El artista Pablo Márquez Trejo falleció en Zacatecas el 22 de octubre; ese día la Universidad a las Calles escribió: “Pablo fue y será siempre uno más entre nosotros. Con su carisma y su maestría, sembró y cosechó sonrisas en niñas, niños y adolescentes. Con paciencia y amor los hizo partícipes de su conocimiento: el arte del grabado, el reciclaje y los malabares; siempre con la voluntad y el ímpetu por prevenir la violencia y fomentar una cultura de paz para aquellxs que tienen pocas oportunidades”.
Pablo Márquez Trejo. 333. Linografía. 122 x 76. 2018.
Editorial
La Gualdra No.
El 30 de julio de 2018, Humberto Valdez me dio la noticia de que Pablo Márquez Trejo había conseguido ingresar a la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado; el 23 de febrero de ese mismo año habían expuesto juntos en la muestra “Alta presión” una serie de grabados hechos en el TIR. Humberto egresó de esa escuela y había impulsado a jóvenes como Pablo para que estudiaran ahí también. Ahí estudiaron Pedro Coronel y Manuel Felguérez, le dije cuando tuve oportunidad de felicitar a Pablito, a quien había conocido años atrás trabajando y colaborando en proyectos con Iván Chávez -el Pollo- y Carlos Herrera -el Ojos- en distintos momentos. Un año antes, en abril de 2017, a invitación del proyecto artístico Calle 13, había pintado el mural "Homenaje a las víctimas del camino" en el cerco fronterizo que se encuentra entre Mexicali y Calexico y su constante actividad artística me hacía intuir que en la CDMX haría muy buen trabajo.
Al año siguiente, el 18 de mayo de 2019 Pablo presentó su primera exposición individual en la Galería del Rey Chanate, “Aunque roto, resisto encogerme: Confrontaciones al mudar de piel" y en esa ocasión decía: “En esta muestra estoy exponiendo básicamente plástica, pintura, dibujo y muy poco grabado, el grabado lo dejé como un medio nada más de exploración en cuanto al lenguaje pictórico y gráfico que se puede hacer como hibridación, pero en sí la fortaleza de la exposición es la pintura […] son alrededor de 17 piezas, […] la producción la hice estando en las instalaciones de la escuela La Esmeralda…”.1
El 18 de febrero de 2020, unos días antes de que fuera declarada la emergencia nacional por la Pandemia del Covid 19, Pablo gestionó que la exposición del concurso de gráfica estudiantil Estampa Libre fuera exhibida en Zacatecas; y hasta aquí llegó con dos compañeros de La Esmeralda para inaugurarla en el vestíbulo del Teatro Calderón en donde se mostraron 40 piezas de un total de 90 que habían participado. En ese entonces, Pablo invitaba a todos los jóvenes de Zacatecas a asistir, sobre todo a los interesados en la gráfica.
La intención de traer esa exposición era que los jóvenes conocieran aquí lo que se realizaba en la capital del país, a través de su escuela que con el respaldo de Bellas Artes siempre había estado en la vanguardia de las artes visuales. Él tenía la intención de compartir lo aprendido con sus paisanos; decía sentir “una responsabilidad con la creación en este Estado” y pretendía que se estableciera un diálogo, una especie de “flujo entre lo que está pasando allá y las cosas que se pueden apreciar desde acá”.2
El concurso de gráfica Estampa Libre celebraba
su segunda edición y había surgido de la iniciativa del Colectivo Vorágine Arte, del que Pablo era integrante; desde la primera edición se logró una gran participación de alumnos y en la segunda se había conseguido que más estudiantes y profesores de la escuela se involucraran. Trajeron esta muestra a Zacatecas para que se generara un intercambio de ideas entre La Esmeralda con más escuelas del país y alumnos de distintas instituciones. La tercera edición se llevó a cabo en el año 2023 y en ella aparece también como integrante del comité de gráfica.
