NATURALEZA DE NUESTRAS MONTAÑAS
En esta ocasión nuestro colaborador habitual Angel Morán le ha cedido el espacio al Padre Lainz s.j. ya que este año queremos rendirle un homenaje al que ha sido durante toda la segunda época de la Revista Torrecerredo en los años 70 un colaborador de excepción con el apartado “Plantas de nuestras montañas”. En mayo de este año el P. Lainz ha cumplido 100 años y con este recuerdo de uno de los artículos publicados entonces nos sumamos desde nuestra publicación al homenaje que le rindió en mayo el Jardín Botánico Atlántico de Gijón en colaboración con Torrecerredo durante una excursión con un paseo botánico por Somiedo.
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Sempervivum Cantábricum, la más bella de nuestras crasuláceas,
Irguiéndose frente a Torrecerredo en la Canal de Trea (VII-1972)
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La idea de contar con una sección de bici de montaña en el Club, por fin se hizo realidad el pasado domingo 16 de abril de 2023.
Nos decidimos por hacer una combinada de bicicleta y montaña de moderada dificultad y escogimos como primera ruta la que partiendo del pueblo leones de Camplóngo de Arbas, remonta por las laderas del pico Brañacaballo y nos permite llegar a pie a su cumbre, sin excesiva dificultad.
El descenso nos condujo por pistas hasta el pequeño pueblo de Tonín, desde el que ya por carretera volveríamos al punto de partida.
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Datos de la Ruta:
Salida y llegada: Millaró de la Tercia
Distancia total: 27,95 km
Tiempo total (incluida subida a la cumbre): 5 h y 6 min.
Desnivel positivo: 1.139 m
Altura máxima 2.182 m
Velocidad media: 5,5 km/h
Participantes:
AMA Torrecerredo: Noelia, Fernando, Antón, Javi y Nando
RGCC Covadonga: Cesar, Ellis, Pablo, Mario y Kike
Invitad@s: Laura, Bea y Ana (Bellastures Ciclistas Asturianas) y Marcos
La salida de Gijón la realizamos a las 8:30 de la mañana, desde la zona de La Guía. Tras una pequeña parada en Campomanes, a tomar el café, proveernos de pinchos y recoger a algunos participantes, nos dirigimos subiendo el Pajares, hasta el punto de partida en el pueblo de Camplongo de Arbas, en el que dejaremos los coches en las inmediaciones de la iglesia y donde nos espera nuestro compañero Marcos.
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La ruta comienza por carretera. Durante unos 5 km descendemos por la N-630 hasta el desvío hacia el pueblo de Millaró, punto en el que la carretera comienza a subir bruscamente durante 1 km hasta llegar al pueblo.
El grupo se estira y las fuertes rampas comienzan a colocar a cada un@ en su sitio…afortunadamente una parada en Millaró para coger agua sirve también para descansar y para que l@s ciclistas comiencen a pensar en que hay que ahorrar fuerzas, …que aún queda! A partir de aquí la pista asciende con pendiente moderada. Cruzamos el arroyo de Las Brañas y ascendemos paralelos al cauce del Reguero Matamala, hasta que la pista gira bruscamente hacia el sur.
Desde este punto la pista se pone “entretenida”, aumentando su pendiente y mostrándonos tramos en los que las piedras de cuarcita dificultan mantenernos sobre la bici.
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Con mayor o menor esfuerzo, vamos ascendiendo por la ladera del Brañacaballo. Las pequeñas paradas a hacer fotos nos permiten disfrutar de las vistas hacia la cordillera. El día está increíble, buena temperatura, sol y una atmósfera limpia que permite que se vean cumbres muy lejanas.
Tras unas dos horas de pedaleo llegamos a la cuadra de La Foya. Aquí, dejamos las bicicletas, más o menos escondidas entre la vegetación y comenzamos a subir hacia la cumbre, enlazando senderos que nos conducen al collado del Sexteo.
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Una última rampa y ya todo el grupo alcanzamos el vértice geodésico del Brañacaballo. Han pasado ya 3 horas desde que salimos de Camplongo, pero la satisfacción de llegar a la cumbre y las vistas increíbles hacen que much@s se olviden de las rampas de subida a Millaró y de las piedras sueltas de la pista.
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Algo de comida, foto de cumbre y vuelta hacia las bicis…
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Tras unos primeros “falsos llanos”, que llenan de satisfacción al grupo y una parada en la Fuente del Lasprión, comenzamos la bajada hacia Tonín.
