ADRIANA LETECHIPÍA
ANA AGUILERA
ANA CASTAÑER
ANA POBO CASTAÑER
ARACELI SAN ANTONIO
CARMEN MACEDO ODILÓN
D.
GÉNESIS GARCÍA MUÑOZ
LINDA ACOSTA RODRÍGUEZ
NOVIEMBRE DURAND
PAOLA DE LA TORRE
PAOLA RUIZ
ROSARIO ZALDÍVAR
SANDRA NARAI
YÁZKARA HERNÁNDEZ
YIJHAN AHMED
NÚMERO UNO EL AGUA
ÍNDICE
Revista Hestia. Número Uno 2
E ditorial l a luz E n E l mar Génesis García Muñoz P laya GE ts E maní Adriana Letechipia i nundación Ana Aguilera r E fl Ejos Paola Ruiz El ciclo dE l aGua Carmen Macedo Odilón a hoGada Araceli San Antonio d E rr E tido Paola de la Torre Paola Ruiz aunqu E aquí no s E inunda Rosario Zaldívar E manación Sandra Naraí E ncu E ntro D. i m Pr EGnación Linda Acosta Rodríguez tE ru E l , ay E r y hoy a na Pobo castañ E r l a E xtinción dE las sir E nas Noviembre Durand l a niña dE l mar Yijhan Ahmed . Yázkara Hernández m E dit E rrán Eo Ana Castañer i nt E rs Ecion E s 3 4 6 7 8 9 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22
En esta edición, nos sumergimos —sin llegar a ahogarnos— en una inmensidad de posibilidades que han sido vertidas en este cauce para darle vida y sustancia. Como el agua, las autoras de estos textos y material gráfico saben que el mudar de forma es imprescindible, necesario y, a la vez, revelador. Las corrientes son caminos, la profundidad no es siempre oscuridad, el mar sigue siendo un misterio y las lluvias nos recuerdan el fin y el comienzo.
El elemento también tiene un carácter ominoso, abriga al olor y la destrucción, el llanto y la incertidumbre, así que los sonidos que lo anuncian asemejan a las palabras que emanan desde el interior de las autoras. El estruendo de las plumas es incomparable frente a la fuerza con la
HACIA LAS PROFUNDIDADES
que se llenan los abismos de la memoria, ni hablar de las fuentes infinitas de las que bebe la creatividad.
Dulce María Loynaz escribió “quien pudiera como el río, ser fugitivo y eterno” y parece que esa es la mejor manera de describir el agua. Que en estas páginas quede un poco de esa rebeldía, de ese ir y venir en corrientes, en ondas, en marea. Que el arte lave el ardor del fuego, nutra la tierra, permee el aire y vuelva a comenzar.
Tráiganse sus flotis y vamos a nadar en la claridad y en la turbación, en los deseos y los miedos.
DIRECTORIO
Selección de contenido
Las Sin Sostén: Diana Oliva, Paola de la Torre, Paola Ruiz, Yázkara Hernández.
edición y R eviSión
Las Sin Sostén
diSeño
Yázkara Hernández Estrada
Correo electrónico: contacto@lassinsosten.com
Página web: www.lassinsosten.com
FB: @lassinsosten
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Revista Hestia. Número Uno 3
carta E ditorial
GÉNESIS GARCÍA MUÑOZ
La luz en el mar L
luvia.
Las gotas gruesas, pesadas, frías, caían sobre su rostro y empapaban su ropa, pero Teresa no las sentía. Continuó remando, usando su fuerza para sobreponerse a la fuerza de las olas que se empeñaban en enviarla de regreso a la costa. Comenzó a cantar. Su voz dulce se sobrepuso al rugido de las olas y solo entonces, consiguió un poco de paz. Continuó cantando para apaciguar a las sirenas que asomaban las cabezas, aquí y allá, mirándola con desconfianza. No se acercaron, sin embargo. La conocían y conocían su misión. Y nadie en el mar podía interrumpir su trabajo so pena de castigo. Teresa continuó remando hasta que el agua comenzó a burbujear y poco a poco, el enorme y hermoso edificio de nácar, rocas y conchas marinas hizo presencia.
Las almenas y torrecillas estilaban agua, mientras que algunos peces desafortunados saltaban sobre la superficie irregular de la edificación, intentando regresar al abrazo de las olas. Algas y percebes cubrían parte de la estructura, medio escondiendo la radiante belleza del nácar y las perlas, mientras que, en la torre más alta, ardía una llama brillante que iluminaba a su alrededor como si se tratara de un faro. Teresa acercó el pequeño bote a la edificación y alargó una mano, aferrándose a una saliente para atar un grueso cabo de cuerda, asegurando así su frágil embarcación
al edificio. Empapada hasta los huesos y con la ropa cubierta de resaca, cogió su canasta y se la colgó de un brazo, dirigiéndose al interior del edificio a paso firme. La pesada falda de lana se pegaba a sus piernas y le impedía caminar con normalidad, pero eso no la detuvo. Tarareando entre dientes, se acercó a la puerta y llamó tres veces, golpeando la pesada aldaba tallada en una perla monumental.
