LA PALANCA 22

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LA PALANCA 22 OTONO 2012 #

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LA PALANCA 22 OTONO 2012 Presentación:

La ironía de Marcel Duchamp es irrepetible porque desplazó cualquier atrevimiento experimental, condenándolo a parecer una triste acotación al margen de las Vanguardias, o peor: como la reiteración de una acción prevista y prefigurada por su propia inventiva. Sin embargo, por la grieta que abrió Duchamp todo se ha vuelto «artealizable», lo cual, puede inducir a ocurrencias confusas que condicionan, tanto la concepción del experimento como su recepción crítica. Dicho espíritu de ruptura fue inherente a la modernidad, sobre todo desde la segunda mitad del siglo xix. Lo que significa que hemos transitado más de ciento cincuenta años intentando rehacer el arte y la literatura. Pero, por encima del afán de transigir el canon, existe una vocación literaria que algunas voces emergentes están practicando, donde se percibe una búsqueda formal que sugiere una expansión del discurso y de las posibilidades de la escritura, en ella tienen cabida la apropiación, el entrecruzamiento de géneros, la multiplicidad lingüística, el situacionismo narrativo y la polisemia poética. En esta ocasión, LA PALANCA pretende funcionar como una especie de laboratorio de textos, donde confrontar las nociones y los referentes individuales de la escritura, con un fin, a veces lúdico, otras reflexivo; pero que abre senderos de interpretación de la acción literaria desde el propio texto. Por tal motivo, Strider, elaboró un proyecto original de arte para la ocasión, el cual —a su vez— constituye un relato gráfico que se adhiere y apropia de las páginas. Queremos dedicar los esfuerzos de este número a la memoria de Áxel Velázquez, amigo y colaborador cercano. (A modo de homenaje, incluimos un dibujo de su serie Spanish for Monsters): E.M. Cioran decía que la vida es algo como el desarrollo de una añoranza...

Índice:

Verónica Gerber Bicecci Guillermo Espinosa Estrada Marina Porcelli Strider Ilallali Hernández Juan Pablo Anaya Ana Rosa González Matute

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5. 10. 15. 18. 24. 26. 33.

Trail La Orden del Dios Gelos Preludio para un verano Perros en el cielo con manzanas en el hocico Dos ficciones Crack-up, dear Tutsi Pop 4 Poemas


LA PALANCA director general

Pablo Mayans director editorial

Diego José consejo de colaboradores

Geney Beltrán Félix Jair Cortés Roxana Elvridge-Thomas Yuri Herrera David Maawad Juan Antonio Molina Enzia Verduchi Nadia Villafuerte asesoría legal

Alejandro Galván Gómez

Agradecemos profundamente el apoyo y entusiasmo para la realización de este proyecto:

Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo José Vergara Vergara Sergio Aranda Trico Pachuca Pedro Liedo Jaime Lavaniegos ITESM Campus Hidalgo Claudia Gallegos Gerardo Suárez Cervecería Hacienda Jesús Anton Ana Perla Sordo hg comunicación Ricardo Hernández Gallego Rafael Hernández Gallego Terlenka Alicia Badillo

mina editorial

Para más información sobre la obra de Strider (Gustavo Oribe Mendieta): http://striders.deviantart.com/ http://iafighter5.blogspot.mx/ Portada: Strider, Paspermia, ilustración

http://issuu.com/lapalanca

LA PALANCA, ANO 15, # 22 OTONO 2012 I

r Áxel Velázquez, “N”: de la serie Spanish for Monsters, tinta/papel, 2007.

LA PALANCA en línea: www.lapalancax.blogspot.com

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En memoria de nuestro querido amigo y colaborador Áxel Velázquez, 1980—2012.

LA PALANCA es una publicación trimestral editada por

Pablo Fernando Mayans Islas / Mina Editorial. Almendro #107, Fracc. Campestre El Álamo, Cp. 42181, Mineral de la Reforma, Hidalgo. Editor responsable: Pablo Fernando Mayans Islas, lapalanca@yahoo.com http://issuu.com/lapalanca Número de certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-040512095100-102 Número de registro de ISSN: en trámite. Ambos otorgados por: Instituto Nacional del Derecho de Autor. Número de certificado de licitud de título: en trámite. Número de certificado de licitud de contenido: en trámite. Ambos otorgados por: Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso sepomex: en trámite.

LA PALANCA se terminó de imprimir, en octubre de 2012, en

los talleres de: FCV Soluciones Gráficas, S.A. de C.V. Francisco González Bocanegra No. 47-B, Colonia Peralvillo Delegación Cuauhtémoc, C.P. 06220, México, D.F. Para su composición se utilizaron tipos de la familia Century Schoolbook. La tipografía y el logotipo de LA PALANCA son BD PLAKATBAU del Buro Destruct: www.typedifferent.com Los textos y el arte aquí publicados son responsabilidad de sus autores. Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido sin la previa autorización por escrito de los editores. © 2012 TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS. Esta revista es producida gracias al Programa “Edmundo Valadés” de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes 2012, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

digital, 2012.

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Verónica Gerber Bicecci

Trail

*Trail forma parte de la edición 2012 del programa Bolso Negro de Casa Vecina.

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Pág. 39. Una y otra vez el último párrafo insinuaba una oportunidad.

He buscado mis propias palabras en las páginas de “Portrait of an invisible man”, de Paul Auster. El resultado: 67 narraciones de una línea. Auster escribe un memoir buscando las huellas de su padre muerto; yo voy en busca de otra historia, una narración secreta, oculta en su libro.


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Pág. 5. Sigo en busca de un secreto desperdigado.

Pág. 47. Él contó la historia de esa tarde, 14 de abril. Estoy contenta.

Pág. 56. Él nunca se había enfrentado a la pesadilla que más le atemorizaba.

Pág. 27. Mis palabras se convirtieron en su voz.


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Pág. 7. Mi escritura se convirtió en la metáfora de mi inevitable proceso de desintegración.

Pág. 64. Lo esperé. Él se negó a pasar la noche conmigo.

Pág. 36. En los márgenes descifré lo siguiente:

Pág. 15. Lo aburría. El amor era una roca al borde.


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Pág. 50. Dios era un tirano ligeramente cómico.

Pág. 6. Me hizo reír por error.

Pág. 11. Durante esos días, ella estaba totalmente vacía por dentro.

Pág. 54. Implícito quería decir que no lo estabas viendo todo.


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Pág. 66. He tratado de imaginarlo en mi funeral.

Pág. 40. El domingo en la mañana, por primera vez, ella le llamó.

Pág. 53. En medio está el vínculo que me une a ti.

Pág. 20. Él me enredaba con sus evasiones misteriosas.


Guillermo Espinosa Estrada

La Orden del Dios Gelos

Seventy percent of all archaeology is done in the library. Research. Reading. So forget any ideas you’ve got about lost cities, exotic travel, and digging up the world. We do not follow maps to buried treasure, and ‘X’ never, ever marks the spot. Dr. Henry Jones Jr., Indiana Jones and the Last Crusade.