La pista está perfecta y vamos cogiendo velocidad, pero sin perder el control. Cogemos el primer desvío hacia la derecha y continuamos bajando en dirección norte hasta el cruce que nos une a la pista que baja del lugar denominado El Corralón de Riaño.
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Una vez aquí tomamos la pista dirección sur y en 2,5 km llegamos a Tonín, desde donde tras un tramo de carretera de 2,5 km, llegamos a Camplongo de Arbas y finalizamos la ruta.
Gente contenta,…cervecita obligada en “El Ruchu” y cada uno para su sitio.
¡¡Un buen comienzo para la nueva sección de Btt!!
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EL PAISAJE ALDEANO DE ASTURIAS. H ISTORIA Y ACTUALIDAD
Javier Fernández Conde
Quienes estén acostumbrados a patear las aldeas asturianas, las más alejadas de los núcleos urbanos más o menos grandes, perciben enseguida que la fisonomía de su paisaje, sus estructuras básicas, se repite o que existen muchos parecidos entre unas y otras aunque estén muy alejadas en el mapa. La razón es clara: si no han sufrido grandes transformaciones por explotaciones industriales cercanas o por los procesos de concentración parcelaria, esos pueblos reproducen todavía formas de hábitat y de terrazgo históricas que tienen que ver con sus orígenes: la tarda Romanidad (ss.IV/V-VII) o la Edad Media (ss.VIIXVI).
Nosotros, yo y mis alumnos, hemos tratado de leer ese paisaje aldeano en muchas comarcas asturianas –Teberga, Quirós, Piloña, Candamu, Ibias…, para descubrir su morfología medieval. Una atenta observación de los accidentes que conservan: formas de cierre de las parcelas, su producción y, sobre todo, la toponimia menor –cómo las llaman exactamente los vecinos de la localidad- nos ha sido de gran ayuda. En la actualidad, los arqueólogos, utilizando métodos de análisis y dataciones cronológicas muy rigurosas, están completando en gran medida nuestras aportaciones. Los estudios de los actuales profesores de la Universidad d´Uviéu: Fernández Mier sobre Vigaña d´Arcéu y los de Jesús Fernández sobre Santu Adrianu, por ejemplo, constituyen una referencia destacada.
Manteniéndonos todavía en los métodos tradicionales, se puede decir aquí que el término más socorrido en la documentación medieval para designar nuestras aldeas en la Edad Media era el de “villa”. Efectivamente, la villa-aldea puede considerarse como la estructura básica de la territorialidad y de la organización social desde los ya alejados siglos medievales y, con frecuencia, de los tiempos actuales: mientras se conservó la economía de subsistencia familiar tanto en el la agricultura como en la ganadería.
En cualquiera de esas villas-aldea se puede distinguir perfectamente el espacio de habitación –el caserío- y el terrazgo o espacio de cultivo. Alguna, excepcionalmente, tenía límites definidos por mojones, la de Parmu (Terberga), por ejemplo, porque gozaba de un privilegio desde el siglo XI (“La tierra del privilegio”) y había que afinar en su delimitación.
Pero los habitantes de todas ellas conocían perfectamente los límites que las separaban de las circundantes. Y todavía los “viejos” de muchos pueblos los siguen conociendo.
El espacio de hábitat, el caserío, era muy parecido en casi todas. Los arqueólogos han encontrado muchos hoyos de poste como base de las casas antiguas. La piedra, como material de construcción, tardará. Solo se irá imponiendo en los siglos medievales tardíos (XIII-XV), imitando seguramente a las iglesias y a los palacios de los señores poderosos
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. Dos grandes especialistas franceses sobre esta temática resultan muy expresivos:
“El tipo más simple y más corriente, la casa elemental, es la clásica desde la alta Edad Media, fuera de zonas específicas como la Frisia neerlandesa y alemana, que utilizan la casa estable a tres niveles. La casa elemental se encuentra en todas las aldeas de la alta Edad Media en la Alemania Central y meridional y en el conjunto de la Inglaterra sajona. Progresivamente, a lo largo de la Edad Media…la casa elemental evoluciona frecuentemente hacia la división en dos partes: una habitación con fuego (foyer) y una pieza sin fuego, que se podría interpretar como cámara-dormitorio (chambre)”: Chapelot-Fossier
Casa en Argul con paredes de Ciebatu, piedra y madera
En Asturias esa casa elemental será todavía más simple hasta bien avanzado el Medioevo y en algunos siglos de la Edad Moderna: un solo espacio para el ganado y para la habitación de las personas. Con el paso del tiempo se dividirían el espacio animal del humano. Pero todavía en la actualidad muchas casas aldeanas funcionan, con frecuencia, con un solo tejado para la cuadra y la casa-hogar. Sus paredes eran de madera, de adobe, de ciebatu (trozos de madera y amasijo de barro), que todavía puede verse en no pocas edificios, y finalmente de piedra. El tejado, primero de paja (las numerosas pallozas que pueden contemplarse aún en las brañas) y después de losas de piedra y de teja.
