara vez había hecho solo desde que lo habían herido. Se estremeció ante el frío recuerdo: el choque del agua helada cuando se zambulló tras Kalmar; el ardor de las garras clavándose en sus muslos cuando el pequeño Colmillo Gris pataleó contra su abrazo; las garras rozándole la espalda y haciéndole jirones la camisa; y, lo peor de todo, los afilados dientes mordiéndole el hombro y el cuello: los dientes de su hermano.

La nave crujió y volvió a quedar en silencio. Desde el día en que zarparon de las Praderas de Hielo, el barco parecía un ser vivo. Gemía como un anciano que duerme; tosía cuando se izaban las velas; suspiraba cuando viraban con viento a favor. La tripulación gritaba y reía a cualquier hora del día, e incluso por la noche Janner se sentía acompañado por el golpeteo de las olas contra el casco y el murmullo de los marineros que hacían guardia.

Y luego, estaba el latido del corazón del barco: Podo Helmer. El abuelo de Janner, con su pata de palo, marchaba de proa a popa, de estribor a babor, con el constante tap-clunk, tap-clunk de sus pasos latiendo en lo más profundo de la noche, manteniendo vivo el barco y con él a todos sus pasajeros. La voz del anciano retumbaba y bramaba, una presencia tan constante que si Janner alguna vez se preguntaba dónde estaba Podo, no tenía más que escuchar un momento una orden ladrada, una carcajada o el golpe de su pata de madera sobre la cubierta.

Pero ahora, el corazón del barco había dejado de latir, y ese era el silencio que había despertado a Janner. Ni la extraña calma de las aguas, ni el silencio de la tripulación, ni siquiera la ausencia de Kalmar eran tan inquietantes como la absoluta quietud de Podo Helmer. Era como si el viejo hubiera desaparecido. Entonces, como para confirmar la sensación de pavor de Janner, llegó a sus fosas nasales el inconfundible olor a humo. Janner se levantó, demasiado deprisa, y el dolor que sentía en las piernas, el cuello y la espalda lo mareó. Pero no le importó. Tenía que averiguar qué ocurría en cubierta, aunque solo fuera para asegurarse de que no estaba atrapado en una pesadilla.

Janner dio tres pasos hacia la escalera y la escotilla se abrió de golpe. La luz entró a raudales en la bodega.

—¡Janner! Muchacho, ¿qué haces fuera de la cama? En palabras de Mildresh Enwort: «¡Estás malherido por el ataque de tu hermano!». La forma redonda de Oskar N. Reteep llenaba la escotilla, bloqueando la luz del sol como un eclipse.

—Señor Reteep, ¿qué ocurre? ¿Adónde se ha ido todo el mundo? ¿Por qué huelo a humo? —Janner dio un paso adelante e hizo una mueca de dolor cuando otra punzada le subió por la pierna.

Oskar bajó las escaleras para ayudar a Janner.

—Tranquilo. Eso es, muchacho —tomó a Janner por el brazo y lo ayudó a avanzar.

Janner volvió a preguntar:

—¿Qué pasa?

Oskar se subió las gafas y se limpió la calva sudorosa.

—Todo va bien, muchacho. Todo va bien —Oskar, que solía pasarse todo el tiempo fumando en pipa en su escritorio de la oficina trasera de Libros y Rincones, que solo había leído sobre aventuras reales y que nunca había estado en un barco, estaba tan cerca de ser un marinero como nunca lo estaría. Andaba descalzo, sus pantalones estaban cortados a la altura de la espinilla y llevaba una camiseta sin mangas, que le permitía mostrar con orgullo su nuevo tatuaje. Y aunque no estaba más delgado ni menos blando, parecía más saludable.

—Si todo va bien, ¿por qué huelo a humo? ¿Han vuelto los Colmillos?

Los siete Colmillos que habían sometido en la nave cuando escaparon de Kimera se habían vuelto más alborotadores cada día. Habían aullado y arañado las paredes de la estiba hasta que quedó claro que no se detendrían hasta conseguir escapar. Los kimeranos querían ejecutarlos, pero Nia no lo permitió. A las semanas de viaje, Podo decidió dejarlos a la deriva en un pequeño esquife con una jarra de agua, asegurando a todos que era lo mismo que una ejecución, y que si el Hacedor quería que sobrevivieran, era él quien debía arreglarlo. Janner había pasado muchas noches en vela, imaginando que de algún modo los alcanzarían, se deslizarían a bordo y matarían a la tripulación mientras dormían. Oskar agitó la mano mientras subían el primer escalón.

