Diario romano muestra

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No guardes nada en tus bolsillos Diario romano

Bruno CienMesa llaves Impronta



Bruno Mesa

no guardes nada en tus bosillos diario romano

Impronta



puerta giratoria Los meses que pasé en Roma se me presentan ahora como una sola mañana nítida bajo el sol, como si descendiera por unas escaleras camino del Trastevere sin otro plan que perderme entre las calles, las ruinas y la gente. Vagabundear por la ciudad se convirtió en una obsesión, quizá porque me sentía como una especie de escarabajo africano que hubiera escapado de una tienda de souvenirs entomológicos, alguien que teme que solo le queden unas horas antes de que vuelvan a atraparlo. Quien es feliz no se detiene, solo se bebe su día y sigue, y espera que mañana vuelva esa fiebre. En cambio la felicidad, como algo pensado, es una promesa de la memoria: nos hace creer que podemos habitar de nuevo un instante que estaba suspendido en el pasado. A mí me persiguen los momentos en los que la realidad era como un juego, algo poco serio, inestable y conmovedor, algo que está a punto de quebrarse, pero que se balancea como un columpio y sonríe. Estas páginas quisieran explicar por qué en Roma fue posible ese prodigio. Es cierto que a veces esa felicidad no era mía, pero estaba cerca y la pude entrever. Esa es la que prefiero, la más entera e insospechada, porque suele llegar de contrabando. La memoria, sin embargo, se corrompe pronto, se vuelve hermética o propensa a la ficción, y eso significa que la luz recién nacida del Gianicolo, aquel coro de risas en el patio, descender un par de milenios en mitad de un paseo, que la piedra pudiera ser pájaro y el pájaro estuviera encerrado en unas manos de mármol, todo eso la memoria, tarde o temprano, lo deformará sin remedio. ¿Para qué escribir entonces? Porque 7


la literatura, en su demencia, me promete suspender la caída, proteger un vagabundeo, salvar un gesto del incendio, detener aquel minuto esmaltado, rescatar al menos un rostro cuyas facciones están desapareciendo mientras escribo estas líneas. Es una promesa inútil, pero no me queda otra. El único protagonista de estas páginas debería ser la ciudad, y en ella los que escapan y vuelven, ese desfile que nunca se agota. Por eso me hubiera gustado que mi oficio en este libro fuera únicamente el de testigo, el de mero observador, alguien que se esquina en una plaza y fotografía la extravagante cabalgata de cada día, esa asombrosa puerta giratoria. No siempre lo he cumplido. A veces he cometido la indiscreción de ser protagonista en más de una página. Acaso el lector podrá disculparme si consigo que se ría conmigo alguna vez. Que me presente como un testigo es algo que puede perdonarse, que sea un torpe protagonista habrá quien me lo respete, pero que a ratos me convirtiera en testigo de cargo va a ser algo inaceptable para algunos. No puedo disculparme por eso, porque también la Roma que viví estaba llena de plantas trepadoras, de honestos reptiles y de solemnes batracios. Si me equivoco en eso, por decirlo a la manera de Cicerón, me equivoco voluntariamente y no quiero que me quiten de mi error. Es costumbre calificar a Roma de ciudad eterna, pero eso solo sirve para enterrarla. La eternidad no le sirve a un ser humano para nada, es su enemiga, la negación de cuanto nos explica. Es en lo pasajero, en lo que respira y desaparece, donde se eleva la vida, esa cuerda tensada y frágil. En Roma, en sus caídas y renacimientos, es fácil descubrir un espejo donde cada uno, por ciego que venga, encontrará su rostro. Santa Cruz, agosto de 2015

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2010 octubre El joven taxista sonríe al volante mientras enhebra un italiano desganado y untoso. Disculpe por el tráfico, pero esta ciudad es así, no se puede hacer nada, me asegura con una fatalidad repetida y socarrona. Luego se balancea y propone un matiz: es un horror el tráfico, pero la ciudad vale la pena, ya verá. Si no conoce Italia, entrar por aquí le gustará. Mi Italia es otra, pienso mientras le escucho, y lo natural es que se desvanezca al contacto con la realidad. El joven taxista me promete cobrarme cincuenta euros por el trayecto desde Fiumicino hasta el Gianicolo, lo que vendría a ser un atraco sin engaño, descarado, casi familiar. Estaba demasiado cansado para resistirme. Ahora tiene a la presa en la trampa y no teme, solo fanfarronea sobre Roma, divaga alegre, se esponja de felicidad. Durante el trayecto su voz se mezcla con la voz de los carteles quemados del suburbio, con la boca cerrada de las naves industriales y los bloques malencarados que se apiñan en el extrarradio. Es la voz del taxista la que me da la bienvenida, con esa capacidad para hablar y no decir nada, una voz que sobrevuela descampados, parques infantiles donde el viento silba al lanzarse por el tobogán, vallas publicitarias que sonríen maquilladas a los conductores y la hierba que rompe en las cunetas. Detenidos en San Pietro in Montorio, frente a la Academia de España en Roma, abierta la boca del maletero, esos cincuenta euros se redondean y evolucionan hasta los seten9


