La mesa del escribano

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Daniel Orizaga Doguim

LA MESA DEL ESCRIBANO Ensayos sobre literatura mexicana

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Portada: ¡México! Es que no se ha descubierto todavía. Ni apenas descifrado. Le nacen sus poetas, sus pintores , sus músicos, pero no se ha descifrado el gran misterio. Jorge Oseguera Castro Mixta s/tela 1.32 x 1.67

Cuadernos de Investigación del Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias ISBN: Se distribuye actualmente en Universidades del país, Europa, Estados Unidos y América Latina. Informes, correspondencia y suscripciones: Universidad Autónoma de Querétaro. Facultad de Ingeniería, Edificio I (Ex FLyL), Cerro de las Campanas s/n, Col. Las Campanas, C.P. 76010, Querétaro–México. Tel.: (01442) 192 12 00 ext. 7014, Cel: (01427) 272 01 60. Impreso por Talleres Gráficos de la Universidad Autónoma de Querétaro, con domicilio en Prol. Pino Suárez #467 Col. Ejido Modelo C.P. 76177. Papel cultural, 120g, Este número se terminó de imprimir el día 30 de noviembre del 2012, con un tiraje de 500 ejemplares.

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DIRECTORIO

Dr. Gilberto Herrera Ruiz Rector

Dr. César García Ramírez Secretario Académico

Dra. Rosalba Rodríguez Durán Secretaria de Contraloría

Dr. Jaime Ángeles Ángeles Secretario Administrativo

Dra. Martha Gloria Morales Garza Secretario Particular de Rectoría

Q. B. Magali Elizabeth Aguilar Ortiz Secretario de Extensión Universitaria

Dr. Irineo Torres Pacheco Director de Investigación y Posgrado

M. en C. Carlos Praxedis Ramírez Olvera Director Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Dr. Aurelio Domínguez González Director Facultad de Ingeniería

Lic. Verónica Núnez Perusquía Facultad de Lenguas y Letras

M. D. H. Jaime E. Rivas Medina Director Facultad de Psicología

Dr. Julio César Schara Director del Instituto De Investigaciones Multidisciplinarias

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Daniel Orizaga Doguim

LA MESA DEL ESCRIBANO Ensayos sobre literatura mexicana

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...Pero en la mesa comercial del escribano, mientras un barco de carga sorteando la tormenta traía su salario para el oporto y la tinta, aparecían más nombres de hombres verdaderos. “No soy este instante”, habría escrito Pessoa, “soy el tiempo”. Eduardo Langagne. La mesa del escribano

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A Selfa Chew, en el norte, a Camilo Castillo, en el sur.

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INDICE Sintaxis

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Dos perspectivas criollas en Infortunios de Alonso Ramírez

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Sobre Tomóchic, de Heriberto Frías

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Octavio Paz y el Modernismo. Ensayo en sus alrededores

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Voz del otro, voz propia: Hasta no verte Jesús mío

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Federico Patán, ensayista

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Narrar la Nueva España (a propósito de Los libros del deseo)

75

Una breve memoria: Mudas las garzas

86

Francisco Cervantes. Notas a una poética

96

La biblioteca como tiradero. Epílogo

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REFERENCIAS

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Sintaxis

Sé que nuestros hermanos mayores aún acostumbraban mezclar Atari con La cabaña del Tío Tom. Aquellos que nacimos pasado el año 1980 recordamos mejor a Indiana Jones que a Tom Sawyer: el lenguaje común de la niñez, tras varias generaciones compartido hasta entonces, se rompió. Ése es nuestro no-lugar: los fenómenos Potterianos nos suenan ya a simulacro en tono crepuscular. ¿Cómo leer ahora estos los clásicos? Por ejemplo a Julio Verne, quien levanta el fervor de muchos. Atormentados con la tercera dimensión—con la hiperrealidad del pixel— o robustecidos por la dimensión nano, la imaginación arqueológica verniana es, sin embargo, el sustrato que mejor explica este modo de ver el mundo donde la vida individual resulta transcripción de los designios ineludibles de las ciencias. Nuestro signo. Salgari, una imagen geográfica y antropológica; Alcott o los sabores de la inocencia. Otra categoría: la lectura infantilizada de las Mil y una noches o de Fausto que nos dicen más de la aspiración (de lo) pueril por parte de quienes adaptan. Es decir, son un modo subrepticio y carnavalesco, un sustrato que se 15


mantiene en la parte menos consciente de lo que un “clásico de la literatura” es para muchos. O lo era. ¿Cómo podrían convivir estas “pequeñas historias” con la visión hamletiana de los estudios Disney—El Rey León—, con el maldito decibel de Rock Band y el tejido desordenado de Internet? Como a la mayoría de mis contemporáneos, a mí me educó la televisión. La lectura por lo tanto me resulta un acto de reacia caridad: la posibilidad de ver desde el presente un pasado imaginado del que me gustaría considerarme parte. Como converso tardío, el temor a la falta involuntaria sostiene mis creencias. Los escritores llaman estilo personal a cada evidencia de ignorancia supina. Cargamos un arsenal de excusas que nos permiten aplicar nuestras reglas chuecas. Y la gramática. No conozco todavía a quien pueda usar los puntos ortográficos sin angustia, y he presenciado—lo juro—pleitos bizantinos por un “que” sin arbitraje posible: la consulta al libro-objeto resulta desastrosa. Vaya otra confesión de mi parte. Podemos ignorar sus reglas pero no las heridas y la sangre que nos costará ese desdén. El filólogo conoce la lengua en los huesos—por extraño que suene—, es decir, la médula pero no la carne. El escritor, en cambio, se regodea en las capas más grasosas e inmanejables. No hay punto medio. Género bastardo o culpable, pero siempre gozoso, al ensayo lo ha caracterizado la voracidad decirlo todo de nuevo, y en esa poética de la razón está su eminencia literaria—el ensayista es el dios menor que modula las creaciones de los demiurgos. Como mero árbitro entre ambos me gustaría contarme.

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Dos perspectivas criollas en Infortunios de Alonso Ramírez

Infortunios de Alonso Ramírez1 es posiblemente el más estudiado de los textos de Sigüenza y Góngora. En años recientes ha sido revisado desde posturas críticas diversas, lo que ha generado un corpus de análisis digno de ser tomado en cuenta para redefinir su posición dentro. Del canon de la literatura novohispanista. Uno de los acercamientos a partir de los cuales desarrollaremos nuestra propia lectura, en la que los elementos criollistas habrán de ser resaltados, es la de Stewart en su artículo “Geographic Space, Law, and Social Recognition in Los infortunios de Alonso Ramírez”. La estudiosa parte de la relación necesaria entre reconocimiento social, ley y falta de ésta en el recuento de los hechos de Ramírez (120). En una primera contraposición, al espacio amurallado del convento en tierra firme, el océano aparece como el espacio sin ley. Dice Stewart: Compared to the urban space, the ocean was a legally unprotected and therefore lawless geographic space where competing national economic interests among the Dutch, French, and British yielded criminal activity. Pirates, notably the British, resorted to cannibalism, torture, and treachery against the Spanish (120).

1 Todas las citas corresponden a la edición de María José Rodilla, acompañada por un estudio crítico y notas, Infortunios de Alonso Ramírez. México, D.F.: Alfaguara, 2003. Col. Clásicos Mexicanos.

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Los recorridos de Ramírez pueden verificarse sobre todo en dos lugares (o, como dirían otros, cronotopos): las ciudades del Nuevo Mundo y las islas del Pacífico. No son las únicas, por supuesto: en sus periplos, el protagonista pasa por los caminos de la Nueva España, Puebla, Oaxaca; por los puertos de Veracruz y Acapulco; por las costas brasileñas y yucatecas, y, sobre todo, por los mares orientales, cautivo de los piratas ingleses. Para finales del siglo XVII, Nueva España enfrentaba problemas que requerirán soluciones distintas a las de épocas pasadas. Si bien en los territorios internos se había logrado cierta estabilidad, las campañas de evangelización hacia el norte de la metrópoli continuaban con cierto auge: el jesuita alemán, padre Kino, llega a La Paz en 1683 para intentar una misión permanente en tierras de indígenas hostiles a la Corona. Por otro lado, Francia e Inglaterra hacían incursiones cada vez más atrevidas en los espacios escasamente vigilados de los territorios hispánicos: el mismo Sigüenza y Góngora escribirá sobre algunos de estos hechos en sus reportajes historiográficos, como el Trofeo de la justicia española (1691). No es difícil relacionarlos con Infortunios. La Nueva España, como la Vieja, se encontraba bajo permanente amenaza y en una pronunciada decadencia financiera.2 Ante los peligros, la necesidad de sostener el régimen de gobierno, el orden social y el sistema económico se volvieron prioritarios. Junto con las dificultades entre países y las crisis políticas, se recrudecieron las tensiones identitarias. Es esta conexión entre legalidad e identidad la que nos abre una primera entrada la historia de Alonso Ramírez. La estructura misma de Infortunios recuerda modelos literarios muy utilizados durante el Siglo de Oro. Uno de ellos es el de una narrativa de la ilegalidad, la picaresca, como han señalado varios 2 Un tema interesante se insinúa aquí, el de las relaciones de autoridad y económicas entre reinos, comarcas y provincias con la capital. El marcado centralismo de los Austrias, que se llevará a extremos con los Borbones, no canceló la posibilidad de desarrollos productivos particulares en las distintas regiones de Nueva España. La presencia de cada etnia indígena influyó sin duda, pero luego fue modificándose la dinámica a merced de las leyes, el mercado interno y externo. Para un estudio muy completo sobre las relaciones económicas entre regiones, ver el estudio de Miño Grijalva en la bibliografía.

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estudiosos recientes de la obra, aunque no todos aceptan del mismo agrado su pertenencia a este género literario. Señalemos, sin embargo, que lo que hemos llamado hace poco “narrativa de la ilegalidad” no necesariamente implica una sujeción a características genéricas fijas. Incluso, por esa misma razón, González Echevarría ha sugerido que la misma denominación picaresca reduce las redes textuales en las que la ilegalidad o el crimen se escriben, y prefiere sumarlo a las condiciones retóricas de los textos jurídicos. Otros estudiosos de Infortunios recuerdan que las aventuras del originario de Puerto Rico también guardan similitudes con las relaciones geográficas o relatos de conquista. Comparten, en resumen, la característica de un narrador-personaje, generalmente autobiográfico, que va configurando una perspectiva sobre lo desconocido que se desarrolla frente a sus ojos, y en el mundo hasta ese momento desconocido (por lo menos para él) en el que se ve forzado a participar. Es más, también puede relacionársele con textos de carácter judicial, en el sentido de que puede leerse como “autodefensa” contra las sospechas de que era un espía de los ingleses. A partir del estudio de Roberto González Echevarría, Mito y Archivo, esta conexión entre géneros literarios y las relaciones geográficas se ha hecho más notoria. Para los lectores es evidente que el narrador de Los infortunios tendrá una ambigua posición social: perteneciente a un estamento bajo (un desclasado, un criollo pobre) y sin lugar reconocido en la sociedad colonial, su protagonista es también un representante, casi una encarnación, de los valores que esa sociedad busca extender al espacio incivilizado. Si lo relacionamos con los soldados conquistadores, veremos que el uso de la letra le estará vedado, y sin embargo, tendría una cercanía ideológica con la cultura letrada, reconociendo el valor de la ley y el orden. Es a través de su relato como intentará encontrar un lugar en la escala novohispana: se mantiene fiel a la religión católica, es caritativo 19


en los momentos necesarios, no traiciona a su patria. Sin embargo, en su relato se va desplegando una serie de temas alrededor de la carencia y la falta de recursos. Más allá de los escenarios marítimos y de los cambios en la suerte del aventurero, el tema de la moralidad es central, unido al de la legalidad y la ilegalidad. Un ejemplo: Alonso Ramírez refiere su paso a las Filipinas como una forma de autopunición por la poca piedad con relación a la muerte de su esposa. Así, según Stewart: He characterizes himself as a criminal and banishes himself to the furthest reaches of the empire, the Philippines, a peripheral geographic space where, under Spanish law, criminals were sent to serve their punishment as workers on the ships of the Manila Galleon trade route. By doing this, Alonso actually transforms himself into someone he is not: a man who is worthy of judgment and therefore entitled to recognition by the law. This criminal responsibility grants him a type of legitimacy under the law that he seeks and is unable to attain through family relationships or fortune (122).

Si en su travesía hacia el corazón del virreinato su hacienda no mejorará significativamente, según leemos en la primera parte de la narrativa, Ramírez hará el camino inverso, hacia la periferia de la periferia--las colonias de Nueva España--en los siguientes episodios para insertarse en este simulacro de castigo, un sacrificio corporal de expiación que se autoimpone. Ser un subalterno.3-es decir, pobre, sin linaje ni alcurnia, sin arrojo o inteligencia sobresalientes para ascender--no es un pecado religioso, sino una marca social; según la mentalidad de la época, los estamentos bajos lindaban siempre con el crimen. De acuerdo con Boyer, “it is not merely his lack of economic opportunity that marks him as a failure, but rather his lack of any clear subjectivity within the structure of viceregal New Spain” (35). Ramírez es un subalterno 3 Walter Mignolo (2001b) establece estas similitudes que sostienen el diálogo entre “colonialismos” y subalternidades: “First, coloniality is constitutive of modernity, and modernity/coloniality should be located in the sixteen century with the emergence of the Atlantic circuit and the consolidation of capitalism; second, subalternity is not only a question of social classes, but is instead a larger issue embedded in the coloniality of power and in the formation of the modern/colonial world-system; third, although “colonialism” or “colonial periods” refers to specific historical stages of coloniality, coloniality at large goes beyond decolonization and nation building: coloniality is the machine that reproduces subalternity today in the form of global coloniality in the network society”.

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más, pero después de sus infortunios y derrotas (derroteros), se convierte en un integrante de la comunidad, así sea a partir de su particular exotismo. A diferencia de los espacios y momentos anteriores, Ramírez, ya en territorio de la Nueva España, puede acudir al virrey y a los representantes de la ley para solucionar las cuestiones que le atañen. En presencia del virrey llegará la integración con el orden social, a través de la legitimación del mismo relato. Según Enrique Rodrigo, “De esta manera, las narraciones autobiográficas no son solamente el registro de un pasado, sino que son el lugar donde una identidad colectiva es elaborada: las pautas de vida apropiadas para los estamentos altos” (p. 230). Los viajes de Ramírez son, al mismo tiempo, de descubrimiento sobre otras tierras y de autodescubrimiento de su posición en su comunidad. De allí la importancia para entender aspectos de la identidad y, sobre todo, de subjetividad. Enrique Rodrigo (1998) anota que el hecho de que la vida de Ramírez sea compuesta por un historiador con conocimiento del repertorio de escritura de su tiempo, “facilita también que los textos incluyan registros que provienen de los modelos existentes para la representación de los estamentos bajos de la sociedad. En ellos se incluye la picaresca, la vida de santos y las novelas de aventuras” (231). Nos enfrentamos de nuevo a la cuestión genérica. Según Kathleen Ross, “la puesta a prueba de la fe católica de Alonso Ramírez, cautivo por los piratas ingleses sugiere más que nada el modelo de la autobiografía espiritual” (597). Así es que los géneros modélicos se multiplican. Para no continuar esta discusión en la que se han enfrascado varios de sus lectores, diremos con Javier Fernández del Páramo (2008) que los modelos textuales en su forma mixta pierden su funcionalidad genérica específica, transformándose en genéricamente neutras, sin los atributos genéricos de ninguno de sus géneros progenitores (25). Al retomar los modelos picarescos, espirituales y judiciales, con el abrumador componente de la autobiografía, Sigüenza termina redactando un rico texto 21


ambiguo. Cerramos este apartado con la pertinente nota de María José Rodilla (2003), que resume nuestra propia posición: Sigüenza ha logrado su objetivo escribiendo una Relación, es decir, un tipo de discurso historiográfico, a manera de informe a la autoridad virreinal, sobre las acciones de un súbdito del imperio en el espacio de sus dominios, con el fin de obtener algo, ya no por sus méritos y servicios, como los soldados de la Conquista, sino por sus padecimientos (121).

Una cuestión relacionada con la identidad es aquella de la autoría, saber quién tiene el privilegio de ser el autor de un escrito. La crítica se ha enfocado tanto en el problema de la autoría legítima del texto--¿autodiegético o heterodiegético? A partir del descubrimiento de un documento por Fabio López Lázaro (2007), y por otras consideraciones historiográficas, se considera actualmente que los hechos, la materia de Infortunios es históricamente comprobable, por lo menos, en lo que respecta a la coincidencia de nombres en un determinado marco temporal.4 La pregunta queda entonces en el grado de intervención de Sigüenza a nivel discursivo. En otras palabras, nos queremos ver cómo esta persona histórica es transformada en sujeto literario a partir de sus escritos (Adorno, 1995: 37). Por supuesto, en el propio texto hay señales desde el mismo título: INFORTUNIOS/ QUE ALONSO RAMÍREZ/ NATURAL DE LA CIUDAD DE PUERTO RICO/ PADECIÓ ASSÍ EN PODER DE INGLESES PIRATAS QUE LO/ APRESARON/ EN LAS ISLAS PHILIPINAS/ COMO NAVEGANDO POR SÍ SOLO Y SIN DERROTA/ HASTA VARAR EN LA COSTA DE IUCATÁN [sic],/ CONSIGUIENDO POR ESTE MEDIO DAR VUELTA AL MUNDO/ DESCRÍVELOS/ DON CARLOS DE SIGÜENZA Y GÓNGORA,/ COSMOGRAPHO Y CATHEDRÁTICO DE MATHEMÁTICAS/ DEL REY NUESTRO SEÑOR EN LA ACADEMIA MEXICANA 4 Para López Lázaaro, descubridor de una carta del Virrey la escritura del texto está imbuída en una coyuntura política: “No es de extrañar, por consiguiente, que la aparición de Alonso Ramírez, víctima de piratas y heroico sobreviviente español (es decir hispanopuertorriqueño), le sugiriera al virrey la composición de un libro que pudiera distribuir a la camarilla política de los Infantado en Madrid como propaganda que destacaba la importancia de sus planes para la defensa de Nueva España. Es precisamente lo que hizo, según un documento del Archivo de la Casa Ducal de Osuna, el cual evidencia que no es verdad que Alonso Ramírez no existió, como pensaron muchos críticos literarios, ni mintió Sigüenza y Góngora al narrar su versión de cómo se formuló el texto de los “trabajos” que padeció el marinero puertorriqueño, según consta en la carta siguiente, escrita de puño y letra por don Gaspar el primero de julio de 1690 a su hermano en España” (100).

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Leonor Taiano (2010) remite al Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias y enfatiza que el verbo describir “pertenece a los geógrafos y tipógrafos” (92). Cito por la transcripción de Taiano: “Deste verbo escribir salen muchos compuestos, como 2. Describir, 3.Descripción, que pertenece a los geógrafos y tipógrafos, y en general a los cosmógrafos.” Algunos lectores académicos de Sigüenza asumen que la mano del letrado modificó poco el recuento, pues guarda un sabor oral, e incluso transcribía algunos de los errores sin corregirlos (véase, por ejemplo, el estudio de Irizarry). Es posible, sin embargo, rastrear las intervenciones del sabio en pasajes específicos, como veremos más adelante. En resumen: se asume la historicidad del relato de Ramírez, la participación de Sigüenza en el pasaje de la oralidad a la escritura, y su presencia como editor letrado. Los lazos familiares poco pudieron hacer para que mejoraran sus condiciones económicas. Sin embargo, llama la atención la insistencia en usar el apellido de la madre, quien era nativa de Puerto Rico, frente a su padre andaluz, es decir, de Lucas de Villanueva. Sobre todo hay que notar la inmediata insistencia del nexo criollidad/moralidad ya desde las primeras líneas del texto: “Es su nombre Ana Ramírez, a cuya cristiandad le deben mi niñez lo que los pobres solo le pueden dar a sus hijos, que son consejos para inclinarlos a la virtud” (22). Así, Alonso legitimaría el legado materno en lo que le resulta más valioso, su herencia virtuosa--¿o es Sigüenza quien sobre esto insiste? Sólo eso lo mantendrá en su periplo desde un margen (el Seno Mexicano o Caribe) hasta el otro del Imperio (las islas Filipinas). En toda la narrativa se muestra la tensión entre la idea de orbe ibérico y su implantación real en la Nueva España y los territorios recién adheridos al espacio político de la Monarquía ibérica. De hecho, los criollos mismos y el problema de la criollidad resultarían un efecto de esa tensión en el Nuevo Mundo. El orden jurídico 23


y social emanado de las decisiones peninsulares a veces denotaban un profundo desconocimiento de la realidad americana, como sabemos. El problema de los criollos en general, o mejor dicho, el de su posición en la jerarquía política fue muchas veces negociado, en la práctica, fuera de la ley, es decir, a partir de ese lugar vacío en la fortaleza jurídica. Desde aquí vemos que la criollidad era muchas veces entendida a partir de una falla o falta en la pureza hispánica, y no como una “esencia”. Pero Ramírez, en el caso concreto de Los infortunios, trata de respetar y adherirse a un sentido de legalidad y de moralidad más o menos fijo. Boyer (2010) aduce este hecho para diferenciarlo de la picaresca tradicional. El protagonista repite constantemente su necesidad de apegarse a la autoridad y su lealtad. El humor con la que es tratada la moralidad en la picaresca no aparece en el relato de Alonso Ramírez/Carlos de Sigüenza. Por el contrario, al ser tema tan delicado, pareciera que incluso hay cierto temor de apartarse demasiado del orden en el Nuevo Mundo, como si estuviera en permanente peligro de romperse la continuidad política conforme se avanza hacia los márgenes del Imperio. Las verdaderas antípodas van siendo descubiertas narrativamente en Los infortunios: en los mares, la criminalidad es el orden, los europeos son los bárbaros. En cambio, aquellos que son como Ramírez, los fuera de la ley a pesar de ser indiferentes para ésta, se convierten en sus encarnaciones. Es en la periferia donde los efectos de un poder central se diluyen y se muestran las posibilidades de otros órdenes sociales, en los que los nacidos en el Nuevo Mundo demuestran su superioridad, de nuevo, moral. Es en ese sentido en el cual Los infortunios resulta un comentario también del papel del criollo en el descubrimiento del mundo a partir de una perspectiva propia que reconoce tanto la necesidad de mantener la legalidad como sus deficiencias e imperfecciones.

