La lluvia y los cinco

/ EL

PROBLEMA

El problema era que había una sola máquina de lluvia. Una sola en todo el ancho mundo. Y muchos lugares que la necesitaban. De eso trata la historia que quiero contarles.

Esta es una historia del futuro remoto. El tiempo, eso yo lo sé, no es tan recto como creemos porque ahí está el sueño… ¿No podemos ver el futuro? Yo no lo creo. Esta historia es el futuro que vino a contarme algo en mis sueños.

Hace cuatro noches que la sueño y sé que quiero contarla, que necesito contarla. Porque ustedes y yo, todos, somos parte de ella. Somos la especie loca parecida a los monos que se asoma cada tanto en los rincones de la historia.

Así empieza: Había una sola máquina de lluvia. Y ese era el problema.

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África la necesitaba. En el Norte, estaba el gran desierto, abierto como un abanico; a veces, amarillo y arremolinado; a veces, inmóvil, transparente.

Nadie quería destruir el desierto. El desierto tenía que seguir ahí y no necesitaba lluvia. Todos lo sabían: los camellos con sus grandes ojos llenos de lágrimas; las serpientes doradas que duermen sobre las piedras, al sol; los insectos de los oasis, protegidos detrás de las hojas de las palmeras; la arena, inquieta en sus dunas verticales, como montañas. Nadie quería destruir el desierto pero África es mucho más que desierto. Más hacia el Sur, en las enormes sabanas, las jirafas y los leones y los guepardos y las mimosas necesitaban agua. Las selvas y los pantanos esperaban la lluvia con la boca verde y húmeda y abierta., y la lluvia no siempre llegaba.

América necesitaba agua. El Amazonas alzaba sus ondas turbias sobre las tortugas y las pirañas y las grandes boas silenciosas, y pedía tormentas. Los ciervos de las pampas del Sur querían tormenta para sus esteros encendidos, y los osos y los mapaches del Norte se detenían junto a los ríos y buscaban en el cielo tormenta para la fruta y los salmones.

En el centro, en las islas del mar color turquesa, los loros y los guacamayos esperaban que ella fabricara •8•

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el problema

las grandes hojas que siembran sombra fresca en el verano.

Y la máquina de lluvia era una sola.

Australia, la árida, con el corazón dolorido de sed, quebraba las piedras para recibir las gotas que buscan las raíces ciegas de sus eucaliptos y los saltos mágicos de los canguros. Los cocodrilos se escondían en el agua de los pantanos y los arroyos, pero los pantanos y los arroyos estaban cada vez más playos. Las islas, dispersas como un rebaño alrededor, cantaban con el mar pero deseaban el agua dulce que baja desde las nubes.

Eurasia necesitaba la máquina para alimentar a los lobos y las perdices y los manzanos y los olivos y los charcos que brillan entre las nieves blancas de las montañas y los acantilados junto a las playas azules.

En el Sur y el Este, sus ríos lerdos buscaban lluvia y también los tigres que nadan de noche y los elefantes que se mueven todos juntos cerca del Océano Índico.

Solamente Antártida, solitaria como un bostezo blanco, sonreía en paz bajo su lluvia congelada.

Antártida no necesitaba la máquina de lluvia. Tal vez por eso (se me ocurre ahora que voy a contar la historia), tal vez por eso fue la enviada de la Antártida la que consiguió solucionar parte del problema.

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Pero no nos adelantemos. Antes, hay que decir que yo hablo de África, América, Eurasia, Australia y sus hermanas menores, y Antártida, claro. Pero esos no eran los nombres de esas tierras en tiempos de esta historia. En tiempos de esta historia, todo se llamaba de la misma forma. Todo era Tierra. Cada uno de los continentes era distinto y cada uno se llamaba a sí mismo con una palabra que significaba “Tierra”, y esa palabra era completamente distinta de la que se usaba en los otros lugares del mundo. Pero la historia no me contó esos nombres, así que la cuento con los nombres que yo conozco. Que todos conocemos.

Cuento esta historia porque hace falta contarla.

Es una historia necesaria. Hay que contarla mucho, sobre todo ahora, en estos años raros en los que no parece que los seres humanos nos demos mucha cuenta de lo que respira bajo nuestros pies. Esa Tierra que es y será siempre solamente una.