A la historia de la risa le falta su primera piedra. Alguien la robó o se erosionó con el tiempo; resulta imposible documentarlo. Nos quedan breves noticias de un pedestal, el testimonio de un hueco que, en su omisión, revela las ruinas de algo ininteligible. Sin ella la reconstrucción de los cimientos de la risa es una empresa vana, tanto como erigir una columna sin alquitrabe o armar un rompecabezas sin modelo a seguir. Me gusta especular con la idea de que —como los clásicos— un día se trasladó a Oriente, sirvió de ornamento en el aljibe de algún harem y, una tarde, mientras el sol se escondía tras la inmensidad del desierto, provocó en el califa una reflexión similar a la que Borges pone en labios de Averroes: ¿qué significan lo “cómico” y lo “trágico”? Me refiero a la escultura de Gelos, el Dios de la Risa, que en el siglo vii a. C. mandó esculpir el legislador Licurgo. Mármol —o acaso bronce— trabajado en alguno de los talleres de la Lacedemonia arcaica. No quedan vestigios de los altares edificados (si en realidad hubo más de uno), ni de la ubicación exacta de los mismos. Se dice que era pequeña, quizá portátil, y presidía lugares de reunión, comedores y espacios de entretenimiento público. Nada se sabe de su aspecto físico, se desconoce todo lo relativo a su función o culto y, aún así, su noticia ha llegado hasta nosotros. El zoclo vacío que su ausencia ha generado es un espacio digno de especulación. La primera referencia la encontré en una novela de aventuras. Aparece en la “Noche” del “Séptimo día” de El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Durante el último alegato entre Jorge

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de Burgos y Guillermo de Baskerville, aquél sobre la naturaleza humana o demónica de la risa, de Burgos advierte: “Si algún día alguien pudiese decir (y ser escuchado): ‘Me río de la Encarnación…’ no tendríamos armas para detener la blasfemia.” Entonces, Fray Guillermo recurre a la autoridad clásica para rebatirlo: “Licurgo hizo erigir una estatua de la risa...” Pero inmediatamente el benedictino descalifica su argumento al ridiculizar la fuente: “Eso lo leíste en el libelo de Cloricio, que trató de absolver a los mimos de la acusación de impiedad y mencionó el caso de un enfermo curado por un médico que lo había ayudado a reír”. He fatigado bibliotecas en busca del Dios Gelos y su estatua, sin encontrarlos. Eventualmente me topo con algunos datos, casi ninguno confiable, gazapos evidentes que, en su torpeza, me hacen sospechar que el mundo me oculta algo. Pero de nada sirve el desespero; mi tarea es una danza de cuadrillas cuya eficacia radica en la no claudicación. Cíclicamente los nombres y las fuentes van y vienen, siempre con novedades y matizado cariz. Releí varias veces la novela de Eco y el diálogo citado nunca atrajo mi atención. Cuando al fin lo hizo intenté descubrir más sobre tan particular anécdota pero me topé con un problema nominal: Licurgo fue un nombre muy popular entre los mandatarios griegos, gente que gusta de erigir monumentos, y Cloricio es tan sui generis que, o es un error, o ha desaparecido de todo catálogo. Pero la carencia de referentes estimula la fabulación. En esta historia las lagunas son tan grandes que obliteran el territorio. Su eficacia radica en la elipsis; anclamos nuestras obsesiones en lo no dicho. Una estatua de la risa es una imagen sugerente; una estatua perdida es, además, enigmática. Conforma un espacio indeterminado que cada uno de nosotros termina por ocupar de forma egoísta. Eco sabe de estas cuestiones y se las ingenia para que sus personajes giren en torno a este hueco que, aunque lo intentan, no pueden llenar de manera efectiva. No sólo por lo frágil de su escolástica —de Burgos comete una falacia ad hominem, mientras de Baskerville una de au-

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toridad—, también por lo ambiguo de la incógnita en sí. La estatua del dios Gelos es una x esperando asumir cualquier valor que queramos otorgarle. Hay algo más: los personajes de Eco, en su contraposición, retoman sin proponérselo las premisas de una disputa secreta. Incluso me atrevo a decir que, al mencionar la estatua de Licurgo, ingresan por derecho propio a exclusiva tradición que bien podría ostentar la categoría de “orden”. La Orden del Dios Gelos me gustaría denominarla, fundada por el gramático Sosibio a mediados del siglo ii a. C. y que cuenta, después de dos mil doscientos años, con el escaso número de seis miembros: Plutarco, Apuleyo, Chateaubriand, Poe, Schwob y Eco. A través de los siglos han conformado un diálogo de citas, glosas y plagios cuyo único fin es hallar la mítica estatua. Al compartir la superstición de que en todo origen se encuentra una esencia encapsulada, estos autores esperan descubrir el valor inherente de la risa. Plutarco fue el único que leyó y citó las obras de Sosibio antes de que el tiempo las consumiera. Del último no se sabe casi nada, sólo que en un tratado disertó acerca de la comedia dórica antigua, así como del arte de la mímica. Es posible que en ese tratado haya aparecido —¿por primera vez?— la estatua de la risa. Lo que retoma Plutarco en sus Vidas paralelas es casi intrascendente. Asegura que, bajo el reino del legislador Licurgo, los espartanos eran proclives a las bromas y a la represión


la Risa entre el del Miedo y el de la Muerte apuesta por sus aspectos macabros y lúgubres, es terror antes que júbilo. El desconocimiento del culto que se le rendía a esta imagen es lo que permite concebir dos formas tan distintas de entender la risa. Por eso, sólo hallando el monolito se disipara la duda, sólo mirándole el rostro podrá ser despejada tan radical incógnita.

ligera y amistosa. “El mismo Licurgo no era tan estricto”, comenta, “fue él quién dedicó, nos dice Sosibio, una pequeña estatua para la risa. Ésta, colocada en algunas de sus cenas y en lugares de entretenimiento público, tenía la labor de hacer más tolerable la rigurosa vida espartana”. En el apartado dedicado a Cleómenes da la segunda y última noticia de tan particular monumento: “Los lacedemonios no sólo tenían templos dedicados al Miedo, también a la Muerte, a la Risa y otras Pasiones similares”. Y hace un matiz significativo: dice que adoraban al miedo no por temor sino por que sus leyes y políticas estaban sustentadas en el pánico. No hay más: el único indicio es el dato de un gramático que vivió quinientos años después de erigida la estatua, glosado por un historiador dos siglos más tarde. Para ambos la anécdota ya era tan remota, fantástica y sugerente como las leyendas del Santo Grial para nosotros. Iniciadores de una cruzada alternativa, Sosibio y Plutarco materializan en un fetiche el significado de la risa. La lectura que Plutarco hace de Sosibio invita a la ambigüedad, se trata de dos risas diferentes. En la primera la escultura presidía los festejos espartanos como una deidad festiva que preconizaba el regocijo y la alegría de vivir. La segunda contradice al menos parte del sentido anterior: al situar el templo de

Los biógrafos actuales de Edgar Allan Poe lo niegan, pero los dos primeros acercamientos a su vida —escritos por Charles Baudelaire y James Russell Lowell— dicen sospechosamente lo contrario. Hablo de su polémico viaje a Oriente, que realizara entre 1827 y 1829. Hoy se asegura que Poe se enlistó en el ejército de los Estados Unidos en 1827 y sirvió en el Fuerte Independencia de Boston, Massachussets, como Sargento Mayor de Artillería hasta 1829. Fue admitido bajo el alias de Edgar A. Perry y declaró tener 22 años cuando en realidad tenía 18. Pero este es, obviamente, otro Edgar. Ni su edad ni su nombre coinciden con los del poeta que, como él mismo se ufanaba, viajó a Grecia en esos mismos años para luchar en su guerra de independencia en contra del Imperio Otomano. “Concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos”, dice Baudelaire; “Le sobrevino el juvenil capricho de compartir la suerte de los insurgentes griegos”, señala Lowell. Pero nada sabemos de su temporada ahí, agregan ambos. Vuelve a dar señales de vida dos años después, en San Petersburgo, donde recurre al embajador norteamericano Henry Middleton para poder regresar a su país. “¿Qué fue de él en Oriente? —se pregunta Baudelaire— ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo?... Existe ahí una laguna que sólo él hubiese podido llenar”. Nada se sabe, es cierto, pero tengo motivos para suscribir la hipótesis de Baudelaire. Edgar Allan Poe fue a Grecia a estudiar las costas clásicas del Mediterráneo, principalmente las de Laconia, e incluso me atrevo a decir que andaba tras la escultura del Dios Gelos.