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Como si tuviéramos dos relatos en paralelo, en Infortunios la estrategia retórica parte del enmascaramiento de ambas autorías, una bajo la otra, y simultáneas por momentos. Hay una voz y una caligrafía que al entrelazarse revelan dos discursos criollistas. Sobre esto trataremos en este capítulo ahora. La dedicatoria de Infortunios, más allá de la cortesía acostumbrada, estaría señalando la intención de la doble autoría, incluso más evidente que en Paraíso Occidental. El virrey, Conde de Galve, es el destinatario explícito de estos discursos, a quien se apela para dar la sanción final. Alonso Ramírez buscará con su relato defenderse de las acusaciones de ser espía de los ingleses y conseguir un favor especial que mejore su condición actual. En esta estrategia, el constante enmascaramiento/desenmascaramiento de las autorías, las distancias entre estamentos, posiciones sociales y hasta políticas van cambiando. De entrada, Sigüenza resalta su lugar ya ganado dentro de la corte, al ser autor de la Libra astronómica publicada a la sombra del patrocinio de Galve ese mismo año (15). Allí parece delimitar su función como mero transcribidor “Y si al relatar [los hechos] en compendio quien fue el paciente le dio vuestras excelencia gratos oídos, ahora que, en relación difusa, se los presento a los ojos, ¿cómo podrá dejar de asegurarme atención igual?” (16). Sigüenza, pues, hace de intermediario y de relator de una historia ya oída. La mediación del letrado aparece de nuevo en nuestro erudito criollo, tal como ocurrió en Paraíso Occidental. El paso de la voz a la letra le asegura cierto control sobre el discurso de Ramírez, pero nunca plena responsabilidad: al resaltar que es el mismo que el ya escuchado--aunque tal vez sin la misma gracia--, Sigüenza delega en el otro las repercusiones que pueda haber. La razón de la escritura bien podría quedar para Sigüenza en el ámbito moral, ya que el mismo relato va acompañado de peticiones de piedad connatural a favor de Ramírez, de quien Sigüenza 25


toma la materia para re-presentarla. En el juego de cortesanías, Sigüenza intercede frente a la autoridad para darle vehículo a una voz que, si bien ya ha sido escuchada, necesita de la letra para obtener un peso real. En un curioso pliegue, Sigüenza nos dice: En nombre de quien me dio el asunto para escribirla consagro a las aras de la benignidad de vuestra excelencia esta peregrinación lastimosa, confiado desde luego, por lo que me toca, que, en la crisis altísima que sabe hacer, con espanto mío, de la hidrografía y geografía del mundo, tendrá patrocinio y reconocimiento (16).

Entonces, parecemos vislumbrar una artificiosa “separación” discursiva: los hechos pertenecen a Ramírez, los datos geográficos a Sigüenza. La relación presentada al virrey vehicula dos discursos, entonces: durante la mayoría del recuento se empatan, pero Sigüenza autor/editor se mostrará en la escritura de ciertos pasajes, y es justo por su calidad de letrado y servidor de la corte por lo que se le permite escribir en nombre del otro. Así lo resalta también la aprobación del licenciado D. Francisco de Ayerra, al recordarle al lector de inmediato el título de cosmógrafo del rey. La cuestión tiene que ver con la organización del material narrativo, y apenas aquí se menciona. Dice Ayerra sobre la obra: “Si al principio entré en ella con obligación y curiosidad, en el progreso, con tanta variedad de casos, disposición y estructura de sus periodos, agradecí como inestimable gracia, lo que traía sobrescrito de estudiosa tarea” (17). En el texto aparecen los conocimientos geográficos de Sigüenza y las exquisitas noticias de laboriosas fatigas padecidas. ¿Sobre quién recae entonces la función-autor de la relación, volvemos a preguntarnos? De Sigüenza, explícitamente, sería su participación secundaria--aunque hay algo del tópico de la modestia. Ayerra considera que es su pluma la que da verdadera composición al relato, y llega a mencionar a Homero y a Virgilio para alabar a Sigüenza, lo cual no deja de ser hiperbólico. Aquí 26


podemos comenzar a obtener ciertas pautas: hay una tensión constante entre ambos discursos. Ramírez no menciona ninguna educación formal en su vida, casi con seguridad no sabría leer ni escribir. Un inicio como éste resulta casi impensable para un personaje cuya vida ha transcurrido en buena medida en el camino y no en la paz del escritorio: Quiero que se entretenga el curioso que esto leyere por algunas horas con las noticias de lo que a mí me causó tribulaciones de muerte por muchos años. Y aunque de sucesos que sólo subsistieron en la idea de quien lo finge se suelen deducir máximas y aforismos que, entre lo deleitable de la narración que entretiene, cultiven la razón de quien en ellos se ocupa, no será esto lo que yo aquí intente, sino solicitar lastimas” (21).

Ramírez sería el relator de su vida y establece de entrada un pacto con su posible lector, lo entretendrá pero no querrá necesariamente, educarlo. Aunque sea ésta la intención explícita del narrador, ya la presencia de Sigüenza modifica el plan al resaltar episodios e hilvanarlos en cierto orden, al modificar el estilo e introducir la materia en las convenciones literarias. De allí que la intención del emisor original resulte modelada por la conciencia retórica de Sigüenza, puesto que introduce elementos compositivos de varios géneros, como ya mencionamos antes. Aquí vemos entonces la doble intencionalidad del texto, puesto que las mismas convenciones genéricas imponen un “contenido de la forma”: si bien no habría intención moralizante en el relato de Ramírez ya existe uno en el relato de Sigüenza, en sus intrusiones que pretenden resaltar la figura de los criollos. Por lo tanto, hay que recordar siempre que Infortunios es un texto que esconde tras una primera persona aparente la intervención de dos autores, con dos perspectivas distintas. Vale la pena mencionar también que Sigüenza prefiriera ser fiel, en lo posible, tanto a los hechos como al relato de Ramírez. La preferencia del letrado por los detalles de Puerto Rico no sólo intenta afianzar el “efecto de realidad” sino que enfatiza de entrada el carácter de relación de lo narrado, casi otra forma del docere, en 27


lo moral y en lo geográfico. Tras la alabanza del espacio de Borinquen, de sus construcciones y recursos, habla el narrador del genio de aquella tierra que se refleja en sus habitantes, en su pundonor y fidelidad. No son ellos la causa de la pobreza que impera, sino la falta de “originarios habitadores que trabajen los veneros de oro, y la devastación causada por los huracanes procelosos” (22). De hecho, a lo largo del relato, el narrador--ese constructo retórico entre Ramírez y Sigüenza-- postula enemigos para los habitantes de las tierras americanas: el otro-indio, el pirata, el apóstata, la naturaleza descontrolada--incognoscible. Al Virrey le compete la defensa contra ambos a favor de los pobladores de las Indias hispánicas. Es este alegato oculto el que va siendo desplegado por Sigüenza y que pretende hacer llegar al Conde de Galve. En la mayoría de sus textos de la época, de la Piedad Heroica hasta Alboroto y motín, Sigüenza insiste en la necesidad de consolidar la presencia imperial para protección de los peninsulares y criollos, sobre todo. Otra muestra de enmascaramiento: Sigüenza toma el relato de Ramírez y lo utiliza estratégicamente. Aquí se muestra la tensión entre las dos perspectivas criollas. La original, por decirlo de alguna manera, de Ramírez, para defensa de su honra y en búsqueda del favor político; la de Sigüenza, para introducir los temas que le preocupan. El punto de quiebre viene con su salida a La Habana, que ocurre “el año de 1675 y siendo menos de trece los de [su] edad” (23). En una especie de reescritura del pasaje de los conquistadores rumbo a la Ciudad de México, Ramírez pasa por de Cuba, llega a San Juan de Ulúa y de ahí a Puebla, recordando las no pocas incomodidades en el camino (23), con su amo. Puebla se lleva elogios como ciudad inmediata a México, aunque reclama su falta de liberalidad generosa. Es curiosa la relación que establece con estas ciudades, y también con Oaxaca, Chiapa de Indios: sus recorridos le dejarán poca fortuna, a pesar de las oportunidades que dice se le pudieron haber logrado. Lo más importante, por 28


motivos narrativos, sería su matrimonio con Francisca Xavier en México (27) y su muerte que le impele a salir a las Filipinas, desde el puerto de Acapulco para el de Cavite el año de 1682 (28). En estos episodios, Sigüenza parece dejar el discurso en manos de Ramírez y no encontramos marcas de intervención. La progresión narrativa sigue un esperable orden cronológico y el estilo es sencillo. Poco tendría que aportar el propio Sigüenza sobre la escasa fortuna del recién llegado, poco variaría su vida de la de otros viajeros en los caminos de la Nueva España. A partir de su salida a Filipinas, los datos marítimos se multiplican y por su precisión notamos la mano de Sigüenza, que anota grados precisos y coordenadas; también los términos de navegación abundan a partir de este punto en el relato. Una curiosa reflexión rompe la dilatada información geográfica que el letrado ha proporcionado sobre los mares del Pacífico: “Desengañado en el discurso de mi viaje de que jamás saldría de mi esfera con sentimiento de que muchos con menores fundamentos perfeccionasen las suyas, despedí cuantas ideas me embarazaron la imaginación por algunos años” (32). Nos damos cuenta de otro momento de la elaboración del relato, por la yuxtaposición de elementos. Por supuesto, sólo me referiré al cuerpo de Infortunios, no a los paratextos, ya que nos interesa mostrar las costuras del discurso. Recapitulemos: de una entrada de elegancia estilística, pasamos a una narración de la niñez de Ramírez y su periplo novohispano; luego, a un compendio de conocimientos cosmográficos que se agregarán a las anécdotas por este breve párrafo citado en el que asistimos a una especie de anagnórisis. ¿Qué está ocurriendo? Las dos perspectivas criollas aumentan la tensión en el texto. Lo que para Ramírez es el recuento de ciertos episodios personales, salpicado con reclamos asordinados, para Sigüenza representa la posibilidad de hablar desde el relato del 29


otro. El letrado necesita hacer hablar a Ramírez, pero no siempre logra que lo haga con una voz propia y debe prestarle la suya para que diga aquello que aparece insinuado. En una lectura detallada, las ambigüedades ideológicas quedan resaltadas. Ramírez debe explicar sus acciones, pero no puede culpar al virrey de su pobreza; Sigüenza debe moldear su relato pero no puede dejar que sea expuesto tal cual. El letrado utiliza los hechos recordados por Ramírez para caracterizar una subjetividad criolla en la periferia del imperio hispánico, en otras palabras, lo figurativiza y lo convierte en modelo de hombre de acción. Así, el problema central deviene en las dos subjetividades en escena, la de Ramírez que proporciona el material narrativo y la de Sigüenza y Góngora que organiza el discurso. Curiosamente, existen entre ellos rasgos que los acercan, a pesar de las obvias diferencias biográficas. Los trabajos intelectuales de Sigüenza tampoco le garantizan un estatus económico al letrado en la misma capital del virreinato. De hecho, tanto Ramírez como Sigüenza pueden ser considerados hombres cuyos méritos han sido escamoteados. Era en el siglo XVII que exploradores/observadores que otorgasen el material que el editor/traductor/historiador reorganizaría retóricamente. Pero la doble autoría puede ser más complicada. El artículo de Paul Boyer, “Criminality and Subjectivity in Infortunios de Alonso Ramírez” discute esto con cierto detenimiento. Para Alonso “the tale becomes fundamentally historical, rather than literary, whereas the overlay of Sigüenza's narration represents the intrusion of both fictionalization and figuration” (32). Boyer intenta problematizar el aparente “criollismo transparente de Sigüenza y prefiere entender al criollismo como un constructo ideológico e intepretativo” (p. 33). Los discursos criollistas son complementados por los de piratería e ilegalidad: “Among the agencias Sigüenza adscribes to the criollo subject born in this text is a criminal one.” (33). 30


Alonso Ramírez habla con orgullo de su patria, es decir, de su lugar de nacimiento y reivindica el linaje nuevo como criollo hijo de criolla, su madre, Ana Ramírez—otra vez el anclaje femenino-, en quien establece la relación íntima entre cristiandad, pobreza, virtud y orgullo criollo (22). Hasta su salida de Acapulco, Ramírez es un personaje más o menos como él y su historia, la de cientos de criollos. Para los fines de Sigüenza, todo esto servirá de preámbulo a la verdadera historia que quiere contar. De hecho, pareciera como si narrativamente se diera un borrón y el relato comenzara apenas en este punto. Cierto, los antecedentes eran necesarios, pero Sigüenza debe componer un escenario extremo en el que el sujeto criollo representado por Ramírez demuestre su superioridad moral en el ambiente de criminalidad. El paso más arriesgado es justamente éste: que una historia de vida con pretensiones de veracidad, ancladas en la presencia misma de Ramírez frente al virrey, sea figurativizada al grado de representar un tipo moral, en el que sus rasgos específicos tengan menos importancia que la posibilidad de alegoría de las situaciones y personajes. Los mares e islas del Pacífico, como decíamos arriba, constituyen el espacio entre el crimen y la barbarie, y entre la posibilidad de tierra prometida. Son en su conjunto un espacio ignoto y casi maravilloso, nueva transposición y trasunto de la visión que los conquistadores tuvieron de las Indias. Recordemos que el mismo Ramírez rehace ese viaje de Cuba hacia la Ciudad de México. La visión colonialista es aquí reproducida. Además, en repetidos momentos menciona ese espacio como metonimia del orbe entero, por ser lugar de encuentro de muchas nacionalidades, europeas, indianas y asiáticas. El relato de cautiverio de Ramírez va tomando matices de relato moral. En un curioso giro, que podría parecer inexplicable, Sigüenza hace que Ramírez experimente una toma de consciencia que lo 31


haga arrepentirse y criminalizarse para que acceda él mismo a la zona del crimen. No es un verdadero criminal, es el tribunal de su propia consciencia la que lo hace autoinfligirse este castigo. Por lo tanto, habría una diferencia moral entre él y sus captores, los piratas ingleses. Mientras que Ramírez viaja a modo de expiar una falta, y, aparentemente, no tanto para lograr una mejor posición, los piratas, herejes y apóstatas recorrerán los mares para obtener beneficios económicos en desdoro de su calidad moral. Veamos esto en pasajes a continuación: Estuve en Malaca, llave de toda la India y de sus comercios por el lugar que tiene en el estrecho de Syncapura, y a cuyo gobernador pagan anclaje cuantos lo navegan. Son dueños de ella y de otras muchas los holandeses, debajo de cuyo yugo gimen los desvalidos católicos que allí han quedado, a quienes no se permite el uso de religión verdadera, no estorbándoles a los moros y gentiles, sus vasallos, sus sacrificios (33).

Aquí se va configurando otro elemento que funciona en la alegorización, el de las antípodas: los católicos oprimidos, los europeos como antropófagos. Una vez capturado por los piratas ingleses, Sigüenza da la vuelta a la leyenda negra de España mientras acompañamos a Ramírez en la rapiña, destrucción y engaños de sus captores. Para evitar pagar su deuda en Camboja, los ingleses masacran a la población local, mujeres incluidas. Entre los actos aborrecibles Ramírez recuerda haber visto un brazo humano devorado como alimento: Miraba yo con escándalo y congoja tan bestial acción, y llegándose a mí uno con un pedazo me instó con importunaciones molestas a que lo comiese. A la debida repulsa que yo le hice, me dijo que siendo español, y por el consiguiente, cobarde, bien podría para igualarlos a ellos en el valor, no ser melindroso. No me instó más por responder a un brindis (41-42).

La lista de acciones aborrecibles continúa. Pero la distancia establecida por el mismo captor entre ellos y los españoles va haciéndose más evidente. En este orbe puesto de cabeza, la supuesta cobardía de Ramírez en realidad puede ser virtuosa: una 32


resistencia a lo moralmente reprobable, un heroísmo que se conserva a pesar de los continuos maltratos físicos. De allí las similitudes con los relatos hagiográficos. Así como los aspirantes a la santidad se mantienen firmes a pesar del ambiente mundano o corrupto en el que están inmersos, por la promesa de la salvación ultraterrena, así Ramírez se mantiene en los límites de lo civilizado, de lo cristiano, a pesar de la presión del medio. Su actuar se vuelve modélico, en una especie de hagiografía laica, si la queremos llamar así. Pero la diferencia específica no sería necesariamente de los marinos hispánicos, sino de los criollos en lo particular. El verdadero antagonista de Ramírez no es el capitán Bel, causante de sus infortunios mientras es cautivo, sino el sevillano Miguel que los acompañaba como pirata: No hubo trabajo intolerable en que nos pusiesen, no hubo ocasión alguna en que nos maltratasen, no hubo hambre que padeciésemos, ni riesgo de la vida en que peligrásemos que no viniese por su mano y su dirección, haciendo gala de mostrarse impío y abandonando lo católico en que nació por vivir pirata y morir hereje (59).

Por contraposición, Alonso Ramírez no traiciona ni a su patria, ni a su rey ni a su religión. Incluso se muestra piadoso al pedir por ese sevillano. En esa versión pervertida del orbe, el criollo encuentra cierta piedad en el condestable Nicpath, de quien sospecha su fe católica. En los territorios del crimen y la ilegalidad la frágil justicia española tiene poca injerencia. De hecho, la amenaza militar a los espacios periféricos de la Nueva España parecería parte del problema, pero no todo el problema. Sigüenza logra transformar una relación autobiográfica en una suerte de alegoría de la orfandad del criollo en el orbe y de sus posibilidades de convertirse en agente de civilización. Incluso un criollo pobre puede representar la ideología de la ley que se va construyendo a partir de las 33


acciones morales, a partir de un convencimiento mayor que el de los propios peninsulares. En el paso de la intermediación autoral, hemos visto cómo el material original sufre la presión ideológica que lleva al relato de Ramírez, el de un subalterno iletrado, un aventurero si se quiere, hacia terrenos del discurso criollista. El criollo no es aquí el que falla a la ley, sino el que va creando en sí mismo una ley moral en territorios donde los efectos de la legalidad hispánica pueden parecer imperceptibles. Por eso valdría la pena anotar que justamente por ello de los tres tipos de “discursos barrocos americanos”, que identifica Mabel Moraña, Infortunios correspondería al de la “marginalidad criolla”, que no al de “ruptura” o al “reivindicativo” (1998:57), puesto que no cuestiona al orden hegemónico en sí. Incluso podría adelantarse que el iletrado Ramírez hace efectiva la muchas veces letra muerta de las leyes habsbúrgicas, a partir de sus resquicios. Al final, Alonso Ramírez vuelve al espacio de la ley impresa y se encuentra con su encarnación en Nueva España, el virrey. Concluye un periplo del margen al centro, al margen, y hacia el centro otra vez. Podría haber más aproximaciones alegorizantes, pero quedémonos con la idea posible de que sea esta vía virtuosa de acción de Ramírez lo que le permita entrar a la sociedad en un grado de reconocimiento social más alto, como forma de recompensa por su vida, si bien no necesariamente virtuosa, sí ejemplar en cuanto a su actuar. De otra forma, Ramírez no tendría oportunidad de insertarse en los rangos estamentales y estaría rozando la hambruna y la pobreza. Si bien la historicidad de Alonso Ramírez, así como sus peripecias pueden ser defendidas, como ya mencionamos más arriba, en Infortunios la descripción de Sigüenza nos muestra más bien el surgimiento de un tipo de subjetividad particular. Algunos de los rasgos deseables entre los criollos estarán representados en el mismo Ramírez. Entre otros, la religiosidad y los valores cristianos en un mundo hostil, ya no en el “jardín” que podría ser la Nueva 34


España, sino sus márgenes. También Ramírez recuerda haberse encomendado a la Virgen de Guadalupe en momentos de necesidad. El relato de Ramírez y el relato de Sigüenza están imbricados pero, como lo hemos señalado más arriba, pueden verse sus momentos de tensión y distensión. Lo que el texto de Infortunios representa para uno es el mero paso de la oralidad a la escritura de su relación para lograr un beneficio del conde de Galve; sin embargo, para Sigüenza es la posibilidad de escribir un discurso en el que sus propias preocupaciones criollistas lleguen al virrey.