Como los nuestros, los de esta historia no eran buenos tiempos. La sed había bajado con sus dos alas secas hasta todos los seres del mundo, menos los que vivían en la Antártida. Y entonces, la discusión se volvió árida y se dobló sobre sí misma.

Había una sola máquina de lluvia.

Ese era el problema. ****

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/ PRIMERA

PARTE

primavera-otoño (según dónde esté cada cual)

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Había una sola máquina de lluvia. Solamente una.

Los cuatro continentes que la necesitaban se asustaron y Antártida, que no la necesitaba, se asustó también. Y tenía razones para asustarse. Decía la leyenda que, hacía ciclos y ciclos, había habido en la Tierra una especie parecida a los monos. Y que esa especie se había peleado contra el planeta y contra sí misma, como el mundo parecía a punto de pelearse ahora por la máquina de lluvia. Tal vez habían tenido razones, razones importantes: la comida, por ejemplo. O el espacio. O el agua… El agua, como ahora.

Había teorías, claro. Algunos estaban seguros de que era por alguna de esas cosas… porque, ¿qué es más importante que el agua o la comida o el espacio o el aire, en todo caso? Otros decían que tenía que ser por algo más grande, algo desconocido y

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I. Los enviados

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PRIMERA PARTE

maravilloso que se había perdido para siempre en la pelea. Un tercer grupo de estudiosos creía que había sido una enfermedad, una enfermedad terrible, una locura. La cuarta teoría era la más rara de todas. Los que la apoyaban decían que tal vez la pelea había sido solamente porque la especie tenía ganas de pelear. Como un juego que sigue y sigue y termina muy mal.

Fuera lo que fuese, la especie había desaparecido en ese remolino. Y había dejado en condiciones muy feas al resto del mundo. Nadie creía que hubieran sido inteligentes y había una prueba concreta: no quedaba ni uno solo de ellos. Sólo sus huellas, sus ruinas: montañas artificiales, rectas, muy altas, todas amontonadas, montañas que las ardillas de América del Norte usaban para jugar y los mapaches para esconderse; senderos duros, silenciosos, muertos, en general de color violeta, que las plantas iban cubriendo lentamente. Enormes caras de piedra en el centro de América (redondas) y en la Isla de Pascua (alargadas); algunas pirámides inmensas, en América también y en el Norte de África, junto al desierto. Lugares intrincados y llenos de imágenes en Asia. Enormes paredes pintadas en Europa.

Y algo más: el mundo de la historia los llamaba de

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otra forma (algo así como “camino sobre”) pero yo, que quiero defender un poco a la especie loca parecida a los monos, voy a llamarlos “puentes”.

“Los puentes”, pensaba el mundo, “eran maravillosos y estaban por todas partes”. “No pueden haber sido tan tontos”, decían algunos estudiosos cuando miraban los puentes. Un puente que atraviesa un río puede cambiar muchas cosas. Esa manera rápida de unir dos pedazos de tierra separados por agua parece inteligencia pura. ¿Sería por eso que se habían peleado? ¿Por los puentes que ellos mismos habían construido?

Cuando empezó el problema de la máquina de lluvia, los cinco continentes recordaron la leyenda y supieron que, aunque a todos les hacía falta la máquina, no podían permitirse pelear por ella.

Antártida, que no necesitaba lluvia, estaba muy preocupada por la posibilidad de que hubiera una pelea: también Antártida conocía la leyenda.

Esta es (lo aclaro ahora antes de que empiece todo) la historia de una reunión. Y la reunión fue por eso: para que no hubiera pelea. Y para no pelearse por el lugar de la reunión, eligieron una isla que quedara lejos de casi todos los continentes.

Pascua, la llamamos nosotros, Rapa Nui la llamaban • 16 •

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PRIMERA PARTE

antes: un punto apenas, rodeado por el gran océano Pacífico, en el Sur del mundo. A América le quedaba un poco más cerca, es cierto y, del otro lado, también a Oceanía, y más abajo, a la Antártida. Pero en fin... nada es perfecto. Eurasia y África lo pensaron un instante y aceptaron enseguida.

Creo que tengo que explicar un poco la situación: las más interesadas en la máquina de lluvia eran las plantas. Pero sin plantas no hay mundo así que lo que interesa a las plantas, interesa a todos. La especie loca no había entendido eso, decía la leyenda.