De pronto, la madera gastada cedió y una pequeña cabecita pelirroja se asomó, sonriéndole con entusiasmo. Su rostro, surcado de cicatrices por quemaduras, pareció resplandecer ante su presencia y Teresa sonrió muy amplio, sintiendo en su pecho la dulce satisfacción de saberse en casa.
– ¡Señorita Teresa! – exclamó, con marcado acento escocés, haciéndose a un costado para dejarla pasar– Me alegra mucho verla…
– Hola, James…– saludó la mujer, dedicándole una caricia en el cabello mientras traspasaba el umbral. De inmediato, su ropa y su cabello se secó, como por arte de magia y la tibieza del interior la envolvió como un abrazo– ¿Cómo estás, querido? Te estás poniendo muy guapo…
– Gracias, señorita Teresa– sonrió, perdonando su mentira piadosa– La estábamos esperando…
– Oh, lo sé, mi amor. Por eso he venido…– exclamó, sonriéndole. El pequeño James era uno de los cientos de huérfanos que habitaban en
Revista Hestia. Número Uno 4
el orfanato. Los pequeños pululaban por aquí y por allá, jugando en las escaleras, corriendo por los pasillos y llenando el interior del edificio con sus risas y juegos. Todos eran sobrevivientes de los miles de naufragios e inundaciones que año a año ocurrían a lo largo y ancho de los mares. La esposa del dios de los océanos, Anfitrite, se compadeció de sus pequeñas almas inocentes y construyó ese hermoso palacio submarino para que vivieran por siempre en un lugar seguro, sin sufrir, sin envejecer, sin regresar jamás a tierra. Los pequeños provenían de todos los lugares del mundo, de distintas épocas y tiempos históricos. Ahí convivían pequeños romanos provenientes de Pompeya, con sus togas rasgadas y manchadas con ceniza, grumetes ingleses que no llegaban a los diez años, embutidos en serios uniformes navales, niños vikingos con el cabello trenzado y ropa hecha de piel de animal, pequeños africanos arrojados por sus madres al mar para salvarlos de la esclavitud, niñas chinas de pies diminutos y decenas de bebés abandonados en las olas por ser hijos de la vergüenza. Los niños que ahí vivían no necesitaban de alimento ni cuidados, simplemente pasaban sus días jugando con los peces, sin medidas de tiempo ni recuerdos dolorosos. Como una medida de misericordia, la diosa borraba los recuerdos de los niños, ahorrándoles el dolor del abandono y la nostalgia por sus familias perdidas. No tenían penas, ni preocupaciones. Excepto una. – ¿Cómo está el aceite? –preguntó Teresa, palpando la gruesa botella que llevaba guardada dentro de su canasta.
– Queda poco– respondió James, guiándola en dirección a las escaleras– Por eso estábamos esperándola.
– Vamos entonces…– replicó la mujer y juntos comenzaron a subir los diez mil escalones que llevaban a la parte más alta del faro.
Una vez cada treinta años, Anfitrite elegía a uno de sus niños y le daba la posibilidad de regresar a tierra para cumplir con una importante misión: buscar el aceite de ballena que mantenía la llama del faro encendida. La diosa estaba imposibilitada de dañar a una criatura marina y por eso, dependía de los pequeños mortales para seguir manteniendo el orfanato vivo. Era una condición penosa, pero, fue la que Hades le impuso para permitirle conservar todas aquellas pequeñas almas que, por derecho, le pertenecían. Solo así los niños seguirían viviendo en el reino encantado de la diosa, felices y seguros. Mientras esa llama brillara, los niños vivirían para siempre. Pero, si se apagaba…
– Le queda poco tiempo de servicio, ¿no es así? – preguntó de pronto el niño y Teresa asintió.
– Tres años– respondió, sin dejar de subir los interminables escalones. Por veintisiete años subió esas escaleras, llevando consigo la preciosa carga. Una vez terminara su servicio, tenía dos opciones: regresar al orfanato o permanecer en tierra, envejecer y morir como cualquier mortal. Teresa, que en todo ese tiempo no se permitió
crear ataduras a la tierra, estaba decidida a regresar.
¿Qué podría ser mejor que permanecer ahí para siempre? Jamás envejecería, jamás padecería dolores o necesidades, jamás volvería a sufrir. La vida en la tierra era dura, cruel. No le gustaba. Su vida estaba entre las olas, rodeada de belleza y magia. El agua era su elemento: estar en el agua la hacía rejuvenecer, la transformaba en un nuevo ser cada vez que pisaba el océano o montaba un bote. Allí estaba todo lo que amaba, todo lo que conocía. No recordaba su familia, ni su pasado. Su hogar era ese orfanato. Y moría de ganas por regresar.
– ¿A quién cree que escogerán esta vez? – preguntó de nuevo el muchacho, el miedo en su voz. Teresa podía comprender su miedo. El único recuerdo tangible que los niños conservaban de su vida antes del orfanato eran las cicatrices de las heridas recibidas durante los naufragios. El rostro de James estaba surcado de cicatrices de quemaduras y el niño temía ser elegido y regresar a tierra firme luciendo de ese modo.