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Sobre Tomóchic, de Heriberto Frías

La prensa mexicana de finales del siglo XIX no sólo es el medio masivo por el cual se informa sobre eventos ocurridos dentro del país y fuera de éste, donde se dan a conocer los adelantos tecnológicos del momento o se ofrecen productos para el consumo, sino que también forma la consciencia intelectual-nacional de los ciudadanos, aspiración que se puede rastrear desde los inicios del periodismo nacional. Letrados como Guillermo Prieto, Manuel Payno, José Tomás de Cuéllar, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel 5 Altamirano, Ángel del Campo, junto con Heriberto Frías, sienten que su principal labor está en el periodismo al que consideran como una variante de su narrativa “mayor”.6

5 Cuya labor como periodista destaca en los diarios El Combate, del general Sóstenes Rocha; en Gil Blas, El Demócrata, El Imparcial , Revista Moderna, El Mundo, de México, D. F. ; El Correo de Mazatlán y La Voz de Sonora, de Hermosillo. Fue editor de La Convención, publicada en 1914 en Aguascalientes, después en San Luis Potosí, en México, D.F., y por último en Cuernavaca, Mor. (Carrasco, 1962:215) 6 Complementa esta afirmación Juan Domingo Argüelles: [A] menudo se olvida que la literatura del siglo XIX mexicano, es decir la literatura de apenas ayer, nació en las páginas de las revistas y los periódicos, y que los autores no desdeñaban su oficio ni su condición al pensar en el soporte hiperperecedero en el que llegaría al público lector. Muy por el contrario, veían en el periodismo una vía óptima, un medio extraordinario, por su carácter ecuménico y económico, para proponer un diálogo cultural en un país de analfabetos, y con ello comenzar a construir verdaderamente la nación. La gran novela del siglo XIX es una descomunal obra colectiva cuyos capítulos son todos aquellos que cada uno de los más significativos cronistas le fue sumando con su obra y, sin exageración, con su vida misma (2004:11).

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El periódico es el lugar de encuentro en el que se pone en contacto lo oral y lo escrito, la alta cultura con la popular: donde el chisme convertido en relato convive con la crónica literaria, el anuncio comercial y el poema modernista. La circulación de ideas sociales, programas políticos, de versiones y contraversiones de la modernidad inoculada desde el Poder, encontró en las publicaciones periódicas un espacio tanto para reforzar las posiciones positivistas y exclusivistas del Estado, como para cuestionarlo, en la medida de lo posible, dentro de la frágil libertad 7 de prensa durante la Dictadura liberal del Porfiriato en la cual el Porfirio Díaz de 1876, continuador del “ala renovadora” del juarismo […] se va desplazando hacia una política contemporizadora con la jerarquía eclesiástica, a una retorización de lo más crítico del discurso de los liberales y a una categórica alianza con el latifundista (Viñas 1983:24)

La consciencia de la posición privilegiada del periodista entre los discursos de la modernidad y su funcionamiento puede leerse, desde sus primeras páginas, en Tomóchic (1893)8 de Heriberto Frías. Podemos arriesgarnos en señalar que las constantes reescrituras de la novela están motivadas por un intento de reformar esa tensión. Buena parte de la vigencia literaria de Tomóchic está en esa proximidad con el estilo periodístico, que de alguna manera diluye la pesadez que identificamos en otras novelas decimonónicas, y la haría más cercano, hasta cierto punto, a las modernas novelas de “non-fiction”, aunque es evidente en la composición, en el uso del lenguaje y las convenciones que es una obra plenamente representativa de su periodo en que distintas escuelas literarias convivían en Hispanoamérica—y por momentos en un mismo escritor. 7 Buena parte de los esfuerzos y la energía de la prensa independiente y antigobernista se enfocaba en la lucha por lograr espacios libres y en evitar que los medios fueran clausurados, así como en la excarcelación de los periodistas en prisión (Arenas Guzmán, 1966) 8 Dabove (2004) rastrea los cambios en el título de la obra, tema trascendental para establecer nuestra lectura: La narrativa de El Demócrata se titula ¡Tomochic! Episodios de campaña (relación escrita por un testigo presencial). La edición tejana de 1894 fue titulada ¡Tomochic! Episodios de la campaña de Chihuahua. En 1899 la novela sólo se llamó (y así es recordada) Tomochic. Finalmente, en la edición de 1906, el título es Tomochic: novela histórica mexicana (367).

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El desgarre entre lo testimonial—la fidelidad al referente—y lo literario—la fidelidad a la forma y a ciertos modelos—, es lo que pone en juego diversos códigos narrativos. El Pacto de Lectura pone sus propias condiciones. En Tomóchic la figura privilegiada es la del militar periodista—el personaje Miguel Mercado en la novela—, testigo vivencial de los sucesos, que funciona como un mediador, un traductor que explica los acontecimientos caóticos a través del lenguaje al gran público lector. Frías encarnaría la condición que Julio Ramos (1989) detecta en el intelectual de finales del siglo XIX, que “se repolitiza en la crítica a lo político. Y establece, precisamente a raíz de su lugar descentrado, alianzas, afiliaciones, en los márgenes de la cultura dominante (74).” El enfrentamiento en la población de Tomóchic, Chihuahua, no pudo evitarse: el movimiento milenarista y religioso, de raigambre en la devoción popular unido a una condición sociogeopolítica de aislamiento y resistencia antiquísima configura a Tomóchic como espacio alterno a los intereses del Porfirismo y sus subalternos. Una versión historiográfica cuenta someramente el suceso: El noveno batallón del ejército federal partió el 3 de octubre de 1892 de la capital de la república hacia el norte para unirse a otras fuerzas del ejército que estaba en campaña contra los habitantes “revoltosos” de Tomóchic, en el estado de Chihuahua. En las batallas que siguieron ese pueblo serrano fue aniquilado9. (Illades, 1993:11)

Para el narrador de Tomóchic, el episodio se resume como: Un núcleo de hombres demasiado fuertes y demasiado ignorantes aunque inteligentes; falta de silabario y sobra de “imágenes”; mucho orgullo en almas místicas, extrañamente místicas, que se desbordaron, y rompiendo hasta el cisma, entregándose al delirio; la Santa de Caborca y los que le 9 Más detalles nos brinda Adriana Sandoval (2001:263): Entre el 6 de diciembre de 1891 y el 20 de octubre de 1892, se llevó a cabo el asedio militar, los enfrentamientos y el aniquilamiento de los habitantes de Tomóchic, en el estado de Chihuahua. Cuatro meses después del inicio de la campaña, a partir del 14 de marzo de 1892, el periódico El Demócrata, de la Ciudad de México, empezó a publicar, sin firma, una serie de entregas sobre los sucesos en el norte del país (la última entrega del periódico fue el 16 de abril de 1893).

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soplaban como a funesta pitonisa; las demasías de las autoridades mínimas, el lúgubre caciquismo, los desmanes de la soldadesca, misteriosos atizamientos políticos, causas grandes por dentro y pequeñas chispas por fuera (141).

La violencia se espera desde el comienzo de la novela. El recorrido a lo deshabitado, al espacio “natural” o no codificado –que no es tal, como veremos—también implica, como en un relato místico, un aprendizaje. Al principio de la novela los tomochitecos son vistos como la personificación de la barbarie y descritos como “adustos hombres […] de enmarañada cabeza y áspera barba eriza, [que muestran un] gesto de desprecio [e] idéntica fiereza altiva” (Frías, 1968:1) por oposición con el militar civilizador10, ejemplificado en el “simpático tenientillo del Estado Mayor, de aspecto infantil […], un buen chico que apreciaba sinceramente, por franco, ingenuo y recto” (2). Mercado sabe que ha incursionado en un territorio marginal en el que sus conocimientos de la urbe no sirven y reconoce que “no podía penetrar la causa del alzamiento obstinado de ese pueblo ignorante, y el espíritu a veces malicioso y desconfiado de Miguel entreveía algo tenebroso y podrido” (5). Sin embargo, la ironía comienza ya a fracturar las visiones esquematizadas del militar como dador de civilización para un pueblo 'primitivo' al que se debe domar o eliminar, pues el narrador nos dice que: [S]e brindó por los que iban como valientes a defender al Gobierno, que según el mayor significaba “la causa del orden, la paz, la civilización, etc.” El mayor brindó respetuosamente “por el general Porfirio Díaz, por el victorioso regenerador de la Patria, etc.” (5)11 10 Los tomochitecos no eran indios tarahumaras, pues éstos habían sido desplazados hacia las sierras, ni mayos ni apaches: Antes de finalizar el siglo XVII los asentamiento coloniales eran concentraciones sumamente inestables; fue hasta principios de del XVIII cuando los habitantes no indios consideraron al sur de la cuenca del Papigochic como un lugar apto para establecerse. (Illades 1993:33) El error de considerarlos como tales fue extensivo a Azuela y Carballo, e incluso para Viñas, Heriberto Frías cuestiona la actitud represiva contra el indio (27). 11 Los oficiales, sin embargo, son vistos con alguna consideración: ¿Qué culpa tenían aquellos seres que sufrían y luchaban anónimamente por cosas tan vagas, tan altas, tan incomprensibles para ellos como la tranquilidad del país, el Orden, la Paz, la Patria el Progreso? (10)

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Esta ironía lograda por la citación “etc, etc” comienza a postular la desestabilización del monólogo del Poder que no soporta el humor.12 Lo podrido viene de muy cerca. ¿Quién es el bárbaro? Los roles se intercambian o mejor, se confunden al convivir en el mismo espacio: “Y Miguel seguía escuchando, taciturno, devorando un trozo sanguinolento de carne asada”. Los otros habitantes de las zonas cercanas miraban a los insurrectos como “admirables tiradores, heroicos, inteligentes, caballerescos, inauditos”. Este recurso —enfatizado a partir de la segunda edición—muestra la contradicción entre el discurso de la ley “universal” del Estado y la realidad mexicana. El Dictador Díaz, a pesar de no estar presente físicamente en el campo de batalla, siempre se considera como el centro de enunciación del logocentrismo militarista apoyándose—mutuamente—en la doctrina liberal-positivista. Tomóchic es un documento inmejorable para observar la transiciones entre corrientes literarias como el Romanticismo de principios de siglo, el Realismo—o mejor, en el caso de Frías, Naturalismo—y el Modernismo, ya que comparten el mismo soporte material, el periódico y, principalmente, para entender las transformaciones del periodismo desde mediados del siglo XIX a principios del XX, aparejados con cambios mercantiles, tecnológicos y sociales. Dos géneros (según la terminología bajtiniana) son importantísimos en la factura de Tomóchic: el periodismo político aunado al reportaje y la novela realista—aunque no los únicos. Podríamos pensar que el primero, “referencial” y “directo”—en la primera versión por entregas— resulta más que el que presta mayor atención a las condiciones de verosimilitud, desarrollo psicológico de personajes y manejo artístico del lenguaje—en la versión “definitiva”—, bajo la égida de la novela como la 12 El ejemplo más claro es la persecución que ejerció el régimen contra El Ahuizote y El Hijo del Ahuizote (Arenas Guzmán 1966).

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concebía Zola. Buena parte de la cuestión radica en que las dos líneas siguen estando “activas” en cada concreción, en cada “corrección” del hipotexto. La llamada crítica genética mostraría aquí su oportunidad teórica y metodológica, pero esta necesidad sale de los límites analíticos del acercamiento que proponemos por carecer de material de primera mano. 13 Juan Pablo Dabove adelanta una interpretación: Tomochic como tragedia desafía la representación, nos dice Frías: pero ese desafío es una cuestión de número. Tomochic como trauma sería irrepresentable. Así, mientras la primera versión de Tomochic (considerada “poco literaria”) es una herida en la conciencia nacional, Tomochic en tanto novela histórica se propone como una cura, donde la violencia se reincorpora en la trama de la historia de la subjetividad nacional, no la repetición (reactualización) fantasmática del trauma, sino la recitación melancólica de la pérdida. (2004:365)

Definitivamente, el ensayo de Dabove ha abierto nuevas rutas en el análisis de Tomóchic. Sin embargo, pueden hacerse precisiones. Más bien, amparados bajo el análisis que Antonio Saborit (1994) hace de la novela como tal y como un suceso histórico—doble operación en la que su análisis muestra una ventaja sobre el de Dabove—vemos cómo Tomóchic es un caso específico que sirve para reflexionar sobre la función autor. Más allá de una mención apropiada para el anecdotario de la literatura mexicana, la cuestión de la autoría está en el centro de la discusión sobre el texto, como certeramente apunta Saborit en su monografía. El vínculo etimológico autor/autoridad cobra relevancia indiscutible. Poco después de la publicación por entregas en el periódico oposicionista El Demócrata, Frías fue arrestado militarmente y a él y a su editor en la Ciudad de México, Joaquín Clausell se les abrieron procesos penales. El quid radicaba en la posición que tiene determinado emisor en la sociedad, en la 13 Dabove y Brown (1978) postulan la necesidad de una edición comentada de la obra, que consigne estos avatares como condición previa de un análisis profundo. Brown, en la edición de 1968 de Porrúa propone una parcialmente, y Dabove menciona en su artículo estar en la preparación de la segunda

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cultura letrada de finales del siglo XIX: la función autor cambia de signo,14 ya que “[the] journalism undermines the idea of the “author”—so vital to nineteenth- century literature and philology—because what matters most in journalism is information itself and not the individual who transmits it” (González, 1993: 85). Esto remite inmediatamente a las preocupaciones por definir al Autor que Foucault desarrolla en “¿Qué es un autor?”: al Poder le interesa identificar al emisor de un discurso subversivo para poder castigarlo (Foucault, 2003). Brown (1978) adelanta que la “cuestión Tomóchic” le sirvió a Díaz para acallar las críticas que a través de El Demócrata eran lanzadas, y las entregas aparecidas fueron una causal más de ese proceso legal contra Clausell y contra Frías. Esto explicaría la displicencia, los equívocos y errores al recolectar las pruebas en el “caso Frías” que le permitieron ser absuelto el 22 de agosto de 1893 y salvar la vida (Saborit, 1994). El argumento principal del editor en el juicio no fue ni siquiera negar la correspondencia con Frías—que lo hizo de un principio y tuvo que aceptar después por la declaración de un testigo—sino que él había compuesto el manuscrito con los datos de un informante que le hacía llegar periódicos de la zona norte—Chihuahua, El Paso y otros de Estados Unidos.15 No se trataría entonces del relato de un testigo, como se presumía en el subtítulo de la primera entrega, sino de una ficción tomando como modelo La debâcle de Zola, texto ampliamente difundido y leído en la época (Sandoval, 2001:264). Su intención sería, en ese caso, novelizar para obtener un beneficio económico, no hacer una denuncia del interior del ejército, susceptible de persecución, sino un material vendible para el entretenimiento, actividad no sancionada—de entrada—por el paradigma liberal-mercantilista: 14 Aunque el artículo de Dabove explora la cuestión del intelectual en Tomóchic, nuestra intención es explorar este tema en un sentido diferente, como se verá adelante; sin embargo, reconocemos nuestras deudas con el citado texto. 15 Brown (1968:xii) cuenta que el manuscrito “escrito de puño y letra de Frías y …¡en papel sellado del Noveno Batallón!” fueron apropiadamente escondidos o destruidos antes de los cateos.

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Como director del periódico El Demócrata, concebí la idea de escribir y publicar una novela, tomando por modelo La debacle de Zola, aprovechando los acontecimientos de la guerra de Tomóchic. Pensé que por lo reciente del caso y el estilo en que se iba a escribir tendría aceptación en el público. (citado en Saborit: 64)

Esto es síntoma de “la radical dependencia que tiene la literatura de la prensa en el fin de siglo” (Ramos, 1989:60) con el mercado. En efecto, Tomóchic no fue leído por su calidad artística—reconocida como poco relevante—sino por su carácter informativo de actualidad interesante para un gran público. La visión del “texto como mercancía” enlaza a la novela con las crónicas Modernistas que acapararán las páginas en los diarios en el cambio del siglo XIX al XX.16 También el cuestionamiento de la función de autor es tomado por Modernistas, como Gutiérrez Nájera por el constante ocultamiento bajo seudónimos con los que escribía (González, 1993:94). Si, como afirma Clausell, la información ha sido tomada de distintas fuentes periodísticas e informantes—previamente mediatizada—el editor se convierte en la autoridad recomponiendo los textos de otros, y por lo tanto es susceptible del “castigo”— que le corresponde como un autor “cualitativamente” diferente. Esta división, en contexto moderno-liberal es también significativa: los espacios discursivos también se dividen y se especializan. Frías pertenecía a la clase media surgida en el Porfiriato que pudo educarse bajo los patrones y limitaciones del positivismo en la Escuela Nacional Preparatoria planeada por Gabino Barreda con la bendición de Benito Juárez (Brown, 1968)17. La deficiente 16 Respecto a los Modernistas, se ha notado que The journalistic text was never written solely to satisfy aesthetic criteria; rather, it was tailored to what the editors of the newspaper or journal considered the public would pay to read about […] Significantly, the term used in Spanish to refer to a member of the editorial staff of a newspaper is redactor, which means “writer” but in a sense is closer to the notion of “scribe” or notary than of “author” (González, 1993:89) 17 Sobre la Dictadura Porfirista (1877-1910), pueden aplicarse también estas palabras de Viñas (1983:19) sobre el también General Julio Argentino Roca en su presidencia durante 1880-1916 : Su positivismo se manifestaba, sobre todo, en su severa economía de tácticas: monopolio de las tierras expropiadas a los indios, capitalización de un prestigio pulcro obtenido sobre los desmanes de sus subalternos—que se cuestionaría precisamente con la tragedia de Tomóchic [D.O.D]—centralización, conservadurismo modernista, feroz “homogeneización” racial, fuerte estatización, sintonización con los ritos del capitalismo mundial […], reafirmación de fronteras [y] articulación de los ferrocarriles [y] los telégrafos.

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formación académica, el estilo a veces vacilante y la intención estética de Frías no pueden competir con aquellos de los Modernistas más ilustres. Se ha señalado, por otro lado, que el autor de Tomóchic18 se tomó muchas libertades en ciertos pasajes de la novela, para no ahondar en el tono: no existe una correspondencia entre el espacio narrado y el espacio “real”19. Clausell se defiende—o defiende a Frías—al afirmar que copió pasajes exactos del libro de Zola y los adaptó por desconocer ciertos detalles (Sandoval 2001). Esta ambigüedad permitió la liberación de Frías, que había negado la autoría de la obra. Rigurosamente, Clausell es quien mejor se apega a la noción de letrado según la conciben Ángel Rama (en La ciudad letrada) y Julio Ramos. De profesión periodista, fundador y director de periódicos, desarrolla una sólida carrera que Frías no logra. La cultura literaria de Clausell es mayor y su sensibilidad para entender el momento, clave para las letras nacionales. El editor toma una relevancia indiscutible.20 Es necesario entender que el Porfiriato también crea una ficción sobre los hechos de Tomóchic,21 pues se reactuliza, entre otros, el tópico de la campaña al Desierto: paradójicamente, el lugar periférico “vacío” es peligroso por ser centro de posibilidades que rompen con la visión única del Estado Liberal. El Estado porfirista pretende llenar todos los intersticios, incluso los espacios a los que niega una constitución propia. Tomóchic es entonces una zona discursivamente “vaciada” y por lo tanto

18 “Es hasta 1899, en la tercera edición, cuando aparece el nombre de Heriberto Frías en la portada de la novela” (Illades, 1993:11). 19 En las memorias de José Carlos Chávez, capitán del ejército federal en la campaña, sostiene en su libro de 1943 que Frías “dejándose llevar por su pródiga imaginación pasó los límites de la realidad y asentó muchas falsedades” (Illades, 1993:12) 20 Recuérdese, por ejemplo, la labor de Vanegas Arroyo. Ver trabajos en Olea Franco (Ed.). 21 Saborit inicia su monografía con una proposición fundamental cuando critica que habrá de desarrollar la versión de Tomóchic como Pueblo de fanáticos que la autoridad porfírica inventó en esa parte de Chihuahua a fin de justificar sus acciones [pues] creo que hay que pensar dos veces el argumento religioso para explicar lo que sucedió en la Sierra Tarahumara hace cien años; en primer lugar porque ese argumento está en la desconfiable historia oficial de este episodio y enseguida porque es preferible ver las manifestaciones religiosas como algo menos extraordinario o estudiarlas con pies fríos. (12)

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propicia para ser rellenada.22 Pero la región de Tomóchic, Temósachic y del distrito de Guerrero está imbuida en conflictos territoriales y fundacionales desde la época de la Conquista y la colonización -incompleta—de la zona.23 Las rebeliones serranas del occidente chihuahuense, de carácter autonomista, “forman parte de los movimientos de protesta rural de sociedades preindustriales ante el advenimiento de la economía moderna, con la que se quebrantaba el equilibrio de la sociedad tradicional, lo que produciría efectos catastróficos en ésta” (Illades, 1993:14). Uno de los argumentos para la intervención fue que los rebeldes eran indios, y por lo tanto, afectaban los intereses de los mexicanos—mestizos—, haciendo el Gobierno gala de su indofobia, contagiable a buena parte de la sociedad nacional. Era más fácil esencializar el conflicto en cuestión de razas, apoyados en conflictos bélicos anteriores, que aceptar la arbitrariedad y el abuso del Poder contra ciudadanos mexicanos por parte de subalternos porfiristas. Según la versión oficial, el tejido social homogéneo, mantenido “sano” por medios “científicos” mostró un desequilibrio que debía ser corregido por la campaña, ya que con ella “[e]l peligroso histerismo de Tomóchic, supurando y sangrando como un tumor, iba a ser extirpado” (Frías, 1968:32). El narrador de la novela reconoce la pertenencia de Tomóchic como integrante del cuerpo de la nación, aunque como célula atípica.24 22 Baste anotar algunos de los estudios de distinta índole que se han escrito sobre el episodio: Plácido Chávez Calderón (1964), La defensa de Tomóchic; Fernando Jordán (1978), Crónica de un país bárbaro; José Carlos Chávez (1979), Peleando en Tomóchi; Alan Knight (1985), “Caudillos y campesinos en el México revolucionario 1910-1917”; Enrique Krauze (1986), “Chihuahua ida y vuelta”; y la bibliografía de este trabajo. 23 Remitimos nuevamente a las monografías de Illades y Saborit. Por otro lado, el tema de la Santa de Cabora, Teresa Urrea (18751906)—así como la de otros “Santos” en la región— y su relación directa o no con los acontecimientos de Tomóchic ya ha sido ampliamente debatido; no tocaremos aquí la cuestión. Remitimos a la bibliografía. En la misma novela, en el capítulo VIII, “Las causas ostensibles” y en el XXXVIII, “La santa de Cabora” se discute el asunto: ¿Qué papel había desempeñado aquella pobre muchacha histérica cuya epilepsia pacífica sugería tales embriagueces bélicas en los aislados hombres fieras en las montañas, qué juego inconsciente desarrolló en el miestrio primitivo de la épica rebelión de Tomóchic? 24 La “metástasis” revolucionaria agrada y preocupa a la vez a Frías; agrada, por ser un cuestionamiento al Porfirismo, preocupa porque no puede compartir sus premisas.