—No, no. Esos lobos hace tiempo que se fueron. Tu madre me envió para llevarte arriba —el rostro de Oskar se tornó serio—. Hay algo que tienes que ver. Janner siempre había sido impaciente cuando se trataba de obtener respuestas. Con las piernas lastimadas, los ocho escalones hasta la cubierta serían un trayecto arduo, y no quería esperar tanto.

—¿Qué pasa? ¡Por favor, señor Reteep!

—No, muchacho. Esto hay que verlo, no oírlo. Ahora levántate y vamos.

Janner tomó el brazo de su viejo amigo y subió los escalones hacia la luz del sol. Cuando sus ojos se adaptaron, vio el mar abierto por primera vez desde que habían zarpado. Había visto el océano desde los acantilados de su hogar, extendiéndose eternamente hacia el este, y lo había visto cuando escaparon de las Praderas de Hielo, con los riscos helados a sus espaldas. Pero ahora, lo rodeaba. El efecto era vertiginoso. El Mar Oscuro de las Tinieblas era inmenso y terrible de contemplar; le aceleraba el pulso y le cortaba la respiración, y en un instante supo que le encantaba.

Pensó en el pequeño dibujo de su padre navegando solo el día de su duodécimo cumpleaños y en cómo había contemplado el cuadro durante horas y anhelado hacer lo mismo. El olor del mar, el sol sobre el agua y la conciencia del amor de su padre por la navegación se abalanzaron sobre Janner como una ola rebelde y le hicieron dar vueltas al corazón.

El regocijo se desvaneció cuando la brisa cambió de dirección y el penetrante olor a humo invadió de nuevo sus pensamientos. Apartó los ojos del océano y se dio cuenta de que todos en el barco estaban en cubierta, de pie junto a la barandilla de babor, mirando en silencio hacia el sur, a un cielo nublado. Entre la tripulación había una mujer alta y hermosa, con la mano izquierda en el hombro de una niña y la derecha en el de un pequeño Colmillo Gris. Junto a ellos estaba Podo, descamisado y fuerte, con lo que parecía un garrote en una mano. —Vamos, muchacho —dijo Oskar, y Nia, Leeli, Kalmar y Podo se giraron para saludarlo.

Verlos juntos le infundió fuerzas a Janner. Se separó de Oskar y cojeó hasta los brazos de su madre. Le escocían las piernas, el cuello y la espalda, pero ya no le importaba. Había visto a cada miembro de su familia durante las semanas de su recuperación, pero nunca a todos a la vez. Sintió la mano de Podo sobre su

cabeza, la mejilla de Leeli contra su hombro, los brazos de su madre envolviéndolo sin raspar sus heridas… y la mano de Kalmar sobre su antebrazo.

Entonces, sintió las garras de Kalmar y, aunque no quería, se estremeció; solo un poco, pero lo suficiente para romper el feliz hechizo de la bienvenida de su familia.

—Buenos días, hijo —dijo Nia, tomándole la cara entre las manos. Le sonrió, pero había dolor en sus ojos. Janner pudo ver que había derramado lágrimas recientemente. Leeli no dijo nada, pero tomó a Janner de la mano y miró hacia el horizonte gris.

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Janner—. ¿Por qué nadie me dice qué está pasando?

Nia ayudó a Janner a subirse a la barandilla y señaló el horizonte.

—Mira.

Pero Janner no vio nada raro. Las aguas estaban inquietantemente tranquilas, como si el Mar Oscuro contuviera la respiración. Parecía como si su barco estuviera invadiendo el mar. Pero no había nada que mirar, ¿o sí? Todos en la nave miraban algo, pero Janner solo veía nubes; entonces recordó el olor a humo, y lo supo.

—Eso no son nubes, ¿verdad?

Podo se movió sobre su pata de palo y sacudió la cabeza.

—No, muchacho, no lo son.

—Es humo —dijo Janner.