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Lo que arrastró a Poe hasta ahí fue otro libro, publicado unos quince años antes de su aventura. Me refiero a L’Itinéraire de Paris à Jérusalem, del vizconde François-René de Chateaubriand. Es una crónica de viajes donde Lacedemonia es una de tantas escalas. Ahí, con su ejemplar de las Vidas paralelas profusamente subrayado, el vizconde se instaló en las ruinas de la antigua Esparta y no claudicó hasta dar con la escultura. Después de una minuciosa búsqueda, el francés cree descubrir lo que tenía que encontrar: “Había en Esparta una multitud de altares y estatuas consagradas al Sueño, a la Muerte, a la Belleza y al Miedo de las armas –aparentemente al miedo que los lacedemonios inspiraban en sus enemigos–. Nada de eso queda, pero sobre una especie de zoclo leo estas cuatro letras: lasl. ¿Podríamos suponer gelasma, Gelasma? ¿Será este el pedestal de aquella estatua de la Risa que Licurgo mandó instalar entre los solemnes descendientes de Hércules?”. Ese zoclo es lo que Poe, a riesgo de perder su propia vida, buscó entre combates. No tenemos correspondencia ni un diario íntimo de su “época griega”, pero sí un elocuente fragmento literario en el cuento “The Assignation”. Ahí uno de los personajes hace una apología de la risa: “Algunas cosas son tan en extremo ridículas”, dice, “que un hombre debe reír o morir. Morir riendo debe ser la más gloriosa de todas las muertes.” Y más adelante descubrimos que Poe encontró el pedestal porque da señales precisas de su ubicación: “De hecho en Esparta (que es ahora Paleocora), al Poniente de la ciudadela, en medio de un caos de ruinas apenas perceptibles, hay una especie de zoclo sobre el que son aún legibles las letras lasm. Sin duda forman parte de gelasma. Esto en Esparta, donde había miles de templos y ermitas, dedicados a miles de divinidades diferentes. Resulta prodigioso que el altar de la Risa haya sobrevivido al resto”. Chateaubriand y Poe, así como Fray Guillermo de Baskerville, se adscriben a la tradición solar de la risa. Es lo que permanece en medio de las ruinas, es la deidad que lo vence todo: la maldad, el paso del tiempo, incluso a

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la muerte. Tal vez por ello la urgencia de ir y encontrar la estatua. Abrazarla sería tanto como poseer la dicha eterna, como ingerir una cápsula de plenitud. Pero por más que intento coincidir con esta corriente, hay algo que me lo impide. Quisiera creer que lo que representa este Dios es la aceptación feliz que el hombre experimenta antes sus calamidades. Pero es inútil: estoy convencido de que esa escultura, si algo representa, es lo peor del hombre.

Tengo más vínculos intelectuales con Jorge de Burgos que con sus detractores. Lo asumo, aún a riesgo de parecer conservador. No es que me atemorice que alguien se ría de la Encarnación ni que procure combatir la blasfemia con la cruz de la espada, pero creo, junto con él, que la risa es más un reducto de crueldad que de bondad. Fray Guillermo de Baskerville es demasiado moderno para entenderlo así; Poe y Chateaubriand no tenían otra opción, pecaban de románticos. Pero el benedictino disfruta de una virtud intelectual poco reconocida: es malicioso. Sabe que la risa esconde hostilidad, la entiende como una máscara del rencor y, aunque socialmente aceptada, para él es un vicio. Y no le falta razón. Al menos desde su horizonte de expectativas —el de un escolástico del siglo xiv— eso es la risa. Difiere con Fray


pero sabe que pronto dejará de ser así. “La risa probablemente esté destinada a desaparecer” dice, porque “reír es sentirse superior… Cuando reconozcamos la igualdad entre todos los individuos del universo no habrá motivo para que nuestros labios muestren los colmillos.”

Guillermo porque éste es casi un anacronismo dentro de la novela de Eco. De Baskerville anuncia a Bocaccio, presiente a Cervantes; de Burgos, en cambio, es premoderno. Sabe que Occidente, desde Homero y Moisés, ha ejercido la risa con el mismo rencor que la saeta. Durante la primera mitad del siglo viii a. C., en las mismas fechas en que se construyó la estatua del Dios Gelos, el poema estaba vivo, es decir: seguía en elaboración. Por ende, no es descabellado suponer que el concepto de “risa” del espartano que esculpió la piedra haya sido similar al de Homero. Es una demostración vertical, jerárquica, de superioridad: transita del “mejor” al “peor”, del “bueno” al “malo”, del “nosotros” al “otro”. Es la reprimenda a Tersites, que ocurre en el canto segundo. Ahí Odiseo maltrata física y verbalmente a un pobre viejo que, además de ser feo, se atreve a cuestionar la autoridad de Agamenón. Después del castigo, Tersites “dolorido, y con la mirada perdida, se enjugó el llanto / y los demás se echaron a reír de alegría”. Esta es la risa de Licurgo. Es la de Ulises, la de Homero. Es la que Fray Jorge quiere tener bajo resguardo al ocultar, y después destruir, el segundo libro de la Poética. Es un grito, violencia y ultraje, discriminación y desdén; es nuestro lado oscuro, nuestra mitad primitiva, lo que ya no queremos ser. Todo ello es lo que representa Gelos, el Dios de la Risa. Por ello Marcel Schowb, el único miembro de la orden que engrosa la veta lúgubre de la risa, apuesta por su erradicación. No le sorprende que, de entre las ruinas del mundo antiguo, sobresalga este pedestal,

Nadie sabe en realidad lo que esa efigie significaba para los lacedemonios. Que haya sido erigida nos habla de una sociedad que, de alguna manera, la requería; que no haya llegado hasta nuestros días es símbolo inequívoco de que su pertinencia expiró. Tal vez representaba una forma de risa que el hombre moderno no puede ni siquiera concebir, mucho menos disfrutar. En el segundo libro de El asno de oro, Apuleyo recrea la festividad de este dios en forma de una inmensa broma colectiva. Todo el pueblo se organiza para hacerle creer a un forastero que será ejecutado. Al final no lo matan, se conforman con burlarse de él y eso no deja de ser un alivio. Eso siempre será mejor que subir una roca por la pendiente de una montaña o padecer, todos los días de tu vida, que los buitres se coman un hígado regenerativo. Probablemente el sólo concebir una deidad risueña hablaría de un gran avance civilizatorio. Se manifestaría a través de bromas. Pesadas, pero bromas al fin. Pero aún aceptada nuestra imposibilidad de saber, resulta irresistible la conjetura. Una escultura ausente es una mancha roscharch: todos vemos lo que tenemos en nuestro interior. Ese pedestal nunca ha estado vacío, sostiene un espejo en el que logramos apreciarnos de cuerpo entero.

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Marina Porcelli

Preludio para un verano —del libro Preludio para un verano.