En el año 2021 organizó nuevamente una exposición colectiva, esta vez coordinada por el Taller Sr. Membrillo del que era integrante; impartió más talleres y colaboró en la elaboración de un mural como también lo hacía frecuentemente con el programa Alas y Raíces; hay muchos registros de él con cubrebocas como tallerista con niños, con quienes tenía una conexión especial. Tal vez porque cuando él era niño había iniciado como alumno de maestros como José Manuel Salas Alvarado y Emilio Carrasco y creía en el poder transformador del arte, de ahí que participara asiduamente después con el proyecto Universidad a las Calles, una organización independiente en cuya página publicaron al enterarse de su fallecimiento:
“Pablo fue y será siempre uno más entre nosotros. Con su carisma y su maestría, sembró y cosechó sonrisas en niñas, niños y adolescentes. Con paciencia y amor los hizo partícipes de su conocimiento: el arte del grabado, el reciclaje y los malabares; siempre con la voluntad y el ímpetu por prevenir la violencia y fomentar una cultura de paz para aquellxs que tienen pocas oportunidades”.3
Durante este año, en Zacatecas, impartió en el Centro Cultural Mireya Cueto un taller de grabado en febrero; de dibujo y pintura en abril; y de reciclaje en julio, entre otros. En abril también participó en la exposición colectiva del Rey Chanate y fue ahí cuando orgulloso, con esa sonrisa grande que lo caracterizaba, nos dijo que había egresado de La Esmeralda y que tenía muchos planes por realizar. Ya no fue posible.
Pablo Márquez Trejo falleció el 22 de octubre de este año; le arrebataron la vida. Después de donar sus órganos es ya nube y su esencia se desbordó en esta tierra zacatecana que extrañará su sonrisa y su bonhomía. Nuestra solidaridad con su familia y sus seres queridos.
1 NTR Zacatecas, 19 de mayo de 2019 https://www.facebook.com/ntrzacatecas/videos/556204928119763
Jánea Estrada Lazarín lagualdra@hotmail.com
2 Presentan exposición de la Escuela Nacional de Pintura “La Esmeralda” en Zacatecas: https://www.facebook.com/Canal24.1/videos/285981715700788/
3 Universidad a las Calles, 22 de octubre, 2025: https://www.facebook.com/UniversidadALasCalles
Directorio
Contenido
Por
Indígenas: agentes de la Conquista Por Verónica Murillo Gallegos
Vínculos, de
en el Museo
3 4 5 7 8 6
[inauguración el 30 de octubre, 19:00 horas] Por Museo
La derrota de los días [Fragmento de la novela] Por Mauricio Carrera
Manual de Resurrección para vagabundos y profetas Por Guillermo Serrano Sosa
Vanessa Salas Orduño
Francisco Goitia
Francisco Goitia
Ilich
Mario Alberto Medrano
Ilich
6 Por Mario Alberto Medrano
Sé que sonríes en el pasado; tu rostro se ha vuelto inmóvil en una sonrisa o pétalo de sombra; sé que has dejado la inexistencia y hoy tu mirada sostiene la nieve y la luz y una tarde veraniega;
es marzo y el silencio es sol y aire las flores son verdes de futuro y los insectos abren al viento su existencia; sé que he llegado a tiempo a los años y tu sonrisa se forjó bajo la mejilla de tu madre;
han caído otras lluvias y las mismas palabras sobre el amor de tu madre al rozar tus ojos y hoy estás envuelta en la paz y la ternura;
yo he llegado de la inexistencia y contemplo tu sonrisa y los colores de tu voz que sumergen el silencio en alegría;
he llegado cuando la luz sólo era una idea y el cardo golpeaba las fronteras luminosas; sé que estás y sueñas y tu madre te abraza en las noches y en sus sueños; sé que regresarás y nos mostrarás la claridad; sé que temes por lo que no existe; sé que sonríes en el pasado.
Ilich, mientras sueñas, tu madre y yo estamos detrás del horizonte mirando el futuro y su rama hueca; escuchamos tu respiración y sabemos que estás habitando este mundo simplemente habitándolo, mientras las íes de nuestro corto tiempo avanzan con el tuyo, lleno de futuro.
Sé que aún sonríes en el pasado.
Río de palabras
Pablo Márquez Trejo. Foto de Nattus Braver / Juan Arón Valenciano
La derrota de los días c ombina ficción y realidad, a la manera de una bildungsroman. Es la novela más ambiciosa de Mauricio Carrera. Busca acercarse a La montaña mágica o Doctor Zhivago y alejarse de las modas impuestas por las grandes editoriales. Narra el crecimiento vital de su protagonista, Joaquín Ríos, desde sus años de adolescente en la filmación de la película El mexicano hasta sus aventuras en la guerra del Pacífico, como hobo en los caminos de hierro estadunidenses, como soldado en la helada Corea, hasta el encuentro con el amor y la injusticia en Tijuana. Jack London y José Revueltas atestiguan ese periplo, lo mismo como personajes que como figuras tutelares que marcan el rumbo de la conciencia social y de la existencia al garete de sus infortunios y alegrías. Publicada por el Fondo de Cultura Económica en su Colección Popular, en esta novela su protagonista coexiste con personajes surgidos de la imaginación de Norman Mailer, Truman Capote y Ernest Hemingway, en un muy bien logrado accionar de la literatura referencial que practica su autor.