Todos los mapas que Janner había estudiado alguna vez pasaron por su mente. Vio pasar volando continentes y países, con sus ríos, fronteras y bosques. Vio Skree y las islas Phoob y la gran extensión del Mar Oscuro de las Tinieblas, y luego vio en su imaginación que su nave se acercaba a los Valles Verdes por el este. Allí, justo al sur de donde Janner supuso que podrían estar, había una pequeña isla frente a la costa noroeste de Dang.

—Anniera —dijo Janner—. La Isla Luminosa.

—Sí, muchacho. Nueve largos años —dijo Podo—, y sigue ardiendo.

2

Un refugio en los Valles Verdes

Si Janner se había preguntado alguna vez si Anniera era un lugar real, ahora lo sabía.

No solo lo sabía por el horrible humo que ahogaba el cielo o por su aroma en el viento, sino por la mirada de su madre. Era como si la agitación del Mar Oscuro hubiera abandonado las aguas y las hubiera dejado en calma, solo para habitar en los ojos de Nia Wingfeather. Cuando Janner la miró, vio que la pena, la ira, el dolor y el miedo pasaban por su rostro como olas que chocan, agitando las profundas aguas del recuerdo. Más que nunca, Janner creía. Creía porque Anniera no era solo una historia para su madre; era un recuerdo. Ella había caminado por allí con el hombre al que amaba. Allí había dado a luz a sus hijos.

Durante un tiempo, había vivido y respirado la leyenda de la Isla Luminosa. Janner contempló el mar gris y el humo negro que se cernía sobre él y se afligió por su pérdida; también se afligió por la suya. Había perdido su hogar, igual que ella. Cuando pensó en la cabaña Igiby, vacía y oscura, y en el municipio de Glipwood, que ahora no era más que una aldea en ruinas al borde de los acantilados, sintió una punzada de nostalgia. ¿Cuánto más, pensó, debía de añorar su madre su reino, su ciudad, su pueblo… y su esposo?

Desde el día en que habían huido de Glipwood, habían estado huyendo, moviéndose de un lugar a otro. De la casa del árbol del tío Artham al Recodo Oriental del Blapp, de Dugtown a Kimera, y ahora a través del Mar Oscuro hacia los Valles Verdes, que se encontraban en algún lugar más allá del horizonte. Janner estaba cansado de huir. Quería un lugar al que pudiera llamar suyo, un lugar donde los Colmillos no vagaran, donde los varados no quisieran cortarle el cuello y donde él y su familia pudieran estar por fin en paz. Quería descansar.

Incluso había contemplado la idea de que tal vez los informes sobre la destrucción de Anniera habían sido erróneos. Tal vez encontrarían la forma de vivir en

la tierra de sus sueños; tal vez él y su familia podrían incluso volver a vivir en el Castillo Rysen, donde había nacido. ¡Un castillo!

Las mejillas de Janner ardieron ante su insensatez. Solo tenía doce años, pero era lo bastante mayor para saber que la vida no solía ser como en los cuentos que leía. Aun así, hasta ese momento se había permitido la pequeña esperanza de que las blancas costas de Anniera pudieran estar esperándolo. Ahora, esa esperanza se consumía y se alejaba flotando con el humo en el horizonte.

—Mamá, ¿cómo es posible que aún esté ardiendo? —preguntó Leeli.

Los labios de Nia se endurecieron y sus ojos se llenaron de lágrimas. Como no hablaba, Podo respondió por ella.

—No lo sé, muchacha. Supongo que si estuvieras decidida a calcinarlo todo en la tierra, podrías tardar años.

—¿Nueve años? —preguntó Kalmar.

Nia se enjugó los ojos. Cuando habló, Janner oyó el temblor de la ira en su voz.

—Gnag tiene odio suficiente en su corazón para derretir los cimientos del castillo, hasta los huesos de la propia isla. No descansará hasta que Anniera se hunda en el mar.

—Pero ¿por qué? —preguntó Janner—. ¿Por qué la odia tanto? ¿Quién es?

—¿Quién sabe? Cuando el odio arde el tiempo suficiente, no necesita una razón. Arde por su propio calor y devora lo que sea, o a quien sea, que se le ponga por delante. Antes de la guerra, nos llegó el rumor de un mal en las montañas… pero Throg está muy lejos de Anniera. Nunca imaginamos que llegaría hasta nosotros —Nia cerró los ojos—. Cuando nos dimos cuenta de que los Colmillos iban tras Anniera, ya era demasiado tarde. Tu padre creía que el Estrecho de Symia nos protegería… o al menos nos daría tiempo para montar una defensa —sacudió la cabeza y miró a los niños—. La cuestión es que Gnag pareció surgir de la nada, como un relámpago. Quería a Anniera. Nos quería muertos.

