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El miedo no es pánico

Fausto Jaramillo Y.

El miedo que venía arrastrando desde días atrás, cuando el médico, sin tapujos y sin ambages me anunció que el cáncer había entrado a mi cuerpo, se convirtió en pánico cuando, por vez primera, traspuse la puerta del Hospital Andrade Marín de la Seguridad Social del país para someterme a un tratamiento que me devuelva mi salud.

La Salud En Manos Privadas

Con los primeros síntomas de mi enfermedad, acudí a un médico particular que solícito me atendió. Pero, la cuenta mejor no se las cuento. Si cada visita al médico me costaría esa cifra, a la que habría que añadir el costo de las medicinas, entonces, debía empeñarme para poder pagar el tratamiento; y, eso, no iba a suceder, porque ningún banco ni ningún chulquero aceptaría mi cuerpo cansado por los años, como garantía prendaria o hipotecaria del monto que debía solicitar.

Otras Razones

Pero, también había otras razones para resistirme a ser tratado por el Seguro Social. Muchas veces, desde meses o quizás años, la prensa gastaba sus minu - tos y sus centímetros por columna aceptando las denuncias de la gente sobre la serie de trafasías y actos de corrupción que eran encontrados en esa casa y en todo el sistema de salud de la institución encargada de velar por la salud de millones de ecuatorianos.

Hace años, un gobernante sin criterio ordenó que los médicos que habían superado cierto número de años debían ser jubilados de inmediato, sin esperar su reemplazo y sin consideración a lo que significaba para el sistema el quedarse sin especialistas y sin años de experiencia que aportaban esos médicos. Por otro lado, era constante el saber que los hospitales del IEES no tenían en bodegas la suficiente cantidad de medicamentos como para atender a los pacientes que esperanzados acudían a ellos para lograr alivio a sus dolores.

Falta de equipos, de insumos médicos, de profesionales debidamente preparados, edificios construidos hace decenas de años por lo que ya no eran funcionales, etc., eran lo único que, los medios de comunicación destacaban en sus reportajes. Así, entonces, puede comprenderse el pánico que sentí aquel día de diciembre que una doctora me citaba para realizarme los exámenes correspondientes e iniciar el tratamiento. Pero ¿cómo podían hacerme los exámenes si no tenían lo equipos necesarios?

Por eso, a pesar de mi reticencia a acudir al Seguro Social, debía hacerlo, porque no tenía otra opción.

El monto de mi jubilación apenas si lograba cubrir mis gastos cotidianos.

No Era Tan Fiero El Le N Como Lo Pintan

Luego de saludar a la galena, ella me ayudó, gentilmente, a llenar mi ficha médica. Me orientó hacia donde debía dirigirme para entregarla y volver a su consultorio.

Cumplido el primer trámite, vino el proceso de exámenes: la doctora me orientó a que fuera a otra ala del HCAM a fin de obtener la “imagen” de mi interior. Si bien, el edificio construido, como ya lo dije, hace ya varias décadas, con angostos y largos corredores por donde transitan una infinidad de pacientes, de familiares, de camillas, de médicos y enfermeras, con estrechos cubículos, salas donde resulta difícil caminar, los equipos me sorprendieron.

Eran, de última generación, unos; y otros relativamente nuevos, otros recién llegados, bien mantenidos y óptimos para cumplir con su cometido.

Igual impresión me causaron las instalaciones de los laboratorios.

Todos los cubículos estaban ocupados con jóvenes profesionales que, silenciosamente, tras sus mandiles impolutamente blancos, con mascarillas, miraban a través de los microscopios, incluso, según me supo decir una joven laboratorista, había en otra ala del edificio uno o varios microscopios elec - trónicos, “las joyas de la corona”, las muestras de sangre y de fluidos, dejadas por los pacientes.

En cada rincón de ese inmenso edificio se respira limpieza y sanidad. Las cuadrillas recorren permanentemente limpiando pisos, baños y oficinas.

No debe ser tarea fácil cuando, al menos, unas 2.000 personas acuden diariamente a sus instalaciones; y eso, sin contar con los cientos o miles de profesionales de la salud que laboran en ella, así como los de administración de dicha casa.