La derrota de los días [Fragmento de la novela]1
6Por Mauricio Carrera
El mismo día que John Barleycorn se embarcó en el Dharma, el muchacho se dirigió al Red Drum, con una carta y cien dólares en la bolsa.
Le dijo:
—Ve con Paddy Cordavan. Él te ayudará.
Lo encontró en la barra. Un tipo alto y corpulento, rubio, con aire lo mismo de mecánico que de vaquero. Era el dueño de aquel sitio, un maloliente bar de música de jazz.
Abrió la carta con recelo. Una vez que la leyó, le mostró su contenido. Sólo una palabra. La palabra HOBO, escrita con mayúsculas. Dijo:
—Me parece que al que buscas es a mi padre.
Lo condujo ante él, en un oscuro y húmedo departamento en los altos del bar.
Un viejo gordo, apoltronado en un sillón junto a la ventana, desde donde
contemplaba la bahía.
—¿Quién te manda? —preguntó de mala gana cuando su hijo le dio la carta.
—John Barleycorn.
—No lo conozco —su voz sonó agresiva.
—Jack London —respondió entonces.
—¡El lobo! ¿Qué hace, dónde está, a dónde se ha metido el miserable después de su muerte? —esbozó una ligera sonrisa.
—El barco levó anclas ayer alrededor del mediodía —informó el muchacho.
Le contó también de México, Anopopei, San Francisco, Guatemala.
—El lobo, al fin y al cabo —suspiró con nostalgia—. “Hemos mendigado y surcamos las aguas del mar”. Kipling, De él lo aprendí. Estaba recién desembarcado del Sophie Sutherland. Un muchacho como tú. Bronceado, lleno de
vida. Y de literatura —dijo. Bajaron al bar y tomaron unos tragos.
—Conque hobo, ¿eh?
Paddy Cordovan y John Barleycorn se conocieron en 1894, durante el viaje a través de Estados Unidos del Ejército Industrial. Los dos tenían dieciocho años. El país atravesaba por una grave crisis económica. No había empleo y tampoco dinero. A Jacob Coxey, un abogado de Ohio, se le ocurrió la idea de organizar una marcha proletaria de protesta hasta el Capitolio. Se formaron diecisiete brigadas de inspiración paramilitar. Una de ellas, comandada por un impresor de nombre Charles Kelly, alias El General, partió de Oakland con rumbo al este. Fue un viaje a pie, a caballo algunos y la mayoría montados en vagones de trenes, claro que de polizontes, bajo el constante asedio de la policía. Un ejército de desempleados en busca de trabajo.
Gritaban consignas como “Viva Jesús y abajo los banqueros”. Barleycorn inició la marcha el 6 de abril. Era primavera. Llevaba un diario, The Tramp Diary, que Cordovan conservaba. “Él me lo dio cuando nos despedimos. Es un tesoro, es otra vida, sin duda más feliz, mira”, mostró una libreta de direcciones garrapateada de principio a fin con anotaciones de viaje. El lenguaje era escueto, casi telegráfico. “Despierto 3:30 medio muerto de frío”. No había narrativa, sólo información de viaje, horarios, tipos de trenes, esbozos de personajes. “El chico irlandés de Dublín. Sus buenos consejos y malignas tendencias”. “La gran preponderancia de suecos y alemanes”. “La honestidad de los hobos, y su buen corazón. La mayoría voluntariosos y ansiosos por trabajar”. También, sensaciones, sucesos varios, desde las golpizas de los guardias de las compañías ferroviarias hasta los pies deshechos y las
Mauricio Carrera. Foto tomada de su muro de FB.
