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Talco en el aire

las mamás. La verdadera hazaña residía en que nadie nos dijera nada, ni sobre la deforestación de helechos, ni de la selva pisoteada, ni del lodazal en el patio; salir invictos, mugrosos y felices.

Por las noches en casa de Carlos, llenábamos de talco el largo pasillo de la planta baja, nos poníamos unas pantuflas de tela acolchada que nos regaló la tía Chila y patinábamos haciendo ademanes de ballet, cantábamos y tosíamos envueltos en una nube blanca y fina. Considerábamos la noche triunfal si reíamos hasta que nos doliera el estómago; quedábamos empolvados hasta las pestañas y el olor a bebé, a limpio, nos acompañaba cuando al fin dormíamos espalda con espalda para que no nos diera miedo. Yo limpiaba el talquerío antes de que llegaran nuestros padres de la fiesta. —Ándale, Vicky, tú limpia… yo preparo chocomilk y bombones asados —suplicaba. Siempre me convenció con eso.

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En la casa de campo de los compadres hacíamos música con las piedras de diferentes tamaños que arrojábamos al pozo, nos desafiábamos a unas carreritas entre la nopalera del fondo sin espinarse, corríamos sobre la barda de piedras, aunque termináramos con las rodillas o los codos pelados, recogíamos palos apropiados para el juego de espadas y el combate contra las mangueras del jardín trasmutadas en serpientes venenosas. En algunas ocasiones lidiábamos con los otros niños. Carlos se encargaba de los: “a que no hace esto”, “a que yo puedo más”. Yo afilaba mi lengua con las frases exactas para molestarlos. A veces ellos ganaban y nos exiliaban a las escaleras de la entrada.

Durante los viajes en la caja de la pick-up de mi papá, protagonizamos escenas de persecución de película o jugamos al departamento: veíamos la televisión y vivíamos con nuestros novios mellizos que se llamaban igual. —Mi Ricardo y tu Ricarda —le enfatizaba, mientras simulábamos tomar el café platicando acerca de lo que ellos hacían o no hacían.

Al final crecimos; terminamos la secundaria. Yo me volví como mi madre, silenciosa y metida en libros. Carlos se parece mucho a mi tía: habla como si tuviera un megáfono integrado, cuenta chistes, mueve mucho las manos. Ya sacó su licencia de conductor, se empeña, y a veces logra, que el tío nos preste el carro. Vamos al Oxxo y con él al volante soñamos con ser mayores de edad, planeamos un viaje a la playa, imaginamos todos lo que haremos en cuanto podamos. Los días son fantásticos cuando escucha mis recapitulaciones de Tolkien y platica sobre sus peripecias con sus amigos y su novia, que no se llama Ricarda.

Nuestras andanzas de primos han terminado el día de hoy. Yo no tenía idea, supongo pronto me enteraré de la historia completa. No sé si quiero saberla todavía. Ahora entiendo el tono grave de las llamadas interminables con la tía, lo distraído de Carlos durante estos meses, la mirada de soslayo de mi madre. Pasamos apenas unos minutos a su casa. Carlos abrazaba a una bebé con una torpeza que daba miedo. —Es mi hija, declaró en voz baja. —Me sonrió desde un lugar muy lejano; lo miré con una mezcla de pasmo y sorpresa, nos despedimos con un gesto tímido.

Aquí voy rumbo a mi casa, recorriendo este camino que tantas veces tuvo el sabor dulce de los mejores momentos de mi vida y escucho las piedras caer en el pozo, siento el lodo y las hojas crujir en mis manos, estoy flotando en medio de esta confusión de talco lanzado al aire… huele a bebé… pero ya no es un juego 

*Cuento escrito en el Taller de SOGEM Guadalajara “Los Géneros del Cuento” coordinado por Carolina Aranda Araiza

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