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Ese caserío antiguo solía estar muy concentrado. Todavía existen casas aldeanas con una sola pared intermedia entre vecinos. Con todo, coexistía esta realidad con espacios entre las casas –huertos- y, por supuesto, hórreos. Los hórreos (orrea) están documentados en muchas de nuestras aldeas desde los primeros siglos medievales. No son de ayer, pero es probable que muchos de esos primeros edificios de almacenamiento, llamados así, fueran simples bodegas sin “pegollus”. Además también podían construirse lagares (lacaria, torcularia), en muchos casos de uso comunal, para la sidra; y si los pueblos aldeanos estaban cerca de ríos tenían con frecuencia un molino al menos (sedilia molinaria) para el grano y lugares bien determinados en las orillas de los cursos de agua para la pesca (piscationes o piscaria). Conocemos algún pueblo-aldea que tiene su caserío separado del espacio de cultivo por un cierre de piedra: Santo Miyao d´Ema, Allande). Pero debe de ser un caso poco corriente Ambos espacios estaban bien definidos siempre y unidos por un sistema de “caminería” fijado muy pronto y que en parte todavía perdura. El hábitat disperso –casas aisladas en heredades propias- era muy raro, por no decir que inexistente. El fenómeno moderno de los “chalets” en fincas particulares y bien cerradas, una aberración contra la normal sociabilidad aldeana, no tiene nada de medieval.
Las antiguas estructuras del terrazgo perduraron más y son fácilmente identificables todavía en muchas de nuestras aldeas asturianas. Muchas tenían huertos (ortos, ortales; güertus-güertas): las parcelas cerradas, cerca de las casas, para producir verduras y fruta con un cultivo intensivo, propiciado por la cercanía del agua y de los abonos de las cuadras. Pero también podía haber huertas más alejadas, siempre de uso familiar. Resulta llamativo que todavía hoy, en algunos de los pueblos, el masculino se utiliza para los huertos pequeños y el femenino, las huertas, para los más extensos. Sería interesante que los antropólogos reflexionaran sobre esta diferencia. Que sepamos, nunca lo han hecho.
La ería –cortinal o llosa como sinónimos más frecuentes- que existe todavía en la mayoría de nuestras aldeas, al menos en su toponimia menor, puede considerarse, con todo derecho, como la parcela rural más importante y característica del terrazgo asturiano. Estaba cerrada de madera, de piedra o de ambas cosas a la vez, sobre sí misma, y esa cerca la diferenciaba de otro tipo de piezas del parcelario. La realidad del cierre suponía, como es lógico, una entrada común: la portilla (portiella o portiecha). Todavía hoy podemos encontrar, al menos, el nombre de muchos de estos cierres. En Grullos de Candamu, por ejemplo, a la entrada de la espléndida ería que articula todo el caserío del pueblo, construido en los siglos modernos en torno a esa ería, sin casas dentro de la misma, pueden verse dos piedras magníficas que hacían funciones de goznes de la vieja “portiella” de la cercana explotación.