Sin embargo, las plantas viajan solamente cuando son semillas, así que no hubo más remedio: los continentes eligieron a sus enviados entre los animales.

Los animales son muchos pero no fue tan difícil encontrar a los indicados: algunos no querían ir por la época. Era primavera en el Sur y otoño en el Norte y esas dos estaciones son las más difíciles siempre, las que dan más trabajo. Y los enviados iban a tener que pasar mucho tiempo lejos; algunos no querían ir porque odiaban viajar.

Y ese sí que iba a ser un viaje. Varios viajes, seguramente: nadie creía que bastara con una sola reunión para arreglar el problema;

algunos no querían ir porque amaban hacer siempre lo mismo todos los días. Los viajes cambian los días, los inventan de nuevo. En un viaje, cada día es diferente; algunos no querían viajar porque no les gustaba la soledad y no sabían si se entenderían con los otros enviados; o porque eran tímidos y no sabían qué iban a encontrar en la isla.

Por eso, los cinco que fueron tenían algunas cosas en común: les gustaba viajar, no eran demasiado amantes del trabajo ni de la rutina, les gustaba estar solos, no tenían miedo de lo nuevo. Algunos, sobre todo los que no querían trabajar, se equivocaron.

Ese viaje a Rapa Nui era exactamente un trabajo, un trabajo muy grande. Pero por suerte para la historia, ellos no se dieron cuenta. No al principio.

El tucán era una vergüenza para el continente.

Lo único que le gustaba era girar en el aire hasta convertirse en un intenso remolino de colores y descansar en largas siestas sobre una hamaca colgada entre dos árboles.

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América: el tucán

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La Isla de Pascua no tuvo un solo nombre en tiempos de la especie loca parecida a los monos. Los que vivieron ahí antes que los europeos le pusieron otro nombre, un nombre más parecido al planeta: Rapa Nui, que quiere decir Ombligo del Mundo. Es un peñón solitario y grande en medio de las olas azules y blancas. Un eco del continente americano.

Misterioso, como todo eco. Como todo eco, otra manera de decir lo mismo. “Tierra”, por ejemplo.

La especie loca parecida a los monos había acabado con los bosques de Rapa Nui, y en tiempos de esta historia quedaban apenas algunas tortugas y pájaros marinos que venían a visitarla de vez en cuando, y dos lagartijas: dos geckos que siempre habían vivido ahí. Los geckos y las tortugas iban a ver las reuniones de los enviados cada tanto. Rapa Nui tiene lluvias constantes pero ellos también eran parte del planeta.

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II. Discusión

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La charla no era tan difícil como esperaba el yak.

Todos querían encontrar la solución y, cuanto antes, mejor. Las grandes cabezas de piedra ayudaban bastante: eran un recuerdo de lo que podría pasar si había una pelea como la que había tenido la especie loca parecida a los monos. Bajo las • 35 •

PRIMERA PARTE

Apenas llegaron, los enviados preguntaron a los habitantes de la isla por un lugar para las discusiones. No en cualquier lado, claro: tenía que ser cerca del mar porque la ballena no pensaba salir del agua.

Los geckos recomendaron Hutuiti.

La playa se llenó de cosas: los libros del yak, alimento, recipientes para atrapar el agua (porque en Rapa Nui no hay más que lluvia, y un arroyuelo que vive y muere varias veces por año); la hamaca del tucán en el suelo, claro, porque no había árboles donde colgarla.

Más arriba, donde terminaba la arena, se veían las largas cabezas que había construido con piedras la especie de la leyenda.

–Interesante –comentó el yak apenas puso una pezuña en tierra. No quería tentarse: si se ponía a pensar en las grandes cabezas, no prestaría suficiente atención a las discusiones.

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grandes sombras, los enviados se trataron con cuidado. No hubo gritos.

Pero, claro, eso no quiere decir que se pusieran de acuerdo.

Y es que no era fácil entenderse.

La cebra hablaba y corría. Corría y hablaba.

Hablaba sobre las tierras de su África. Sobre las sequías que a veces se acostaban sobre las sabanas y las selvas, y trataban de aplastarlas. Sobre la necesidad de lluvia.