Todo un día duró ese período. No tuve necesidad de salir del hospital, todos los exámenes me fueron realizados dentro de aquella casa de salud.

El personal encargado de su manejo, no solo mostraron eficiencia y conocimientos, sino también una amabilidad sobresaliente y un gran apego a su vocación.

Armado con todos los exámenes solicitados por la especialista, volví a su consultorio. Luego de su revisión, tomó asiento y en la computadora, que luego supe, estaba integrada a todo un sistema informático que cubre a todo el hospital, ingresó mis datos, desde los personales, hasta los médicos y biológicos. Un completo historial de mi salud, mis alergias, mis fortalezas y debilidades, mis miedos y mis traumas, mi coraje y mi decisión de curarme.

Citas Y Farmacia

Enseguida, me extendió un papel para que acudiera a la sección farmacia del hospital y una ficha donde, a partir de aquel día, constaría mis citas médicas, meses, días, horas. Con el primer papel debía acercarme a una oficina cercana al consultorio y aunque había una “cola” de decenas de pacientes, la atención fue rápida y amigable.

Con el otro papel, el de farmacia, debí acercarme a un espacio grande, en el piso del nivel de la calle. Allí estaba ubicada la mayor fuente de mis temores. ¿Tendrán las medicinas? ¿Será que deberé comprar alguna de las medicinas en alguna farmacia que no sea del IESS?

Ciertos temores se confirmaron: el proceso es lento. Primero hay que formar una larga fila de pacientes de todas las especialidades, para acercarse a una ventanilla, donde unas dos personas atendían a todos nosotros. Presentar la “receta” del médico del hospital y la Cédula de Identidad. En casos en que el paciente no pueda acercarse, sería la persona que lo acompañe la que debía presentar dichos documentos en la ventanilla.

Cada paciente, luego de entregar los datos, debe esperar hasta que, a través de altoparlantes, le llamen a la ventanilla …N…Y… o Z a retirar los medicamentos completos que constaban en la receta. En algunos casos, la cantidad era apreciable, en otros apenas una caja de pastillas o una inyección era lo que le entregaban.

Un “caballero” luego de confirmar la entrega protestó porque, según él, le faltaba una caja de paracetamol. Con paciencia la persona encargada le demostró que el número que él reclamaba no constaba en la receta y que, por el contrario, estaba acorde con los días que debía administrarse hasta la siguiente cita médica. El “caballero” no pudo discutir y se retiró rezongando algo que nadie pudo entender. Cuando llegó mi turno, una señora muy gentil me entregó los medicamentos y me pidió que firme un formulario. Así lo hice y pude retirarme del hospital.

La Calle Escenario Del Negociado

Al llegar a la calle, el “caballero” le explicaba a una “dama” que no le habían dado las pastillas de paracetamol. A lo que la “dama” le respondió: Y ahora ¿qué hacemos? Yo le dije a mi comadre que le llevaría esas pastillas. Si hasta ya me pagó.

El “caballero”, con el rostro enojado e iluminado propuso buscar a algún reportero para presentar su queja, ya que, de esa manera, la próxima vez, presionados por el reportaje, le darían sus “pedidos”.

Por mi parte, busqué una farmacia para comprobar los precios de las medicinas. Sólo la inyección valía en el mercado, 600 dólares; y las pastillas previstas para un mes, 250 dólares.

Esa mañana me “ahorré” 850 dólares que no los tenía en mi libreta de ahorros. Si esa fuera la cifra mensual, bien valía la pena haber aportado más de 40 años al Seguro Social, porque de seguro, yo viviré sometido a este tratamiento por algunos años.

La Satisfacci N De Ser Atendido En El Hcam

La vocación de servicio demostrada por los galenos y personal de auxilio y su amabilidad, los equipos y la presteza en la atención a los enfermos que acuden en busca de conquistar la casquivana salud, licuaron mi resistencia a acudir al Hospital Andrade Marín del Seguro Social Ecuatoriano, para ser atendido en mi batalla contra una enfermedad que amenazaba a mi propia vida.

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