– No lo sé, querido… pero, pase lo que pase, te prometo que estarás bien– le aseguró, rodeando sus hombros con un brazo mientras subían y subían por las interminables escaleras.
Cuando finalmente llegaron arriba, Teresa se acercó a la ánfora dorada que contenía el aceite de ballena ardiendo. Cogió la botella que llevaba en su canasta y muy cuidadosamente depositó su contenido dentro, avivando las llamas y dándole a su precioso hogar un poco más de vida. El fuego crepitó alegremente y ardió con tanta fuerza que, por un momento, volvió la noche día. A lo lejos la mujer pudo ver la línea de la costa y la ciudad durmiente, y, muy abajo, las olas reventando alegres contra el nácar de las paredes mientras las sirenas saltaban en la resaca, coleteando con entusiasmo. Desde el fondo de su corazón, Teresa deseó que las cosas permanecieran así para siempre. Sabía que era difícil, que el trabajo de los balleneros comenzaba a ser juzgado por la sociedad y que muchos abogaban por que ya no se cazaran ballenas, alegando que su caza indiscriminada las estaba llevando a la extinción. El mundo estaba cambiando y las personas comenzaban a darse cuenta que los recursos no son eternos y debían cuidarlos antes que se agotaran definitivamente.
Quizás llegaría un día, más temprano que tarde, en el que el medio de vida del orfanato desaparecería para siempre y todos sus habitantes se perderían en el olvido, como espuma del mar. Pero, no sería ese día. Rodeada por la brillante y cálida luz del ánfora, Teresa se apoyó en una columna nacarada y contempló el amanecer despuntando en el cielo. Suspiró, orgullosa. Con su trabajo, logró comprar un poco más de tiempo para mantener su hogar con vida y eso la llenó de satisfacción. Repentina y ferozmente feliz, acercó al muchachito hacia ella, rodeando sus hombros con un brazo para dejar un sonoro beso en su sien. Sí, el mundo cambiaba y ellos un día conocerían a Hades y la magia terminaría para siempre. Pero no sería ese día.
Revista Hestia. Número Uno 5
Playa Getsemaní
Deneb gritó de alegría al ver el océano por primera vez. Soñaba con conocerlo desde la vez que su madre le contó sobre él: un animal masivo, que respira con cada ola y suspira con cada marea.
Llegar no fue difícil. Una carretera parte la tierra reverdecida y llega directamente a sus aguas. El camino se sumerge y se fusiona volviéndose uno con la arena negra, algunas de las ruinas de la ciudad asoman cuando las aguas están bajas, alrededor aún se encuentran las aceras y algunos cacharros reconquistados por la vegetación.
Deneb se quita los zapatos y corre hacia el mar. Se hinca para hundir sus manitas entre la espuma y el agua cristalina. Las olas responden lamiéndole los pies. Varios pececillos huyen, otros se acercan por curiosidad “¿es comida?”. La arena negra, grumosa, se adhiere a su cuerpo.
Años atrás el mar erosionaba las conchas y los silicatos convirtiéndolos en arena de diferentes colores, había playas blancas y doradas. Si mirabas de cerca, se veían caracoles diminutos bellamente pulidos por el vaivén del agua. En Playa Getsemaní no es de esta manera.
El agua subió un par de metros en los últimos doscientos años. Las continuas mareas y el oleaje desmoronaron los edificios que estaban a su alcance, transformando el cemento en arena.
Deneb toma la masa oscura y comienza a hacer lo que los humanos hacen por instinto: construir. Edifica cuatro torres pequeñas en las puntas de un cuadrado, al centro, levanta una torre más alta y ancha, traza dos surcos sobre la arena de hormigón para encauzar el agua salada.
— ¡Deneb, ven por un bocadillo!
La marea sube al caer la tarde; es hora de irse. Deneb hizo lo que los humanos hacen por instinto: destruir su propia obra. Pone un pie sobre ella, apoya todo su peso y deja su pequeña huella. Ríe con satisfacción. Toma la mano de su madre y regresan al camino.
La mujer mira atrás justo a tiempo para ver como el océano, ese viejo animal, engulle lo que queda de la huella de la pequeña y el castillo.
Lo que ayer fue una ciudad, hoy es un castillo infantil; y mañana volverá al mar de sucesiones, donde ni la materia ni las civilizaciones desaparecen, solo se transforman.
Revista Hestia. Número Uno 6
ADRIANA LETECHIPÍA
Inundación
ANA AGUILERA
Hace tiempo que sentía que le oprimían el pecho, como si una mano sostuviera su corazón y lo apretara de manera constante, algunas veces más fuerte que otras. La sensación continuaba hasta dejarla sin aire y formarle un nudo en la garganta, un par de lágrimas corrían por sus mejillas, pero siempre lograba contener el llanto.
Esa noche quería olvidarlo todo y pasar un buen rato con Pamela y Dante, sus compañeros de oficina. Acordaron tomar una taza de café y comer después de un día agotador en el trabajo. Los conocía de diez años atrás. Los frecuentó en un par de ocasiones en la universidad porque eran amigos de su prometido, Jairo, pero jamás llegó a congeniar con ellos. Accedió motivada por la curiosidad, ya que Pamela le dijo que tenía que contarle algo sobre Jairo.