El tucán no dijo mucho. No al principio. Estaba inquieto. Se quedaba un rato en la hamaca, sobre la arena, y otro rato se mudaba a una hamaca auxiliar que había puesto entre dos cabezas. De vez en cuando, los geckos lo oían tararear canciones melancólicas. El yak se irritaba un poco porque las canciones eran siempre sobre el agua y los bosques sedientos del Amazonas que, según decían las letras, fabricaban oxígeno para todo el planeta. ¿Por qué el planeta no iba a darles toda la lluvia que necesitaban?

El koala también se irritaba cuando oía cantar al tucán. A veces, le brillaban los ojos y decía, la voz un poquito demasiado aguda: –¿Qué? ¿Ahora América piensa echarnos en cara el oxígeno?

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Pero la reunión no era lo único que hacían los enviados en Rapa Nui. A mediodía, cuando el calor bajaba como una capa pesada de luz sobre la isla, la conversación se interrumpía y cada uno se iba por su lado.

El tucán se zambullía en la hamaca que había colgado de los cuellos de dos de las estatuas y encendía un cubo de sonido. A veces, los dos geckos y algunas tortugas se acercaban a escucharlo.

El tucán tenía muchos cubos de música. Elegía uno y dejaba que la música le corriera sobre las • 37 •

PRIMERA PARTE

Y yo tengo que aclarar: no decía “América”. Pronunciaba, como podía, la palabra que tenía América para nombrar a la Tierra.

La cuarta vez que pasó eso, el yak levantó la voz, una voz tranquila, poderosa, y dijo: –Momentito. Eurasia también necesita la lluvia.

En este momento, los ríos están casi secos en el Norte.

Las lluvias del otoño tardan demasiado en llegar.

Otoño versus primavera. América versus Oceanía.

Eurasia contra todos los demás. “Ese es el problema de las discusiones: cada uno tiene sus razones”, pensó el gecko, al que los primeros habitantes de la especie loca llamaban Moko uru-uru kahu.

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plumas, que el viento lo acunara despacio en el aire. Ni siquiera miraba a los habitantes de Rapa Nui. Sonreía en el centro de la música que giraba a su alrededor como una tormenta.

Pero a veces, su música retrocedía y se callaba y se mezclaba en bailes nuevos con la otra música del aire, la del koala. Y eso, al tucán le molestaba mucho.

Eran dos las músicas nuevas en Rapa Nui. Al moko uru-uru kahu, le gustaba la del tucán. Al moko uriuri (el otro gecko de la isla), la del koala.

No había árboles en Rapa Nui: el yak decía que la especie loca parecida a los monos había matado a todos los árboles para levantar las estatuas, y las tortugas lo aplaudieron cuando lo dijo. El koala, que no podía vivir sin árboles, había pedido al yak uno de los troncos de su nave, y el yak le había prestado uno que formaba parte de la barandilla de estribor. Él y el yak lo habían clavado en el suelo.

El koala, que extrañaba la sombra, había instalado una gran sombrilla verde de hojas en la parte superior. Cada vez que la reunión se interrumpía, iba hasta el tronco, trepaba hasta quedar justo debajo de la sombrilla y escuchaba la música de los tambores. A veces, su música amada se mezclaba con la del tucán. Eso no le gustaba nada.

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El yak descansaba en la base de un acantilado, en sombras, frente a la playa, donde llegaba el viento del mar. Se acostaba en el suelo arenoso y rumiaba ideas. En la reunión, él era el encargado de resumir el estado de la situación para los otros enviados. Él se había ofrecido. Estaba acostumbrado a eso: en los largos inviernos del Norte de Asia, todo el mundo conocía el rito que hay que llevar a cabo para contar un cuento. Esos ritos son complicados, yo lo sé por experiencia. En las tierras del yak, los cuentos duraban varias noches y el yak interrumpía sus historias en el momento de mayor suspenso. A la noche siguiente, cuando todos se sentaban a su alrededor, resumía lo que ya había contado, antes de seguir adelante. Así que eso de resumir la reunión anterior le gustaba.

Se sentía cómodo en Rapa Nui. La música de los dos enviados locos de Oceanía y América le llegaba desde lejos, flotando entre las colinas verdes, y la voz del mar la convertía en una. El yak no era muy amante de la música pero ahora, de pronto, empezó a interesarle. A veces, dejaba de pensar y la escuchaba.

La cebra no buscó un lugar en la isla. Lo que más le molestaba de la reunión era quedarse quieta

así que, cuando todos dejaban de hablar, ella corría carreras por la orilla.