Cumplí veinte años, me despidieron del único trabajo que conseguí en esa época; decidí, de una vez por todas, que era hora de sentarme a escribir, aun cuando hiciera un calor insoportable a mediados de diciembre, y esa misma noche, me separé. Él con el cuerpo desvelado contra el marco de la puerta y sus ojos grises en la oscuridad, respondiendo está bien, ya te entendí, está bien, mientras yo me despedía sin tomarle la mano, sin besarlo siquiera, y me giraba después, con una tristeza inmensa destrozándome a palos el alma porque (y acá, Nizan) no van a decirme que ésta es la mejor edad de la vida. En Rivadavia y Callao, la gente se me vino encima. Eran más de las doce, el mes entero estuvo lleno de personas en la calle, y de gritos y de golpes de olla, y ahora, grupos de chicos avanzaban cantando, aplaudiendo, con pañuelos en la frente o en el cuello, pasaban y gritaban nomás, tomando todo lo ancho de la avenida, y yo anduve a contrapelo esa noche, alejándome del Congreso, hasta detenerme en una esquina poco antes de llegar a Miserere al ver un muchacho que sacaba unas zapatillas no sé de dónde y las revoleaba para colgarlas de los cordones sobre los cables de luz. Antes, en los noventa, las colgaban cada vez que. Y los recitales y la policía. Me acuerdo perfectamente cuando me enamoré de él. Fue en la penumbra de un taxi que tomamos al borde de una plaza, habíamos cenado cerca y hacía demasiado frío para esperar el colectivo. Me acuerdo, sobre todo, de la oscuridad mansa dentro del auto, y de cómo caían las luces de afuera sobre el perfil de su cara. Desde donde estaba yo, contra la otra puerta, vi su mano tranquila sobre el apoya-brazos luego de ajustarse las solapas del abrigo. Y me enamoré de él. Entonces sucedió toda la historia, y tres años después, una conversación telefónica en la que pensé —y fue tan fuerte que, incluso al principio, hasta creí habérselo dicho—, pensé estoy harta, absolutamente harta de nuestras caminatas nocturnas y los lloriqueos existenciales. Por eso ahora me confesaba —mientras seguía andando esa noche de diciembre y por fin llegaba a mi barrio, dejando atrás los gritos y los jóvenes que gritaban—,

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que esta idea trivial, este hartazgo, aunque dimensionado, claro, era lo que en el fondo quería escribir. Siguieron los cacerolazos, y antes de los saqueos en el Conurbano, proyecté bibliotecas inmensas sobre la pared, con una regla de madera y lápiz negro, compré tablones, los lijé, los pinté de blanco. Un amigo trajo un taladro y nos pasamos la tarde agujereando, tomando mate, fumando, hasta que apareció la vecina del segundo diciendo que dejáramos de hacer ese ruido en plena siesta. Pero mi amigo metió los tarugos, enderezó las vigas, enroscó los tornillos a la pared solo con la fuerza de sus manos —lo juro— y pusimos las tablas. Leía tirada boca abajo, en el suelo, o de noche, en los bares, y anotaba pedazos de historias sobre servilletas de papel. A veces, volvíamos caminando a las tres de la mañana desde el mercado de flores, discutiendo sobre la locura de Nerval y la de Jacobo Fijman, la muerte de Maria Bashkirtseff y el corazón débil de Roberto Arlt. Sobre las cosas que queríamos hacer, y que no habíamos hecho, todavía. Y sobre ese todavía. Así, solitarios, malhumorados, nocturnos para evitar tanto calor, mientras la ciudad se desbocaba ese fin de año, escuchábamos las bocinas de los trenes en la oscuridad, veíamos pelear a los gatos en las ramas más altas, y yo ordenaba mis libros en la biblioteca: alfabéticamente, primero, por la lengua en que fueron escritos, después, tomaba mate y fumaba hasta hartarme, encendía la radio a cualquier hora, acomodaba papeles, los tiraba a la basura, y volvía a empezar. Entonces sucedieronlos saqueos en Provincia de Buenos Aires, los pedidos y los asaltos en los supermercados. Y el 19 de diciembre, a las once y media de la noche, en Buenos Aires, esta ciudad siempre violenta donde nací, se declaró el Estado de Sitio y hubo gente en la calle y cantos y gritos y corridas, y policías con balas de goma y policías con balas de plomo, y chicas con tiros en la espalda, y chicos con la cabeza partida, hubo muertos y más muertos en todo el país que simbólicamente quedarían sin enterrar porque quiénes son los muertos, ese es el punto, justamente, digamos quiénes son.

Con tanto calor no se puede pensar. Desde noviembre, Buenos Aires es inhabitable hasta el final del verano. Quema el aire en la calle y la temperatura no cede hasta pasada la medianoche. Yo me levantaba a las tres de la tarde. Mi desastre económico se sostenía así: había decidido endeudarme y casi no comer. Mientras tanto, el borrador aumentaba. Me sentaba a escribir y de golpe descubría —con enojo, con estupor, con algo parecido al pánico también— qué era lo que exactamente quería decir. Usaba lapiceras gruesas, anotaba en los márgenes de los cuadernos, rompía los libros de papel encolado. Pasaba días enteros en camisón, fumando mil cigarrillos por minuto, abriendo desesperadamente dos paquetes de galletitas después de cuarenta y ocho horas sin acordarme de almorzar. Pedía libros prestados, o los robaba, marcaba las páginas, y encontraba mis sueños anotados en hojas sueltas debajo de la cama. Esa misma tarde, la tarde en que vi en la televisión del bar de la esquina que habían cercado Casa Rosada y tirado los caballos sobre las Madres de Plaza de Mayo, tomé el subte hasta el centro. El subte llegó

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hasta Miserere, no más, y desde ahí, todos caminamos. Economía había renunciado la noche anterior, y a las siete de hoy, renunciaría el presidente, y por fin se acabaría un ciclo y entonces qué. La realidad. La ola de gente me arrastró hasta Callao, y mientras todos saltábamos y cantábamos y gritábamos que el Estado de Sitio se lo meten en el culo, vimos que la policía se agrupaba por el otro lado, y seguimos saltando y gritando y de nuevo a saltar, cuando se escuchó un silbido tremendo, y nos enmudecimos y nos quedamos quietos y enseguida nos giramos y empezamos a correr —y esto era lo que también quería escribir, la ciudad tomaba, la ciudad redefinida, la gente que había salido y gritaba y reclamaba en cualquier lado, las reuniones en las esquinas todas las noches, y los gases para disolver esas reuniones, y las corridas a la mañana, y a la tarde, y sobre todo el hambre, y el hambre, y los cuerpos ahí, discutiendo y escribiendo y pensando y reclamando y haciendo—, mientras seguíamos corriendo y yo me tropezaba y caía y me daba la cara contra el suelo y enseguida un chico me levantaba y volvíamos a correr, y la policía histérica se desparramaba por la calle, y avanzaba, y nos cercaba más, hasta que de pronto me detuve, y me giré bruscamente, porque dos policías habían agarrado a un chico que estaba cerca de mí, él tenía veinte años y los otros lo golpearon y lo golpearon y cuando lo tuvieron medio tirado en el suelo, lo quisieron arrastrar, entonces él alzó la cabeza, sacudiéndose un poco, y dijo: yo no tengo un peso, yo estoy en la misma que ustedes, y señalaba al cana, que tenía veinte años también, pero al chico lo arrastraron igual, y se lo llevaron igual, y ahora todos volvíamos a correr,

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y llegamos por fin a Corrientes donde nos dispersamos, y así hubo muertos en todo el país, chicos que pedían en los supermercados, o que hacían fila cuando avisaron de los repartos, a los que les dispararon desde lugares escondidos, chicos que estaban en la calle buscando a otros chicos, sentados o conversando, y de golpe atónitos por las balas, en Buenos Aires, en el Conurbano, en Santa Fe, y en Córdoba y en Corrientes y en el norte del país, y al final, después de la convulsión de ese comienzo de verano, después de tanto grito y tanta sangre y tanto chico muerto, hubo otra gente que siguió como si nada, y entonces qué. La realidad. Me acuerdo perfectamente de la oscuridad en el taxi, cuando me enamoré de él, y de las luces de afuera cayendo sobre su cara y sobre los asientos de atrás, y de que nos quedamos en silencio, un momento, nada más, registrando con todo el cuerpo lo que pasaba, dejándonos estar así, hasta que muy lentamente él movió la cabeza y empezó a hablar.