1 Carrera, Mauricio. México: Fondo de Cultura Económica. Colección Popular, 1001. 479 pp., 2025.
ampollas, para pasar por un abrigo quemado por una chispa, el helado transitar por Reno, la tormenta eléctrica en Van Meter y la inclemencia del sol. Apuntó: “Yo estaba bronceado tras ocho meses en el mar. Pero eso era nada. En el tren se me peló la piel de mi cara como si hubiera caído al fuego”. En Des Moines, tanto él como Cordovan y un hombre mayor que ellos, Frank Davis, decidieron desertar. Lo hicieron, en parte, porque las condiciones de la marcha eran en general desastrosas —¡encontrar comida para ciento cincuenta mil hombres!—; y en parte, porque “en Des Moines vivían las chicas más guapas del mundo”, Cordovan lo dijo, saboreándose, como si se acordara de una en particular. A lo largo de todo ese año vagabundearon por diversos estados. Su hogar fue la jungla, como le llamaban al lugar donde acampaban,
y su modo de transporte los trenes de carga. Bebieron alki y trabajaron lo mismo en la construcción de caminos, que como peones, albañiles y jornaleros. Aprendieron a vivir a la intemperie, a cocinar frijoles de distintas formas, a evadir los pitos (los dicks, el nombre que le daban a los detectives), a los toros (los vigilantes de los vagones), a subir y bajar del tren en movimiento, a entender las señales dejadas en el camino. Un gato dibujado en la tierra, frente a un rancho o una casa, era indicación de una buena mujer, dispuesta a darles algo de comida. Un cuadro con un punto en medio, señalaba peligro. O precaución. Un mero círculo, un sitio de poco interés. “Ninguna razón para estar aquí”. Había toda clase de señales, algunas dibujadas y otras simples expresiones no verbales de los propios hobos. Una vez, por dar
un ejemplo, se encontraron en el camino con el Seco, un hobo huraño y de aspecto desagradable. “De recia y colosal osamenta, alto, consumido rostro de muerto y demacración cadaverina”, lo definió Cordovan. “Desdentado y con una nariz larga y curva, como garra de buitre. Sus ojos, apagados, parecían inmunes a la piedad y sordos a la misericordia”. Lo encontraron en las inmediaciones de Hannibal, Missouri. Era de noche. Finales del otoño. Barleycorn y Cordovan, con hambre y frío, se acercaron a la fogata. El Seco, apenas se percató de su presencia, tomó una barra de fierro y la mostró desafiante. Acto seguido, encendió un fósforo y se los arrojó. No necesitaban saber más: era la señal de no ser bienvenidos. —Jack quiso enfrentarlo. Tomó una piedra, dispuesto a pelearse y hacernos un lugar como hombres del camino que éramos, alrededor del fuego. Se lo impedí, no sin algunos empellones. El Seco era de temerse. “Gaycats”, nos llamó. “Aprendices”. Aún recuerdo su voz de desprecio, fuerte, alcohólica, rotunda. Era un profesh, un hobo de muchos kilómetros recorridos, de larga cabellera y reticente a cualquier clase de compañía que no fuera su olor a caño destapado, con varias cabezas rotas y tal vez algunas muertes en su haber. Me costó trabajo llevarme a Jack, quien no dejaba de proferir amenazas y maldiciones. Buen tipo, Jack. Se liaba a golpes, a ratos por mero desplante deportivo, las más de las veces por algo que bien podría definirse como un alto sentido de la justicia. Lo vi pelearse veinte, veinticinco ocasiones. Una vez tumbó de un solo puñetazo a un policía en los depósitos de ferrocarril de Yonkers. Era bravo, agreste, si se quiere. Se hacía llamar Frisco Kid. Y, cielos, su inglés era pésimo. Yer see it wuz dis way. Las’ year ‘bout dis time, me’en and my pal, Paddy Cordovan, come down to Sacramento to do de fair —se sonrió al recordarlo—. Cómo se convirtió en escritor, un misterio. En su caso fue el hambre, supongo. O su cansancio de trabajar como obrero. Se la pasaba recuerde y recuerde esos tiempos. La fábrica de cristal, la almidonadora, el telar. Los carretes que ovilló, las botellas que hizo. Dividía su maldita existencia entre el antes y después de la llegada de una máquina nueva, lo que suponía un cambio mínimo en su hastío. “Hubieras visto esa Olimpia”, decía. “Era magnífica”. O la manera como ponía su cordelito a las botellas. Presumía de ser condenadamente bueno, el mejor. También se quejaba: “Toda la maldita vida de trabajo sin parar”. Un día decidió dejarlo todo. Habló con su madre. “¿Y qué será de mí y de tus hermanos?”. “¿De eso se trata?”, preguntó. Ella no entendió la ironía. Agregó: “Desde que recuerdo, me he ocupado de ustedes. Ahora se trata
de mí. Mis hermanos ya están grandes para ponerse a trabajar”. Se despidió. Se tumbó por horas en el pasto de un parque. Luego tomó el camino. Vagabundearlandia, le decíamos. Así nos encontramos.