—Pero no nos quiere muertos, mamá —dijo Leeli—. Solo escapamos porque nos quiere vivos.

Nia suspiró.

—Tienes razón. No le encuentro sentido, salvo que él sabe lo que yo sé desde que nacieron —se puso de rodillas, dando la espalda al cielo ahumado y mirando las caras de los niños—. Sabe que son especiales. Son más valiosos de lo que pueden imaginar. Parece que Gnag construyó su ejército de Colmillos a partir de personas —Kalmar apartó la mirada. Sus orejas de lobo se echaron hacia atrás como las de un perro asustado, y Nia tiró de él para acercarlo—. Pero cuando atacó Anniera, vi monstruos tan horribles que no puedo describirlos. Gnag ha

descubierto viejos secretos. Secretos sobre las piedras y las canciones, secretos que creo que Esben… secretos de los que creo que su padre sabía algo.

Cada vez que Janner oía el nombre de Esben, se le revolvía el estómago. Aún le costaba creer que su padre hubiera sido rey. Pero toda aquella charla sobre poder, secretos y piedras era aterradora.

Era cierto que los tres niños podían hacer cosas que Janner no podía explicar. Cuando Leeli cantaba o tocaba, Janner había oído a los dragones marinos en su mente. Sus palabras habían zumbado en su cabeza como abejas en una colmena.

A veces, la canción de Leeli conectaba a los hermanos aunque estuvieran a kilómetros de distancia, y Kalmar parecía ser capaz de ver —de ver realmente— lo que nadie más podía, sobre todo cuando Leeli cantaba.

Varias veces se había despertado algo dentro de ellos, algo que no podían explicar. Nia les había dicho que era un don del Creador, y que de ninguna manera podían —y no debían— controlar. Pero si ellos no podían controlarlo, ¿cómo podría hacerlo Gnag? ¿Y por qué quería hacerlo? ¿Cómo podía saber algo sobre ellos que resultaba misterioso incluso para su madre?

—Ojalá nos dejara en paz —dijo Leeli, apoyando la barbilla en la baranda y mirando al agua.

—Solo quiero que las cosas vuelvan a ser normales —dijo Kalmar—. Seremos normales en los Valles Verdes, ¿verdad?

Nia puso la mano sobre la cara peluda de Kalmar.

—Eso espero.

—¿Cómo sabemos que los Valles Verdes siguen siendo seguros? —preguntó Janner.

—Los vallerinos son fuertes y nunca les han gustado los forasteros. Si alguien ha mantenido a Gnag y a sus ejércitos fuera de su país —dijo Nia con una sonrisa— han sido mis parientes.

—¿Y cuando Gnag descubra que estamos allí? —preguntó Janner—. ¿Entonces qué?

—No lo sé. Pero cuanto más los busca Gnag, más convencida estoy de que les tiene miedo. Miedo, niños. Así que anímense. Después de la batalla en Kimera, tengo la sensación de que Gnag tal vez haya aprendido por fin a dejar en paz a las joyas de Anniera.

—Y si no ha acabado con ustedes —dijo Oskar—, buscará por todas partes menos delante de sus narices. Si yo fuera Gnag, imaginaría que los tres huyeron hacia el oeste, más allá de los bordes de los mapas, o hacia el sur, más allá

de las Montañas Hundidas, lo más lejos posible de Dang. Pero aquí estamos, colándonos en su propio patio trasero.

—¿Los Valles Verdes son el patio trasero de Gnag el Sin Nombre? —preguntó Kalmar.

—La frontera sur de los Valles son las Cordilleras de la Muerte, donde dicen que Gnag se sienta entre los picos del Castillo Throg y planea la destrucción del mundo —dijo Oskar.

—Pero la cordillera es enorme —dijo Nia—. Y traicionera. No hay forma de atravesarla. Los únicos lo bastante locos como para vivir allí son los correcumbres.