Strider

Perros en el cielo con manzanas en el hocico

La naturaleza de estas obras —ilustraciones hechas especialmente para LA PALANCA— es remitir con mis propios recursos el tema central de este número: la experimentación literaria. La figuración de los personajes y situaciones que empleo en mis bocetos y en mi trabajo pictórico está sumamente influenciada por los medios gráficos narrativos como el cómic, la ilustración para videojuegos y el manga japonés (estigma que, empero, he sabido matizar generar un discurso propio). El uso de personajes dentro de diversos medios como pintura, multimedia y video, sugiere, precisamente, una narración o sucesión de acontecimientos. A lo largo de los años, estos engendros han cambiado con el tiempo, se han transformado e incluso algunos han muerto, fuera de cámara por supuesto. Es por eso que la intención original, de este proyecto, era evitar el reciclaje de imágenes conocidas, como si se tratara de un muestrario de mí mismo; más bien decidí hacer una narración propia, equiparando mi trabajo con los escritos. La historia de estos personajes se remite a ciertos temas de mis otros trabajos, la imagen de los doctores como sanadores, los artistas pueden ser los galenos de la sociedad al hacerla recapacitar sobre si misma. Retomé un par de personajes del vasto muestrario católico, San Roque y su perro Melampo. San Roque, santo patrono de los perros, es además el protector contra la peste, al parecer, debido a un proceso de aféresis, ya que en textos más antiguos se le consideraba el protector contra la tempestad (Tempeste en francés), que con el uso se perdió la primer silaba hasta convertirse en peste; eso, fue una transición lingüística genuina, ya que en la medicina medieval, la teoría de los cuatro humores consideraba que el desequilibrio en la salud se debía a que el aire se viciaba, víctima de un fenómeno natural, como podría ser, una tempestad. En mi interpretación, San Roque es un rostro desprovisto de cuerpo con un abundante mostacho, cejas y una igualmente alongada nariz. Es a grandes rasgos una máscara, una máscara que remite de inmediato a un ser mitológico japonés, el TENGU (天狗) una especie de ser híbrido entre humano y cuervo (que en algunas ocasiones también es representado como el rostro de mi interpretación, un hombre anciano con una nariz desproporcionadamente grande, pero éstos son llamados Yamabushi Tengu) que en sus más sencillas facciones comparte muchas características definitorias con otro 23 personaje afín al tema que nos remite, los doctores de la plaga w

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europeos, cuyos rostros los convirtieron en un personaje recurrente de la comedia del arte y los carnavales venecianos. Y para continuar con las coincidencias, TENGU traducido del japonés significa “PERRO DIVINO” ¡Casi para dar escalofríos! Melampo, el fiel perro de San Roque es aquí una chica de un diseño por demás sencillo basado en una mujer que vi fuera de la catedral metropolitana hace no mucho tiempo, cuya única característica sobrenatural es una cola que parece de lobo, que la acerca a la naturaleza canina, o vulpina, del personaje original. Ambos se encuentran haciendo lo que supongo que yo haría en su posición, jugando videojuegos, cuando se encuentran en el cielo una visión funesta, la tempestad se aproxima en la forma de un perro gigante montado en un cometa que está dividido a la mitad, a través de su eje axial, como si se tratara de una obra del artista visual contemporáneo Demian Hirst. A partir de aquí, la narración se vuelve mucho más tradicional, pero no está de más mencionar a algunos de los otros personajes, como un mosquito (algunas subespecies de mosquito son llamadas STRIDER, o zancudo) el mismo hombre foco que es devorado por Roque y la transformación final de nuestros héroes en una fusión al estilo Voltron o los Forever People de Jack “El Rey” Kirby en un engendro de súper capacidades físicas, que al final salva el día sin quedar precisamente claro cómo es que sucedió eso (como mencione antes, los personajes tienden a morir fuera de cuadro, quizás para poder emplearlos a posteriori y solucionar su reingreso al mundo de los vivos con cualquier pretexto inocuo). El artista como héroe, el héroe como médico y el médico como un dios. O podría ser como en ese libro de la seducción del inocente, un complejo de Superman en donde encuentro el placer en atormentar a otros mientras yo me mantengo impune. Sin embargo, al final, la imagen de los doctores prevalece sobre prácticamente cualquier otra. Se trata de la capacidad de salvar vidas, aunque no tenga que hacer algún tipo de mutilación científica, sino simplemente mostrando que las cosas podrían ser de otra manera. Y como Alan Moore dice, aunque más bien parafraseo… “Los héroes son personas a las que les confías tu vida, y nadie debería hacer eso, solo debes confiar en ti mismo.” El artista no es el héroe sino el médico, quien indicará dónde está la enfermedad en el cuerpo colectivo, pero cada uno deberá sanarse solo.

Las ilustraciones en esta edición de La Palanca fueron creadas ex profeso y en conjunto forman la serie La tempestad: bolígrafo y marcador Chart Pak/ papel, 22 x 28 cm. 2012. Imágenes a color: Ilustración Digital, 2012. La narrativa seguida a través de las ilustraciones culmina en las imágenes centrales.


Ilallali Hernández

Dos ficciones

Panorama Ella nunca dijo su nombre, sólo me pedía “Un martini seco, por favor” tres veces cada noche, no me miraba, su atención estaba en las líneas absurdas que dibujaba en los portavasos. No le hablaba, tenemos prohibido importunar a nuestros clientes. Las copas de colores que servimos, daban la impresión que celebrábamos cada noche una gran fiesta. Esa puerta forrada de espejos se abre y cierra a cada momento. Las personas sentadas en pequeños sillones mantienen la sonrisa artificial y la pose perfecta cuando miran de reojo a quien atraviesa el umbral. El martini cuesta 30 dólares, la vista desde el piso veintiuno lo vale pero, después del suceso, los clientes no tienen ganas de volver. Se puede hablar sin necesidad de gritar, la música está a un volumen moderado. Es un mes extraño, en ocasiones el calor es superior a los cuarenta grados, esa noche la lluvia nos sorprendió. No pidió espacio en la barra, solicitó una mesa en la terraza. Le dije que llovía, ella contestó no tanto. Se encaminó hacia la mesa frente a la bahía, me miró con sus ojos brillantes, dijo “Tráigame una cerveza oscura en lugar de mi martini”. La vi salir del baño, en sus zapatos de tacón delgado noté manchas dejadas por los charcos, supuse que llegó caminando, lucía como actriz, ese día tenía los ojos especialmente verdes, incluso la nariz se le veía alargada. En ese momento la lluvia ya no era sino una especie de brisa refrescante. Además de las rayas incomprensibles de siempre, anotó esta vez algunas palabras en el portavasos de cartón. “vestido” decía de un lado, “negros” del otro. Encendió un cigarrillo que dejó a medias, se acercó a la orilla y saltó/ El chef de Panorama prepara platos árabes los jueves. Fue sábado.