—Fuimos hobos —recordaba Cordovan, no sin orgullo. La palabra le gustaba al muchacho. Le atraían sus resonancias, su misterio, sus posibilidades de aventura. Provenía, acaso, del latín homo bonus, buen hombre, o más probablemente de hoe boy, el término utilizado para describir al que hace trabajos de jardinería. El hobo es el vagabundo. El que deambula. Tiene su origen tras la guerra de secesión. Miles de hombres desmovilizados, yendo de un lado para otro, mutilados algunos, huérfanos otros, vagabundeando, en busca de trabajo. Para 1894 la cifra se elevaba a más de un millón. Viajaban escondidos en trenes. Era Vagabundearlandia, como le llamaba Cordovan. Éste, sonriente y sonrojado, bebía cerveza en un tarro. Al hacerlo, eructaba de cuando en cuando. Parecía entusiasmado al recordar sus vagabundeos. En su caso, permaneció más tiempo en el camino que Barleycorn. Llegó a ser muy conocido. Lo apodaban Oakland Skinny, pues era delgado como una espina de pescado. “No hay nombres en Vagabundearlandia, sólo apodos”, dijo. “Por supuesto, hoy estoy más gordo que una ballena y el apodo persiste no importa qué. Oakland Skinny soy y seré hasta el día que me muera”. Cordovan quedó pensativo, tal vez porque imaginó la proximidad de ese momento. Le dio un nuevo trago a su cerveza y puntualizó con firmeza: “No todos somos hobos, muchacho. Así como hay pobres y ricos, buenos y malos, tontos y listos, los hombres del camino nos dividimos en tres clases: los hobos, los vagabundos y los vagos. No es difícil distinguir al uno del otro: el hobo vaga y trabaja, el vagabundo vaga y sueña y el vago vaga y se emborracha. Jack y yo vagamos y trabajamos. Recorrimos las Dakotas para trabajar los sembradíos, Michigan, donde recolectamos moras, California, la vendimia, Idaho, las papas. Lo que fuera. No éramos ladrones, no mendigábamos, pedíamos trabajo. Una semana, dos como máximo, y de nuevo emprendíamos el camino, no importaba dónde. Una vez, en Nebraska, nos encontramos a dos hobos jóvenes, optimistas y entusiastas como nosotros. Viajaban a bordo de un tren de carga, guarecidos en un vagón que hedía a mierda de caballo. Les preguntamos: “¡Eh! ¿A dónde se dirige esta chatarra?”. Se alzaron de hombros y dijeron que lo ignoraban en absoluto. “¿Importa?”, preguntaron al unísono.
Novela
Manual de Resurrección para vagabundos y profetas
6Por Guillermo Serrano Sosa
Leeré desde la errancia no sólo de quienes vagan, quienes dan pasos y pareciera que no tienen destino, sino también de quienes colectan de los no errantes sus rarezas, sus costumbres, sus hábitos, de quienes aciertan en el sentido de ser lo más perturbador a la conciencia y vista de quienes los miran, como reza el muerto Gordo Mayo como “vagabundo esperando ser reconocido como Ulises”.
Desde este punto, la forma de la novela Manual de resurrección para vagabundos y profetas (Ediciones del Lirio/Cariátide, 2025) de Daniel Rodríguez Barrón, es fiel a su autor, es una historia conteniendo más historias, narraciones compitiendo por ser las más desalmadas y sanguinarias, personajes rivalizando por ser los más anómalos y sedicioso, escenas desafiándose unas a otras para ser las más escrupulosas y estremecedoras; una historia que recurre al pasado sólo para orientar la interpretación e intención de su presente, un presente que en cada paso conduce y vuelve al lector curioso detective y crítico de un arte intentando justificarse a sí mismo a través del tiempo: 100 años de historia del arte que le siguen dando pretextos para existir.
Y esas historias por sí mismas tienen la cualidad de mostrarnos múltiples asunciones, de vidas en diversas existencias, enternecedoras, viles, codiciosas, pobres; de unos personajes que se asientan en lugares tan distintos como una iglesia, una ermita, un hotel, una vecindad, un palacio; de un mural oficiando para convencernos de que nos antecede la virtud y las decisiones de una revolución que nunca termina y se traviste para seguir respirando; de unos amigos artistas mafiosos, que saben que no se lee impunemente, de eso va este libro.