Después de esa plática desagradable caminó de regreso a casa, necesitaba tomar aire. Estaba impactada por la noticia; sin embargo, le extrañaba más que ningún sentimiento la atravesara en ese momento. No quería regresar, pero él estaría en casa, esperando por ella. Tomó su celular y le avisó que iba de regreso.
La luna se filtraba por la ventana y daba un tono azulado a la habitación. Recostado de lado, sobre la cama, dormía su novio plácidamente. Ela se acostó junto a él, un sinfín de preguntas la acosaban. No buscaba respuestas, sino el principio y final de todo. Su mente trajo el recuerdo de la primera vez que los vio juntos. Él la presentó como su amiga, pero ella inmediatamente se percató de la simpatía que surgía entre ambos. Al ser aquello una fuerza inconmen-
surable contra la que no podía, se dio por vencida y decidió ignorar todo vestigio de los hechos.
Sus recuerdos se presentaban como un desfile eterno que la inundaba de melancolía. Un vacío enorme se apoderó de ella. La soledad de la que había estado huyendo la alcanzó y, sin poder detenerlo, un llanto quedo y silencioso comenzó. Las lágrimas, que en un principio eran espaciadas como gotas de agua a las que se les dificulta salir del grifo, brotaron a borbotones de sus ojos. Por más que intentaba detenerlas no lo conseguía.
En su intento por parar la tristeza y la soledad que la invadían se recostó en el suelo, pensaba que lo helado de éste la reconfortaría un poco o haría que su cuerpo reaccionara de otra forma, pero no fue así. Las palmas contra el piso sentían como un charco se iba formando a su alrededor. El dormitorio, donde había compartido su esencia y ser, se fue anegando en aquellos sollozos. El ruido y la humedad, al fin lograron despertar a Jairo, quien de inmediato la buscó. El nivel de las lágrimas cubría la cama y no dejaba de subir. Intentó abrir la puerta, pero era imposible, ya que la presión que el agua ejercía sobre ésta no lo permitía. En medio de la desesperación alcanzó a ver a Ela, se sumergió para salvarla, intentó asirla por la muñeca y llevarla a la superficie, mas notó que ella era la causante de la inundación. El aire en sus pulmones era poco y toda la casa se encontraba sumergida. Lo invadió el miedo, la angustia y la duda que siempre rondaban por su cabeza y jamás se atrevió a confesarlo. Minutos después todo era calma. Ela yacía en el fondo de ese inmenso mar de infinita tristeza que se fue acumulando a lo largo de cinco años y, desde las profundidades, observaba cómo él se diluía.
Revista Hestia. Número Uno 7
Reflejos
PAOLA RUIZ
Estuve en la secta el tiempo suficiente para que se dieran los cambios. Juro que todo empezó como un juego, con la simple intención de divertirme. Era entretenido eso de reconocerse en los otros, más cuando nos hacían vernos hasta que los rasgos se nos volvían líquidos. Una vez toqué la nariz de Esmeralda durante el proceso y jamás volví a quitarme la sensación de los dedos. Nunca lo volví a intentar, no por falta de ganas, sino porque era realmente desagradable la sensación de piel derretida, tan diferente al vapor. Aunque mi mamá intentó sacarme desde antes, insistí en seguir yendo a las reuniones. Disfrutaba de los coffee breaks, todo sabía delicioso después de la musiquita triste y dos horas de llanto provocado por sentencias del tipo: “piensa que algún día tu ser amado se evaporará por última vez”. Además, ése fue el espacio que contuvo mi pelea a muerte por las galletas de arroz –curioso, porque en esos lares nadie se entusiasma por los alimentos secos– y el segundo exacto en el que conocí a Talya.
Podría decir que me cambió la vida, pero en esos días nada era tan emocionante. Sería hermoso hablar de los lagos en los que nos evaporamos juntas, pero no hubo ninguno; también sería maravilloso contar cuáles eran los colores de su condensación, pero nunca los percibí por completo. En cambio, puedo hablar de lo que hacíamos en el grupo, secta o como quiera que se haga llamar ahora. Preparábamos las cubetas y trapos para auxiliar a quienes no podían solidificarse; si eso llegaba a ocurrir, solamente debíamos absorberlo y llevarlo a la enfermería. Pasó tantas veces que ni siquiera bromeábamos al respecto. Un fin de semana, mientras contábamos las cubetas para el retiro, escuchamos que en el siguiente nivel se estaba dando un fenómeno casi irreal. Había miembros que no sólo podían volverse líquidos, sino que tenían la capacidad de reflejar y replicar la apariencia de quienes se asomaban a sus charcos. Es posible que las intenciones del grupo fueran turbias; sin embargo, para nosotras se volvió la excusa perfecta para sentirnos en el cuerpo de la otra. Con nulo conocimiento sobre el proceso, Talya y yo pasamos por alto las jerarquías y nos empezamos a reunir a escondidas para intentarlo. Fracasamos cientos de veces al usar espejos y aluminio, nos untamos cremas grasosas, diamantina e incluso cantidades industriales de brillo labial. El error estaba en que lo hacíamos en lugares cerrados o con poca luz. Fue chistoso, porque según nosotras estábamos al pendiente de todas las variantes, hasta que en una ocasión nos ganaron las ganas de probar durante la Peregrinación Mensual, justo al mediodía. Talya se volvió líquida y resplandeció más que el mismísimo Sol. Creo que fue tanta mi impresión que no me atreví a reflejarme, al contrario, le sugerí que se solidificara de nuevo.