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El juego restaura equilibrios Hace años trabajé en un colegio donde el padre de unos alumnos se suicidó; tragó algunas pastillas para dormir y colocó una manguera del escape del automóvil al interior del vehículo, dejó el motor encendido. Lo encontraron por la noche en el estacionamiento del edificio donde compartía un apartamento con su amante. Se trataba de un hombre cuya familia se dedicaba al espectáculo. Las autoridades del colegio decidieron hablar del tema como un infarto. El plan se derrumbó cuando la prensa de espectáculos ventiló el caso y los alumnos de primero a tercero de primaria comenzaron a hacer preguntas. La directora decidió suspender las clases el viernes y esperar a que el lunes el olvido hubiera logrado su labor. Lo cierto es que el hermetismo consiguió que, durante el recreo, los alumnos comenzaran a jugar al suicidio. Dos días después, la directora asumió que tenía que explicar el hecho con frases como: a veces la gente toma decisiones que tal vez los demás no entendemos y decidió castigar a todo alumno que fuera sorprendido jugando a planear su muerte. Yo miraba a través de una ventana y encontré que el método favorito que elegían los niños era brincar de la escalera de la resbaladilla hacia el vacío. Lo curioso es que todos los castigados en los siguientes días fueron descubiertos por sus notas suicidas. Respecto al tema de la amante no hubo necesidad de explicación pues, los niños de primero a tercero, lo entendían perfectamente. Este juego del suicidio pareció derogar lo prohibido y difícil de ese evento doloroso; pareció cumplir con las reglas de profanación que Agamben menciona, donde asegura que «el juego libera, aparta la humanidad de lo sagrado, pero sin abolirlo1», como si esta muerte en el recreo hubiera sido la única forma posible de restablecer el orden de los alumnos de ese colegio.

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Agamben, Giorgio, Profanaciones. Adriana Hidalgo editora, Argentina, 2005, p. 100. 1


Juan Pablo Anaya

Crack up, dear Tutsi-pop

(basado en la película Dans ma peau de Marina de Van)1

Por supuesto, todo goce es consecuencia del desgarre de uno o más tejidos, pero los hechos que asociamos a la sensación de placer, los que quedan impresos en la mente —como son la abundante lubricación vaginal, la respiración agitada, la eyaculación o el espasmo que relaja la espina dorsal— son sólo efectos de un proceso corporal que no se observa a simple vista. Existe, además, otra fisura que se ensancha en el interior de uno mismo, la cual no se percibe hasta demasiado tarde, cuando ya no es posible hacer algo al respecto, y entonces, una se da cuenta, irrevocablemente, de que en cierto sentido jamás volverá a ser esa mujer que sonreía con desenfado. La carne se rasga en los procesos de repetición en los que el deseo se ha apoderado del cuerpo; la personalidad se quiebra cuando la búsqueda de regocijo ha abierto un pasadizo antes ignorado en que nos adentramos perplejos. Tal vez ambos procesos sean uno mismo.

Texto escrito originalmente para la publicación Monstruo del Centro Multimedia, CNA. 1

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Antes de seguir, una observación general: la prueba que da evidencia de una inteligencia saludable es la capacidad de imaginar el fracaso y aún así estar decidido a jugar una segunda partida. Esta filosofía se amoldaba bien a mis primeros años de vida adulta, cuando me di cuenta de que lo improbable se tornaba realidad. Con el tiempo había aprendido a vislumbrar una dificultad mayúscula, afrontarla y salir avante. La vida era algo que se podía dominar; bastaba inteligencia, estrategia y esfuerzo o la suma que de ellos pudiera reunirse. Ser una doctora que realiza investigación para la industria farmaceútica fue una empresa que me llamó la atención a finales de la carrera. Jamás tendría la fama de una especialista, nunca haría un trasplante de corazón, pero tampoco vería morir a nadie en el quirófano. No llegaría a tener la potestad de un doctor en una sala de operaciones, no requeriría del pulso fino que interviene la carne viva, pero echar a andar un nuevo fármaco en el mercado reclamaba también orquestar varios factores con precisión. Obviamente, la decisión dejaba fuera escenarios que había previsto durante mis estudios, aunque si algo es cierto es que al decidir mi especialidad no tuve deseos de inclinarme por aquellas opciones. Los dos asuntos que me incomodaban de mi juventud —no ser una chica tan atractiva y no haber tenido dinero para comprar ropa o ir a fiestas— se resolvieron mediante la tarea de edificar un perfil profesional confiable. Vivía con la certeza de que mis frustraciones juveniles estaban superadas por la manera con que logré pagar mis estudios, conseguir un trabajo y así ganar una cantidad de dinero que no hubiera imaginado. Soporté largas horas de encierro frente a la computadora ya sea escribiendo un proyecto para un cliente o un estudio de mercado; tras varios borradores fallidos dominé el oficio. Vi el celo de mis compañeros y perdí algunas amigas cuando comencé a ascender más rápido que muchos. Las cosas transcurrieron de esa manera, mientras, estaba convencida que quería la vida de confort por la que había luchado. Incluso renuncié a un puesto seguro para apostar a ser líder de

proyecto en otra empresa y lo conseguí. Surcaba el sin sentido que a veces percibía —sobre todo los domingos— con la inercia suficiente, como una flecha que atraviesa por encima de la nada; ya la enfermedad y la vejez me harían caer. Antes que esto sucediera, sin embargo, pensaba que a los cuarenta y cinco, aproximadamente, tendría el dinero necesario para estar tranquila —quizá la vida con mi pareja seguiría estable— y habría tiempo para poner las cosas en su lugar.

Entonces, un día por la noche en una fiesta, tras un accidente, mi personalidad comenzó a resquebrajarse. Salí a fumar, paseaba por el patio trasero de la casa. Me tropecé, caí entre los castillos y desechos de una construcción. En el momento el asunto me pareció sin importancia. Puedo señalar sin embargo aquel acontecimiento como el principio de todo porque las cortadas que me dejó el incidente en la pantorrilla derecha fueron las primeras que no tuve la urgencia de sanar.

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Un tejido como la piel está constituido por un conjunto de células diferenciadas con un comportamiento fisiológico específico. Una herida consiste en hendir la continuidad de este tejido con un grado de fuerza y agudeza tal que no pueda ser absorbido por esa organización celular. Las heridas se clasifican principalmente según el espesor de la lesión y según el agente que las causa. Las que me provoqué al caer fueron mucho más profundas que un corte epidérmico, aunque no atravesaron el tejido celular subcutáneo. Eran fierros viejos —alambres y varillas— los que alcanzaron a rasgar mi pantalón y aproximadamente veinticinco centímetros de mi pantorrilla en distintas direcciones. Tras el accidente, creo que me apresuré a salir de ahí pues no podía apoyarme en nada y tenía miedo a volver a caer entre los escombros. El caso es que no recuerdo ninguna sensación de dolor ligada a ese momento. Regresé a bailar a la casa, el lugar estaba oscuro y no fue sino hasta que fui al baño antes de irnos que pude ver las heridas. Decidí no alarmar a mis amigos. Pero al llegar a casa le llame a un compañero de la escuela y le dije que necesitaba que me atendiera. Creo que yo misma hubiera podido suturar la lesión pero necesitaba una mirada externa. Tras revisarme me dijo que quizá el shock de la caída anes-

