Anáfora 7 [muestra]

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Anáfora (creación y crítica) [7] Marzo 2016

Coordinación Cristian David López Pablo Núñez

Corrección Vicente García

Edición Impronta La Merced, 29-3.º 33201 Gijón Tfno. 985 09 83 42 impronta@telecable.es http://improntaeditorial.wordpress.com www.facebook.com/ImprontaEditorial

Diseño Marina Lobo

Impresión Gráficas Muñiz (Gijón) ISSN 2444-9504

Depósito Legal AS 01959-2014


Julio MartĂ­nez Mesanza en la noche del mar En la noche del mar no pasa nada, solo que ladran las redondas olas y las luces remotas te entretienen. Porque, en verdad, de asombro no se trata, de las preguntas sobre las preguntas, del origen del ser y de esas cosas. Es acerca de ti, que te defiendes; tiene que ver contigo lo que pasa; contigo, que te ocultas con tu culpa, mientras el mar y sus ruidosas olas y las luces remotas te entretienen, y el instante sin nadie te consuela.

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Rodrigo Olay el rayo que no cesa No lo sabes, no hay forma de saberlo: en qué instante preciso va a asaltarte, en qué ayer de mañana está aguardando, en qué dónde qué muerto va a clavársete en los ojos o qué luz en mitad de qué tormenta, qué zozobra de qué cierzo en qué caricia, qué instante hará vivir su aliento helado, su música tristeza. Es esa flor amarga, la nostalgia.

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Sandro Penna Traducción de Andrés Catalán

[dos poemas] Sul molo il vento soffia forte. Gli occhi hanno un calmo spettacolo di luce. Va una vela piegata, e nel silenzio la guida un uomo quasi orizzontale. Silenzioso vola dalla testa di un ragazzo un berretto, e tocca il mare come un pallone il cielo. Fiamma resta entro il freddo spettacolo di luce la sua testa arruffata. Sobre el malecón el viento sopla fuerte. Los ojos disfrutan de un sereno espectáculo de luces. Pasa un velero escorado, y en silencio lo conduce un hombre casi horizontal. Silenciosa sale volando de la cabeza de un niño una gorra, y toca el mar como un globo el cielo. Es una llama en medio del frío espectáculo de luces su despeinada cabeza.

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Jorge Ordaz Una visita a Mr. Baring Tras el fulgurante éxito alcanzado por su primera novela, Los asiáticos (1935), el escritor estadounidense Frederic Prokosch (1906-1989) emprende una sucesión de viajes que le mantendrán intermitentemente alejado de su país durante los siguientes años. Instalado en Cambridge (Inglaterra), se matricula como «estudiante especial en literatura inglesa» y asiste a las clases de I. A. Richards, F. R. Leavis y William Empson. Mientras realiza su tesis doctoral sobre los apócrifos de Chaucer, Prokosch escribe poemas, una nueva novela y practica el tenis y el squash. En el otoño de 1937 decide visitar al escritor inglés Maurice Baring. Años más tarde escribió el siguiente texto que, a diferencia de otros encuentros con gente de la cultura, no fue incluido en su libro Voces. Memorias. Mi primer acercamiento a la obra de Maurice Baring había tenido lugar en Haverford cuando mi amigo John Lineawater me recomendó la lectura de Daphne Adeane. La novela me sedujo por su atmósfera refinada y algo mórbida. Más tarde leí otras obras suyas, como Landmarks in Russian Literature, y estos exquisitos pastiches en miniatura que son Dead Letters y Lost Diaries. De modo que un buen día me subí a mi coche y, con una tarjeta de recomendación del profesor Empson, me dirigí hacia Rottingdean, un pueblo costero al lado de Brighton, donde me habían dicho vivía retirado Mr. Baring. Llegué a Half-Way House, su residencia, a media mañana, después de que hubiese caído un intenso chaparrón que me había obligado a detenerme en plena carretera. Cuando atravesé el jardín un viento racheado me trajo un fuerte olor a tierra mojada y a algas marinas. Una vez dentro de la casa Mr. Baring me recibió en el salón biblioteca, con anaqueles repletos de libros bellamente encuadernados. Al darle la mano para saludarle noté que temblaba. Luego nos sentamos en unos grandes butacones junto a la ventana. —Seguramente habrá notado un temblor en mi mano. No puedo evitarlo. Los médicos me han dicho que se trata de paralysis agitans,