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No puede identificarse plenamente con sus habitantes—a pesar de lo que ciertos críticos han señalado. Hay una declaración ambigua: “Miguel reconocía otra vez que la Suprema Autoridad Nacional había cumplido con su deber de sofocar de golpe, a sangre y fuego, aquella rebelión, por la férrea mano del general Díaz” (141) que de algún modo es explicada por la anotación de Dabove sobre la “soledad melancólica” del Frías letrado, donde la plenitud del sentido de nacional se pierde, pero no hay otra plenitud que la reemplace, donde lo que se repite (lo que Frías repetirá en cada una de sus obras, casi hasta su muerte), como un trauma no es Tomochic, sino la escena de su fracaso como escritor capaz de crear comunidad 25(256-257). Fenómenos como las rebeliones de Tomóchic o Canudos (en el noreste brasileño, 1893-189726) argumentan a favor de las revisitaciones al siglo XIX, no como estéril ejercicio nostálgico sino como momentos en los que el proyecto liberal ha mostrado su fragilidad. La “barbarie” tomochiteca reclama un proyecto reconfigurativo de la Nación, más ecuánime que el modelo centralista porfiriano, y al mismo tiempo, pide su capacidad negada de autorrepresentación, tanto por el Gobierno que enturbia las “causas ostensibles” evidentes, como por la mediación de una capa letrada de la sociedad. El que la campaña de Tomóchic se haya constituido en texto, hizo posible su uso ideológico, incluso por la naciente Revolución –v.g la mención que hace Francisco I. Madero en La sucesión presidencial (Saborit, 1994:181). Ciertas lecturas contemporáneas tienden a exaltar los conflictos milenaristas más que a buscar las causas, consecuencias y desgarres en un episodio que en su reescritura literaria muestra marcas latentes de las contradicciones nacionales –aún visibles. 25 Para Dabove: “esta es la 'jaula de la melancolía' del letrado latinoamericano, en la que hoy, más de un siglo después, todavía nos encontramos. (Id)” 26 Episodio narrado por Euclydes da Cunha en Os sertoes, y cuya relación con Tomóchic ya ha sido señalada por la crítica.

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Octavio Paz y el Modernismo. Ensayo en sus alrededores

I.

La ensayística de Octavio Paz puede concebirse como una maquinaria de argumentaciones justificadas al interior de su sistema poético. Su dialéctica particular puede provocar fascinación o rechazo, inclusive ambas a la vez. Las ideas, sus conceptos, van adaptándose en el discurso en la forma de tema y variaciones, enriquecimientos o correcciones. Esto viene a cuento porque desde la primera página de Los hijos del limo (Seix Barral, 1998 [1987]) la idea de la contraposición entre Historia/poema está sustentando todo el edificio intelectivo, ya que conceptualiza al poema como el producto de una historia y de una sociedad, pero su manera de ser histórico es contradictoria. El poema es una máquina que produce, incluso sin que el poeta se lo proponga, anti-historia. […] La contradicción entre historia y poesía pertenece a todas las sociedades pero sólo en la edad moderna se manifiesta de una manera explícita” (9).

Si bien sus razonamientos y juicios no nos convenzan siempre del todo, la idea central se sostiene. Por ejemplo, la analogía 47


neoplatonista, savia redescubierta, es más un rasgo paciano que de toda la poesía moderna. La lucidez de la poesía moderna es apabullante, autofágica, suicida: los poetas saben que viven condenados en un acontecer histórico, participantes de sus condiciones económicas, sociales, y, sin embargo, no se entregan a él; guardan su distancia, critican la modernidad y escriben estas contradicciones en el poema con una sonrisa irónica, su mejor arma contra un racionalismo ingenuo (Paz agregaría a este arsenal, ya lo dijimos, la analogía). En otras palabras, la modernidad literaria, constructo estético a partir del romanticismo inglés y alemán, se sostiene en la modernidad histórica—las condiciones objetivas e ideológicas posIluministas— pero aquélla más que celebrarla la confronta; en el mundo tecnocrático hay poco espacio para la poesía pero ésta adquiere rasgos inconfundibles. A los poetas no les queda más que ser modernos, y de allí la “ambigüedad de sus relaciones” (10) pues se criticaría siempre lo que como ser histórico se es. (Además, la modernidad histórica libera al poeta de la evangelización eclesial, de los mecenas, del Estado—aparentemente—pero lo deja a merced del mercado.) Lo curioso y sugerente de la afirmación de Paz es que esto se convierte en una tradición, la de la ruptura: “La modernidad es una tradición polémica […] nunca es ella misma, siempre es otra. Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad” (18). Si pensamos en términos de Lyotard, ante la metanarrativa única, orgánica y unívoca de la modernidad histórica, la modernidad literaria encarna la diversidad, la contradicción, lo ambiguo al cuestionarse también a sí misma o la imposibilidad de lo acabado. La era moderna quiere arribar a la estabilidad teleológica, a una utopía racional expresada en la noción de progreso a partir de un tiempo único; la poesía moderna—que germina de la era moderna—insiste en desestabilizar el centro único porque “sabe” que es otra tradición 48


más, que habrá de ser “desalojada” por el ejercicio de la “pasión crítica”. El proyecto Ilustrado nace con la premisa del cuestionamiento: la literatura mostraría la aporía del cuestionamiento de la Razón y la asumiría en el autoexamen, así conlleve la extinción. La modernidad literaria está diferida: intenta fundar cada vez “su propia tradición” en un tiempo distinto de los fugaz (es antihistórica en ese sentido) que “borra las oposiciones entre lo antiguo y lo contemporáneo” (21). Pero el poeta siempre habla, indefectiblemente, desde la Historia y el poema incide en ella. De allí la paradoja que es la tradición de la ruptura: la “rebeldía” literaria es un síntoma de la modernidad crítica, y los poetas más despiertos lo saben. Ese es el “principio intelectual que los justifica y que los niega, su alimento y su veneno. El arte y la poesía de nuestro tiempo viven de modernidad y mueren por ella” (19).

II

La consciencia de vivir otro tiempo, del desgarre con lo antiguo que puede verse desde el presente pero no acceder a él se lee en “La respuesta de la Tierra” de José Asunción Silva. El poeta “lírico, grandioso y sibilino” (160) apela a una instancia que no quiere contestarle: “La Tierra, displiciente y callada”. Paz habla del redescubrimiento de la analogía en la poesía moderna, lo que permite leer el mundo como un libro y viceversa. Creo que “La respuesta de la Tierra”—y muchos textos más, por supuesto—lo refutarían: hemos aprendido, con un gran costo para nuestra tranquilidad, la separación entre las palabras y las cosas (según Foucault, punto inicial de nuestra modernidad). En esto, y en la ironía consistiría la modernidad de la poesía de Asunción Silva.

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El poeta romántico creía poder hacer hablar al espíritu de la naturaleza, conectarse con él, tenía un don para acceder a la edad primigenia (pienso en los románticos alemanes). Por contraste, un tema de los Modernistas Hispanoamericanos será la ciudad en lo que tiene de artificioso donde prevalece la velocidad, la fugacidad y la mezcla, las nuevas posibilidades de relación humana (sexuales, de poder, comunicaciones). El poeta Modernista puede mantener una distancia crítica con la ciudad y no apabullarse por ella (como Martí en “Amor de ciudad grande”) o entrar de lleno en sus contradicciones. La Naturaleza no es tanto hostil como indiferente, la sociedad tiene que crearse sus respuestas (época de anarquismos, socialismos y totalitarismos) y una de ellas es el Arte. El poeta moderno, crítico e irónico, se da cuenta de esta condición: “Filosofías” del mismo Asunción Silva mantiene la tensión entre las dos modernidades—histórica y estética—, que, como vislumbró Nietzsche, deviene en el nihilismo, la nada. El estudio de las cosas espirituales, y el “ponerse aparte de la vida del siglo” vale tanto, o tan poco, como entregarse al placer. La lucidez en el poema de Asunción Silva es terrible: la labor poética crítica, la aspiración a la pureza, es fútil. La modernidad poética exacerba, para ironizar sobre ellas, las condiciones –históricas—modernas: “Y si evitas la sífilis, siguiendo/la sabia profilaxia,/al llegar a los cuarenta irás sintiendo/un principio de ataxia” (161). En “Un poema” está el tema de la meta-creación, la crítica de la creación poética y sus recursos, además de la mezcla que se puede hacer de tiempos, cuando se confronta el tiempo progresivo, de “Oriente hasta Occidente, desde el Sur hasta el Norte” (153) en una simultaneidad apabullante (el poema “Agencia” de Rubén Darío expresa aún mejor el desconcierto de un mundo agitado y confuso). También hay una crítica de las instituciones oficiosas de la literatura: “Le mostré mi poema a un crítico estupendo…/y lo leyó seis veces y me dijo…`¡No entiendo!´” (154). La modernidad—histórica—propicia una 50


nueva estética y exige un sacrificio que no perdurará: “Al arte sacrifícate: ¡combina,/pule esculpe, extrema!/¡Lucha , y en la labor que te asesina,/-lienzo, bronce o poema-/pon tu esencia, tus nervios,/tu alma toda!/¡Terrible empresa vana!/ pues que tu obra no estará a la moda/de pasado mañana” (162). En esto consiste la “tradición de la ruptura” de la que hablaba Paz, en pleno. Y en “El mal del siglo” Asunción Silva des-cubre la pose decadente, la desenmascara como cultura libresca (Werther, Rolla, Manfredo, Leopardi) y la entiende como respuesta al choque de la modernidad, trastornadora de signos, desestabilizadora de sí misma: por lo tanto, ante el nihilismo, sólo queda la pose, el exceso parnasiano del arte por el arte.

III

¿Tradición de la ruptura o torre de marfil? La cuestión puede empezar a contestarse con un aspecto que tal vez no parezca relacionado directamente: la del “afrancesamiento” y la “hispanidad” de Darío. El “galicismo mental” se ha tornado más un cliché y como tal, ha ayudado a desacreditar y a defender la obra de Darío por igual. La poesía de Darío, sin la vena hispánica, la Gongorina y del Siglo de Oro en su (Cervantes, Gracián, Quevedo), no puede entenderse. Al leerlo, nos damos cuenta que reacciona contra el academicismo ramplón, no contra los maestros poetas españoles. Entonces, no creo que se pueda postular una ruptura en etapas, sino un desarrollo de la propia poética relacionado también con el mundo extraliterario, o en otras palabras, el mundo que lo rodea. Es decir, el primer Darío hace gala de su formación cosmopolita, de su conocimiento de la tradición francesa y de la actualidad literaria, su gusto ecuménico (Shakespeare, Dante, Hugo). Ese es ya un gesto político significativo: está apelando 51


directamente con sus pares en Europa y América, sin la mediación contemporánea de España (aunque, claro, su influencia y presencia en la península serán importantísimas, sobre todo al final del Modernismo). Independencia política, soberanía cultural para elegir su tradición: tomo lo que quiero de Francia y lo que quiero de España, no se me impone un modelo. Pero en este punto de quiebre con la estética anterior—premodernista— se resalta lo galo, gesto significativo de posicionamiento. La metrópoli española ha dejado de ser el centro, y los centros alternativos de la cultura se desplazan, se recrean en América: Buenos Aires, la Habana, Santiago de Chile. Y, además de los lazos que se establecen—o a pesar de ellos, tal vez—se pugna por un individualismo en los poetas, el paradigma del Self-made man en la literatura “mi literatura es mía en mí” (Palabras liminares a Prosas profanas). ¿Cómo no pensar en Sarmiento? Los conciliábulos que son las Academias poco les funcionan, pues la mediocridad no compite con el artista genial, único capaz de articular el discurso alternativo. El tono medio de los neoclásicos no soporta el subjetivismo, ni el ego, de los Modernistas—será también ese gesto de arrebatar la palabra lo que sobreviva en el Modernismo tardío, como en Santos Chocano. Darío asume su rol intelectual: critica y propone al escribir su poesía. En este proceso ya hay una postura política. La reclusión—falsa, como vemos—en la Torre de Marfil es una “tentación” y “anhelo” solamente; enunciarla es una declaración política porque se arguye discursivamente. Darío pone sus ojos en la Europa cosmopolita, en el Oriente fastuoso y afirma así: lo que me rodea no me interesa, hay que llegar a aquello que se presenta más civilizado, “yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer” y, esto es importante, la civilización se encuentra en el pasado, no en la aspiración tecnocrática. Pero ese pasado debe recrearse, debe pasar por el crisol del Arte. Dice Darío: desprecio la barbarie que me circunda y les muestro a ustedes, los espíritus selectos en nuestros países Hispanoamericanos, lo que podemos 52


llegar a ser—así sea que los mejores talentos “estén en el limbo” y que la “falta de elevación mental de la mayoría pensante” sea un obstáculo. No sorprende esta postura, si la restituimos en su tiempo: el Ariel, (1900) de Rodó explicita esta preocupación formativa. Pero, no hay didactismo vulgar en Darío, no hay griterío en la tribuna: sólo el que puede entender entre líneas demuestra una capacidad necesaria. Habrá en Latinoamérica una aristocracia intelectual construida a través del arte, ya que Darío no pertenece a ningún linaje biológico, a pesar de sus “manos de Marqués” y esta carencia parece angustiarlo. ¿Será por eso que parece despreciar a la España de su época, que se ha quedado en el linaje sanguíneo, exterior, hueco? Darío y los suyos no son aristócratas, pero el Espíritu que aspiran sí puede serlo… a pesar de la muchedumbre que está allí. El programa dariano no carece de tensiones y contradicciones. ¿Cómo reacciona Rubén Darío cuando la lección ha sido recogida por los nuevos poetas y la amenaza yankee golpea con mayor fuerza sobre América? Reformula, matiza y vuelve a escribir. No hay ruptura: “Mi respeto por la artistocracia del pensamiento, por la nobleza del Arte, siempre es el mismo” (Prefacio a Cantos de vida y esperanza). Si España es el presente paralizado es también “el abuelo español”. Los Estados Unidos desestabilizan la relación: son el pragmatismo, la intervención forzosa, la falta de historia gloriosa y la falta de Dios (“A Roosvelt”); sí, se han constituido en nación pero han errado el modo, contrario a lo que Darío desearía. Si lo leemos así, los poetas no se encierran en la Torre de marfil, son ellos los “[p]ararrayos celestes,/que resist[en] las duras tempestades” (“¡Torres de Dios! ¡Poetas!, p. 210) del Norte. El “programa rubendariano” o su aspiración es afectado por el materialismo yankee. La liga con España y con sus antiguas colonial es la lengua, recipiente del Espíritu latino: de ahí su preocupación por el trabajo con el lenguaje. Darío aceptaría así la idea de que “la 53


lengua es la patria”, pero para Darío la patria (panamericana) está en construcción. (España no es tan lejana ya—de amenazante a amenazada—y encontramos valores rescatables). ¿Y el pasado, presente y futuro indígena? Creo que en Darío, y posiblemente en esto me equivoque, la relación con la indignidad es más bien cosmética, le da motivos para escribir otro tipo de exotismo y le sirven para argumentar contra el antiespiritualismo estadounidense, y poco más allá de eso. No hay reivindicación. La tensión de Darío con España, y con la tradición poética española es interesantísima. Primero, se reinscribe en su propio canon para tomar distancia y luego lo hace para mostrar los puntos de contacto. En ese ejercicio, la postura política está presente, desde el comienzo—aunque es más sutil— y se evidencia por la apabullante contundencia de los hechos—la ocupación Norteamericana de Nicaragua en 1910—, en la escritura rubendariana, que no es siempre consistente.

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Voz del otro, voz propia: Hasta no verte Jesús mío

Utilicé las anécdotas, las ideas y muchos de los modismos de Jesusa Palancares pero no podría afirmar que el relato es una transcripción directa de la vida de Bórquez porque ella misma lo rechazaría… podé, cosí, remendé, inventé. Elena Poniatowska, en una entrevista

Se ha señalado la dificultad de fijar Hasta no verte Jesús mío (ERA, 1969) en un determinado género literario. Como primera propuesta, suele clasificarse como “testimonio femenino” definido comúnmente, como lo plantea Nagy-Zekmi (2005), como aquel que se ofrece por una (varias) mujer(es) marginada(s), cuyos derechos individuales y/o grupales han sido violados y que vive para representar ese grupo introduciéndose en el mundo académico, a veces, a través de la relación con un intelectual (antropólogo/a, escritor/a, etc.) Que aparece como autor (!) del libro que resulta de esta colaboración […] (s/p)

Aunque al final de su trabajo, ella misma concluye que: “el testimonio es poco definible como género, o que al menos debe considerarse un género híbrido, ya que comparte rasgos con la etno-historia, con la crónica, con la autobiografía y la escritura 55


memoralística”. Dicha caracterización híbrida dispara posibilidades interpretativas de la novela, algunas claramente contradictorias. Esto es, según el marco genérico y teórico del cual se parta para estudiarla, las conclusiones sobre su condición literaria o antropológica arrojan valoraciones contrastantes. Aunque para el desarrollo del presente trabajo estas condiciones no son centrales, sino que nos interesa rescatar uno de los puntos importantes en esta discusión, en el caso de Hasta no verte… el uso del alias, “un filtro más entre el testimoniante, la autora y la narradora, el personaje y el lector, el cambio de nombre de Josefina Bórquez a Jesusa Palancares”. Por otro lado, admitir la posibilidad de construcción del relato con acento en el bios, permite insertar a esta obra como una ficción autobiográfica, donde: “destaca justamente por su juego literario con ciertos elementos fundamentales de la práctica testimonial, en especial la doble enunciación (de informante y mediadora) y la función pragmática de la protagonista”, según Giguère (1999), en un estudio que a nuestro parecer es el más interesante y completo sobre la obra. La cuestión lingüística tampoco se ha dejado de lado. Reckley Vallejos (1997) resume así la problemática interna respecto a la factura del texto: Al final surgen léxico y estructuras conocidos y desconocidos para la narradora original. Empieza sus narraciones con un perfecto resumen que sólo Poniatowska pudo haber escogido, aunque lo haga con las exactas palabras de Jesusa […] Todo para que a base del testimonio se construya el texto idóneo de oposición: la ingenuidad de la voz original que se mide con y contra la complejidad de la voz de la autora comprometida (51-52).