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tesió mi sensación de dolor, después se burló, ¿estás segura que esta es tu pierna? bastante serio al final me dijo que el músculo y los ligamentos se habían salvado por poco. Al otro día, como es normal, el pus había adherido el vendaje a las cicatrices. Mientras lo cambiaba, Vicente, mi novio, llegó a la casa y entró confiado al baño. “Cucú”, dijo, mientras habría la puerta, segundos antes de quedarse pasmado mirando la escena. Más tarde no dejaba de interrogarme. Ya te expliqué cómo fue; no sé por qué no me di cuenta. Quería salir a cenar o ir al parque pero él, de manera estúpida, comenzó a hacerme exámenes velados de sensibilidad táctil. Y entonces se excitó. Creo que la causa fue la proximidad de mis lesiones. –¿Esto sí lo sientes, mi amor? –No. Extrañaba el calor de su cuerpo. Estaba molesta pero me encargué de cerrarle la boca. La primera vez que me corté fue pocos días más tarde. Estaba en la oficina, tenía que completar un análisis de mercado para el día siguiente. Empezaba a oscurecer y no lograba terminar una sección. Pronto el espacio me pareció muy pequeño, me desesperó que sólo hubiera más cubículos a los lados. No pude escribir más, borré con el espaciador un intento de oración en la pantalla. Empecé a caminar


de un lado a otro de la oficina, entré al cuarto de archivos y en medio de los anaqueles me arranqué una costra. Cerré la puerta. Me bajé los pantalones y me senté en el suelo. Seguí quitándome la sangre coagulada, sentí un dolor suave; comencé a enterrarme las uñas. Había una caja bajo el anaquel, algunas bisagras sueltas de metal. Tomé una de ellas y clavé una de sus puntas en la carne delgada que habían dejado algunas cicatrices. Sentí como se rompían los tejidos y dirigí el trozo de metal a las partes que todavía no cerraban. El dolor aumentó. Por encima de mi rodilla, después, comencé a tensar mi piel con las manos, con la punta de la bisagra volví a presionar ahora en línea recta hasta que me hice otra hendidura. Inquieta de que alguien me fuera a buscar me subí los pantalones y fui al baño. Me lavé, me puse algunos vendoletes, regresé a mi escritorio y terminé el trabajo. No hace mucho me pidieron una investigación sobre autolaceraciones en la población juvenil. Los relatos de adolescentes involucrados hablaban de combatir las aflicciones y la presión social con una cierta violencia autoprovocada. Ésta en principio los aleja, distrae y produce en ellos una liberación placentera tras cruzar ciertos umbrales de dolor. Pensé en este posible diagnóstico con cierta ecuanimidad y proseguí mis asuntos sin preocuparme demasiado. Me sentía poseedora de un secreto. Mi conducta me pareció más bien masoquista pero no le di muchas vueltas y al salir de la oficina recordé que tenía que pasar a la tintorería. Ojalá Vicente no fuera esa noche al departamento pues no tendría cómo explicarle la cortada sobre mi rodilla. Apenas uno o dos días pasado el incidente se fue apoderando de mí el instinto de que debía estar sola. Mi nivel de sociabilidad era el promedio, pero tenía la tendencia a aferrarme de alguna o algunas personas de cada nuevo lugar al que llegaba. Me preguntaba qué pensarían de mí y me sorprendía a menudo en busca de su aprobación. Desarrollaba tal apego que terminaba por sufrir fuertes decepciones —un saludo desenfadado o un rostro de desinterés bastaba— aunque quizá en muchos

casos simplemente mi reacción era excesiva. Esta vez, sin embargo, las cosas en verdad se complicaron. Primero fue mi amiga Sandra. Hacía poco nos habíamos distanciado, creo que algo tuvo que ver mi reciente ascenso laboral y los celos que le daba verme con Vicente. La llamé por teléfono para ir por un café. Primero me rechazó alegando que tenía mucho trabajo. Le dije que estaba muy estresada que incluso eso me había llevado a herirme un poco la pierna. ¿Qué? Lo que oíste. Se quedó en silencio. Me invitó a pasar la noche en su casa. Había terminado de bañarme cuando de improviso empezó a llamar inquieta a la puerta del baño. Se molestó porque había cerrado con seguro. Me miró y se horrorizó al ver la herida a lo largo de mi pierna. Noté que había escondido los objetos punzocortantes que siempre estaban en el baño —rastrillo, tijeras, pinzas para depilar—. Después, cuando terminé de vestirme, ya más tranquila, me sirvió un buen plato de pasta caliente. –No sé qué decir. –No digas nada. –Pero estoy realmente preocupada. Podrías ver a un doctor, tomar algunas pastillas. Yo las tomo cuando estoy deprimida. Incluso podrías ver a mi doctor, pero temo que te enviaría con un psiquiatra. A Vicente le conté creo que un día después. No había opción, en cualquier momento me vería desnuda. Le dije que me había estado enterrando las uñas y sugerí que también había utilizado un objeto de metal, se alteró y me pidió que le mostrara la herida. Me negué, pero él tiró de mi pijama y dejó al descubierto, además de las viejas marcas, el corte longitudinal que ahora tenía por encima de la rodilla. Me preguntó si él era el problema, si no me gustaba mi cuerpo, me hizo prometer que no lo volvería a hacer y comenzó a vigilar mi conducta. Hubo varias escenas ridículas, en una de ellas estaba cortando zetas con un cuchillo sobre una tabla, iba a hacer una sopa. Estaba inquieta por su textura carnosa, por la resistencia que oponían al filo de sierra, distraída en estas sensaciones llegué a mi pulgar y sentí

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cómo entraban sus dientes en la yema. Tras una exclamación de dolor, comencé a sentir muchas ansias. Subí a la azotea, tenía deseos de morderme un poco pero él subió tras de mí y me contuve. Las cosas llegaron a un límite el miércoles pasado en una cena del trabajo, la verdad es que no había dejado de hacerme algunas heridas. Estábamos en un buen restaurante con los dueños de una cadena de farmacias. Mi jefe estaba contento conmigo, de hecho me había felicitado por el análisis de hacía unos días. Cuando dije que no tomaba alcohol uno de los ejecutivos de la otra compañía me presionó, esto no es alcohol es un buen vino. Acepté que me sirviera. Empezaron a hablar de algunos productos recientes que habían salido al mercado, de experiencias negativas en su comercialización. Trajeron la comida y un rechinido en la loza alertó mis oídos. Estaba al pendiente del sonido de los cubiertos y seguía bebiendo. Vi como mi vecino clavaba el tenedor en un trozo de pollo, lo deshebraba y lo sumergía en un gravy agridulce. Quería tocar con las manos la carne que me habían servido. Mi mano izquierda parecía tener vida propia. Con un movimiento torpe hizo chocar levemente los cubiertos con el plato, tuve que detenerla con mi otra mano. Me preguntaron por un medicamento antiarrugas cuya identidad yo había diseñado, sólo pude decir que no lo recordaba. Me levanté para ir al baño. Había escondido el cuchillo de la carne en mi saco y tras la puerta del WC comencé a enterrarlo en mi brazo. Cuando sangraba, encajé los dientes en la piel abierta. Varias gotas de sangre cayeron al suelo. La encargada que trapeaba me preguntó si estaba bien. Le dije que sí; limpie el suelo, mi brazo y salí de inmediato. Fui a la mesa, me puse el abrigo, inventé alguna emergencia y me retiré. Quería estar absolutamente sola. Le hablé a Vicente y le dije que me quedaría con Sandra. Fui al súpermercado, compré ropa interior, un camisón, dos cuchillos, uno con sierra y otro liso con mango de metal, dulces, coca-cola, alcohol, aspirinas y algunos trapos. Me hospedé después en el Hotel Ticomán, donde difícilmente me encontraría con alguien conocido.