¿Cuál itinerario seguir para conversar con este Manual de resurrección para vagabundos y profetas? Cual vago sin preocupación ni oficio, les propongo guiarnos por los señuelos que nos arroja, sus estratagemas, ganchos que lanza sin compasión Daniel Rodríguez Barrón para no dejarnos escapar inmunemente. Ésta es una historia de policías, asesinatos, perseguidos, interrogatorios, observación aguda y sagaz centrada en la vida de Meche Pastrana, una investigadora que tan solo por su propia fisonomía parece inquebrantable, experta y apta para resolver uno o cualquier caso, pero que en esencia asiste a los rituales que justifican y se disponen para que ella siga viviendo, desde su pasado de amores hasta los tormentos de su fatalidad presente, vida involucrada en los vericuetos de una desesperada pérdida que fue y una pérdida en proceso que no sucede tan rápido.
Y de pronto se abre un laberinto. Al avanzar se vislumbra un escenario con su propia historia: una ermita situada y sitiada bajo una feligresía, en un lugar lodoso, lluvioso, empinado, dispuesto para entrampar a sus personajes que por más diversos que podamos asimilarlos no pierden sus hilos, comparten intenciones, aficiones, fetiches: Franciscanos que se montaron sobre las ruinas de los dioses antiguos, matanzas colectivas e individuales permitidas por la convicción de la no obediencia, de creyentes sin género o de flexible orientación que en ese momento se alejan de la sociedad para encerrarse en una sociedad más breve, y en medio de una confusión anarquista con 100 años de pretextos: “Hay que organizarse al margen de los poderes en el plano puramente individual”.
Y nuevamente, unos pasos más y la trampa de Manual de resurrección para vagabundos y profetas se esconde más eficientemente. Avanza uno ingenuamente, sin mirar los lindes de unos ojos que parecen burlarnos y después tira unos tremendos aguijones: Sólo ves lo que eres; entonces se vuelve la historia desde las imágenes, cuadros de unos canes remachados en paredes; de un cuerpo sin forma, sólo lodo y sangre; de unos poderosos hombres haciendo de un juego un destino vigente, de un cuerpo yaciendo en una cama como cristo sin cruz, pero igualmente atormen-
tado, pues dice Elsa que “las imágenes son un oráculo que aúlla toda la noche con colores formas e historias… actúan sobre los sentidos y la mente, dejan impresiones, evocan presagios”.
Y al avanzar, nos quiere convertir, se vuelve en algo religioso, no sólo es lo del púlpito dominical y santiguados desde Roma, sino los que crearon una propia religión para no tener religión, diría Sartre: “creer es no creer”. Aún más diría Meche Pastrana de la condena que nos lanza a este lugar: “Nosotros no somos sino un campo de resonancia, un vacío donde los dioses, los ángeles, los demonios luchan”; y nuestras opciones son también múltiples, pero condicionadas, ser eremitas (vivir alejado de la sociedad), cenobitas (habilidades sobrenaturales, forma grotesca, gusto por el sufrimiento), anacoretas (persona entregada a la contemplación y a la penitencia).
Y avanzamos sobre aquello que no quisiéramos que existiera porque nos anula: la religión en la política, y en la política, como diría Octavio Paz la “religión como una visión del mundo que propone una interpretación total de la vida y de la muerte”, que nos lanza a transitar los momentos de cada persona viva y muerta que conoce los secretos de una historia nacional quebrada, pero que logra resucitar siempre que encuentra personajes dispuestos a volver a pelear por una verdad
radical, vuelta a lo que parece que somos, que en eso moriremos, en la tragedia de que no logramos hacer borrar la presencia de quienes se miraron e inmortalizaron porque desde sus tumbas nos miran volver a lo mismo, al abismo de los elegidos y quienes, con otros apellidos, otras voces, asumen que el dominio les fue otorgado para volvernos a un pasado irreal y parece ahora irrevocable.