La frase “autora comprometida” es el que nos guía hacia otra posibilidad de lectura: ¿comprometida con qué? El grado de apropiación del discurso de Bórquez–'Palancares' por parte de Poniatowska es otro punto: ¿es ese estar comprometido una estrategia de escritura especifica? ¿Cómo resuelve entonces esa 56


relación de la apropiación de la voz del otro? Esta preocupación está fundamentada en la brecha interpretativa que Bell Hooks (2003) emprende en “Devorar al otro: deseo y resistencia”. Hooks inicia explorando la fascinación que lo otro, lo minoritario o diferente, ejerce sobre la(s) cultura(s) dominante(s), a partir de la “nostalgia imperialista” -según Renato Rosaldo: “un proceso de añoranza por lo que uno ha destruido” (Rosaldo, en Hooks, 732). Esta añoranza es un deseo por apropiarse de los valores del otro diferente, puesto que se presentan como perdidos en la cultura hegemónica y por lo tanto deseables, asociados con etapas pasadas, más primitivas en comparación con la Posmodernidad. El punto clave está en la medida en que dicha apropiación de valores es comercializada, presentada y absorbida sin tomar en cuenta el background histórico y social en que se está dando la cultura, lo que deviene en una descontextualización de la situación de inferioridad propiciada precisamente por la cultura dominante. Hooks se enfoca en la manera en que la cultura popular estadounidense (cine, música…) ha intentado devorar a la negritud de ese país a partir de construcciones semióticas que refuerzan o presentan situaciones de explotación y estereotipos sin problematizarlos. Hooks apuesta por la lucha la lucha organizada, sostenida, por parte de quien se acerca a la cultura minoritaria, como respuesta esperada a raíz de una apropiación no “canibalística” o basada en el consumo. Esto nos remite de nuevo a la situación de la autora blanca, europeizante de clase alta, Elena Poniatowska respecto del discurso de Bórquez–'Palancares' como la Otredad, el dominado o subalterno. A la pregunta de Spivak: Can the Subaltern speak?, MedeirosLichem (2005) se muestra “optimista” respecto de esta posibilidad: En el caso de Hasta no verte Jesús mío yo sostengo que el subalterno, representado por Jesusa, debido a la intervención artística de Elena Poniatowska, sí puede hablar. La autora no transcribe, como el 57


historiógrafo en un “lenguaje esencialista,” sino en interacción dialógica con el sujeto subalterno. La autora actúa en empatía, solidaridad y en tensión con su informante en un proceso dinámico de intercambio que libera a Jesusa de su silencio y la reproduce como personaje autónomo y Sujeto parlante. (s/p)

Medeiros-Lichem parece dar por descontado problemas propios de la “interacción dialógica”, puesto que el mismo Bajtin señala las huellas sociales de la lengua según los diferentes estratos, huellas que hacen evidente las condiciones de clase de quienes hablan.27 Si nos remitimos al epígrafe, en el texto mismo se ven las marcas en que estos discursos tratan de empatarse, en otras palabras, se le notan las costuras. Lo que es interesante es que Poniatowska no trata de borrarlas -como Burgos- sino hacerlas notar. Poniatowska no trabaja con cintas, sino con sus notas y su memoria, principalmente. ¿Puede hablar Jesusa? Poniatowska respondería: sí, pero no con su propia voz. La figura que Bórquez–'Palancares'–Poniatowska eligen como imagen de la novela testimonial es iluminadora: la del Médium o “mediunidad”. Al contrario de otras novelas testimoniales (si nos apegamos transitoriamente a este concepto), Poniatowska nunca proclama ser el doble del otro. Poniatowska se erige sin pudor en autoridad literaria con respecto a Josefina Bohórquez. Burgos insiste en otro rasgo que normalmente sirve para dar legitimidad al testimonio pero que aquí resulta, más que una indicación relativa al valor metonímico de la obra, una hipérbole (Giguère, 1999).

El discurso de Bórquez–'Palancares' debe pasar por la voz autorial de Poniatowska para lograr ser escuchada, aunque su discurso, a pesar de ser proclamado originalmente por una subalterna, no tenga siempre un tono de denuncia social, y sea susceptible de recepciones tanto legitimizadoras como 27 “En Hasta no verte Jesús mío, Elena Poniatowska y Jesusa Palancares han logrado transgredir barreras interculturales para restablecer el prestigio y autoridad de la representación oral” (Medeiros-Lichem, 2005). El estudio no argumente el mecanismo en el que esas barreras se habrían salvado, lo que hubiera enriquecido notoriamente su artículo.

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normalizadoras.28 Poniatowska es una figura inserta en una industria, medio y maquinaria cultural en el que tiene un espacio en el que se le puede ubicar como periodista. Las expectativas del lector, al acercarse al relato reconstituido por el tamiz pueden verse frustradas en gran medida. Poniatowska reconoce su distanciamiento con la narradora -en distintas partes del texto pareciera que 'Palancares' lleva un diálogo, y se refiere al narratario como usted- y lo marca. Transforma el discurso del subalterno muerto metafóricamente pero se permite modularlo. La tensión entre el discurso del otro y su reapropiación es el texto de Hasta no verte… 'Palancares' no habla como denuncia, y no pide el cambio social como meta de su emisión. En varios pasajes del texto, se nota incluso su añoranza por los tiempos pasados: va de la acción en la Revolución -en la que no pide participar- al sosegamiento y la acritud de sus últimos años. El testimonio denuncia hasta donde Poniatowska lo permite o lo induce. La periodista ni siquiera busca convertirlo en una “arma política”, y si lo es se aparece tangencialmente. La pregunta que se hace Giguère es la misma que se nos presenta una y otra vez: ¿Dónde empieza la transcripción de las palabras de Josefina Bórquez, dónde termina? Ni lo sabemos, ni nos importa demasiado. Dentro de un marco de referencia pragmático, la persuasión es lo que contará y no la delimitación precisa, y siempre problemática, de la verdad. (S/p)

La verdad no por la referencia denotativa con los eventos de la Historia ni de la fidelidad a la voz del subalterno: la verdad al sentido del texto, según aprecio, está en reconocer esta distancia entre la instancia narradora y la que escribe el texto. La nostalgia o añoranza de Poniatowska no se da por 'Palancares' como subalterna, sino por su discurso. Su compromiso está no en el 28 Es interesante anotar lo que Giguère dice al respecto: Curiosamente, la obra ha sido recuperada por la historia oficial. En 1969, Hasta fue publicada por Ediciones Era y luego, en 1986, por la Secretaría de Educación Pública, a causa del valor “costumbrista e histórico” que esta institución gubernamental le confirió. Además de calificarla de constituir las “memorias más apasionantes de la literatura mexicana,” la contraportada de otra edición anterior, la de 1984, insiste en “la luz que echa sobre momentos y costumbres cruciales de la sociedad mexicana.” La obra, así legitimada, constituiría principalmente un reflejo “fiel” de la realidad mexicana de los últimos cincuenta años.

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llamamiento a la lucha social (aunque Poniatowska se ha adherido a ella, especialmente en los últimos meses) sino en desarmar posibilidades de devorar al otro narcisistamente. A cada momento, comenzando por el epígrafe, la manipulación del discurso por parte de Poniatowska se reitera. El primer paso, parecería estar diciendo Poniatowska, para que se de una experiencia de la Otredad es problematizar los canales, los medios y los discursos por los que se lleva a cabo la comunicación. Aquí es donde está su compromiso. El texto, sea novela testimonial, testimonio femenino o ficción autobiográfica no aboga ni siquiera por una lectura alegórica de la condición de la mujer subalterna. El discurso de 'Palancares' entra efectivamente en el mundo académico, editorial y cultural después de pasar por la voz de Poniatowska -estructura, léxico, formas retóricas- pero no sin dejarlo marcado por la imposibilidad de comunión sin más. El discurso se hace activo, productivo, en concordancia con quien lo enuncia. De nuevo, recurrir al epígrafe de este trabajo nos da una pista: “utilicé las anécdotas, las ideas y muchos de los modismos de Jesusa Palancares” para narrar la vida de Bórquez, no exactamente transcribirla. El problema es netamente lingüístico. No el lenguaje de Bórquez para narrar a Bórquez, sino de Jesusa, una narradora que es la lengua de Bórquez pasada por la voz de Poniatowska y que critica su propio discurso.

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Federico Patán, ensayista

Cada libro, por sí mismo, ejemplifica un aspecto del mundo que el autor desea explorar Federico Patán

Todo examen de la obra de Federico Patán resultaría incompleto si pasáramos por alto una de sus labores fundamentales: la de ensayista y crítico. Aclaro los límites de este texto, en el que corro el riesgo de repetir lo que Patán ha escrito mejor que yo. Descreo, sistemáticamente, de los ensayos que intentan definir el ensayo. La mayoría lamenta o celebra la maleabilidad del género y pasa a formar parte casi de inmediato de una bibliografía acumulativa. Tomo otro camino a partir de mi experiencia lectora y de aprendizaje con tres de sus libros: Contrapuntos (1989), El espejo y la nada (1998) y “No más de tres cuartillas por favor...” (2006). Faltará, sí, la ensayística de Patán dedicada a las letras inglesas y me acuso de esa falta. Además, no todos sus ensayos han sido recogidos como libro y no podemos discutir las razones que han evitado esa fortuna.

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I. De cartografías

Contrapuntos es reconocible por un aire de familia. Si la nota suelta del suplemento o revista fragmenta el universo de lo que ocurre en la literatura aunque inserta la obra literaria dentro de su horizonte cultural, “romper la insularidad” (1989:7) en un libro de ensayos es transmutar “el eco apagado” de las lecturas para encontrar la continuidad, la comunidad e imbricación entre temas, autores y modos del quehacer literario. La coherencia de esta reunión de ensayos representa, de por sí, un modo original de leer la narrativa mexicana contemporánea. Congrega el espacio. Por eso no sorprende que al iniciar el cuestionamiento sobre nuestra narrativa haya que empezar por entender el motivo de la capital en la novela y el cuento posterior a los años cincuenta, primer apartado del volumen Contrapunto. Nostalgia (Las batallas en el desierto, 1981) y recreación (De perfil, 1966) parecen los mecanismos más comunes de apropiación de la Ciudad de México por los escritores. Diferentes ritmos y conciencia del momento social y político (Ensayo de un crimen, 1944), violencia y deterioro, contradicciones. Escenario de crímenes y el “Distrito Federal se vuelve un monstruo devorador de inocencias y sueños; el posible edén termina siendo el infierno de todos tan temido”. Todo esto detecta Patán, siempre con los ejemplos más adecuados, sin alardes desviadores: “en los ensayos las ideas pertenecen a la superficie del texto, […] quedan en primer plano, a modo de protagonistas” (7). “La capital en la narrativa mexicana reciente” finaliza con una especie de profecía: “la ciudad irá entrando en nuestra esencia cada vez con mayor rigor, metamorfoseándonos con lógica al parecer impecable” (21). Así, se postula un sutil centro que abarca la producción literaria o marca un punto que otras creaciones habrán de elaborar, cuando buscan en la provincia o en espacios más lejanos del mundo, alternativas a ese centro. El juego no se detiene en nuestros días. 62


La “esencia urbanística”, por ejemplo, sería un rasgo “acaso obvio” que percibe en “La joven narrativa”, segundo ensayo de Contrapunto. Joven en dos sentidos: por su “agilidad, elegancia y fuerza”, y cronológicamente. A partir de una definición de Ann Duncan, Patán irá desbrozando, precisando lo que su experiencia le señala: en ese momento era joven la novela del 68, el cine hacía sentir su cala en la narrativa como no había ocurrido antes, los recursos escriturarios se amplían y continúa la experimentación, cierta exotización, la búsqueda psicológica y la metaficción. ¿Sigue siendo así? Faltan trabajos que actualicen estos postulados, tanto para revisar lo que Federico Patán destaca como para señalar directrices contemporáneas. Se alega en nuestros días la dispersión, la diversidad: esto ocurría también en los ochenta y Patán muestra un serio panorama, válido y curiosamente optimista. No había “novelas definitivas”, sacudidoras, pero sí sólidas, y novelistas en proceso de madurar. Algunos de los autores y las obras revisadas, por mencionar ejemplos concretos, son: Violación en Polanco (Armando Ramírez, 1980), Palinuro de México (Fernando Del Paso, 1975), Pánico o peligro (María Luisa Puga, 1983), Albercas (Juan Villoro, 1985) o Intramuros (Luis Arturo Ramos, 1983), más algunos otros descuidados por la crítica reciente. De ese descuido rescata a Josefina Vicens en el tercer ensayo. Sus “dos buenas novelas en treinta años”: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1981) captan su atención. “Buscadoras de lo psicológico”, indagatorias, con varios planos y contenidos latentes, “por medio de técnicas narrativas que, en su aparente sencillez ocultan una gran dosis de complejidad” (44), dice Patán. El análisis puntual da cuenta de los modos de la escritura y es, creo, valioso porque vislumbra una posible genealogía entre la obra de Vicens y una de las tendencias más visitadas en los ochenta. Como decir: no todo lo nuevo por serlo relumbra, el efecto de novedad no es tal. 63


No continuaré ensayo por ensayo resumiendo las tesis. Me detengo en dos por ahora “Tres calas en Sergio Galindo” y “El desfile del amor y la variación en el discurso”, al que volveré después. El primero es el texto más largo del libro. Además de sus perspectivas sobre Galindo, es de mencionar la “anécdota” de su encuentro con la novela mexicana. Una vez que hubo dejado el desdén por la “novelística en pañales” (44) en la cual sentía “el empeño de creación, la buena voluntad y la deficiencia técnica”, encontró, por recomendación de alguien, el Sergio Galindo de El bordo (1960). Patán se adentra en su narrativa, reconociendo los varios aciertos que superaban el nivel común. Imposible comentar brevemente este excelente ensayo, motivado por una obra no menos atractiva, pues para tener buena crítica hay que tener buena obra —cito a Pero Grullo, que a veces no está de más hacerlo. Termina contundente el ensayo, contra “la literatura [que] se transforma en mero ejercicio para que los críticos apliquen sus herramientas de análisis” (71). Los argumentos de Patán sobre la obra de Galindo, de la que establece un panorama y un concentrado estudio, no han perdido vigencia. Su relación personal con el hombre y la obra también queda registrada. Los dos Ángeles (1984), por ejemplo, le “toca de cerca”. Nótese que su lectura de Nudo (1970) es verdaderamente una apreciación a contrapunto, pues el afán crítico nos reclama mirar a ciertas obras para encontrarles la importancia que lecturas superficiales puedan haberles escatimado. Ahora el ensayo sobre Pitol. El desfile del amor (1985) cristalizaría varios de los rasgos de la novela de su tiempo, a saber: la relación con la historia, la memoria, la Ciudad de México, la ambigüedad, la ironía, la intertextualidad, el dialogismo, entre otros. Su complejidad no le resta buena manufactura narrativa. Intuimos que para Patán la obra de los dos veracruzanos representa y justifica el optimismo que sobre las letras mexicanas percibimos.

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Patán escribe también sobre Gringo viejo (1985) de Fuentes, sobre Manifestación de silencios (1989) de Azuela y Asesinato (1985) de Leñero. Contrapunto sostiene su premisa fundamental: enriquece el conjunto de intervenciones, da pautas para encontrar el otro sentido de lo leído, se acerca a lo poco justipreciado, escribe sobre la literatura mexicana desde otro punto “insinuando algunas conclusiones [que] son de orden más amplio”.

II . Paseos: El espejo y la nada

A manera de prólogo, Federico Patán nos presenta su poética de la lectura, autobiográfica, en El espejo y la nada (1998). Estamos ahora en un reconocimiento de caminos, en la obra que se deja transitar, el lector que acepta hacerlo sin tener “mayor compromiso hacia el texto que leerlo y disfrutarlo u, ocasionalmente, leerlo y apartarlo de modo definitivo” (7). El libro-camino lleva a otros y permite el regreso. Las señales no pueden ser borradas, los ensayos son reelaboraciones de otros pero en el sabor del momento contienen la oportunidad de “encontrar matices”. La particularidad es que cada vuelta es un nuevo goce, el deber académico o amistoso no excluye el placer del camino conocido, no es carga sino condición del buen lector. Ahora las vías se extienden hacia los poetas y hacia los nuevos clásicos. Casi diez años separan cada volumen de ensayos. Patán acostumbra medir el paso del tiempo entre las obras de un autor con especial cuidado, notando continuidades, rectificaciones o avances, incluso algún retroceso a partir de las expectativas anteriores logradas. Llama la atención que se incluya a poetas, pero esto es muestra de su afán comprensivo. No me detendré en comentar ese apartado, que en el conjunto es el más sucinto. Lleguemos a los narradores.

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“En fin, que de mapas va la cosa” (55), nos aclara. Precisamente en “Los narradores ocultos”, como llama Patán al “Intermedio”, hay un diálogo abierto con otros críticos. Tres textos relativos a la narrativa mexicana —uno de Ana Rosa Domenella, otro de Vicente Francisco Torres, el último de Carlos Monsiváis— son el origen de una indagación concerniente a la “fama que en un cierto momento distingue a un autor” (54). La perplejidad que le producen estos mapas no lo paraliza, al contrario, agudiza la mirada pues, “los mapas narrativos propuestos por estos autores no correspondían (ni tenían por qué corresponder, desde luego) al que mis lecturas me han ido creando” (54), nos confiesa. Cuestiones canónicas, pues. Allí estarían —qué duda cabe—, Fuentes, Pitol; pero ese lugar sigue abierto a dudas, a rectificaciones. Y de allí a las obras y autores que dejan de gozar de estima, lo que lleva a otra problemática: la fugacidad del trazado del mapa. Entonces, “el crítico pone sus monedas sobre el tapete y espera a ver qué dice la ruleta” (57). Esto es, vuelvo a citar “cualquier intento de totalizar los empeños de la narrativa” requeriría “un equipo de críticos dedicados a tal faena” (73). Creo que por sus perspectivas, aperturas, éste es uno de sus mejores ensayos, definitivamente. Lástima que, como él lo dice, deja fuera la cuentística. Negociación es la palabra clave. Si “la crítica vive en desventaja continua ante los creadores”, tal desventaja no quiere decir contraposición. Remito sin reservas a ensayo tan valioso. Patán no teme la discusión, la interlocución, acoge nuevas teorías, las entiende bien, no se encandila. La lucidez se mantiene. Y, sin sospecharlo siquiera, reafirma una intuición propia, baladí si se quiere: las escritoras en conjunto están desarrollando ahora los proyectos narrativos más interesantes de nuestras letras. Paso entonces a otro ensayo que considero llamativo, “Rosario Castellanos: el espejo y la nada”, que da título de alguna manera al 66


libro. Es un ensayo en extremo lúcido que acrecienta el entendimiento sobre obra y autora. Aclara Federico Patán que Castellanos fue periodista, un oficio acaso humilde si visto desde alturas literarias mayores; oficio, sin embargo, creador de textos que nos iluminan cuando quien escribe lo hace desde una inteligencia alimentada en lecturas y meditaciones. No sumar a la narradora y a la poeta esa carga menor de la ensayista provoca una incomposición, una pérdida de nitidez que se traduce en pérdida de la totalidad (107).

Difícil no caer en el lugar común. Caeré diciendo que bien podría entenderse lo mismo de nuestro ensayista. Pero eso lo atenderé en la cuarta parte de este texto. Estudios indispensables también que desearía mencionar son los dedicados a Inés Arredondo, José de la Colina, Juan Vicente Melo. Destaco este último porque pone en juego sus herramientas de análisis para abordar una novela que por su riqueza tendría que hacer correr más tinta: La obediencia nocturna. Como los demás de su generación, Melo es un “explorador de lo íntimo” (139), y su narrativa ha hecho desbarrancar a más de un crítico despistado. Patán se deja penetrar por las preocupaciones de la obra, las deja resonar y postula argumentos ineludibles.