Conscientes de que habíamos revelado uno de los grandes secretos de la secta, iniciamos la búsqueda de lugares pequeñitos, bien iluminados, para realizar el proceso de principio a fin. No quiero hablar mucho sobre eso, porque no hay mucho qué decir. Me convertí en Talya tantas veces que empecé a adquirir su aroma; ella lo hizo tantas veces conmigo que juraría que su evaporación era un calco de la mía. Los cambios eran imperceptibles para los demás, hasta para mi mamá que todo lo sabe, aun así decidimos parar. Salí de la secta antes que ella y fui a vivir con mi abuela unos meses. Aunque me niego a hablar sobre lo que ocurrió desde ese momento, debo decir que siempre busco que el esplendor de la tarde le haga justicia.
Revista Hestia. Número Uno 8
Ilustración: Paola Erre
CARMEN MACEDO ODILÓN
El ciclo del agua T
e amo, mamá, ojalá nunca te hubieras evaporado.
La última vez que mi papá habló de tu desaparición fue con la frase: «Ella era una mujer de agua, nos conocimos cuando emergió ante mí de una fuente». Fue a la mitad de un verano que se esfuerza en olvidar: niños del barrio jugaban a policías y ladrones con pistolas de agua, risas frescas como el disparo cristalino que atentó contra su pecho. Luego una caricia húmeda se posó sobre su mano y tú ya estabas ahí, al lado suyo. Un encuentro que desafió la realidad, mas nunca hizo dudar a papá de tu cariño, Magdalena, o al menos así quiero imaginármelo.
* Desde niña, he conservado el secreto del origen de mi mamá y la incógnita de su desaparición. Aunque la extraño, lo hago por el bien de papá, quien cada viernes llega más tarde del trabajo.
*
«Está de viaje. Mi mamá recorre el mundo estudiando el mar, viajó por el Amazonas, descendió por las cataratas del Niágara y
zarpa seguido del puerto de Vallarta», digo, aunque no estoy segura de que sea cierto, cada vez que me preguntan por ella.
Desapareció su cuerpo, pero en los días de lluvia su presencia se condensa, creo verla en los charcos y al fondo de mi vaso de agua, como si me acompañara a todos lados.
* Recapitulación. Mi mamá ES una mujer de agua. Cuando de bebé yo no quería dormir, ella viajaba jugando entre los agujeros de la regadera.
Un día lloré tanto que me desmayé y cuando abrí los ojos mi mamá ya no estaba. Desde entonces no he vuelto a llorar, papá tampoco.
Un viernes lo espero hasta las once de la noche, él regresa oliendo a cigarro y perfume. Se excusa con una fiesta del trabajo y, aunque no le creo, aprovecho su momento de debilidad para preguntarle sobre mamá. Digo que al empezar la prepa me convenzo de haber visto su mirada en las gotas de lluvia, o al menos los ojos de la única fotografía que tengo de ella, recuerdo tan nebuloso como el vapor, distancia dura de una ausencia congelada.
—Siempre fue así, Rocío, inesperada y fu -
Revista Hestia. Número Uno 9
Revista Hestia. Número Uno 10 gaz. De novios, sus promesas se escapaban por mis dedos al igual que la niebla ante la mañana, sus caricias eran como olas en las que podía mecerme y sus besos resbalaban como…
Deja de hablar, ruborizado por el alcohol que quizá bebió. Cubre sus labios y mira el suelo. Siento ternura por él, quien no concibe la idea de hablar de amor frente a su hija. Incluso si es lo más natural de vivir y de cuyo encuentro nací o flui yo. *
—Mi amiga Mireya dice que…
Papá no pierde la oportunidad de hacerme saber que entre su compañera de trabajo y él solo hay amistad, aunque no se da cuenta que pronuncia su nombre más de una vez al día, ni que sus ojos brillan cuando lo hace.
—¿Tienen que ir a un congreso, pa’? —Él asiente—. Los dos solos...
—Somos los de Recursos Humanos, hija. Silencio.
—Todavía puedo decirle que no, Rocío.
—Diviértete, yo sé cuidarme sola.
*
Fin de semana con la casa para mí, apago las luces y me acuesto en la cama para hacer algo que desde hace poco acostumbro. Trato de llorar para sentirme una chica normal. A medianoche, me levanto al baño, me siento en los mosaicos de la ducha y abro la llave. Al menos así, puedo vivir la sensación del agua escurriendo por mis mejillas.
—Me haces falta mamá… Llévame contigo a viajar por el mundo, papá estará bien, tiene a alguien más.
