
5 minute read
Inundación ANA AGUILERA
Hace tiempo que sentía que le oprimían el pecho, como si una mano sostuviera su corazón y lo apretara de manera constante, algunas veces más fuerte que otras. La sensación continuaba hasta dejarla sin aire y formarle un nudo en la garganta, un par de lágrimas corrían por sus mejillas, pero siempre lograba contener el llanto.
Esa noche quería olvidarlo todo y pasar un buen rato con Pamela y Dante, sus compañeros de oficina. Acordaron tomar una taza de café y comer después de un día agotador en el trabajo. Los conocía de diez años atrás. Los frecuentó en un par de ocasiones en la universidad porque eran amigos de su prometido, Jairo, pero jamás llegó a congeniar con ellos. Accedió motivada por la curiosidad, ya que Pamela le dijo que tenía que contarle algo sobre Jairo.
Advertisement
Después de esa plática desagradable caminó de regreso a casa, necesitaba tomar aire. Estaba impactada por la noticia; sin embargo, le extrañaba más que ningún sentimiento la atravesara en ese momento. No quería regresar, pero él estaría en casa, esperando por ella. Tomó su celular y le avisó que iba de regreso.
La luna se filtraba por la ventana y daba un tono azulado a la habitación. Recostado de lado, sobre la cama, dormía su novio plácidamente. Ela se acostó junto a él, un sinfín de preguntas la acosaban. No buscaba respuestas, sino el principio y final de todo. Su mente trajo el recuerdo de la primera vez que los vio juntos. Él la presentó como su amiga, pero ella inmediatamente se percató de la simpatía que surgía entre ambos. Al ser aquello una fuerza inconmen- surable contra la que no podía, se dio por vencida y decidió ignorar todo vestigio de los hechos.
Sus recuerdos se presentaban como un desfile eterno que la inundaba de melancolía. Un vacío enorme se apoderó de ella. La soledad de la que había estado huyendo la alcanzó y, sin poder detenerlo, un llanto quedo y silencioso comenzó. Las lágrimas, que en un principio eran espaciadas como gotas de agua a las que se les dificulta salir del grifo, brotaron a borbotones de sus ojos. Por más que intentaba detenerlas no lo conseguía.
En su intento por parar la tristeza y la soledad que la invadían se recostó en el suelo, pensaba que lo helado de éste la reconfortaría un poco o haría que su cuerpo reaccionara de otra forma, pero no fue así. Las palmas contra el piso sentían como un charco se iba formando a su alrededor. El dormitorio, donde había compartido su esencia y ser, se fue anegando en aquellos sollozos. El ruido y la humedad, al fin lograron despertar a Jairo, quien de inmediato la buscó. El nivel de las lágrimas cubría la cama y no dejaba de subir. Intentó abrir la puerta, pero era imposible, ya que la presión que el agua ejercía sobre ésta no lo permitía. En medio de la desesperación alcanzó a ver a Ela, se sumergió para salvarla, intentó asirla por la muñeca y llevarla a la superficie, mas notó que ella era la causante de la inundación. El aire en sus pulmones era poco y toda la casa se encontraba sumergida. Lo invadió el miedo, la angustia y la duda que siempre rondaban por su cabeza y jamás se atrevió a confesarlo. Minutos después todo era calma. Ela yacía en el fondo de ese inmenso mar de infinita tristeza que se fue acumulando a lo largo de cinco años y, desde las profundidades, observaba cómo él se diluía.
Reflejos
Paola Ruiz
Estuve en la secta el tiempo suficiente para que se dieran los cambios. Juro que todo empezó como un juego, con la simple intención de divertirme. Era entretenido eso de reconocerse en los otros, más cuando nos hacían vernos hasta que los rasgos se nos volvían líquidos. Una vez toqué la nariz de Esmeralda durante el proceso y jamás volví a quitarme la sensación de los dedos. Nunca lo volví a intentar, no por falta de ganas, sino porque era realmente desagradable la sensación de piel derretida, tan diferente al vapor. Aunque mi mamá intentó sacarme desde antes, insistí en seguir yendo a las reuniones. Disfrutaba de los coffee breaks, todo sabía delicioso después de la musiquita triste y dos horas de llanto provocado por sentencias del tipo: “piensa que algún día tu ser amado se evaporará por última vez”. Además, ése fue el espacio que contuvo mi pelea a muerte por las galletas de arroz –curioso, porque en esos lares nadie se entusiasma por los alimentos secos– y el segundo exacto en el que conocí a Talya.
Podría decir que me cambió la vida, pero en esos días nada era tan emocionante. Sería hermoso hablar de los lagos en los que nos evaporamos juntas, pero no hubo ninguno; también sería maravilloso contar cuáles eran los colores de su condensación, pero nunca los percibí por completo. En cambio, puedo hablar de lo que hacíamos en el grupo, secta o como quiera que se haga llamar ahora. Preparábamos las cubetas y trapos para auxiliar a quienes no podían solidificarse; si eso llegaba a ocurrir, solamente debíamos absorberlo y llevarlo a la enfermería. Pasó tantas veces que ni siquiera bromeábamos al respecto. Un fin de semana, mientras contábamos las cubetas para el retiro, escuchamos que en el siguiente nivel se estaba dando un fenómeno casi irreal. Había miembros que no sólo podían volverse líquidos, sino que tenían la capacidad de reflejar y replicar la apariencia de quienes se asomaban a sus charcos. Es posible que las intenciones del grupo fueran turbias; sin embargo, para nosotras se volvió la excusa perfecta para sentirnos en el cuerpo de la otra. Con nulo conocimiento sobre el proceso, Talya y yo pasamos por alto las jerarquías y nos empezamos a reunir a escondidas para intentarlo. Fracasamos cientos de veces al usar espejos y aluminio, nos untamos cremas grasosas, diamantina e incluso cantidades industriales de brillo labial. El error estaba en que lo hacíamos en lugares cerrados o con poca luz. Fue chistoso, porque según nosotras estábamos al pendiente de todas las variantes, hasta que en una ocasión nos ganaron las ganas de probar durante la Peregrinación Mensual, justo al mediodía. Talya se volvió líquida y resplandeció más que el mismísimo Sol. Creo que fue tanta mi impresión que no me atreví a reflejarme, al contrario, le sugerí que se solidificara de nuevo.
Conscientes de que habíamos revelado uno de los grandes secretos de la secta, iniciamos la búsqueda de lugares pequeñitos, bien iluminados, para realizar el proceso de principio a fin. No quiero hablar mucho sobre eso, porque no hay mucho qué decir. Me convertí en Talya tantas veces que empecé a adquirir su aroma; ella lo hizo tantas veces conmigo que juraría que su evaporación era un calco de la mía. Los cambios eran imperceptibles para los demás, hasta para mi mamá que todo lo sabe, aun así decidimos parar. Salí de la secta antes que ella y fui a vivir con mi abuela unos meses. Aunque me niego a hablar sobre lo que ocurrió desde ese momento, debo decir que siempre busco que el esplendor de la tarde le haga justicia.