Y, de regreso lo humano, e imagino una conversación entre Rodríguez Barrón y Fernando del Paso: Palinuro gritando el reto de “Un hombre que descubrió un día que estaba encerrado en su cuerpo y desde ese entonces se pasa los días elaborando un plan que le permita escapar con vida” y Meche Pastrana, respirando hondo respondiendo: “Aquello que llamamos persona no es sino una sucesión permanente de realidades superpuestas o desdobladas en su multiplicidad que nunca se anulan unas a las otras y que tampoco se acumulan, sino que conviven sin necesidad de explicaciones ni casualidades”. Y cualquier posición o respuesta se vuelven nuestros pretextos para sumergirnos en una “Revolución Permanente”, desde la cual tejemos los argumentos, las excusas para no rendirnos o ¿será que esto es sólo un inicio de algo más? o ¿será una búsqueda inútil o lo único útil que nos queda? Me decanto por esas obras en que el único respiro que nos queda es nuestra necedad de estar aquí, mirar el horror, lo insólito, las realidades que pueden alcanzarse desde un existir vagabundo sorteando profecías, desertando de nuestros destinos sellados; escapando de una cierta autoridad que se permite a sí misma, tomada de la mano de pocos, cada vez menos, para decirnos que la vida es tal cual la imaginan y no tal cual hemos soñado para nuestra propia vida. Y como es habitual, la circunstancia, los humores, las elásticas intenciones se ponen sobre todos y nos dicen nuevamente que esto será de otra manera, será porque hemos decidido que sus vidas se sujetarán a la religión y a la política, a la obediencia, o a la resignación o sumisión. Pero siempre llegan unos cuantos locos que se tatúan en el cuerpo Non Serviam y con eso es suficiente pretexto para atarnos a este mundo y no dejarlo, como necios que piensan que la idea de que la libertad tiene una oportunidad y es allí desde donde es posible seguir respirando, aún mirando como liberan sus últimos suspiros los enfermos, los estudiantes, los sabios, los poderosos. Mi propio vago me dicta: Manual de resurrección es un libro fascinante, literatura de invitación a no sorprendernos ni espantarnos por estéticas que algunos creen actuales, pero que siempre han estado allí: el horror como cultura de claridad.
* Manual de resurrección para vagabundos y profetas (Ediciones del Lirio / Cariátide. Colección Cuadernos del Lago, México 2025).
Indígenas: agentes de la Conquista
6 Por Verónica Murillo Gallegos*
El desconocimiento del papel de los indígenas en la construcción del orden virreinal impide valorar nuestra historia adecuadamente. Contrario a lo que comúnmente se asume, éstos no recibieron pasivamente el embate español: algunos indígenas fueron aliados en la Conquista, otros colaboraron activamente en el establecimiento del dominio colonial, especialmente como mediadores entre sus comunidades, los religiosos y las autoridades virreinales.
Los aborígenes enseñaron sus idiomas a los misioneros, recogieron testimonios de las antigüedades prehispánicas, transcribieron y corrigieron catecismos, confesionarios y sermonarios y aconsejaron a los frailes sobre las mejores maneras de traducir el cristianismo para evangelizar. Los testimonios de fray Bernardino de Sahagún (†1590) y fray Juan Bautista
(1555-1613) asientan la colaboración indispensable de estos personajes, especialmente de los estudiantes del Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco –Antonio Valeriano, Esteban Bravo, Hernando de Rivas, Alonso Vegerano o Martín Jacobita, entre otros–, en la composición de sus obras, donde el cristianismo fue modificado para adaptarse a la mentalidad de los pueblos nativos, porque los indígenas realizaron la articulación de elementos culturales propios y ajenos junto con los misioneros. El desconocimiento de los textos en lenguas indígenas hace difícil considerar la complejidad implicada en el aprendizaje de una lengua sin el apoyo de diccionarios o gramáticas, en la interacción de gentes de culturas tan diversas y en la recepción de la fe. Procesos donde ninguno de ellos quedó ileso, pues el cristianismo pudo imponerse en estas tierras sólo por-
que se adaptó a las lenguas y culturas indígenas. Actualmente, gracias a proyectos como el encabezado por la Dra. Berenice Alcántara en la UNAM, “Textos para educación de nobles nahuas. Traducción estudio y edición del Ms. 1477 de la Biblioteca Nacional de México”, tenemos acceso a algunos de esos escritos en lengua mexicana, donde puede observarse la cristianización del náhuatl por los misioneros y la nahuatlización del cristianismo por los indígenas. Ello permite considerar las diversas etapas de articulación cultural, sus obstáculos, sus errores, sus aciertos, sus intolerancias y concesiones en la construcción de una traducción y, con ella, de un nuevo cristianismo en Nueva España. Esos textos son vestigios de una labor que comenzó cuando los niños indígenas enseñaban a los misioneros su idioma y predicaban por ellos, que siguió en las escuelas conventuales donde
Sahagún, colaboradores.
aprendían primeras letras y la doctrina que luego enseñaban a sus familias; que aconteció en manuscritos que reproducían el mensaje cristiano como lo entendían los indios todavía poco versados en el cristianismo y como lo expresaban los religiosos que tenían conocimiento limitado de los idiomas indígenas.
