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Para vivir en la gran ciudad
Fausto Jaramillo Y.
CON ILUSIÓN, MIL CASTILLOS LEVANTÉ
Hasta finales de 1.969 cuando yo tenía 23 años, apenas sí había pensado en mi país. Mis estudios, las fiestas, las escapadas al cine, las “enamoradas”, los bailes y las kermesse, la pérdida de tiempo en los parques y calzadas, los juegos de naipes y los paseos habían ocupado mi tiempo, hasta que mi primer empleo cambiaría mi vida.
Esa mañana de domingo de septiembre me levanté muy temprano. Debía viajar a Quito donde me esperaba mi primer trabajo formal y remunerado.
Desayuné, salí de la casa de mis padres con una maleta grande de cuero en la que cupieron mi ropa y mis ilusiones. Al llegar a la plaza donde debía tomar el bus que me llevaría a mi destino, mi sorpresa fue ma- yúscula: no había ni un solo bus. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no estaban alineados los buses Inter parroquiales, Inter cantonales e interprovinciales?
Pronto la respuesta heló mi sangre: los choferes habían declarado un paro indefinido de actividades y todo el transporte, en el país, estaba paralizado. Maldije mi suerte. No podría viajar ese día, ni el siguiente, ni… bueno, no sabía cuando podría hacerlo; y mientras tanto, estaba seguro de que, mis empleadores verían con desilusión y hasta enojo el que faltara el primer día de trabajo y ¿quién sabe? unos cuántos días más.
La Soluci N De Ltimo Momento
Mi padre, que se había quedado en casa, apareció de pronto, en la plaza de las paradas de los buses.
Se acercó donde yo estaba furioso y, sin decirme nada, tomó la maleta y me pidió que lo acompañara. Lo hice a regañadientes, sin saber a dónde me llevaba. Pronto comprendí la idea de mi padre: nos dirigíamos a la estación del ferrocarril; teníamos tiempo para comprar el boleto para que el autoferro que me traería a la capital.
Cerca de las 10h00 partió de la estación de Otavalo, rumbo a la capital. A las 10h15, cuando cambió el paisaje sentí alivio. Estaba viajando y no perdería mi empleo por culpa de aquel paro de transportistas.
El Viaje En Autoferro
Las casi seis horas de viaje fueron agradables. El auto ferro, al movilizarse sobre las líneas del ferrocarril en nada se parecían a las mismas seis horas que duraba el viaje en bus; pero la diferencia en comodidad era muy grande. Es que la carretera empedrada, llena de huecos y peligrosas curvas y profundos cañones andinos, impedían un viaje tranquilo. Los saltos y brincos del bus eran una constante, mientras que el deslizamiento de la máquina sobre los rieles apenas si movían el asiento.

Claro que el trazado de la ruta alargaba el tiempo de llegada a la meta: de Cayambe a Otón y de allí a Ascázubi, Quinche, Yaruquí, Pifo, Puembo, Yaruquí, y subir la cordillera hasta llegar a Chimbacalle. Mientras que la carretera nos llevaba de Cayambe a Guayllabamba y de allí subíamos a la recta de Calderón previo a la llegada al Ejido en el centro de la ciudad capital.
En la estación de Chimbacalle, bajé del autoferro, tomé mi maleta y salí para tomar el primer bus que me llevara al cuarto arrendado en el barrio América, y que desde ese día sería mi hogar.

El Viaje En Bus
Como ya lo dije, el viaje duraba 6 horas. La primera hora y 15 minutos estaba dedicada a cubrir la distancia de Ibarra a Otavalo. Allí paraba el bus hasta que subieran los nuevos pasajeros. Enseguida partíamos hacia Cayambe, cantón al que arribábamos tras una hora y media de viaje. El trayecto de Cayambe a Guayllabamba, por la vía de Otón, era cubierta por cerca de dos horas; tiempo suficiente como para nuestro cuerpo pidiera un descanso de los ajetreos que el bus nos sometía en una carretera empedrada y con muchos baches. Allí, en Guayllabamba, dependiendo la hora, el chofer nos invitaba, con los gastos pagados por cada uno de los pasajeros, a degustar un plato de locro con aguacate, y luego comprar las chirimoyas.
Finalmente emprendíamos el último tramo: Guayllabamba - Quito, el más peligroso y aburrido de todos. Bajar al puente construido sobre el rio Guayllabamba gastaba los frenos de cualquier vehículo; mientras que el ascenso era vencido por los buses a paso lento, lentísimo, pues duraba más de una hora conquistando las peligrosas pendientes de la carretera. Tras casi dos horas, llegábamos, por fin, a la recta de Calderón, preámbulo del ingreso a Quito.
De Los Pasajeros Y Otras Cositas
Supongo que desde que la salida de Ibarra, hasta la llegada al Ejido en Quito, las beatas deben haber rezado al menos una media docena de rosarios. Las contrabandistas que desde Tulcán venían saltando de un transporte a otro, a fin de que los guardias aduaneros no les confiscaran sus maletas de caramelos, ropa y otras mercaderías, deben haber añadido otros 6 rosarios.
El viaje ni siquiera contemplaba algo de entretenimiento gracias a la música, pues, no había emisoras que vencieran los acantilados de la geografía andina, así como tampoco los vehículos estaban equipados con radios receptores; entonces el aburrimiento provenía tanto del paisaje como del ronroneante sonido del motor. Una falla del vehículo, una llanta ponchada, o cualquier otra aventurilla, era aprovechada para “estirar las piernas” y salir del calor acumulado en el interior del carro.

Tras las seis horas o más, de viaje, la cama era el mejor refugio para el cuerpo cansado. Un baño de agua fría y a dormir se ha dicho.
El Sol Del D A Siguiente
Al otro día, luego de una taza de café caliente me dirigí al lugar de mi trabajo. Debía cruzar el parque de El Ejido hasta llegar al Edifico de la Casa de la Cultura, lugar donde, a partir de ese día, sería mi refugio laboral. Tras las presentaciones de rigor, se me asignó un escritorio y tomé cuenta de él. Tomé el ejemplar de un periódico para revisar las noticias del fin de semana. En primera página estaba la noticia del paro de los transportistas y sus demandas.
Como era de suponerse, querían obtener del gobierno las suficientes garantías de un incremento en el valor de los pasajes, tanto en el transporte urbano y rural de pasajeros y mercadería, así como en el transporte pesado.
Mientras leía recordaba la odisea que se vivía cuando se ingresaba a un bus tanto en el transporte urbano de Quito, pero, sobre todo, en el transporte interparroquial, intercantonal e interprovincial. Recordaba otros días, otros viajes que, por experiencia propia, habían forjado en mi memoria una imagen negativa del transporte en el país, por lo tedioso, aburrido y peligroso que era viajar desde mi ciudad natal hasta la capital.
Esa mañana, en el primer día de trabajo, por vez primera comprendí cuán difícil debe haber sido para muchos amigos, compañeros de colegio y de universidad, provenientes de otras ciudades, muchas de ellas tan lejanas como Macará, Loja, Machala, incluso de Guayaquil, o de Chone, venir a Quito en busca de una educación acorde con las aspiraciones de sus padres; y, abandonando el calor del hogar paterno, empezar a vivir en solitario, la gran ciudad.