La llave se cierra, de mi pijama se eleva una nube de vapor, el espejo del baño se empaña, luego la temperatura desciende. Me levanto y en vez de mi reflejo está su rostro.
«Rocío, no puedo volver a tu mundo, pero nunca te he dejado». Creo oír.
—¿Bueno? ¿Qué pasó, Rocío? —La voz de papá es baja, como para no despertar a nadie.
—Pa’ encontré a mamá. Corre el silencio.
—¡Voy para allá!
—No. Solo quería que lo supieras, necesitaba decirlo en voz alta para saber que no enloquecí.
—¿Dónde está?
—Dentro de mí… Buenas noches.
Cuelgo. Papá presiona el teléfono contra su pecho desnudo. Mira hacia el lado contrario de la cama donde no hay nadie, como hace tantos años. Toma la almohada desocupada y la abraza ahogando un gemido.
Cuando vuelve trae flores, pero dice que son para mí. Pregunto por su viaje, pero solo responde seco que se divirtió.
—Me sentí abandonado porque yo no podía verla, oírla, ni llorar por ella para no lastimarte. Así que Magdalena se escondió en tus ojos después de un último beso.
*
—Rocío, ¿me darías permiso de salir con Mireya?
Me río, respondo que ya se había tardado en decirme.
—Pa’, está bien que avances, que te guste otra mujer y te haga sonreír. Qué bueno que alguien más te quiere y… —Una lágrima deja su rastro en mi mejilla. —Deseo que seas feliz y dejes de contenerte. —Otra más me nubla la vista, empiezo a sollozar. Papá no se acerca.
—Magdalena… perdóname, no quería lastimarte, sigo amándote, pero…
—No te disculpes con ella, que también quiere lo mejor para ti.
*
Lloro, te lloro hasta que mis ojos se hinchan y enrojecen. Finalmente, la tristeza gélida se marcha de nuestro hogar junto con tu último recuerdo, mamá. Me quedo con tu fotografía que beso todas las noches. O al menos, así es como quiero recordarlo.
De bebé lloré tanto que me sequé y mi madre entró en mí para rehidratarme. Una vida a cambio de otra, su silencio frío tarde o temprano nos haría olvidarla.
«Si lloras, mi niña, saldré de ti y desapareceré para siempre».
*
*
ARACELI SAN ANTONIO
Ahogada
Dolía. El cuerpo me dolía de maneras inhumanas. No estaba segura de cuánto tiempo había permanecido sumergida en la profundidad, pero mis pulmones ya habían soltado casi todo el aire que habían contenido; cuando me atrevía a intentar recobrar el aliento, mi pecho y mi garganta dolían aún más.
Mi garganta, aquella que solía emitir las risas más sonoras, ahora se desgarraba en pedazos por los gritos callados.
La oscuridad me aterraba, pero el escozor del agua me impedía abrir los ojos; aquellos ojos, que llegaste a describir como los más luminosos, ahora se encontraban ensombrecidos y quemados por la sal que les había entrado.
No sabía con seguridad cuánto tiempo permanecí ahí dentro; sin embargo, los gritos se volvieron susurros y pensé por un momento que, debido a la presión, mis oídos habían explotado. No había sangre a mi alrededor, nada que indicara que estaba herida... Pero lo estaba.
No había laceraciones a través de las cuales pudiera supurar... Todo el veneno se quedó dentro. No tenía certeza del tiempo, pero imaginaba que las noches eran aquellos momentos en que -debido al congelamiento- dejaba de sentir mi ahora débil corazón.
Mi corazón, no hace falta repetirte las veces que latió gracias a ti, ahora se encontraba bombeando en el espacio entre mis orejas y mi cien.
Recuerdo que de niña tenía un inmenso miedo a nadar: me angustiaba no poder ver los terrores que hallaría en la profundidad... Ahora me encontraba flotando tranquilamente y no había monstruos...
Solo yo...
La superficie ya no era visible y a mis brazos les crecieron branquias... Demasiadas. Una por cada momento que a mi cuerpo le costaba respirar.
Mis manos y pies se habían hinchado, ya no eran las suaves extremidades que alguna vez te acariciaron.
Recordaba muy bien el inicio, pero no estaba segura de encontrar un final. Había luchado demasiado por no hundirme hasta que el cansancio me orilló a ceder a la profundidad.
La tranquilidad -y quizá la hinchazón- de los muertos los hace flotar a la superficie... Así estaba yo: con demasiada tranquilidad o ¿es que había muerto ya? No importaba, de la nada mi cuerpo dormido empezó a despertar.
Dicen que el agua te ayuda a limpiar las impurezas del alma y te hace renacer... Mi familia cuenta que fueron seis meses los que pasé en cama; yo les digo que ese medio año me la pasé limpiando -con mi llanto- las impurezas y el dolor que dejaste.
Lo demás sucedió despacito. Vi cambiar la luna tres veces antes de poder levantarme y – a pesar de ya no estar sumergida- mis pulmones estaban tan entumecidos que aún me costaba demasiado respirar.
Cambiaron dos veces las estaciones del año antes de que mis ojos se acostumbraran nuevamente a la luminosidad. Los doctores sellaron mis branquias artificiales que, una vez fuera, comenzaron a sangrar.