El Colegio de Tlatelolco, escuela de altos estudios para indios y fuente de los más relevantes trabajos etnográficos, lingüísticos y misionales de la época virreinal, surgió precisamente para contrarrestar el efecto de esos escritos llenos de “errores”, para componer textos cristianos en lengua mexicana que fueran fieles a la palabra evangélica pero que, simultáneamente, fueran entendibles y aceptables para los naturales; por eso fue necesario un trabajo conjunto, intercultural e interlingüístico, donde los indígenas fueron esenciales.
* Docente investigadora de la Unidad Académica de Estudios de
Exposiciones
Vínculos, de Vanessa Salas Orduño en el Museo Francisco Goitia
[inauguración el 30 de octubre, 19:00 horas]
6 Por Museo Francisco Goitia
Vínculos
Ella tiene ese miedo de que no encontrará el camino de regreso. Gloria Anzaldúa, Borderlands/La frontera: The new mestiza
De texturas suaves, blandas, esponjosas, cálidas, frías, ariscas, inciertas, carnosas y punzantes la obra de Vanessa Salas Orduño nos sitúa en el cuerpo; en los cuerpos. Una serie de Venus (2011) que supuran exceso y fertilidad; Autorretrato pariendo (2018). Niña amada (2012) o La becerrita (2013) en las que aborda la maternidad y el nacimiento de su hija Ana; Mutuo acuerdo (2011) un vestido de boda vaginal, una vagina dentada que se constituye como un arma de autodefensa, un umbral a otra vida tras la fractura de un vínculo amoroso. Y del lado del buen vivir. Tu mundo y el mío (2012) cascarones de avestruz, caracoles y conchas protegidas con delicados tejidos en crochet y El regalo de tus manos (2024-2025) una bandada de manos-pájaras que nos sobrevuelan, unas manos de sanador, las manos de su compañero de vida que es veterinario. El hilo rojo atraviesa su obra con la sinuosidad con que el agua traza el camino de un río abajo empujada por la gravedad. Vínculos de sangre y estructuras familiares son tensadas con el hilo rojo como frágiles venas para narrar relaciones generacionales entre mujeres: el amor entre madre e hija o el compartir entre hermanas. En Cruz y Rosario (2025), realizada ex profeso para esta exposición, atestigua los lazos de sangre entre su abuela y su tía abuela, hermanas que dieron uso cotidiano a estos vestidos que heredó años después.
Yolanda Benalba
Vanessa Salas, hace de este ejercicio de dibujo, video y esculturas blandas, una experiencia que habla de su experiencia en la formación de su familia, del nacimiento de su hija, o de sus relaciones personales, jamás en un tono acusador o de talk show, su trabajo alude a la capacidad de bordar relaciones de profundo cariño, de intercambios y pertenencias a partir de una continua, testaruda y eficiente práctica de las técnicas tradicionales como el dibujo y la costura que ha tomado de base para la construcción de su discurso visual.
También el hilo y la aguja la remiten a su infancia en su natal Culiacán, donde su padre pescaba con anzuelo e hilo de nailon; con su madre hizo su primera muñeca. Entonces, de manera simbólica, esos dos objetos son el seno familiar. “Me gusta porque están hechos para construir o alimentar”.
Flores
Vanessa Salas Orduño (Culiacán, Sinaloa,1974) es Licenciada en Artes Plásticas por la Universidad de Guanajuato. Cuenta con 19 exposiciones individuales y más de 60 colectivas mostrando su obra en Alemania, Ecuador, Estados Unidos e Italia. Así como en los estados de Aguascalientes, Chiapas, Chihuahua, CDMX, Estado de México, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Querétaro, Sinaloa, Sonora y Zacatecas. Como artista independiente se mueve entre la ilustración, el diseño de vestuario y la escultura suave. En 2001 creó la línea de muñecas de arte conocidas como Coladepez, a través de la cual ofrece talleres presenciales y en línea. Ha participado en proyectos de investigación y rescate textil en la zona otomí de Guanajuato e impartiendo talleres de muñecas para grupos de mujeres, adolescentes y niñas en situación de riesgo en Chiapas; y ha colaborado con la Universidad Iberoamericana en Tijuana, Universidad de Nuevo León y Universidad Nacional Autónoma de México impartiendo talleres de creación de muñecas y escultura suave.