cimonónico sobre zoología, o la taquillera del museo estatal que insiste en cobrarte una entrada que la ley y un cartel informativo, a treinta centímetros de su cara, señalan como gratuita. El italiano es un ser inteligente y sabe que el robo con violencia es una forma de la desesperación y que no allana el futuro. Es muy superior y recomendable el timo oficial, el robo por derecho y en nombre de la ley. Es verdad que aquí la ley es una palabra que llama a la carcajada, porque la ley en este país la inventa cada uno y solo tiene fuero en su pequeño mundo. Cada establecimiento es una nación y cada casa un estado independiente y soberano. A los italianos no les gusta nada que les impongan leyes que vayan en contra de su interés, de sus principios o de su estética, y se rebelan contra ellas de todas las formas posibles. Es el individualismo a la italiana, algo constitutivo, hermoso e intocable.

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febrero La primera fábrica romana es la encargada de la producción de museos. El romano es un acreditado inventor de estos espacios y sus variantes: casas-museo, áreas arqueológicas, monográficos… Museos maravillosos, buenos y desoladores. El Giovanni Barracco de escultura, por ejemplo, es bueno y desolador. El romano sabe que la gran industria nacional es el turismo, y se lanza a poner carteles con la palabra museo, a desenterrar columnas, resucitar bustos, colocar vitrinas y contratar vigilantes de sala inclinados a la somnolencia. Es verdad que no son museos fabricados en serie, como otros producen microprocesadores o amoxicilina, son museos dispares, amplios y bien premeditados la mayoría, otros torpísimos y contrahechos, nacidos del capricho de un millonario, la testarudez de un especialista o el vientre insaciable de las cajas fuertes. Los museos son una industria en la que los italianos están empeñados desde hace tiempo. Tuvieron todo el Grand Tour para aprender ese arte. Hoy en día son maestros, y Roma puede jactarse de ofrecer toda clase de espacios, desde lo inevitable y milagroso hasta el timo, el barullo y la ganga. Se inaugura Work in progress, la exposición que avala nuestro director y en cuyo montaje ha mostrado un laborioso desinterés. Su idea de cómo organizar una exposición se limita a abrir las puertas de la sala y escribirnos un email para soli91


citar benevolencia porque solo tenemos veinticuatro horas para inventarnos una muestra colectiva. Como nadie dirige ni comisaría esta algarada, los residentes debemos decidir por nuestra cuenta cómo repartirnos el espacio de las cuatro estancias que componen la sala. Asombroso resulta que no se hayan matado entre los artistas por un metro cuadrado de pared. El reparto ha sido una cuestión de pillería: algunos han invadido el espacio que les convenía, otros se han conformado con una pared o una esquina, y el resto hemos esperado a ver si quedaba algo donde abandonar unos folios. «Los teóricos» hemos acabado ocupando el centro de una estancia con una mesa cuadrada, baja y blanca, rodeada de cuatro sillas. Sobre la mesa acaban las notas sobre el Greco de Ana Lavín, especialista en la obra del cretense, los informes de María Ibargoitia, que lleva varios meses con la cabeza metida en los archivos de la Academia, repasando la vida de los arquitectos que estuvieron pensionados a principios del siglo xx, y una multitud de portadas de libros, fotos y carteles de obras de teatro de Pedro Víllora. En mi esquina he dejado unas notas sobre Giorgio Vigolo y una decena de poemas traducidos. Me perturbaría que alguien se tomara siquiera la molestia de hojearlas. Paseo por la exposición y me deprimo sin remedio. Cada uno hace lo que puede y se defiende, pero el amasijo entristece. Decido reírme del invento a mi manera: detrás de la mesa y las sillas pongo una escalera de tijera culminada por una papelera negra. Debí añadir un cartel: «Pueden dejar sus gruñidos en la papelera. Serán remitidos al director». No es más que una broma, pero nadie se molesta en quitarla o en llevarme la contraria, y allí se queda «la instalación», que pasa desapercibida entre el tumulto de improvisaciones al que llaman exposición. 92