Algunas tardes, la ballena corría par a par con ella, del otro lado, en el mundo del agua. A veces, charlaban desde lejos, a los gritos. Las historias de una y las de la otra se cruzaban en el aire. Las dos habían vivido siempre en mundos casi opuestos: agua una, tierra la otra; olas de espuma para una, olas de pasto en el viento para la otra. Las historias que se contaban eran tan diferentes que de vez en cuando, las dos se quedaban quietas, jadeando, una en la arena, una en el mar, y pensaban en lo que acababan de oír. Pensaban desde adentro, muy en serio, como el yak.

Después, llegó ese mediodía. El yak podría haberlo previsto si hubiera mirado en la dirección correcta.

Pero no lo hizo.

Fue así: casi dormido en la hamaca de la siesta, el tucán no vio que el viento del Sur había hecho rodar al suelo su cubo de música violeta. En el silencio, lo despertaron los tambores del koala. Al principio, no sabía dónde estaba ni qué estaba oyendo. Después, lo envolvió bruscamente una nube de furia blanca, rítmica, danzante, como si, a su alrededor, hubiera

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estallado una tormenta. A sus pies, el gecko tembló y se alejó dos pasos, por si acaso. El tucán se envolvió en su rabia como en una túnica, se desligó a los aletazos de la hamaca, como si la hamaca lo estuviera quemando, y voló hacia el tronco del koala como un remolino de colores.

El koala estaba quieto escuchando, los ojos cerrados. No vio venir al pájaro. No vio los ojos azules, oscuros, agitados dentro de su borde amarillo como el mar rodeado de playas en un día de tormenta.

No vio que la tortuga y el gecko que escuchaban su música se alejaban hacia el interior de la isla… por si acaso. Tan distraído estaba que por poco se olvida de abrazar el tronco cuando el tucán le gritó, casi al lado del oído: –¡Basta con esa música horrenda! ¡Basta! ¡Basta!

Entonces, arrancado de la alegría de los tambores, abrió los ojos, giró en el tronco y aulló una respuesta rítmica y oscura. Soltó una pata del tronco y abrió las uñas grandes, poderosas.

El yak, que no había pensado en el problema de las dos músicas, oyó los gritos desde la playa. Las palabras se perdieron entre las piedras del acantilado pero, cuando el sonido aterrizó justo frente a sus pezuñas, la rabia seguía en el aire, flotando

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sobre las voces como un pedazo de madera en el agua. El yak sabía lo que era la rabia. Había pensado en ella.

Más lejos, entre las olas, la ballena saltaba en el aire para festejar el mediodía. Como siempre que saltaba, se sentía pájaro y cuando se hundía, el mar le abría los brazos y la sostenía con una fuerza blanda, bella. En el que sería el último de sus saltos de ese día, entre las olas, oyó los gritos del koala y los chillidos del tucán con sus oídos diminutos y perfectos. Oyó mejor cuando estaba abajo, porque el agua ama los sonidos y los lleva rápido entre sus dedos transparentes. La ballena no entendió las palabras pero oyó con claridad la rabia ciega que había entre los dos enviados, una rabia dura como un pedazo de piedra en medio de la frescura densa del agua.

Cuando salió a la superficie, vio a la cebra, inmóvil como una estatua de dos colores, los ollares al viento, las orejas tiesas, detenidas, sobre la arena casi blanca. El koala y el tucán se miraban. La ballena gritó desde el mar; el yak llamó desde el pasto.

Como llegó última, la cebra se quedó ahí, despeinada y jadeante, sobre la arena. Los dos geckos habían venido desde la hamaca y el tronco y esperaban.

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–Momentito –dijo el yak, que siempre inauguraba así su resumen de las reuniones de la tarde.

Pero no hubo caso: los gritos empezaron de nuevo y lo único que sonó en el viento que confundía la voz del tucán y la voz del koala fue una palabra. Los dos la decían y la decían todo el tiempo.

Música. Música. Música. Música. Una palabra abierta en cuatro rincones, como el mundo. La historia es clara y por eso lo repito: fue esa palabra la que cortó la pelea en dos, como una ola grande que corta en dos una playa y la convierte en parte del mar. La palabra, dije. Ni el yak. Ni la cebra. Ni la ballena.