Repasé dos veces cada capítulo de mi serie favorita hasta que mis oídos volvieron a escuchar. Ahora los susurros eran cantos y – con el tiempo- yo misma empecé a cantar.
Recobré la noción del tiempo cuando noté que las noches era el único momento en que me volverías a mirar...
Pero yo ya no quería verte. No ahora que por fin probaba el sabor de la paz. Entonces me corté el pelo y alcé el tono de mi voz, así jamás podrías reconocerme si nos volvíamos a encontrar.
Revista Hestia. Número Uno 11
PAOLA DE LA TORRE Y PAOLA RUIZ
Derretido
Revista Hestia. Número Uno 12
Aunque aquí no se inunda
Hay tormenta y yo ya no entiendo si me duele el pecho por lo que arrastra la corriente o por lo que deja. Supongo que no sé de diferencias porque a mí los huesos ya me rechinan siempre.
Tampoco conozco el movimiento del agua porque le huyo desde niña. La sé agresiva desde que la conocí derrumbando casas y ahogando almas; desde que fue intrusa en mis oídos y mi nariz.
Cada vez que golpea las ventanas, agrede a los árboles y deshace a voluntad, me abrazo con fuerza a mi orilla, ato tobillos y muñecas a las tablas mohosas de mi muelle y, sin saber bien a quién, rezo, para que el agua no nos trague ni nos llene, para que cese su agresividad y deje de atacarnos. Te pido, Lluvia, no seas tanto, no nos lleves en tu barullo, ni nos obligues a ir contigo como discípulas. No en este huracán.
Revista Hestia. Número Uno 13
ROSARIO ZALDÍVAR
Emanación
SANDRA NARAI
Soy agua llorando bajo la tormenta efluvio indigno esperando ablución
La marea que a la vida me violentó yace perdida bajo la superficie del papel se hizo carbón soy incapaz de reconocerla y no quiero hacerlo no quiero
Imbuida por el espíritu del aire puse alambradas al agua
murió el agua enredada en mi corrupción dejó de correr arterias abajo se pudrió el agua atorada en cavidades muertas
murió con ella la raíz del manzano el origen del bien y del mal devenido poema vida altisonante vomitando negación
Efluvio fui efluvio volveré a ser cuando los diques se rompan emanación profunda de la carne oxidada
Glorias a Neptuno daré cuando esto ocurra a los tritones a Ngen-kürrëf dueño de los vientos
y también por qué no ¡Oh, capitán, mi capitán! a mi capitán
Caronte
Gráfico: Mariana Montrazi @ mariana.montrazi
A veces quisiera cargar en mis manos a mi madre. Llevarla a las olas, sumergirnos en el agua fría.
Y, con un respiro, convertirla en niña, lavar sus dolores, cantarle canciones de cuna que la hagan dormir hasta el alba.
Y, en el vasto mar con sus aguas profundas, heladas, nadar, desde el fondo mirar los rayos del sol colarse, iluminar la superficie, salir.
Y con una bocanada llenar los pulmones con oxígeno que transforma a mi madre en mi hija para abrazar el sufrimiento que lleva cargando días, meses, décadas.
Y decirle que el agua limpia, y restaura, y calma, y deslumbra, y abraza. Y guardar su corazón como un tesoro, como una perla, transformado después de la pena, después de que la tristeza se quedó a vivir en su rostro.
Y
vamos a dejar que las olas nos lleven hasta donde sus lágrimas hagan el mar más inmenso, porque ya lleva la vida que sale de los ojos de mi madre, que ahora me acompaña y la acompaño a desandar lo andado, a recuperar lo perdido, a vaciar lo desbordado.
Revista Hestia. Número Uno 15
D. Encuentro
LINDA ACOSTA RODRÍGUEZ
Impregnación
Nací entre espejos, en los verdes pantanos del sureste; de niña me colmaban las tormentas, trópico manchando de acuarela mi cuerpo, bebí de la lluvia, y jugué con el lodo hasta las rodillas.
Trepada en un árbol de guayaba cociné pócimas para viajar por las nubes, observé el rocío, gotitas entre pétalos escurrirse suavemente hasta las raíces. Comprendí la dulzura y el ímpetu del líquido.
Manantiales, fuentes, pozos, termales sulfurosas, ríos y arroyos, cruzan todos los océanos en mi historia: emociones y sentimientos se revuelven, en rehiletes desde ondas hasta mareas infinitas. ¡Luna que guardas las Náyades de mi obrar, todos los fluidos de mi existencia responde a tu atracción!
Salivé, en la cúspide del pleamar, donde amar es recorrer de erotismo las páginas de una cascada, entre los pliegues de mis glúteos.
Viajé hasta la nieve, donde los vapores se funden con sol y el frío, alquimista al fin, tomé dos cántaros como la XIV, soy la Templanza en el horizonte: proclamé, llenando de lágrimas y sudor cada vasija. Una estrella anido en mi corona, fui hasta bajamar, donde los manglares hacen tejido, y vacíe, fuera de mí, angustia y sollozo.
