La Palanca 12

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Durante la enfermedad de Estela, él tuvo una hambrienta búsqueda de sexo. La engañó con prostitutas y con dos viejas amantes mientras ella se volvía un guiñapo ojeroso en el hospital. Luego él llegaba, relajado y contrito, a hablarle sobre una película, un libro, un recuerdo de infancia, como si diera por hecho que ella habría de sanar un día: pronto, sí. Desde su muerte, no ha sentido el deseo por nadie. Bajo la regadera, toma el pene y lo frota (se urge a convocar cuerpos desnudos). La carne no responde. Imágenes lascivas, ninguna tampoco: nada emerge al engaño del iris de adentro. Cierra la llave. No es él mismo (se dice). Son otras, y ajenas, a la manera de bruscas piedras abriendo el agua de un pozo, las imágenes que irrumpen con el aire familiar que tendrían en otra mente. Una calle soleada, el rostro ajado y pálido de una mujer de pelo largo. Creería soñar espejismos que (¡es esto!) son más que sólo inexistencias subjuntivas y tienen solidez de tierra: no en él (no en su pasado). Discordancias. Ahora entonces. Ve un cuarto, una cama, una espalda. Así: su pene ahora erecto. Es. Luego de vestirse y sin haber desayunado, sale del departamento con una bolsa de libros. Camina a la avenida, deja la bolsa bajo un árbol; sube a un taxi. 1 Con la frialdad de un niño que no luce conciencia de lo que sucede en torno suyo, Roger marcó el teléfono de su suegro, al otro lado del océano. Nadie contestó. La joven le habló a su madre, también en México. Al oírla alterada, Gabriela le pidió considerar otras (acaso) causas o raíces de ese hecho aún nebuloso: quizá llegó tarde al aeropuerto, el taxi que lo llevaba habría tenido un accidente mínimo. Luego Roger estuvo llamando a la aerolínea (no supieron informarle).

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Él salió a sus cosas cotidianas; ella se dedicó a llamar, insistidamente. Era muy tarde cuando el hombre contestó. Y no la llamó después. Del martes al viernes ella no tuvo noticias. Le pidió a su madre que fuese a buscarlo al departamento, sin suerte. Llamó aquí, llamó allá: nadie sabía. (Pero él no es impulsivo, se decía.) Decidió hacer el viaje. Roger y su madre buscaron disuadirla. Avisar a la policía: no le interesaba. Ya 28 años de edad: y llevaba seis, desde que terminó la carrera, concentrada en huir de su país lisiado para darse otra tierra, una propia —un destino como científica—; ahora con todo se escuchaba hacerse recriminaciones, como pasos acercándose en un callejón: ¿qué había dejado de hacer por su lado? Desde el divorcio, cuando tenía tres años, ella y su padre no vivieron nunca juntos. Su relación no fue fantasmal, tampoco fuerte. Ella se intuía segregada, como agua ante aceite, y él no se proponía tampoco acercársele más allá de cierto límite levemente concernido. ¿A qué venía esto de buscarlo ahora? Por interpósito personaje, él la había matado varias veces (luchas de padres e hijos, rechazo de la paternidad por hombres cobardes, ésas sus historias). Sabía además que, desde la muerte de Estela, él daba señales de aislarse más de lo habituado en su carácter, aunque mucho le gustaba también —se dijo— vestirse de pobre diablo digno de lástima, un sombrío huérfano viviendo de palabras ajenas (del temor al desdén ajeno). Por la Guerra, no pudo volar sino hasta la madrugada del sábado; incluso hubo que hacer una escala en Monterrey. Durante el vuelo pensó en él con el ánimo recapitulador de quienes madrugan en una funeraria. La revisitaron viejas palabras, como gotas gruesas vulnerando un techado. Ella, en la infancia, más de una vez le preguntó: «¿Por qué escribes tanto?» Él respondía, empinando el índice derecho, ahuecando la voz, obstinado


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