III. Oficio de reseñas

El apunte tal vez anecdótico se impone y transcribo simplemente los datos de la “Introducción”: en el suplemento “Sábado” de Unomásuno dirigido por Huberto Batis, aparecieron desde principios de los ochenta al 2002 más de ochocientas reseñas firmadas por Federico Patán, de las cuales seiscientas son de cuento o novela de autoría mexicana. Nadie, según Patán, quería en esa época escribir sobre esta narrativa. La seriedad de Patán como lector que se dirige a un público para ofrecer una 67


lectura modelo —en el sentido de informada, de conocedor— ha permitido también un cambio de actitud. “No más de tres cuartillas por favor…” (2006) es entonces el título de la antología de notas críticas que sobre narrativa mexicana ha decido reordenar. La describo: en estricto orden alfabético comenta, apegado a la petición del título, obras de cien escritores mexicanos, de José Agustín a Luis Zapata. De entre los que están cito yo en desorden: Gardea, De la Colina, Samperio, Elizondo, Solares, Ibargoyen, Luis Arturo Ramos. Algunas escritoras: Seligson, Garro, Glantz, Boullosa, Estrada, Espejo; más aquellos a los que comúnmente se afilia como de la Onda y el Crack. Por supuesto, está Carlos Fuentes. Para Patán no hay capillas privadas, hay interlocutores. Estructura el libro como diccionario para rastrear temas, métodos escriturarios, logros específicos; es compendio ineludible. Relativamente breve, el texto procura una visión de conjunto que no restringe sus miras: la disposición de incidir en el debate con un libro así de equilibrado significa un punto a partir del cual dialogar, pues “al lector corresponde desplazarse por dicha senda y aceptar las premisas últimas del texto u oponerse a ellas” (8). Ni la aséptica noticia de las novedades recibidas ni el desborde visceral. El programa es claro: no tenerlo, o mejor, dejar que la obra sea leída. Llama la atención, en primera instancia, el espacio concedido a autores poco beneficiados en los medios habituales, aquellos que en esos años presentan sus primeras novelas o volúmenes de cuentos: Mauricio Carrera (El club de los millonarios, 1996), Agustín Cadena (La lepra de Job, 1994), Ernesto Alcocer (También se llamaba Lola, 1993), son algunos de los revisados. En estos casos la simpatía no desdice el rigor y hay llamadas de atención al público y al autor. Pero tampoco los nombres consagrados pueden publicar sin pena. A José Agustín le reconoce No pases esa puerta (1992), y 68


encuentra objeciones para La miel derramada (1992). De este último, el balance es sutil: “[éste] es, pues, un libro de calidad desigual; una combinación de las características más sólidas y distintivas del autor con aspectos débiles. En tal sentido, el libro resulta un escaparate muy revelador” (18). Sobre Carmen Boullosa asienta “Son vacas somos puercos […] es una novela fallida” (34); de La milagrosa (1993), “tal vez Carmen deba ampliar el plazo entre una publicación y otra dándose el tiempo de asentarse mejor. Pero es un mero tal vez” (37). El “mero tal vez” suena elocuente, pero no los fatigaré con ejemplos. Quiero asentar la ecuanimidad de Patán y paso a dos escritores que me interesan: en La frontera de cristal (1995) “hay un desacuerdo con alguien que, como Fuentes, pertenece de lleno a la literatura y sabe lo que narrar significa” y la factura final del libro; lo mismo ocurre con Los años con Laura Díaz (1996). Estima Patán que Elena Garro, tras la publicación de Un corazón en un bote de basura (1992) se ha convertido en “una novelista incómoda”. A todo esto, Patán se posiciona: “un crítico no debe esquivar ciertas situaciones en donde su aprecio por un autor choca de frente con la impresión negativa dejada por la lectura de algunas de sus obras” (126). Separa la paja del trigo, y en la balanza, resuelve dificultades, explica y valora. Nos devuelve, sin supersticiones, la posibilidad de la crítica como ejercicio del gusto y del valor sin que estas palabras sean altisonantes. La angustia impresionista no lo toca. Conoce la jerga y las metodologías académicas, a veces sorprende encontrar términos especializados en textos que se dirigen a un público masivo—, pero no se constriñe a argumentos “palabrísticos” porque acude a la obra como escritor: sabe ver dónde pueden producirse las fallas y por ello no escatima el reconocimiento del acierto. Encuentro dos casos curiosos de apreciación, sobre Y retiemble en sus centros la tierra (1999) de Gonzalo Celorio y Mal de amores (1996) de Mastretta: “¿por qué, al final de todo, el desasosiego de 69


que algo no está funcionando pese a que todo funciona muy bien?” (177). La literatura no es mera técnica y manejo de formas o puro “conocimiento de herramientas literarias” (59). ¿Cuáles son las características que en la narrativa aprecia Patán?: el oficio, el “arriesgue” (28), ciertas “mañas” de los narradores (30), el buen ritmo (32), la hondura (45) o el humor cuando se requiere; obras que estimulen al lector (123). Y algo que se olvida: que sean entretenidas. Deplora la vaguedad estructural, el descuido en la expresión, la monotonía (28), lo trillado (50), las “goyerías” (61), el exceso de material, de páginas sobrantes (63), el feísmo o el tremendismo (96). Nada más lejos que mostrarse autoritario. Sabe que las apreciaciones son falibles (30 y 35). Por ello se concede el tiempo de repensar, de volver a plantear ideas en marcos más amplios. Desde “No más de tres cuartillas por favor...” Federico Patán prevé algunas tendencias que otros —o él mismo— habrán de analizar a profundidad, a saber, la de la novela histórica (38), la metanarrativa (34), la novela del fin de milenio (117) o la sátira, que marcarán los nuevos bordes en los mapas de los que ya hablamos antes. Cartógrafo experimentado, Patán conoce estos territorios. Curioso que tratemos largamente un libro de esta naturaleza. Revisar el aporte crítico desde la reseña no es en modo alguno disminuir el valor de Contrapuntos o El espejo y la nada, sino oportunidad para meditar la cuestión de la crítica a partir de una forma liminar. Según Eduardo Grüner el ensayo como tal es un género culpable: la nota crítica en el medio periodístico lo es doblemente. “Ensayo significa la exploración de un tema. El autor examina algún aspecto del mundo procurando mediante dicho examen alcanzar ciertas conclusiones, por lo general tentativas en uno u otro grado” (7), nos recuerda Patán en el prólogo al indispensable volumen de ensayo literario mexicano que coordinó y que fue publicado en 2001. Todo lector que comprenda notará 70


que logra salvar el escollo de la crítica de cabaret, de los reflectores, del mero parafraseo de solapas y construir un modo de lectura que nos hace cuestionar la narrativa mexicana con verdadero provecho. Entre las tareas de la crítica estaría, también, la de “explicarnos qué le permite a una obra volverse clásica; es su obligación indagar ese movimiento constante de los libros hacia la luz, hacia la penumbra o hacia el olvido” (1992: VII). En la historiografía de la crítica de literatura mexicana contemporánea no todo es territorio vacío, lo vimos, ni todo es dispensable o completo acierto (IX). Si hay que hablar entonces de tradición crítica tenemos a dónde mirar, la reconocemos presente. Otros están discutiendo sus alcances en otra parte allá afuera. Lo que distingue a Federico Patán de esa constelación es la consistencia y su perspicacia equilibrada como creador y lector.

IV. Al pie de la letra

Mis impertinencias de comentador: en esta larga paráfrasis de sus ideas he privilegiado los ensayos panorámicos pues son una respuesta de integración sobre la lectura fragmentaria de la reseña. Faltó la discusión con otros estudiosos, lo que ayudaría a postular su trascendencia, otros ecos posibles y desarrollos. La función de la reseña —cito a Patán—: dar noticia de las novedades editoriales. Si no es crítica pienso que no vale la pena el publicarla” (2006: 8). No exagero al decir que es uno de los pocos reseñistas confiables que hay —que ha habido—, y de los contados que vale la pena releer. Lectura de segundo grado, a través de la reseña vemos a hurtadillas lo que otros han escrito sobre esa obra que nos interesa como resultado de un primer enfrentamiento. Patán muestra las cartas con las que juega en alarde de probidad poco común. Los rasgos de la nota crítica 71


serían: “honestidad en las opiniones vertidas, claridad en la exposición de las ideas e interés exclusivo por la obra, dejando fuera de nuestras preocupaciones al autor”. Tal vez parezca hiperbólico llamar ensayo a una reseña, pero en el caso de Patán la condición no es tan lejana, no se opone. Las reseñas, surgidas a veces de lecturas a su juicio no “muy meditadas” aunque nunca asome el descuido, son el inicio, la mayor parte de las veces, de sus ensayos mayores en toda la intención de la palabra. Guardan el calor de lo recién descubierto. De ahí la propuesta de llamarlos formas breves, no truncadas, que exploran, que ensayan bases para sus estudios específicos. Claro: el ensayo habita los lugares más variables. Para utilizar una frase de Federico Patán sobre otro autor, “no desmerecen al lado de sus hermanas mayores”. Examinador inmejorable, mucho más complejo que varias de las obras que lee y a las que aporta con generosidad, es también un elegante prosista que en verdad “colabora” para justipreciar una novela, un libro de cuentos, a despecho del número de líneas permitido. Ya lo adelanté: éste es un libro de reseñas perfectamente legible, cualidad rara. Otra sería —se intuye ya— la amplitud de lecturas, de autores tratados. Cada “pieza” constituye un ejemplo de la forma de acercarse al texto. Atrae su formación académica, no la niega. El ataque a la academia es un esnobismo lamentable en el que no cae. El análisis pleno, certero, es seguido por intento de valoración dentro de los límites de la obra, dentro de lo que ella misma se ha propuesto. Difícil pensar en una crítica más justa. Leer sin programa, dejar leer la obra. Y luego encontrar las resonancias, las filiaciones evidentes o secretas, y aventurar visiones de conjunto, tendencias o ritmos comunes y, por qué no, destiempos. Sus ensayos no son vías de dispersión, son entradas; en sus interpretaciones, pertinencia quiere decir mesura, no temor.

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El recelo se cierne en nuestra crítica. Hemos relegado la escritura de la historia de la literatura mexicana contemporánea, sospechamos de los proyectos que se pretenden generalizadores. Frente a nuestras narices, en distintos momentos, Federico Patán nos ha dado las pautas, adelanta preguntas todavía por formular, ya que, “las reseñas son muy importantes porque van creando el mapa explorador de una literatura en proceso de hacerse. La crítica es una labor a más largo plazo, más meditada, más estructurada en cuanto al contenido y a los soportes bibliográficos. Aspira a la precisión y a la profundidad” (11). Ha logrado ambas con maestría. Explica él mismo algo de su método: "Yo separo la actividad crítica de la meramente narrativa o poética, por un procedimiento muy sencillo: nunca le pido a los que critico o reseño que escriban como yo. Siempre les pregunto por qué escriben como ellos escriben y saco mis conclusiones (Torres: 2004, 80)". No podemos creerle totalmente cuando afirma en esa misma entrevista que “el ensayo es más bien mi obligación académica. Si no tuviera que vivir de la enseñanza, y me pudiera dedicar sólo a escribir, me dedicaría a poesía y a narrativa exclusivamente” (Torres, 2004:79). En otro lado, por el contrario, declara: “Un autor puede escribir ensayo porque se lo pide alguna urgencia interior” (2001:10). La misma “urgencia interior” lo llevaría de nuevo a intentar con fortuna la forma sobre la que hemos estado hablando. Federico Patán limpia sus ensayos de mala leche, aunque a veces la extrañamos un poco. Nos hará soltar una mueca —irónica, claro está—, no una protesta airada. Y por eso, al final, el comentario resulta más efectivo, sin fuegos artificiales, pues “El lector no puede salir indemne de un texto” (2001: 12). Que conste que el localismo no retiene como lastre el pensamiento de Patán. Entronca su novelística, cuentística y poesía en horizontes que le son familiares: su entorno inmediato, México y toda la lengua española, la lengua inglesa, en fin, toda la 73


literatura. Son sus ensayos precisamente los que dan cuenta de la lucidez, de su necesidad de diálogo con los distintos cánones, necesidad velada o a veces no tanto en su producción creativa. Si a partir de la década de los cincuenta las publicaciones culturales periódicas aumentan en número y calidad, la preponderancia de los suplementos en los años más recientes se contrae. Que nuestro campo cultural (Bordieu) se modifica; que el blog, por ejemplo, parece ganarle terreno a la columna del diario, todo esto puede aludirse, ser discutido. Una mala reseña tenía cierto poder, alentaba a más de uno a comprar el libro o a olvidarlo enteramente, a dejarlo pasar. Esta capacidad de la reseña en el medio cultural mexicano aparece disminuida: de las tres cuartillas pasamos a la noticia bibliográfica, apenas una interrupción en el flujo de imágenes. No hay manera de que una labor como la de Federico Patán pueda repetirse. Su inteligencia crítica es sinónimo de fertilidad, recreo, agudeza.

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Narrar la Nueva España (a propósito de Los libros del deseo)

I.

Verdadera labor desconstructiva del mundo indígena (tenaz empeño de reorganizar significados), en la cimentación de la Ciudad Novohispana confluyeron proyectos diversos, contrarios y contradictorios: el puro afán de riquezas, la creación de un orden jurídico regalista o la implantación de utopías cristianas. El primer movimiento corresponde al desmontaje del orden anterior: vaciar el espacio material y el simbólico de lo que sería la Nueva España al negar el valor de las culturas autóctonas y proclamar la irracionalidad de los indios. Los sentidos son transformados, pervertidos; la ciudad arrasada y modificada en su traza original para adaptarla a la población europea. Luego viene la apropiación de las ruinas. La ciudad novohispana se edificará con el hurto de elementos culturales aislados –“red de agujeros”— de la vencida Tenochtitlan. Los proyectos de refundación pueden distinguirse, así sea muy precariamente, por el grado de apelación al pasado indígena –y sólo al pasado en buena parte de los casos— que los discursos de 75


los distintos grupos de poder y estamentos permitían: la fuerza indígena –cuerpo de obra— como pretexto de la colonización, como el desprotegido por excelencia, como la fuente de la nacionalidad. Los niveles de interacción entre lo indígena y lo colonial-occidental presentan matices imposibles de definir en un solo párrafo a riesgo de simplificaciones alarmantes. No olvidemos que distintas versiones de la fe y el gobierno, amén de las ineludibles condiciones “objetivas” de la geografía y demografía indiana, provocaron una dinámica propia en la Nueva España que sólo hasta décadas recientes ha sido reconocida, refutando las visiones de un puro orden neomedival y estático. El cuadro se nos ha complicado. Agentes principales en la implementación o creación de este proyecto colonial-occidental –que como vimos en realidad englobaba varios— son las autoridades civiles y eclesiásticas, con la participación ineludible de los Letrados: clérigos, escribanos, frailes, cronistas, poetas, etc. Los Letrados serán quienes consciente o inconscientemente den forma a los discursos coloniales, legitimándolos o cuestionándolos, y su importancia debe ser resaltada; la hispánica, civilización heredera del derecho romano y de las tradiciones de “El libro” (judíos, cristianos, musulmanes), pondera la letra escrita y el acto de escriturar como prefiguradores de la realidad y su anclaje: “a las palabras se las lleva el viento”. Cartas, relaciones, portulanos, describen e inscriben el espacio colonizado en el imaginario occidental, lo vuelven inteligible, también espejo de los deseos y frustraciones de los conquistadores, en los que a veces aparecen rastros del mundo indígena, jirones pintorescos. Si bien es cierto que la dinámica colonialista en Nueva España permitía rangos –a veces mínimos— de negociación entre los estamentos sociales y los grupos racializados, es indudable que el orden colonial dependía en buena medida de las disposiciones de gobierno emanadas desde el centro administrativo imperial. Esta 76


peculiaridad complica aún más las cosas: infinidad de leyes fueron dictadas –escritas— por el monarca sin que se tuvieran en cuenta las situaciones reales del reino, y que eran en la práctica leyes imposibles de implementar. Peor todavía, la ordenanza de hoy contradecía a ojos vistas la de ayer, apenas en vías de aplicación, para que luego ésta fuera enmendada por la de mañana, para volver luego a la primera y así sucesivamente. Todo este universo de legajos y papeles, literarios o jurídicos, vendrían a constituir lo que Roberto González Echevarría (1990) denomina el Archivo, origen y arche de la de Hispanoamérica.

II.

La complejidad de este Mundo Nuevo –en el que se aprecian a cada paso los fantasmas del Viejo—ha sido conceptualizada bajo el término polimórfico de Barroco que sigue justificando aproximaciones dispares: el Barroco como característica esencial artística del Continente (Latino) Americano o creación cultural de resistencia frente al discurso de poder occidental. El problema de pensar el Barroco como una categoría que lo engloba todo nos produce nuevos problemas hermenéuticos. Es decir, si pensar el Barroco, o incluso el pensar Barrocamente, ha sido productivo para discusiones en torno a América Latina, su historia, sus artes y la literatura, el Barroco no puede ser un concepto que explique a cabalidad todos los fenómenos culturales de la época colonial, un poco como ocurría más recientemente con la “Posmodernidad”. Paso de largo las reflexiones de José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy, que no incidirán de forma directa en este ensayo, aunque no puedo dejar de consignarlas. Octavio Paz y Carlos Fuentes, por ejemplo, también han aportado 77


significativamente en el debate sobre lo Barroco de Nueva España (véase Sor Juana o las trampas de la fe de Paz). Lo que nos interesa aquí es que a partir de un imaginario de lo Barroco –recuperación de temas, de conceptos filosóficos, usos de lenguajes o modelos genéricos—la novelística latinoamericana se ha enriquecido. No se puede entender El naranjo o Terra Nostra de Fuentes ni Cielos de la Tierra de Carmen Boullosa si no se tienen en cuenta los antecedentes que apenas mencioné, ya que algunas de estas novelas han sido consideradas o clasificadas como Neobarrocas, por su intención estilística, lo imbricado de sus referentes librescos o su estructura poco tradicional. Tanto en las técnicas narrativas como en su desarrollo discursivo, esta pléyade de novelas de tema colonial estarían presentando la complejidad de la dinámica novohispana (o peruana, cubana, etc.), fundamentados en el presupuesto de la condición barroca. No es posible desligar la recurrencia a lo que he llamado sin demasiada precisión el imaginario Barroco sin tocar los debates sobre la Nueva Novela Histórica. Moda o pequeño boom derivado del Boom de los años sesenta, la Nueva Novela Histórica concentró los esfuerzos intelectivos de estudiosos de la talla de Noé Jitrik, Seymour Menton o el propio González Echevarría durante un par de décadas en las academias latinoamericanistas. Las técnicas derivadas del High Modernism europeo y estadounidense, así como la desmitificación de momentos traumáticos de la historia de América Latina y la “humanización” de héroes como Colón o Bolívar se han señalado como rasgos en común entre las Nuevas Novelas Históricas. Las fechas abarcan incluso los tiempos recientes, como la presidencia de Perón (Santa Evita) o la dictadura de Trujillo (La fiesta del Chivo). Baste señalar que la preocupación de parte de estas narrativas por rescatar textos y problemáticas de la Colonia –que no dejaban de mostrar su injerencia en el presente, v.g. El mundo alucinante de Reynaldo Arenas— impactaron, tal vez, en el contemporáneo interés que 78


existe por la cultura literaria virreinal. La Novela Histórica remitía a textos primarios o fuentes que en cierta forma fueron redescubiertos por nuevos lectores armados con teorías y posturas estéticas novedosas, más elaboradas, que las de los bibliógrafos del siglo XVIII, por ejemplo. El impacto de teorías historiográficas y otras alimentadas por el estructuralismo, el posestructuralismo, los estudios de género y culturales tampoco puede descartarse. Así, un mejor conocimiento del corpus gracias a la publicación de ediciones críticas que con estrictos criterios filológicos rescatan textos desconocidos, perdidos u olvidados, se enlaza desde los años ochenta del siglo pasado con proyectos intelectuales que enfatizan problemas de construcción de la Nación y nacionalismos, hegemonía y marginalidad, orientalismo, centro/periferia o subalternidad.

III.

Habría que preguntarse entonces si, en concordancia con lo esbozado arriba, es posible postular una “Poética de la Novela sobre Nueva España”, etiqueta precaria que comprendería un verdadero campo de estudio: no habría que delimitarla como un derivado de la Nueva Novela Histórica ya que no intentaremos recurrir a un debate que parece haber dado ya sus mejores deliberaciones. Cada novela sobre Nueva España pediría entender la configuración –estética—que del imaginario colonial toma como punto de partida para dialogar con él, entendiendo el imaginario colonial—de nuevo, de manera provisional—como el conjunto más o menos estructurado a través de las sanciones de la intelectualidad, de los discursos que sobre la Colonia se han venido construyendo, desde antes del momento del contacto –las leyendas medievales de la California y las amazonas—hasta la novela costumbrista del siglo XVIII o la colonialista de principios 79


del XIX, la leyenda negra anglosajona, el cine, la televisión y las artes populares. Es posible leer, como en un trasfondo, la infiltración de discursos como el de la construcción del género (Gender), el trasvestismo y la androginia en Duerme de Boullosa, un tono carnavalesco y una pálida aspiración indigenista, por mencionar un ejemplo conocidísimo. Los libros del deseo (Grijalbo, 2004) novela del historiador mexicano Antonio Rubial García representa un esfuerzo documental y de recreación de época que no parece pertenecer a líneas de indagación estéticas a partir de un imaginario barroco, si nos referimos con ello similitudes con otros que tratan de la Conquista, la Colonia o el fin de ésta aunque sí recoge trazas de novelas históricas. Un parentesco, sin embargo, es posible entre Los libros del deseo y Ángeles del abismo (Joaquín Mortiz, 2004): la sobriedad realista y una curiosa referencia a la Inquisición –compartida también con el clásico Monja y casada, virgen y mártir de Riva Palacio— que alimenta motivos tradicionales. Dividido en nueve libros, la voluminosa novela de Rubial presenta siete personajes alrededor de los cuales gira la trama: el político (Fray Diego Velásquez de la Cadena, criollo agustino), la monja (y heroína trágica, Antonia de San José), el misógino (el mesiánico arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas) y otros, como algunos mestizos (Nicolasa de Tlatelolco). Peco de esquemático. La trama central de la novela –en realidad tres historias entrelazadas—, el proceso inquisitorial que se le levanta a Sor Antonia de San José y Fray Pedro Velásquez, documentado en Autos y papeles de un caso criminal de oficio de la justicia eclesiástica en el Archivo General de Indias (Sevilla), levantado a causa de ruptura de los votos de castidad, abandono del claustro y embarazo y aborto de un hijo de ambos. Los demás se verán involucrados ya como ayudantes (Nicolasa), acusadores (Aguiar) o perjudicados (Fray Diego). La novela abarca el periodo de 1667 a 1719, donde las luchas de los criollos (Fray Diego) con los 80


peninsulares por el poder económico y eclesial, la disputas entre el Arzobispo Aguiar y el Virrey Conde de Galve, y el motín de 1692 son más que los episodios de fondo. La prosa se contiene sin desbordes –aunque nunca resulta descuidada—, construye la tensión alrededor de los personajes hasta enlazarnos en el momento del juicio, desarrolla aspectos psicológicos de los mismos, maneja contrapuntos entre las partes y cuenta con buena factura literaria. No creo equivocarme al decir que esta novela ha dejado la experimentación formal, frente a las audacias de algunas Nuevas Novelas Históricas. Sus valores estéticos son, por decir, más tradicionales: nos introduce en lo público y lo privado de la materialidad diaria. El mayor peso dado a creación de un espacio ficcional que remite fuertemente a un momento histórico más que a una reutilización “posmo” de materiales heterogéneos en cuanto discursos, permite organizar una visión de la Ciudad de México en sus distintos niveles (un poco a la manera de La ciudad más transparente) aunque privilegia a la organización clerical –a la que dirige una crítica implícita por su ceguera antihistórica—y del gobierno. Es imprescindible señalar a Rubial García como uno de los más importantes estudiosos del México colonial, sobre de todo de la tendencia a registrar la vida cotidiana y una peculiar inclinación ya mostrada por la literatura de Nueva España a través del análisis de autobiografías de beatas, monjas y místicos. La capacidad de anotar detalles y de recrearlos hace notar la mirada del experto familiarizado con la época y los documentos; el lenguaje revela también a un conocedor de minucias filológicas aunque no quiere mimetizar al narrador que ve desde este presente los acontecimientos. Aquí resalta el tópico del Archivo, como lo llama González Echeverría, ya anotado de pasada. El recurso del Archivo de los documentos sobre Indias como memoria primordial de América, su modelo y semillero de núcleos ficcionales al cual la narrativa 81


latinoamericana ha de volver para elaborar y re-elaborarse. No sólo la apelación al documento sino la reconstrucción de temas y personajes previamente tomados por la ficción, y al decir ficción quiero decir también a las “mitologías” o imaginario colonial. Muchas de las mitologías nacen del Archivo y vuelven a él enriquecidas. Esto marca una pauta: el Archivo permite no sólo usos literarios, admite manipulaciones y reconstituciones de otros “archivos” orales, lo que podríamos denominar provisionalmente “la tradición”. Ambos son receptáculos de ideas, modelos retóricos y autorizan explicaciones o interpretaciones. La novela de Rubial García rescata ambos, aunque con marcada preferencia por el saqueo al Archivo, a través de una constelación de personajes casi arquetípicos: la indígena pobre, el clérigo adinerado, el arzobispo, la monja adúltera, la mestiza desdichada, el inquisidor o el mulato seductor, que se mantiene siempre en tensión entre el referente historiográfico (aquello que puede rastrearse en las fuentes, como en la misma bibliografía citada al final de la obra por el autor) y los lugares comunes de otras narraciones. El mecanismo es más complejo que la simple acumulación de datos y el “rellenado” de vacíos historiográficos. Encontramos, sí, otros elementos ya conocidos en otras novelas, en especial las Nuevas Novelas Históricas, como una marcada intertextualidad aunque ya señalamos que Los libros del deseo no pretende mostrar novedades estructurales o estilísticas. Nos parece sintomática de un modo de lectura del Archivo Colonial, no sólo por tratarse de un texto basado claramente y sin ocultarlo en documentos de la época, algunos muy pocos conocidos, sino por la necesidad de hacer inteligible un orden en formación, como ya lo referimos en el primer apartado de este ensayo. La “Querella por la Colonia” requeriría por sí misma de un estudio, seguramente interesantísimo, incluyendo las obras escritas a propósito del Quinto Centenario, por razones mitad personales (o artísticas, por decirlo así) y mitad económicas. 82


Toda recuperación del pasado y su reinserción en discursos actuales tiene una carga política y un matiz revisionista. Se ha escrito sobre la conformación de los Estados Nacionales y la necesidad de crear o transformar mitos fundacionales que den cohesión a los grupos humanos a través de narrativas a las cuales adscribirse, voluntaria o involuntariamente. Los mismos aztecas quemaron códices antiguos para reescribir la historia de los conquistados en la clave providencial nahua que se construía con apego a los deseos de la clase sacerdotal. En otro tenor, los intentos de historiar la literatura mexicana durante el periodo inmediatamente posterior a la Colonia, por ejemplo, leyeron como problemática la inclusión de las “Letras de Nueva España” pues los modelos, referencias y fidelidades no se ajustaban al deseo neoclásico de los academicistas.