La palabra sonó en el aire cuatro veces, un eco al Norte, uno al Sur, uno al Este, uno al Oeste. La cuarta vez que la dijeron juntos –Música, Música, Música, Música–, el tucán y el koala se miraron como si acabaran de despertar de una pesadilla. Ya iban cuatro veces que la palabra se buscaba y se decía. Cuatro veces, habían dicho a coro esa palabra.

Era… sí, era gracioso.

La mirada de los dos enviados flotó un instante en la playa como la brisa y después, se quebró en carcajada. El yak bufó. Ahora era él el que estaba furioso.

Despacio, dio media vuelta y siguió masticando la

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brizna de hierba que llevaba en la boca. La ballena sacudió la cola en el agua y saltó de nuevo. La cebra se sacudió una mosca de los flancos con la cola negra y larga, y bajó la cabeza una vez.

Nadie dijo nada.

La historia dice que fue una palabra la que resolvió el primer problema entre los enviados. Y fue bueno que hubiera un primer problema, porque nadie se olvidó de los gritos. Como las grandes cabezas de piedra, los gritos quedaron en la arena, marcados como un dibujo que se niega a desaparecer en el viento. Como la falta de árboles, como las ruinas, como la soledad de los geckos y las tortugas, ese dibujo era una advertencia.

Los enviados no se conocían. Venían de lugares muy distintos. Tenían recuerdos diferentes. Eran tan difíciles de imaginar para los otros… La pelea era posible. Ya lo habían visto. Pero no era el único camino: por el momento, el tucán y el koala ya tenían una palabra en común.

Música. Música. Música. Música. La habían dicho cuatro veces al mismo tiempo. Eso los acercó y el miedo también. Sí, lo juro, hasta yo, que odio el miedo, sé que esto es cierto: a veces, el miedo ayuda. La leyenda de la especie loca que había • 46 •

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tallado las caras de piedra y matado a los árboles de Rapa Nui los estaba mirando desde las grandes estatuas. “Tal vez, pensó el yak en su acantilado, era por eso que se habían peleado. Por la música”. ¿Por qué no? Él no era un amante de la música pero le parecía una buena razón para pelearse.

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Dos semanas después, la enviada de la Antártida brotó del mar con una solución posible.

Era una mañana azul, sin viento, detenida. El sol doraba despacio las orejas largas de las cabezas de piedra. Y abajo, en la orilla, seguía la discusión.

Hasta ese momento, la ballena no había hecho otra cosa que escuchar desde lejos. Era como si realmente no le interesara mucho lo que se decía.

Como si Antártida hubiera venido a ver solamente.

Y entonces, dijo algo.

No lo dijo en una voz cualquiera. Dentro de su espacio transparente, la voz de la ballena llevaba canciones y témpanos y corrientes y olas salvajes y bahías cerradas y quietas. Llevaba algas verdes y algas violetas y huevos donde se mecían los caracoles recién nacidos.

Pero miento: la ballena no habló directamente.

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III. Primera solución

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Primero tosió una vez, y el yak se calló y miró hacia la orilla. El koala giró sobre el tronco hacia el horizonte abierto. El tucán voló hasta la arena. La cebra frenó bruscamente y levantó las orejas.

El yak la oyó decir y, apenas la oyó, entendió de pronto por qué se le había ocurrido a ella. La ballena estaba más lejos del problema que todos los demás, porque a Antártida no le hacía falta la máquina de lluvia. A veces, es bueno estar lejos. Desde lejos, se ve el dibujo grande, como se ve la forma de una ciudad en un mapa. Desde lejos, se entiende mejor el miedo.

–Si el problema –cantó la ballena– es que hay una sola máquina de lluvia, hay que hacer más. ¡Claro! Tan simple. Tan lógico como la espuma blanca sobre las olas. Como una tormenta de granizo cuando el cielo se pone intenso y violeta. Como los viajes de los ríos hacia abajo, hacia la costa.

Tan lógico como la lluvia misma.

Los enviados se miraron con un brillo transparente en los ojos. La cebra saltó y giró. El tucán dio una vuelta sobre las alas como un arcoiris diminuto.

Pero la idea de la ballena era un principio solamente y el primero que se dio cuenta fue el yak.

No por nada era filósofo: los filósofos siempre están mirando el otro lado de todas las cosas.