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El espacio de cada ería estaba dividido en parcelas longitudinales que correspondía a diferentes vecinos del correspondiente pueblo (eros, cortinas, llosus). Se contradistinguían entre sí con mojones (finsus) o pequeños montones de tierra (sucus). Tenía todas dimensiones similares. En erías de pueblos pequeños cada vecino era el titular propietario de una de las parcelas: el estar organizadas en los mejores espacios de cultivo aldeano, explica el interés de cada familia por tener allí una pieza. Cultivaban habitualmente el grano de invierno: el trigo rústico -la escanda o espelta-, y el centeno o el de primavera. En otoño, después de la recogida del grano, la ería se abría a los ganados del vecindario para pastar una temporada antes de la nueva siembra (la derrota). En algunas, por su tamaño o por el número excesivo de las cabezas de ganado de todas las familias, estaba estipulado y fijado el número de ellas que podía llevar cada vecino a ese espacio privilegiado que entonces se convertía en comunal. Por eso suele hablarse de espacios “semicomunales” o espace ouvert como los llaman los historiadores franceses. Con el paso del tiempo y los sistemas de herencia, se fue rompiendo la compleja forma tradicional pero no resulta sencillo tratar de recomponer las viejas estructuras de cada ería. Podría decirse que aparte de las huellas materiales que dejó semejante parcelario: fincas longitudinales y alargadas –pandiellas (Las Pandiellas-Ventosa, Candamu), o tablas (tabláu, el pueblo de Tabláu, Ventosa) existe otra referencia elocuente que es la toponimia de dichos espacios. Sólo la ería, como conjunto, tiene nombre propio. Las parcelas individualizas, no. Llevan la denominación común de cada ería. En las erías de algunas aldeas asturianas, sobre todo de la parte sur occidental, había costumbres, a veces formalizadas en ordenanzas, sobre el funcionamiento de esta clase de propiedades semicomunales. Y en varias de ellas se establecía que la secuencia de los cultivos tenía que ser la misma en todas las parcelas que la conformaban. Si alguno de los titulares no respetaba dicho ciclo, su propiedad quedaba en abertal y los demás podía pasar por encima sin ningún tipo de miramientos
En esta foto y la siguiente:Pueblo de Ventosa, Candamu, con un paisaje fosilizado en “pandas” y “tablas”.
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Los miembros de la comunidad aldeana, cada vecino, podían tener –tenían de hecho- parcelas propias, más alejadas de las erías, para cultivo de su casería o para pastos de sus ganados. Algunas de ellas, en cada aldea, estaban especializadas en la producción de lino (la chinar, l.linar, las llinariegas o l.linariegas). Su estructura es de forma irregular, y lleva cada una nombre propio, distinguiéndose del parcelario característico de las erías. Con el paso del tiempo, estas parcelas “propias”, sometidas a procesos de fragmentación por ventas parciales, cambios, herencias, etc., sufrieron profundas transformaciones, divisiones y subdivisiones, conservando poco más que el nombre primigenio u otros muy significativos por sí mismos como La Baragaña: finca pequeña y alargada, que recibe ese dicho nombre por asemejarse a un palo (varganum, barganu). En las aldeas había, lógicamente, espacios más o menos fértiles. Es rara la aldea que no tenga una senrra, sienrra o xenrra, término que designaba una parcela muy fértil y de buen cultivo, que pudo haber sido el espacio dedicado a la reserva señorial, es decir, la parte del dominio que el señor de una hacienda propia reservaba al cultivo directo mediante sus siervos. Cuando entra en crisis o desaparece este modelo de explotación, queda el nombre y la connotación a la buena calidad de aquella parcela. En muchas aldeas, hoy todavía, coincide con las mejores “pumaradas”.
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Algunos de los textos sobre las parcelas de nuestras aldeas en la Edad Media, recogidos por escribanos y notarios de documentos conservados en pergamino, constituyen, por sí mismos, descripciones elocuentes de parcelarios más o menos clásicos. Uno, que relacionada ciertas heredades de un territorio del Pigüeña resulta especialmente significativa:
“…todos sus anexos y prestaciones dentro y fuera, solares con todos los techos y toda clase de árboles; tierras cultas y sin cultivar, piedras movibles y fijas, aguas piedras de molinos (sedilia molinarum), prados, pastos, lodazales o aguas pantanosas (paudules), salidas de los montes y andurriales (andurbiales) y caminos de retorno; conducciones de agua (aqueductibus) y conjunto de lugares de pesca (rete piscacionum); lugares fértiles y no cultivados (domitum et indomitum), con sus términos antiguos y por todos los lugares antiguos”.