Pocas horas antes de la inauguración Víllora ve una pared vacía y empieza a empapelarla con fotocopias de portadas de sus libros y carteles de sus obras. Tiene material suficiente para varias paredes. En unos minutos monta su caseta promocional. Inaugurado el espantajo es un espectáculo verle con una camisa violeta frente a su pared, informando a todo espectador que se detuviese por allí de su voluminosa bibliografía y sus incontables y famosos amigos. El valor que une al público y lo empuja a subir las empinadas escaleras del Gianicolo es el convite que sirve la Academia. Es la política de la institución: hay presupuesto para que coman los visitantes, promocionar la exposición y realizar carteles e invitaciones, pero no lo hay para los que deben preparar la exposición. Hace unos días reclamó Panicello, restaurador, diez euros para comprar un panel más digno. Se los negaron, no fuera a crear un precedente. Recurrió a la cartulina. Julio Galeote pagó de su bolsillo las reproducciones de las fotografías que ha expuesto. Y así en cada caso. El director, tan acomodaticio, feliz en su cápsula espacial, se pasea por las salas orgulloso ante semejante panorama, sacando fotos de las obras en marcha, anuente y risueño, honrado con este descalabro que quizá sea la metáfora perfecta de su inteligencia. Vuelvo a encontrarme con las placas en forma de adoquines en las que se recuerda a los judíos que fueron detenidos en Roma y deportados a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Los primeros adoquines de ese tipo que vi están junto al portal de un edificio de fachada mugrienta, cerrado con una cancela a modo de cárcel, cerca de una ruidosa avenida. En una de esas placas se lee:

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Qui abitava Teresa Campagnano Nata 1882 Arrestata 18.10.1943 Deportata / Auschwitz / Assassinata La estrechez del adoquín obliga a ese estilo telegráfico. Las placas tienen las mismas dimensiones que cualquier sampietrini, diez por diez centímetros, y siempre se les coloca frente a las casas donde se realizaron las detenciones. Ahora no puedo pasar por ciertas calles sin recordar sus nombres, sin intentar imaginar el día en que fueron detenidos. La idea de colocar estos recordatorios es de Gunter Demnig, que desde 1992 ha ido salpicando las aceras de Europa de esta sigilosa forma de memoria. Algunos voluntarios colaboran con él. Su única exigencia a esos colaboradores es que las placas de latón se hagan de forma artesanal, una a una, como enfrentamiento a la idea industrializada de la muerte que ejecutaron los nazis. Encuentro otra placa, esta vez dedicada a Atilio Fatucci, nacido en 1935 y arrestado un dieciséis de octubre de 1943. Siete días más tarde es asesinado en Auschwitz. Mientras camino junto al Tíber siento que las piedras arden bajo mis pies, que cada adoquín es una boca abierta, que estas aceras tan pacíficas están sembradas de gritos, quebradas por un idioma ensordecedor. Durante los dos primeros meses bajaba las escaleras que me llevaban a la cocina comunitaria como quien desciende a una especie de comedor de penitenciaría, un lugar donde mi timidez debía defenderse de la convivencia. Carezco de virtudes sociales y tiendo a encerrarme y a huir. No confiaba en nadie e intuyo que ninguno confiaba en mí. Solo era el escritor zurdo de la habitación doce. 94


Ahora la frecuencia y el tiempo han transformado mi frialdad en humor, mi timidez en compañía. Al fin me siento en casa aquí, rodeado por un inesperado pelotón de familiares cuyas vidas nunca me aburren. En cuanto escucho la voz de Luca, el hijo de Maruchi, bajo corriendo las escaleras y me pongo a jugar con él en el patio, donde pateamos un balón blanquinegro que decapita las hojas del magnolio y amenaza las ventanas del estudio de Clara. Si escucho la voz de Pelayo, bajo también y compartimos el vino y nos demoramos en una conversación que se retuerce y delira. A veces se nos une Patricio y nos enredamos los tres, a veces aparecen Guillermo, Julio, Ana o Panicello y se arman dos o tres conversaciones cruzadas, resueltas en una sola sonrisa que nos salva de nosotros mismos durante unos minutos. Quiero pensar que a los becarios que me precedieron les sucedió algo parecido: ese instante en el que estar aquí es habitar una inmensa casa cuyos sonidos te acompañan aunque estés solo: regresos nocturnos que atraviesan más zapatos de los reglamentarios, una carrera por las escaleras a mediodía, risas de pasillo que se enredan y huyen, fragmentos de una conversación que cruza el patio, reuniones de habitación, concilios en el jardín, voces que escalan los muros y destellan junto al escritorio, en mitad del trabajo. Ahora, después de tantos meses, puedo decir que he vuelto a casa. Voy a un recital de poesía, que es un acto propenso al masoquismo. Muy cerca del Teatro Marcello está la sala escogida: un templo breve, circular y de altísimo techo, reconstrucción de una antigua iglesia, ahora convertida en centro cultural. Las sillas para el público están rodeadas por unos paneles de aluminio y latón, pintados en cobre, de una fealdad reconcentrada, donde se exponen unas fotografías diminutas de 95


Ă?NDICE 2010 Octubre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Noviembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Diciembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

2011

Enero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Febrero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Marzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Abril . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Mayo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142 Junio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

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