—¡Correcumbres! ¡Pah! —dijo Oskar, intentando sonar como un marinero. Escupió, pero en lugar de caer al mar una buena gota densa y digna de un marinero, salió un chorro de saliva blanca que aterrizó en parte en el brazo de Podo.

—Sigue practicando, viejo amigo —dijo Podo, limpiándose—. Asegúrate de sacar las burbujas antes de escupir. Y recuerda, ayuda si resoplas. Mejora la consistencia. Fíjate.

Podo se echó hacia atrás y resopló tan largo y fuerte que toda la tripulación se dio cuenta. Observaron con admiración cómo Podo lanzaba una buena cantidad de saliva que recorrió una distancia asombrosa antes de caer en las olas. Los kimeranos asintieron y murmuraron su aprobación.

Podo se limpió la boca.

—Lo siento, muchacha. Hay que aprovechar los momentos de enseñanza, ¿sabes? Continúa.

—Como iba diciendo —dijo Nia con una mirada fulminante a Podo—, los correcumbres son los únicos que viven en las montañas.

—Pero los correcumbres sirven a Gnag el Sin Nombre, ¿no? —preguntó Leeli—. Al menos, Zouzab.

—Los correcumbres se sirven a sí mismos —dijo Nia—. La única razón por la que Zouzab estaba en Skree era porque Gnag lo capturó. O quizás lo sobornó con fruta.

—Sí que les gusta la fruta —dijo Oskar.

Janner pensó en Mobrik, el correcumbres de la Fábrica Tenedor. Si no hubiera sido por tres manzanas, Janner nunca habría podido sobornar al hombrecillo, y probablemente seguiría cubierto de hollín en la estación de corte con Sara Cobbler y los demás.

Pensar en Sara Cobbler hizo que su corazón diera un vuelco. Todos los días desde que había escapado de la fábrica, había pensado en sus ojos brillantes y valientes. Lo atormentaba el recuerdo de ella atrapada tras el rastrillo, en las garras

del supervisor y Mobrik, mientras él se adentraba en la noche en el carruaje. Pero ¿qué podía hacer? Ahora estaba al otro lado del mundo. Aunque siguiera en Dugtown, no estaba seguro de poder ayudarla.

—¿Pero no podría Gnag simplemente rodear las montañas? —le preguntó Kalmar a Nia.

—Tampoco tienes que preocuparte por eso. El resto de los Valles está rodeado por un bosque profundo y retorcido. Lo llaman el Bosque Negro. Por lo que sabemos, nadie ha sobrevivido a él. Está repleto de árboles centenarios y en él viven cosas terribles. Los pastores que se acercaban lo suficiente para ver el linde del bosque siempre volvían con las historias más horribles. Historias sobre monstruos.

Leeli se estremeció.

—¿Qué clase de historias? —preguntó Janner.

—¿Qué clase de monstruos? —quiso saber Kalmar.

—Los vallerinos los llaman los hendidos. Cosas partidas y retorcidas. Los cuentos de hadas decían que Ouster Will era un hendido —Nia se estremeció—. La cuestión es que Gnag tampoco atravesará el Bosque Negro. Ni siquiera los Colmillos serían tan insensatos. Los Valles Verdes son el lugar más seguro que jamás encontraremos.

—Si es que queda algo de eso, muchacha —dijo Podo—. El Hacedor sabe que tienes razón: los vallerinos son un grupo fuerte y más que capaz de mantener a raya a los Colmillos. Pero han pasado nueve años. El mundo ha cambiado. Nadie pensó nunca que Anniera caería.

Podo miró al sur con hosquedad. Janner se preguntó si el anciano estaría atormentado por los recuerdos de Anniera, donde Wendolyn —la abuela de Janner— había sido asesinada por los Colmillos de Dang.

Uno de los tripulantes de Kimera gritó:

—¡Capitán! ¡Se acerca algo!

Todos los ojos se volvieron hacia el marinero de la cubierta de proa, que señaló el humeante cielo del sur.

—¡Que alguien me traiga el telescopio! —gruñó Podo, y en un instante un marinero le entregó un largo cilindro. Podo apoyó el codo en la barandilla y entrecerró los ojos contra el telescopio.

Un momento después, Janner vio una forma que se acercaba a ellos como una flecha que salía del humo.

—No teman, muchachos —dijo Podo—. Es el hombre pájaro.

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