IV.

¿En qué se diferencia Los libros del deseo de otras novelas de tema colonial? Coincide con un nuevo un renovado interés por los temas coloniales bajo marcos que no conocían estudiosos como O´Gorman o León Portilla y muestran aristas diferentes del fenómeno. Donde se quería dar voz a la “versión de los vencidos” como un testimonio fiel a ultranza y cuestionador del orden colonialista, otros han puesto el acento en las negociaciones culturales que permitieron la formación de una sociedad relativamente original. Las preguntas por el mestizaje, el hibridismo, y la angustia por el carácter nacional, entre indio y occidental que ocuparon a los mayores pensadores de nuestro país (filósofos, poetas, novelistas e historiadores) se ha desplazado al comprender bajo paradigmas culturalistas otras relaciones posibles. Los libros del deseo pone el acento no en el trauma de la conquista, ni en la denuncia del indio explotado, se pregunta más 83


bien por la construcción de una ciudad colonial, tanto en el tráfico de discursos (en su constante referencia la formación de las redes de poder de los grupos de la Iglesia o la Corona), como en términos “materiales” (referencias a espacios y edificios en concreto). Si otras narrativas se preguntan por los rasgos esenciales del mestizo mexicano, base de la nueva raza según visiones paternalistas, otro paradigma investiga en las elaboraciones (y sus mecanismos) que la intelectualidad criolla y letrada principalmente va dando forma a la Nueva España. En otras palabras, Los libros del deseo indaga en la Ciudad Letrada criolla, sin olvidar sus periferias. No es de extrañar que sus principales personajes sean precisamente criollos o peninsulares que encarnan por sí instituciones alrededor de las cuales se organiza el orden colonial: el Convento (Antonia de San José) o el Arzobispado (Aguiar y Seijas). Para Rubial García, el interés está en entender lo medios por los que se va creando comunidad, así como la regulación y la convivencia que dinamizan a la sociedad. Los conflictos de los personajes no se dan por antagonismos ingenuos de raza, sino por las violaciones a los regímenes que van estabilizando el orden: la disciplina para el cuerpo, el acceso a los puestos de mayor peculio, cuestiones de ortodoxia cristiana. Cada uno busca encontrar su lugar en la organización. El punto de partida es el reverso de aquél que mira la Colonia como un periodo estático. Si tradicionalmente se ha puesto a la Conquista y la violación original de la india por el soldado español como el inicio de México, como si en ese abominable hecho biológico pudiera sustentarse sin más la noción de mestizaje en toda la extensión de la palabra, Rubial presenta el engarce histórico de la Nueva España como un espacio de posibilidades, de procesos más complejos que irían marcando pautas perdurables. Visto así, Los libros del deseo es una posible respuesta que intenta hacer legible un momento sumamente importante que ha sido poco frecuentado por otros escritores. El discurso 84


barroquizante, a pesar o incluso gracias a su riqueza, puede esconder entre sus pliegues la apariencia de un mundo hiperdiscursivo que va imponiendo capas a lo real, que borra las diferencias bajo una apariencia unánime. El peligro de establecer el imaginario barroco como característica casi ahistórica –con la contradicción flagrante que esto implica—del orden colonial y por extensión del Latinoamericano lleva a extender la profusión barroca al límite de lo irracional. Esto es, parece que heredamos un mundo caótico, bárbaro y determinado. Novelas como la de Rubial –en cierto modo también la de Serna—, trasladan la óptica a la vida cotidiana de la Nueva España, donde se negociaban día a día los significados y los alcances de la colonización. Lo que aquí se denomina “Poética de la Novela Colonial” debe referirse también a su historicidad ya que el corpus ya amplio de novelas permite hacer una lectura de este tipo. Poco parece estar quedando de la mayor ciudad de Nueva España en la actual capital. Creo, finalmente, que atender la fundación de la Ciudad Novohispoana y narrar ese intento de hablar sobre el nacimiento de la comunidad, en un tiempo en el que están siendo cuestionadas las bases de la Nación, es significativo. Como respuesta a otras narrativas –en las que se postularía una Poética de la Novela Colonial Latinoamericana—, Los libros del deseo de Antonio Rubial García traslada sus indagaciones hacia la vida cotidiana de la Nueva España, donde se negociaban día a día los significados y los alcances de la colonización.

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Una breve memoria: Mudas las garzas

Doctor Fujimoto, no entiendo por qué entrego ahora un mito, cuando deseo rehacer la historia con el rigor de datos inequívocos que amparen mi verdad. Porque lo que yo tengo de usted son versiones fantásticas, relatos marcados por el amor de sus hijos, y notas oliendo a rabia y prejuicios. Selfa Chew, Mudas las garzas

I. Círculo de silencio

En Mudas las garzas (Eón, 2007), Selfa Chew nos ofrece un testimonio hermoso, polifónico; basada en hechos reales, no se deja abrumar por ellos y no busca ser una simple reconstrucción de época. Los materiales han sido elaborados y puestos en su lugar: no se notan las costuras, ni los remiendos. ¿Novela o poemario? Mudas las garzas nos cuenta las vidas de los japoneses mexicanos durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho después del ataque a Pearl Harbor, su peregrinar en este país—y a Estados Unidos—su recorrido por la geografía y la sociedad nacional, el acoso por parte del Gobierno mexicano al 86


que continuamente fueron sometidos, su confinamiento en campos de concentración en Morelos y en Chihuahua, su movilización forzada a Guadalajara o la Ciudad de México. Antes, conocimos a una poeta de gran calidad en Azogue en la raíz (Eón, 2006) pero este nuevo libro presupone un riesgo y lo supera. Selfa Chew se ha propuesto contar con dignidad parte de la Historia de la comunidad asiática—reminiscencia del storyteller del que habla Walter Benjamín—, y de la Historia mexicana que se acallado flagrantemente. La trama está sólidamente sustentada en una investigación en archivos—el General de la Nación de México y en algunos de Estados Unidos de Norteamérica—y, en relatos de los involucrados y sus descendientes, “que son la piedra angular de este texto” (8). La narración maneja en su composición la confluencia de varios discursos, su interacción y su extrañeza: la lengua oral y la retórica de lo escrito, las fotografías. Primero, conformar un relato historiográfico requiere la recolección exhaustiva de datos, de hechos, de versiones de esos hechos. La vocación de historiadora de Selfa Chew no puede – ni quiere—negarse. Pero una de las grandes lecciones de este texto es que la memoria no puede recuperarse a partir del frío papel de actas. Chew sabe que la poesía es el gran archivo de lo humano y que el verso poético condensa una revelación profunda. Por eso aquí los poemas en prosa y haikús se interrelacionan con las entrevistas y los documentos oficiales, los reportes militares, memorandos, declaraciones policiales, incluso fotografías, que cambian de función al incorporarse a la novela. Ninguno pretende “ser fuente precisa de información”, sino configurar un relato “simbólicamente verdadero”, como lo propone Borges. Ya lo señalamos, el juego de referentes marca su peculiar condición genérica, no totalmente poemario, no simplemente novela, no puro testimonio historiográfico. Es, en todo el buen sentido de la expresión, un documento humano, y también—otra vez 87


Benjamin—de barbarie. Chew congrega, manipula y crea. Al desistir de identificar a cada hablante, a cada personaje con una persona-testigo “real”; al recontextualizar los documentos, al crear historias y sobre todo, reordenar y componer—con todas la connotaciones del término—la H/historia en Mudas las garzas, Chew ha dejado sus huellas en el proceso, poniendo en otro nivel la efectividad de su obra, que se separa de los marcos verificativos de un trabajo historiográfico. La autora desestabiliza las convenciones de los géneros, de los discursos que incorpora, según hemos mencionado: la verdad, sobre todo la de la Historia, es heterogénea, plural, ni es fijable. No se construye, a pesar de la diversa procedencia de los “materiales”, un palimpsesto sino una conversación – pues Mudas las garzas no esconde su carácter dialógico. Por eso la arquitectura del libro nunca es caótica, sino inclusiva e inteligente y Chew ha sabido manejar todos los elementos como sustancia estética y lograr, al mismo tiempo, ser fiel a la memoria y al dolor de los protagonistas. Además, el cuidado del lenguaje responde a una estética del fragmento en el que “la belleza pesa” (15). Al hablar del cuidado de la gladiola en las primeras páginas, Chew nos proporciona una clave, una figura de la construcción del libro como atado de fragmentos en los que cada uno sostiene al otro, como en un ramo de flores. Prosa no de intensidades sino de intimidad.

II. Genealogía parcial

Podemos inscribir a Mudas las garzas en dos vertientes de la narrativa mexicana contemporánea. La primera, aquella que la relaciona con la preocupación por escribir sobre las comunidades minoritarias en nuestro país, corrientes subterráneas de nuestra identidad, en novelas como Los dolientes de Jacobo Sefamí o Dos 88


mujeres de Sara Leví Calderón que centran su atención en los avatares de las comunidades judías, e incluso Luis Arturo Ramos con Intramuros, para el caso de los españoles. Parece que si algo nos ha enseñado el cambio de siglo es la necesidad de volver los ojos a nuestra heterogeneidad como nación. Por otro lado, se acerca a la tradición de las novelas-testimonio como La noche de Tlatelolco o Hasta no verte Jesús Mío de Elena Poniatowska. Contrastemos con ellas los logros de Mudas las garzas, que se refieren a método y composición: las primeras son obra de periodista y la segunda de historiadora y poeta. La distinción no es puramente informativa. El capítulo donde se localiza el epígrafe con el que inicia este trabajo es una especie de confesión de la autora donde declara su intención con este libro. Sin embargo, uno de los mayores logros de esta novela –y está plagado de ellos—es el de no querer imponer su voz como arenga, como proclama, como simple reivindicación. Mudas las garzas no renuncia a su aspiración estética pero no da la espalda al reclamo de la memoria.

III. La apelación a la microhistoria

La Microhistoria funciona aquí en dos sentidos, dos planos que no se excluyen: como el relato no de los grandes sucesos de la Patria, sino el que exige una memoria íntima, familiar y de la comunidad frente a un relato controlado desde una posición alienante, la del Poder que niega la alteridad; y también microhistoria porque los relatos se encuentran fragmentados entre pasajes narrativos y poéticos a lo largo del libro. Varias historias atraviesan el texto: las pesquisas de los agentes gubernamentales para cazar inmigrantes, investigaciones policiales, búsquedas de padres, historias de agradecimientos. 89


Todo está presentado en un contrapunto fabuloso en pocas páginas; los sucesos, aparentemente desconectados unas de otras se van entrelazando, tocando en ciertos puntos. Sin embargo, los relatos como cuentos y poemas también funcionan por separado. Una de las narraciones que ordena temáticamente y que ocupa buena parte de la novela es la de la familia Matsushita y los Sato, el Doctor y su esposa que adoptan a los más pequeños de los Matsushita, Mishiko y Seiko para hacerlos vivir como sus propios hijos debido a la complicada situación de enfermedad de la madre, que no puede despertar ni moverse de su lecho pero tiene la lucidez suficiente como para darse cuenta de lo que sucede. Esa enfermedad, y la falta de empleo de los hermanos mayores Kishi y Suri obligan a entregarlos. Seiko Sato crece y no puede adaptarse ni quiere vivir bajo la égida del Doctor. La ruptura definitiva se da cuando no le permite participar en la vida política nacional:

--Soy una sombra en la vida de los Sato [dice Seiko] --Eres nuestro pilar, hijo --Otosan debemos hablar. Usted no puede moldearme con sus silencios. Debe permitirme unirme a la huelga. (114)

Unirse a la huelga representa la búsqueda de la pertenencia de Seiko, a una “paternidad” de la que ya se siente partícipe. Es ya plenamente mexicano porque lo decide. El joven hace una declaración de principios más adelante: Soy Seiko Matsushita. Doctor Sato, borre de mi nombre su apellido y de su herencia también haga desaparecer mi nombre. Sé que usted cree que no tengo derechos y que los demás me tratarán como un huésped indeseable. Recuerde, otosan, ¡yo nací en este país y no puedo quedarme con los brazos cruzados!

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Mishiko, su hermana, también fue otro desencanto para Sato: Me rebelé yo también y se quedó sin hijos adoptivos. Seiko recuperó el apellido Matsushita y yo ni siquiera lo tuve que cambiar, porque nunca me llamé Sato. Como mujer, no había caso. Tarde o temprano tomaría el apellido de mi esposo (141).

La identidad puede ser elegida, aunque a veces también es una pérdida y una renuncia. La novela no plantea soluciones: más bien, muestra las contradicciones. El doble exilio de los personajes no puede pasarse por alto. Los mexicano-japoneses viven bajo dos leyes, dos tradiciones que no intentan subsumirse una frente a la otra. El tono confesional con el que muchas veces se hablan nos hace sentir el pudor de asistentes a escenas familiares: Suriko, sé que si estuvieses despierta dejarías partir a Mishiko y a Seiko. Si abrieras los ojos verías que el poco sueño que logramos lo tendemos sobre el piso y que el frío vuelve nuestra ropa más delgada cada mañana. Hemos vendido lo poco de valor que trajimos. Kishi y Suri dejaron de ir a la escuela y se turnan para atender a los pequeños. Kishi ha buscado trabajo, pero la rechazan como si fuera el enemigo. Suriko, no sé si quiero que despiertes, amor. No sé si quiero que veas las paredes desgajarse lentamente y dejarnos al descubierto. Si te levantaras ahora, ya no valdría de nada nuestra confesión (28).

Las tramas paralelas dejan resonar ecos. Sadako, joven que con engaños fue traída desde Japón para desposarse con el viejo comerciante Jinso Tanada en San Francisco, se enamora del socio Asato Kahogura, autor de poemas—presumiblemente, los haikús que aparecen intercalados con los “capítulos” y que parecieran ser especies de anticipaciones. Hay una afinidad entre Sadako y Asato: “la soledad de Asato era un pozo profundo que llamaba a Sadako a ahogar sus penas en él” (107). La palabra tiene de nuevo un papel esencial en esta epifanía, como sucede en buena parte de la novela. Tanada no puede entender lo que ocurre. Esto es claro cuando quiere interponer una denuncia a la policía, “quiero denunciar el robo de mi tienda” (149) para expresar la huída de su 91


esposa pues Sadako es otra mercancía. El enamoramiento se da por las palabras Un día un tanto nublado, a media hora de haber abierto el negocio, Sadako y Asato cerraron la puerta nuevamente y tocaron con los dedos los primeros, los segundos y los terceros versos que habían trazado en sus cuerpos. Tras de leer todas las letras, las borraron y volvieron a e s c r i b i r nuevos versos. Ella titubeaba con sus primeros trazos. Él, firme, trazaba con su pincel poema que sembraban orgasmos (144).

El fracaso de la relación entre Sadako y Tanada no es tanto la diferencia de edades, sino la indiferencia de éste. En el relato del desencuentro de Tanada y Sadako: La relación más tangible de Sadako con su futuro era el constante hilar de su mirada sobre la fotografía de su esposo, primero, y luego sobre la foto adherida a su pasaporte. La primera vez que la joven mujer había visto su imagen sobre la plata de un vidrio había sido de cuerpo entero. –El dinero que tus padres invirtieron en esta foto te dará un buen esposo. Ya lo verás. Aseguró la casamentera de su prefectura. –Fuerte. Bella. Dijo el señor Tanada cuando la escogió entre cientos de candidatas y la entregó a su agente (33).

La supuesta veracidad de lo que se nos muestra, de las pruebas fehacientes, es susceptible de falsedad: allí trabaja la literatura. Las expectativas de ambos, de Sadako y Jinso Tanada habrán de frustrarse porque cada uno proyecta su propia versión que no corresponde certeramente a lo 'que es el otro': para Sadako, un futuro feliz, para Tanada, un producto de cambio en un catálogo. Planteado así, el encuentro con la otredad no es posible. Es necesaria una actitud respetuosa y sabia, como la logra Selfa Chew. Podemos escuchar a la autora confirmando, en su toma de consciencia: Porque ya entendí que yo soy usted y usted es todos los que tratamos de caminar sin pisar a los demás, comer sin quitarle el pan a nadie de la boca. Pasado y futuro. Pan y tierra y agua. La vida sigue siendo la misma en todas las historias, doctor. En la de sus compatriotas mineros en Coahuila,

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la del maderista japonés en Chihuahua, el científico humanista en Chiapas y el fotógrafo de la Ciudad de México. Y en la de todas las mujeres que caminaron los mismos tramos, el mismo destierro. Rabia y prejuicios. Mire que hace sesenta y tres años yo ni había nacido, pero ya estaba allí con usted mi destino. (40)

La autora—implícita--revela ciertas marcas en algunas partes de libro—como ya vimos antes—especialmente cuando tiene que decidir entre versiones de los sucesos, medir sus grados de veracidad, de probabilidad o de falsedad. Un momento, doctor Fujimoto. Ese salto—de un barco en el que habría ayudado en una huelga a marineros japoneses y mexicanos— fue totalmente ridículo por varias razones. En su historia no se muestra lo suficientemente atormentado para desear el suicidio. En caso de q u e n o buscara la muerte, sino una oportunidad de salir de su situación, usted no tenía ninguna oportunidad de llegar a la orilla si tomamos en cuenta los tiburones, la distancia y su nulo entrenamiento en natación (porque usted nunca dijo que sabía nadar, menos con destreza). Al tirarse al mar ha roto todas las reglas del buen narrador, deja demasiados “cabos sueltos” y no explica claramente las razones de su salto triplemente mortal y llanamente burlesco (156).

La narradora ironiza con el episodio que acaba de contar, y en cierta forma parodia intertextos en los que las discusiones sobre las versiones historiográficas y los hechos que se dan en algunas nuevas novelas históricas—pienso en los capítulos finales de Noticias del Imperio. En este fragmento, la autora revela ciertos mecanismos compositivos, otra especia de confesión, en la que declara cómo “fabricado la textura” de lo que cuenta: Centrémonos en el aspecto literario. Cualquier cuento requiere trabajo, doctor Fujimoto, y si se rehúsa a reescribir su leyenda con mayor cuidado, los lectores pensarán que el capitán lo dejó en la costa para que cumpliera labores de espía al servicio del Emperador Hirohito. Y otros, reprimidos novelistas, creerán que llegó desde Estados Unidos huyendo de algún crimen […] O los lectores escribirán, según sus deseos y su creatividad, la fantástica historia del doctor Fujimoto (157).