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He pasado poco más de dos días en esta habitación. A pesar de que he estado a solas de ninguna manera podría decir que el tiempo en este lugar ha sido desdichado. Tras cerrar la puerta comencé de nuevo a morder mi brazo. Entonces hice una pequeña incisión con el cuchillo en los bordes abiertos de la carne y después los mordisquié con los dientes. Repetí esta acción hasta que empecé a arrancar algunos pedazos pequeños. Estaba en el suelo, a los pies de la cama. A veces pasaba la lengua, otras succionaba un poco. Disfrutaba el calor de mi sangre por lo que me acosté boca arriba, levanté mis piernas tomándolas con mis brazos, rasgué mi pantalón y comencé a clavar el cuchillo en la vieja herida encima de la rodilla. Dejé que la sangre goteara en mi cara. Moví el cuchillo en nuevas direcciones. Estuve un buen rato con la cara pegada a mi pierna oliendo la sangre y sintiendo su calor. Ahí acostada me quedé dormida. Por la mañana llamé al trabajo. Tengo un problema, no podré asistir, dije. Mañana estaré a las 9 en punto. Me bañé, pedí algo de comer, me hallaba sumamente cansada. ­Dormité varias horas tratando de no pensar. En los ­intervalos comencé a hacer listas. Primero, las células de la epidermis y la dermis, luego repasé los nervios de la piel —los que reciben los estímulos sensitivos, corpúsculos de Meissner;


el dolor, las terminaciones libres mielinizadas; las sensaciones de calor, los corpúsculos de Rufini; el frío, los bulbos de Krause—. Abrí unas Lunetas que compré en el súper y entonces empecé a hacer una lista de golosinas confitadas, aquellas que prometen otros sabores tras quebrar su superficie —Bubaloo, Selz Soda, Tutsi-pop, Crack-ups—. Estaba contenta. Nena, crack up this Tutsi-pop. Reinicié el ritual, había llegado la noche. Me puse un camisón nuevo. Dirigí el filo a las heridas de la noche anterior. Me vi al espejo. Como si cortara el carbono y el vapor de agua que cubren la piel, comencé a pasar el cuchillo con mango de metal por mi barbilla, mis labios, mi párpado derecho, la frente. Ahí me hice una primera incisión con la punta, después a la altura de la ceja, bajé el filo e hice otra en el pómulo del mismo lado. Podía sentir, luego, existía, o mejor, sentía algo nuevo, mi cuerpo y la experiencia de goce, su vínculo. Apenas pensaba esto sentía pudor por la condición inconfesable en que me encontraba. Era como una niña dejada a solas en un cuarto. Finalmente me había diluido pero seguía ahí, como un perro que tras haberse mordisqueado con otro saca la lengua satisfecho. Aunque el único animal en esa habitación era yo. Experimenté en esos dos días una vida casi en silencio, una vasta irresponsabilidad hacia cualquier obligación, una declinación de todos

mis valores. El viernes no fui capaz de llamar al trabajo e inventar de nuevo un pretexto, simplemente no me presenté y apagué mi teléfono. En esa interminable mañana, guardada en el hotel, escuchaba los claxons y los ruidos de los autos en la avenida, su agitación me parecía el bullicio de otro planeta. El plato extendido en que me sirvieron el desayuno tenía una fractura casi invisible que lo atravesaba y varias marcas de uso en su superficie. Alguna vez debió haber lucido una apariencia blanquecina y homogénea que le permitía integrarse bien a la vajilla del hotel. Hoy estaba a punto de ser destinado a la losa en la que comen los empleados sino es que a la basura. Pronto la fisura se haría más visible y traería una mirada atenta sobre él, la posibilidad de su cuarteadura se haría evidente. Pero también el suelo que sostenía a este edificio, las paredes o el cerro que se alcanzaba a ver tras del hotel tenía fisuras. Sentí reaccionar en cierta forma ante esta idea. Eran aproximadamente las dos de la tarde. Pensé en alejarme de ese cuarto, maquillarme con meticulosidad, caminar con todo cuidado cual pieza de loza tajada y enfilar hacia el trabajo. Pero no pude salir y finalmente me quedé acostada de lado sobre la cama viendo los rayos de sol que se colaban por entre las cortinas. Por supuesto, me dije, hay una grieta en todas las cosas, así es como la luz penetra en ellas.

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Ana Rosa González Matute

4 Poemas

Cenit

La altura

se abre al cautivarme el invierno se inflama ˙

Este hielo despunta en alas

˜ del niño águila que aúlla en el horizonte

• Entre las barcas que partían nadé hacia el cielo enardecido oyendo el aleteo del niño oyendo el aleteo del agua

En cada surco de ola 3

ballenas

besaron el eco de mis manos gcuando un grito desató el póstumo canto de la marsopa å

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Hombres y mujeres desnudos

Hombres y mujeres desnudos serán nudo

nudo serán

hombres y mujeres

desnudos

con el alma en el viento

y

la luna blanca

y sus huesos se elevarán claros

limpios y

limpios los huesos

desaparecerán

en el viento y

la luna blanca

con codos y pies

lamidos de hojas

de hojas de miel

que tañen el sueño

Uno serán hombres

y

mujeres desnudos en nudo

y se hundirán en el mar

para elevarse

aunque los amantes se pierdan

sin que el amor

s

e

pierda

pues hombres y mujeres desnudos

serán nudo

entre los pliegues

de la ahorta del mar

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y

el oleaje los arrojará

a las playas

playas de arena perla y hombres y mujeres desnudos

yacerán vivos

retorciéndose en hamacas

de lino

con el torso amarrado

a la ternura

sin quebrarse

pues persiste la fe

la fe untada a labios en sangre donde sólo

la muerte muere

y los cuervos

no gritarán

ni las olas romperán

en las playas

ni la lluvia soplará

su agua

y las cabezas caerán

bajo el martirio

como flores

abiertas al sol

y hombres y mujeres desnudos yacerán vivos vivos

para morir

muerte

donde sólo

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su muerte la muerte muere


Casa

Yace mi casa entre árboles y niebla decanta sus muros blancos hacia el sedal del horizonte. Sus ventanas como lagos sediciosos reflejan el infinito celaje e inducen el trinar de ciertos muebles —ellos celan entre sus negras ramas secretos de papel - ol vid .

o

Afloran como des

los libros hierba

viva

plie

gan

cierta eléctrica conciencia o aguas viejas. Al lado el rostro de los cuadros desafía al techo luego se vuelve hacia la estrella que anuncia el nacimiento del niño muerto. Mientras... el piano se pregunta si alguno sobrevivirá el Mañana.

a

Cada silla punta hacia el follaje oblicuo guarida y humo de voces extintas.

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Entre alfombras y maderas posan los colores, eructan su halo a la terraza ahí el barandal activa una ruta viciosa. —Tras masacrar al destino el Oriente de fuego enamora— enardece el crujir de las puertas

cuyos goznes anuncian la “última lluvia” lluvia de polvo llorado. ¡Oh casa!

rendida de

es colt arm e

hacia el insomnio solapado del invierno amotinado メ

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¿Quién ha estado aquí? ¿Dioniso, Baco? ¿HD o Boswell? Despierto a las tres de la mañana cuando la oscuridad se tambalea en la penumbra

y tuerce las sábanas.

Nace la insensibilidad y el desenfreno de la irreflexión que burlan el sueño.

del cuerpo

su nieve seca

su nieve niña

El frío

y su ahogo de contento trasminan la mente como si cesara la actividad

o la existencia

nieve seca. Luego el sudor en la frente me dice

que aún vivo

que no duermo

mientras muero.

¿Temer la oscuridad externa cuando una luz se enciende adentro?

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