Volví a las tierras cálidas, trepada en el guayabo, bebí coco a sorbitos, lamí mis dedos revisando el sabor de mis memorias, tinta teñida de matices; desde adentro vislumbre mi humedad.
Revista Hestia. Número Uno 16
Gráfico: Andrea Garibay @ andreagaribay.__
Teruel, ayer y hoy
Revista Hestia. Número Uno 17
ANA POBO CASTAÑER
La extinción de las sirenas
NOVIEMBRE DURAND
La pesca indiscriminada exterminó a las mujeres-peces, ¿por qué no habrían de doler las venas? Esto es como leucemia, se han apagado las estrellas en la sangre.
El mutismo de los ríos y los mares les han cosido los labios; en el desierto no hay árboles, solo brotan huesos, brillan constelaciones formadas por cruces rosas y una luna de sangre.
El agua ha perdido su embrujo.
Venden la carne de sirena en cada mercado, sus cuerpos yacen en los aparadores, qué hermosas son cuando están: colgadas de cabeza [dicen qué bella es la muerte [dicen hermosa es el agua cuando no habla [dicen ellos porque le temen al agua, porque el agua es indomable, insumisa.
El agua es una bestia que baila alimentándolo todo, se desintegra y renace con rabia, fuego líquido, violento relámpago de vida que combate la depredación.
Le temen al agua.
Revista Hestia. Número Uno 18
Niña del mar
Ella pertenece al mar, por eso le gustan las conchas, por eso le gusta la sal
Viene de todas las aguas y no puede recordar, le guardaron la memoria en una almeja para variar
Pero allá muy en el fondo de su alma de coral, unas cuantas perlas blancas se le salen al hablar
Cuenta cuentos de ballenas, de pulpos y de sirenas, canta canciones de cuna, tortugas y peces vela
Ella dice que la luna define si está contenta, que a veces si viene llena se le sube la marea
Que cuando se hace de noche, dice la niña del mar, sueña mucho con estrellas, peces globo y calamar
Ella solo se imagina algo que podría ser si tan solo se mudara al mar con la tía Esther
Sus padres ya lo notaron que la niña no es de aquí, que ella pertenece al puerto, ni negarlo, es así
Y a veces cuando no hay luna y la niña está en el mar ella brilla y se ve mucho su brillo en la oscuridad
Revista Hestia. Número Uno 19
YIJHAN AHMED
A mamá
YÁZKARA HERNÁNDEZ
La hoguera ilumina los rostros.
La luna, detrás de un velo, siente.
Amor Sólo el amor nos puede salvar.
El rompeolas sonríe y, para siempre, dura
Revista Hestia. Número Uno 20 .
Gráfico: Claudia Viñals @ clauviar
Mediterráneo
Revista Hestia. Número Uno 21
ANA CASTAÑER
Interseciones
El agua ha surcado las capas creativas de escritoras de todos los tiempos, así que, en esta ocasión, recomendamos cinco cuentos de algunas de nuestras favoritas. Recuerda, si después de sumergirte en ellos quieres recomendarnos otros textos, puedes escribirnos a través de redes sociales donde nos encontrarás como @lassinsosten.
“Lo que se ha roto”, Posibilidad de los mundos (2019)
Autora: Claudia Cabrera Espinosa
La monotonía es un escenario catastrófico para miles de parejas, más cuando las circunstancias las obligan a perdurar. Susana y Jorge se enfrentan a una realidad en la que el cielo se cae a pedazos y destroza la ciudad, como la costumbre lo hace con su relación.
“Como quien oye llover”, Ansibles perfiladores y otras máquinas de ingenio (2020)
Autora: Andrea Chapela
La naturaleza reclama el espacio que perdió por siglos, lo que motiva a los habitantes de la Ciudad de México a reestructurar sus interacciones. En ese mundo, Axóchitl y Nesmi navegan hacia el corazón del lago, donde descubren lo que se gesta en los suyos.
“Bajo el agua negra”, Las cosas que perdimos en el fuego (2016)
Autora: Mariana Enríquez
La fiscal Marina Pinat se zambulle en la investigación del asesinato de dos jóvenes, en la que se topa con la corrupción del sistema y la desigualdad social. Conforme avanza la búsqueda llega a lugares cada vez más sombríos, como las calles donde transita el ídolo de un culto que despertó el poder de las profundidades.
“Espanto del mundo nuevo”, La canción detrás de todas las cosas (2022)
Autora: Gabriela Damián
En medio de temblores y eventos cotidianos, ocurre un suceso que lleva a una joven a experimentar la vida y la muerte al mismo tiempo, así como a cuestionar su existencia. Al transitar entre un mundo acuático y distintas épocas del suyo, fluye a través de la corporalidad hasta crear una historia ansiosa de eternidad.
“El mar” (1925), Los niños tontos (2017)
Autora: Ana María Matute
Un niño anhela con toda su alma conocer el mar, así que su familia alista todo para hacerlo posible. Aunque el lugar no llena sus expectativas al inicio, el pequeño descubre los ecos y colores escondidos a simple vista.
Revista Hestia. Número Uno 22