Inútil ocupación será intentar establecer qué relatos han sido transformados a partir de documentos y cuáles han sido creados, 93


pues están íntimamente relacionados. Pero hay una diferencia notable: el reporte policial o judicial es monológico, no permite recuperar el valor de la palabra en su condición más humana. El diálogo es posibilidad: Mudas las garzas es también, entre muchas, historia de aprendizaje. Bajo esta premisa, el conocimiento del mundo tiene que ver con la recuperación de la cultura ancestral, a veces con el aprendizaje de la lengua, que puede encubrir o mostrar: entrar al mundo del lenguaje de los alumnos es compartir esa zona del adulto: Allá un día de diciembre del 41 yo noté que mi papá y mi mamá estaban platicando en japonés, pero con tristeza. Yo nunca oí a mi papá y a mi mamá pelear y pensé que se habían disgustado por primera vez. Al rato, estando en la banqueta de mi casa oí pasar al muchacho que vendía los periódicos dando la noticia de que Japón había declarado la guerra a Estados Unidos. Entonces yo no sabía de guerra, de nada, pero nada más de oír lapalabra “guerra” ya comprendí que mi papá y mi mamá estaban tristes por el problema japonés. Ese día fue que yo me di cuenta (32).

Es pasar del egotismo del espacio doméstico al reconocimiento del mundo exterior, de nuevo, por la palabra escrita, por el periódico. La casa, el hogar, no es más un espacio cerrado, autosuficiente, sino que está sujeto por la casa mayor, el mundo entero e implica el conocimiento de que lo que ocurre en una zona alejada del planeta habrá de afectar el pequeño espacio íntimo. Pero, y esto es tal vez más importante en este texto, es advertir que la comunidad también es una pequeña familia que congrega frente al exterior atroz y desconocido, para protegerse de él. Acapulco, la Ciudad de México, Piedras Negras, Palau, y San Francisco, California, minas, puertos, boticas, comercios, restaurantes: los lugares se redimensionan como escenarios de pequeños dramas que revelan no sólo las circunstancias de cada personaje, sino como una geografía desconocida que toca volver a mirar. Sobra decir que Mudas las garzas más que una novela histórica es un testimonio de memoria compartida. Testimonio valiente, 94


que no destruye: construye posibilidades de reconocimiento. Cuando recorremos el libro observamos las fotografías con extrañeza. Las imágenes también cuentan y argumentan. ¿Por qué penetrar en las vidas íntimas, familiares de quienes allí aparecen? Entendemos que al haber comenzado la lectura ya aceptamos la invitación; que en cierto modo nos han llamado, que al habérseles dado un espacio (textual), quieren ser escuchados, conocidos. Más que vestigios o curiosidades gráficas en la edición, las fotografías son espejos que lo que también somos. Selfa Chew apuesta por la sobriedad, el equilibrio y el balance. Novela exigente, que pide esta primera cualidad como condición para entender su breve y complejo carácter, que se deja leer con inmenso placer.

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Francisco Cervantes. Notas a una poética

El secreto de la poesía es el secreto mismo. Poesía es tradición y una forma de religión. Francisco Cervantes, en una entrevista

El fallecimiento de Francisco Cervantes provocó en los medios intelectuales del país una moderada relectura de su obra. Con diferente fortuna, suplementos, revistas y otras publicaciones culturales nos fueron presentando visiones distintas – y en no pocos momentos, contradictorias- tanto de su poesía como de su persona. Entre algunos elogios, citaciones nostálgicas, deslindes y acercamientos, la nimia producción crítica sobre Cervantes se vio enriquecida de alguna manera. Por ejemplo, en alguno de esos comentarios, a Cervantes se le ha considerado “no el mejor músico verbal de su tiempo, sí uno de sus imagineros mayores”, (Paredes, 2005:35) aunque condenado a que su singularidad en el 96


ámbito de la poesía mexicana pasara inadvertida por no entrar en el ciclo de la gran distribución editorial, (Flores, 1987: 73) mientras que paradójicamente, otros no le escatiman que haya “dejado una huella profunda en la cultura mexicana” (González Torres, 2000:1)

I. Breve paseo por la crítica

De manera general, la formulación crítica sobre el conjunto poético de Francisco Cervantes no ha rebasado el paradigma de la lectura -limitada, al no tener a la vista el conjunto posterior- que hicieran los antologadores de Poesía en movimiento, cuando la mayor parte de su producción, si no es que toda, se encontraba inédita: De su poesía inicial, caracterizada por la imprecación, ha pasado a un tono que recrea el sabor de los cantares de gesta y en que trasciende cierta nostalgia no exenta de ironía. Tradujo al poeta portugués Fernando Pessoa de quien, a su vez, ha recibido benéfica influencia. (Paz, 1966: 67)

Encontramos ya aquí tres de los rasgos que se consideran fundamentales para la poesía de Cervantes. Por supuesto, tales características están bien señaladas; sin embargo, pareciera que la recepción crítica poco ha hecho por intentar darle un sentido como sistema artístico-verbal. En ocasiones, se añade un aderezo biográfico que resalta la complejidad de su carácter.29 Sin embargo, Francisco Cervantes no carece de glosadores inteligentes, entre los que se cuentan el propio Octavio Paz, Álvaro Mutis, Raúl Renán, Adolfo Castañón, David Huerta y Gabriel Zaid. Ha sido este último, junto con Armando GonzálezTorres, quienes más han adelantado en la comprensión de la poética cervantina. 29 Aunque, a veces, el recurso parece justificarse, pues, según la cita de Miriam Moscona, “Hay poetas que no se parecen a sus obras […] Francisco Cervantes, sí.” (2005b:24)

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En un señero capítulo de Ensayos sobre poesía, Zaid anota: Cervantes hizo una poesía juvenil muy distinta de la que se estaba haciendo, y cuyo principal interés estaba en esa singularidad. Poemas que atraían por extraños, pero con algo tieso que apagaba la lectura […]. El libro [está hablando de Cantado para nadie de 1982, en contraste con Los varones señalados] es una revelación de otros modos de hacer poesía. Por ejemplo: las estrofas medidas y rimadas en español que, en vez de restaurar simplemente el statu quo anterior al verso libre, juegan con cierta irregularidad en los acentos, medidas y rimas. (1993:240)

Armando González-Torres – discípulo él mismo de Cervantes- escribe: Con su deriva y recreación de las tradiciones líricas castellana, gallega, y portuguesa, Cervantes se encuentra con sus raíces y, a la vez, explora nuevas posibilidades semánticas y sonoras del canto; pero más allá de las innovaciones o, mejor, restituciones formales de su poesía, los temas y personajes de Cervantes encarnan una cosmovisión y u n o s v a l o r e s que constituyen una condena al espíritu del siglo. (2005:24)

Y remata afirmando su condición de “creador de rarezas indispensables en el panorama de la poesía hispanoamericana (2000:4)”. Entendemos, pues, que la invitación de la estética cervantina no se limitaría a reconstruir modos de expresión ni épocas pretéritas, sino a invenciones personales, como una verdadera “construcción de una mitología, que él convertirá por la certeza de sus versos en verosímil.” (Flores, 1987:76) Sobre Cervantes, se resalta habitualmente su marginalidad de las corrientes “hegemónicas” de la poesía mexicana en las que no participa, y Geney Beltrán Félix nota una supuesta negación de lo nacional, que en el ámbito de la contemporaneidad no es tan rara: De orígenes gallegos, Francisco Cervantes resulta estruendosamente mexicano en su propósito inconsútil de no parecerlo. Como Francisco Tario, Salvador Elizondo y Sergio Pitol, escritores que hallaron en la evasión imperfecta del gentilicio la médula fecundísima de su obra, Francisco Cervantes buscó rescatar el pasado y difuminar su atadura a la realidad inmediata, al México de la segunda mitad del siglo, a través de una interminable y viva lusofilia. (Beltrán Félix, 2005:86)

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Parece, sin embargo, que poco se ha escrito tratando de integrar todos estos elementos para intentar una visión de la escritura cervantina como ejercicio poético. Sea este ensayo primer intento que habremos de desarrollar en estudios posteriores.

II. Para una poética cervantina

La poética de Francisco Cervantes, entonces, está expresada en poemas, cuentos, ensayos e incluso traducciones. Sin embargo, en este artículo nos ceñiremos al conjunto que está recopilado bajo del título de Cantado para nadie. Poesía completa, editado por el Fondo de Cultura Económica en 1997. Habremos de enfocarnos, siguiendo nuestra propuesta, a la poética de Cervantes como praxis escrituraria en desarrollo. Podemos señalar, más que una transformación poética de un quiebre en dos etapas de su producción. Señalado por varios lectores críticos, a partir de la lectura atenta de la poesía portuguesa tanto contemporánea como antigua, sin excluir a la brasileña, el universo estético cervantino se ensancha en lo relativo a formas, léxico y tratamientos, ajustando la proliferación de los temas medievales. A partir de allí, Cervantes valora la vivencia personal como la experiencia del dolor humano común a todos los hombres en el mundo contemporáneo. La hondura metafísica presente, en la poesía de Pessoa marca también un punto divergente respecto a su obra anterior. A partir del año de 1960, en el libro La materia del tributo (publicado en 1972) –en el que incluso hay un juego de ocultamiento autoral que sería simpático al propio Pessoa- y notoriamente en Esta sustancia amarga (1973), podemos notar ya algunos temas que serán caros en los libros del queretano: el estupor ante la contemplación del Ser, la nostalgia de la infancia –reconocible en poemas como “Un 99


niño, un gato y una cabra” y “Balada del niño y la música de su alma”- enmarcada en una valoración ontológica de la Historia, que se perfila ya en el cambio de espacios de los siguientes versos de Los varones señalados (1972), su primer libro:30 Bajó de sus sueños cuando descendió de su caballo Y miró al inmóvil y vencido enemigo. Levantóle la visera y observó su cara: No era ruin su rostro, ni ruines las heridas que le hiciera: Y nobles los ojos que le devolvían su propia mirada eran, Mas acaso también consolatrices (1997: 31)31

Frente al poema posterior: Desigual, como esa voz que del cuarto contiguo llega en las noches del hotel de mala muerte; rota y goteante como la mirada del suicida, así nos llega un desánimo eficaz, perseverante que cede unos pocos instantes a la alegría inmotivada para que motive grandes sollozos que más tarde se habrán de asomar por entre las hendeduras de esa trampa (1997: 90)

Es verdad que la “benéfica influencia de Pessoa” no queda aislada ni es la que da el tono de pesimismo en Cervantes. El portugués recurre a la ironía más frecuentemente y salva así el continuo tono trágico cervantino. La necesidad confesional del yo poético se va acentuando, a pesar de la mascarada de los 32 “esquizónimos” en los que incurre el mexicano. 30 Los varones señalados y La materia del tributo fueron publicados en un solo volumen en 1972, aunque ya estaban escritos desde antes de 1960. 31 Todas las citas provienen de la poesía completa, Cantado para nadie del Fondo de Cultura Económica. 32 “Les llamo esquizónimos y no seudónimos porque son los nombres de mi esquizofrenia. Nacen de mi falta de respeto a la personalidad. Yo, como Pirandello, no creo en la personalidad. Además, no quiero usar el término que utilizó Pessoa porque con él no quiero tener nada más que ver. Mucho tiempo influyó gravemente, pero en mi vida personal, no en mi literatura”. (Souza 1997:28)

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Como Pessoa, Cervantes no desdeña las enseñanzas de las vanguardias, de las que se nutrieron aunque sin abrevar con excesivo entusiasmo. Sin embargo, la conjunción poética de las escuelas comporta, en términos similares para ambos, una visión histórica singular que implica un alejamiento de la creencia en un progreso puramente racional. Si en el lisboeta el Sebastianismo se formula como un renacimiento del pasado glorioso de Portugal, en Francisco Cervantes existe la recuperación de una especie de ecumene románica, que podría tener su modelo en el Portugal por venir cantado por Pessoa. Fernando Pessoa, como un “super-Camões”, según su propia concepción, está anunciando el resurgimiento del Quinto Imperio luso. Cervantes ante el suceso de la modernidad deshumanizadora, recurre al lenguaje de los siglos pasados que habrá de resignificarse para recuperar su valor de revelación. En una entrevista, declara: La intención del libro [Cantado para nadie, 1984], si es que la tiene –y es a posteriori-, será la integración de los que hablamos una lengua romance muy semejante y quizás todavía salvable como lo serían obviamente, las lenguas hispano-portuguesas o portuguesas-hispanas. (Hernández, 2005: 64)33

Debido a su peculiar condición lingüística queda destinado a tener pocos lectores, y su exigencia ética se enlaza con la posibilidad de redención. Ya sea que se declare, como Zaid que no acaba de saber “si Cervantes escribe en portugués, gallego, galaico-portugués o un macarrónico de su propia invención” (1987: 243), o se acierte cuando Ernesto Lumbreras afirma que “más que fundir “rasgos” del español y del portugués, Cervantes inventó –a la manera de un esperanto- una tercera lengua propicia para sus empresas líricas”, 33 “Cervantes da esta versión anecdótica en una entrevista sobre el título de su obra: Vine a terminar el libro en Madrid, totalmente ebrio. Pensé que ese libro, en el que se mezclan el castellano, el portugués y el gallego, nadie, más que yo lo iba a ver, así que le puse Cantado para nadie, pero ¡ay de mí!, me dieron el Villaurrutia (1982) y no sé qué tanto. Es la única vez que he ganado dinero con un libro.” (Souza, 1997:27)

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(2005:3) que posibilite el encuentro de lo antiguo con lo moderno, un encuentro esperanzado que es todavía futuro: No ha nacido, oídme, en verdad no ha nacido el canto aún Sus señales serán inconfundibles y difundidas, pero no en voz alta Ni baja, ni siquiera en tono medio, ¿cómo deciros, comunicaros esta anunciación? Nostalgia, rara aleación de ambas. Menos será ése su mensaje. Puede ser que ninguno traiga y que nada cambie su advenimiento… (1997: 56)

La poetisa portuguesa Isabel Aguiar Barceló ha encontrado que la cervantina: Es una poesía que reflexiona sobre la muerte, captando su sentido esencial. La muerte ejerce una fascinación que proviene de la cosmogonía azteca. Como José Gorostiza, Xavier Villaurrutia u Octavio Paz, este otro gran poet mexicano habl d l muerte sin atribuirle un sentido apocalíptico, aunque inscribiéndola en un momento de afirmación vital que está en el extremo de la Creación. (Aguiar, 2006:3)34

Cervantes observa a la muerte no como acontecimiento trágico de por sí, ni como obstáculo para la trascendencia, sino como condición humana que lo dimensiona en la consciencia: Ah, también nuestra muerte es ajena, Es nuestra sólo para que nos consolemos. Narro esta historia para escarmiento propio, Yo, conocedor de mi paso escurridizo (1997: 79)

Por eso rescata de la antigua poesía lírica y caballeresca el sentido del honor como buena memoria: los muertos han pasado por este mundo y vivimos gracias a ellos. Escribe: Será su hado, no su gloria. Nadie es ninguno, pues su paso Se repite, no su historia. (1997: 153) 34 El poeta Renán introduce una nueva analogía: No podemos desatender la semejanza entre Luis Cernuda y Francisco Cervantes debida en un aspecto singular de imagen interna: Cernuda espeta una energía reprimenda a sus paisanos y Cervantes dicta un testamento dirigido en igual tesitura a sus contemporáneos. (Renán, 2004:1)

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Somos deudores de sus actos. Y, para Cervantes, esto ocurre también en la poesía, como “la tradición”, según declara: Lo que también es interesante es que la tradición no quiere decir rigidez. Para subsistir tiene que irse modificando. La tradición no es estatismo, la academia y la retórica no son estupidez. Estúpido será el que no entienda que eso hay que modificarlo; estúpido será el que no entiende que, para poder seguir siendo humanos, tenemos que recordar que antes de nosotros hubo gente; bobo el que cree que puede escribir a partir de cero porque él no existe a partir de cero, para el que él exista, tuvo que haber padres y para que sus hijos existan tiene que existir con él. Tradición es la aceptación de ser humano. (Hernández, 2005:65)

III. Recapitulación

Cantado para nadie proyecta la introspección del poeta frente a sus contemporáneos, de la generación alrededor de 1970, en la poesía mexicana. Cuando algunas tendencias pugnan por la franca vulgarización de los criterios estéticos en la creación y en la crítica, la voz de Francisco Cervantes las confronta y las desafía según los parámetros de la tradición. Encontramos en el autor una forma de agonía, en tanto revaloración de la literatura canónica como posibilidad de redención estética para el mundo posmoderno. La poesía de Cervantes no es de ningún modo “estandarte de oprimidos”, es más una propuesta cerebral y “hostil a los imitadores” que propone sin embargo un encuentro, un reconocimiento en la posibilidad lingüística que recurre a la distancia histórica para la construcción de la identidad lírica.

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La biblioteca como tiradero. Epílogo

Una biblioteca es como una metáfora del ser humano o de lo mejor del ser humano, tal como un campo de concentración puede ser una metáfora de lo peor. Roberto Bolaño

“La parte de los crímenes”, cuarta novela que integra 2666, pide ser leída con fervor. Ningún misterio descubro al decir que es una inscripción de los asesinatos en Ciudad Juárez. No, no es otra más. Para algunos esta parte resulta demasiado truculenta (Marks), o sería un “ejercicio literario de magnitudes describiéndose y narrándose los crímenes en sí, con una actitud a veces fría y otras ácida” (José L. Amorós). El siglo XX inicia con Auschwitz, el XXI con las mujeres de la frontera asesinadas de manera consuetudinaria ante nosotros. ¿Y la obra, la literatura? ¿Qué no es indiferente, monádica, autónoma? No: las mitologías de la obra –lo que se escribe alrededor de ella, a veces lo que reflexionamos sobre ella—no son la obra. ¿Cómo cuenta Bolaño el golpe de la realidad? El procedimiento parece simple: desmitologizar los asesinatos de las 104


mujeres. No explica, no acusa, no recrimina, como más de uno pudiera pensar. Se pregunta ¿cómo contar la barbarie? Sin espectáculos, sin folklore, mecánicos, sin pudor, crudos. Bolaño se acerca al límite de la obra, ¿hacer literatura de lo inenarrable? Otros dos extremos: el éxtasis y el horror supremos no se dejan contar. Y Bolaño lo intenta, llena ese territorio que separa a la realidad de la obra con lenguaje. La iluminación o epifanía es curiosa: Bolaño recoloca al Apocalipsis como mito. Si Macondo es fundación, Santa Teresa es el espacio sin comunidad, disgregado. De la euforia del lenguaje creador del mundo, nombrado por vez primera, a la certeza del fracaso y la incompatibilidad palabras y las cosas. Pienso en la Santa Teresa de Bolaño y pienso en el Medellín de Fernando Vallejo, sobre todo el de La virgen de los sicarios. Fernando, narrador hiperlúcido, reconoce los códigos que se establecen en el habla de los sicarios a través de la lengua del “primer gramático de Colombia”. Entre otras cuestiones, la incapacidad para fijar un punto a partir del cual dar cuenta de la violencia expresada en el habla de los gamines nos hace revisar siquiera que la posibilidad sea efectiva. Del extrañamiento, a la fascinación, contaminación, mimetismo y distanciamiento del filólogo Vallejo, el recorrido de la ciudad es también un paso incesante marcadores sociales. En La virgen de los sicarios la orilla de ese lenguaje finalmente no se cruza. Pero si Vallejo nos hace notar la problemática de escribir lo inenarrable sobre todo en el nivel discursivo, Bolaño lo hace más específico a través de la estructura. El rito brutal de los asesinatos, sea quien sea el perpetrador, queda como un mecanismo narrativo que no logra penetrar en el significado del suceso, o parece decir, que el lenguaje ficcional no puede contener. Bolaño asume lo inevitable del fracaso y, escritor paranoico, no puede sustraerse a él.

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La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una cierta educación más o menos correcta, sino a un compromiso o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado. Esto último es importante: saber que vas a perder (25).

El legado de Bolaño es, creo percibir, la capacidad de leer esa fractura. El universo no es una biblioteca, no es la creación del dios que ordena: ésa es la posición que denuncia la novela. No es casual que 2666 inicie con una “Parte de los críticos”. La pesquisa final, como detectives salvajes, de Benno Von Archimboldi—personaje articulador que no he tocado, lamentablemente, en este precario ensayo—queda enredada en un punto sin salida, el desierto, laberinto perfecto en palabras, otra vez, de Borges. Sinécdoque del fin de una tradición, 2666 es el túmulo pantagruélico, o en su peor imagen, un tiradero. ¿Qué rescataría Bolaño de él? Su noción de canon es digno rastrearse aunque en él están sin duda, además de los que ya he soltado antes, Cortázar, Parra, Lihn. Por convicción, con la literatura argentina –y algún retazo de la mexicana— como enseña, según Sandra Garabano, Bolaño reorganiza el puzzle; se sitúa en las orillas de una nación—México--, de una tradición—la novela latinoamericana--, de la Modernidad. Y, aún más, Roberto Bolaño se auto-canoniza, no tan subrepticiamente, en la dicha “Parte de los críticos”. Roberto Bolaño construye una ventana a la otra orilla desde las páginas finales de Los detectives salvajes. Pasa revista—paródica— a las formas de la poesía desde los griegos hasta los juegos del lenguaje cotidiano y el léxico vulgar de la Ciudad de México, con escalas en las vanguardias y la poesía visual—caligramas incluidos. Cae entonces otra pregunta al sesgo. ¿Cómo leer desde aquí el marco de la narrativa latinoamericana y cómo leer nuestras epistemologías latinoamericanistas?

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