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Juan Bonilla Auge de un género: los diarios Literatura del yo Fuera de toda discusión que el diario, como género literario, vive desde hace unos años un evidente auge entre nosotros. Las razones son muchas: desde cierto cansancio de la ficción a la tendencia de nuestros tiempos a sobrevalorar el «yo» sin temor a incurrir en el narcisismo, de donde los instrumentos de la vida cotidiana lleven implícitos los vocativos en sus nombres: iPad, iPhone (que adelgazaron las siglas de Internet para confundirla con el «yo»). No solo es cosa de nuestra lengua y no solo es cosa del género: otras manifestaciones de la literatura del ego han ido desplazando la hegemonía de la novela como género que, para aprovechar el signo de los tiempos, se ha potenciado a sí misma mediante las estrategias de la autoficción: ahí están las obras de Javier Cercas o las de Vila-Matas, adelantadas en el tiempo por La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa y, por no irse más atrás, por Cómo se hace una novela de Miguel de Unamuno. En otras lenguas cabe consignar el buen recibimiento de los libros de Emmanuel Carrère que se ofrecen como novelas aunque de novelas solo tengan el esqueleto: el género, finalmente, es cosa que pierde la significancia. El éxito mundial del noruego Karl Ove Knausgård con los tomos de su demoradísima saga autobiográfica «Mi lucha» puede servir de prueba, como sirve también para evidenciar que no hay nada nuevo bajo el sol: la relación de esa obra de Knausgård con En busca del tiempo perdido de Proust deja claro que la literatura del yo, con distintos disfraces, ya empezó a latir hace mucho (contemporáneos de Proust son por ejemplo Léon Bloy, autor de un diario violentísimo con momentos geniales, y Paul Léautaud, uno de los grandes prosistas en francés cuya obra mayor son los muchos tomos de su diario, por no citar a Jules Renard). Lo que lleva a preguntarse por la relación del diario con otras formas de la literatura del yo: las autobiografías, las memorias.

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L e c t u r as Testigos de cargo Bruno Mesa Pre-Textos, Valencia, 2015 Una mirada desencantada, violenta incluso, es la que contempla el mundo en los poemas de Bruno Mesa. Vertederos, escombros, alambradas, cicatrices, astillas, tullidos, prostitutas, periferias se imbrican en ellos con experiencias biográficas que van desde referencias a su insularidad (observa esta esquina africana que arde / entre el insomnio y el desprecio; «Éxodo») o a su infancia (igual que cuando niño / las manos sobre la barandilla del balcón, / desde un décimo piso la mirada puesta en los gigantes marrones), viejas fotografías cuyo origen se va diluyendo («Kiel 1970»), a retratos familiares («Sin caricia», «Las vocales») o sus viajes («Stasiuk»). En este último apartado, el de los viajes, destacan especialmente los poemas sobre y desde Italia, pues coinciden tanto en su redacción como en su visión desacralizadora de la Roma eterna con el diario que Bruno Mesa llevó de su estancia en la Academia Española, publicado bajo el título No guardes nada en los bolsillos (título extraído precisamente del poema «Hacia el Oeste», donde premonitoriamente se afirma que cuando vuelvas a casa / serás papel y tierra, / y lluvia, viento y nube, / y serás el billete de ese tren / que siempre va hacia el oeste). Así, el libro se abre con «Tre Schegge Romane» que remarcan «el honor de la putrefacción» en esta «ciudad insolente» que, como todo cuanto existe, muestra su inclinación «hacia el gusano». Siguiente parada, la «Isola della Giudecca», donde el espacio conventual nos muestra esa otra ciudad […] donde nuestras palabras innecesarias servirán / a un sueño aún

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más leve, a una luz más oscura. Escenarios o personajes italianos hay también en «Guida Tascabile», «El ciego» o «Via Sacra» y en todos ellos la grandiosidad de los monumentos o la cotidianidad llena de vida contrastan con la inevitable destrucción y acabamiento (no duermen entre la hierba, / son la hierba misma, / la hierba que hoy pisan […] / ellos también hierba / que otros pisarán mañana con indiferencia, / nombres que no salva el poema). Alternan a lo largo del libro poemas en prosa y verso, y de entre los primeros destacan un par de ellos, «El trono y la silla» y «Cordura» donde la brevedad del texto, escrito sin transiciones, con un montaje vertiginoso, sirve como hábil recurso que remarca la fugacidad relampagueante de la vida. Las noticias del día, recogidas en apariencia caótica en el poema (recurso ya utilizado, entre otros, por Martín López-Vega, autor con el que guarda más de una similitud), dan la llave para descifrar el sinsentido de todo cuanto ocurre y su tendencia al caos, como en «Pasillos», y sucesos reales parecen estar tras otros tantos poemas, como el cementerio submarino de «Archipiélago fantasma». Su amarga visión de la ciudad como reducto, como cárcel, como farsa, como incendio, nos trae a la memoria el neorrealismo italiano, y muy especialmente a Pasolini, en poemas como «La ciudad imposible», «Tres calles al sur» (donde la ciudad, trinchera y nido, es epítome de la estresante vida moderna, al borde del cataclismo), «Plano de calle» (mi calle es breve / y es ningún sitio) o «El cotarro de los ladrones» (aquí asoma su pierna leprosa la ciudad) Y como nota dominante en la mayoría de los textos, un cierto aire a sermón, a impreca-



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