Otra parte del terrazgo, después de las tierras dedicadas al cultivo que ya hemos descrito, estaba relacionada con la producción ganadera. Los documentos suelen hacer frecuentemente referencia a los prados (prata pascua), dedicados a la recogida de heno (yerba) y a pastos. Las dos referencias utilizados por los autores de los documentos podrían interpretarse como sinónimos sin más. Pero cabría seguramente una traducción diferenciada: los “prata”, parcelas individuales dedicadas al ganado de cada familia, cerrados sobre sí, por lo general, para que la siega y especialmente el pasto resultara más fácil y los “pascua”, parcelas grandes en las partes más alejadas del terrazgo, y de propiedad comunal, a la que podían llevar su hato de ganado todos los vecinos (paszeries). En cualquier caso, sí sabemos que muchas aldeas, desde la Edad Media, tenían espacios comunes para el ganado de todos los componentes de la comunidad vecinal. Eras tierras menos fértiles, alejadas de las de cultivo agrario y vinculadas con el espacio de monte.
En la toponimia de muchos pueblos relacionada con espacios más o menos cercanas al monte, se encuentran las morteras: un tipo de parcelas, de uso colectivo o semicolectivo muy parecido al de las erías y a veces, incluso, más complejo y reglamentado. Eran espacios ganados al monte para ampliar las superficies cultivadas y después para la explotación ganadera. El procedimiento de esta conquista del espacio de monte se hacía mediante trabajos de cavado de los vecinos. Por eso en muchos de los concejos modernos de Asturias, varios de los espacios de cultivo tiene que ver con el nombre de CavaCavada (La Cava, La Mortera Candamu). Podemos encontrar un referente de mortera en la microtoponimia de Vigaña, por ejemplo.
Los vecinos de las aldeas de varios concejos de Asturias no sólo tenían espacios comunes para sus ganados en las afueras de sus linderos territoriales (pascua) sino también en tierras bastante alejadas, los puertos de montaña, donde llevaban sus ganados y controlaban comunitariamente la explotación de los mismos.
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Algunas aldeas y parroquias de Quirós y de Teberga seguían ostentando estas prerrogativas sobre determinados puertos hasta hace poco tiempo por lo menos. No llevaban su ganado, sencillamente porque ya no lo tenían, pero si arrendaban temporalmente esos puertos a los ganaderos que vienen de la meseta en primavera-verano. No sabemos si todavía se mantiene esa realidad económica de algunos puertos de la montaña asturiana. Suponemos que sí.
Esta breve descripción del paisaje aldeano no puede terminar sin una referencia a los montes que formaban parte del paisaje tradicional de muchos de los pueblos. Para la población aldeana el monte era una parte sustancial de su terrazgo. Lo utilizaban para la caza que completaba su pobre dieta alimenticia, la madera para sus edificaciones, la leña para sus cocinas y el “rozu” para el mullido del ganado en sus corrales. En la Edad Media, la propiedad de los montes era casi siempre señorial, y los aldeanos podían utilizarlo para esos recursos “normales”, pero con mucha frecuencia tenían que pagar su cuota de vasallos a los señores por dicha utilización. Suponemos que actividades como la caza fueran muy difíciles de controlar. Llaman la atención muchas de las descripciones del monte medieval, en las que se habla de aztoreras y gavilanceras. La caza con azores era una prerrogativa de índole claramente señorial.
Finalmente, en numerosas aldeas de Asturias existía la práctica del “brañeo” y había brañas; y eso desde los primeros siglos medievales. Era una forma de explotación ganadera que suponía la trashumancia desde los lugares bajos –las aldeas- a las praderías altas donde estaban esas brañas. En muchos de esos pueblos las brañas estaban relativamente cerca y la trashumancia era solo estacional o equinocial de alguno de los vecinos que se ocupara del ganado durante los meses de estancia en los pastos altos. Pero también existía, como es bien sabido, la trashumancia de largo recorrido, la de los vaqueiros del alzada, en la que todos los vecinos de determinadas aldeas, dejaban sus aldeas de invierno (“se alzaban”) para emprender, con toda la hacienda, el traslado hacia sus puertos de altura. No era solo una forma de vida con connotaciones económicas –la trajinería con la meseta era también otro capítulo de ingresos determinante de estas minorías- sino también con improntas sociales y mentales. El “arriba y abajo” de la cultura de los “vaqueiros” propició la consolidación de una mentalidad con características muy diferenciadas como han descrito amplia y bellamente muchos de nuestros antropólogos (A. García Martínez).
Resulta evidente que la llegada del maíz (s.XVI) y de la patata (s.XVIII) alteró sustancialmente la fisonomía tradicional del paisaje aldeano. Había que ganar espacios para los nuevos cultivos y eso se hizo a costa de tierras dedicadas desde antiguo al grano. A pesar de todo, no resulta difícil descubrir la persistencia de las estructuras tradicionales.
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