Revista Digital Juvenil JIL n°1

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Quería gritar, gritar tan fuerte que se sacudieran las dunas. Sin embargo, sería inútil: quien haya estado en Caldera sabrá que el sonido que se impone en el desierto es el del silencio. Por más fuerte que uno grite, esa quietud lo inunda todo. Me encaramé en lo más alto de una roca, justo a los pies de un acantilado. El viento me sacudía con la potencia que golpeaba a las rocas, pero todo se escuchaba igual de quieto y silencioso. Pensé

que la mejor definición de desierto era, precisamente, acostumbrarse a un paisaje desolado y a ese rumor estacionado que aplaca cualquier sonido, por muy desesperado que sea.

Entonces, divisé las criptas, sus cruces, sus rejas y me dirigí hacia allá. El calor era aplastante y el cementerio de Caldera estaba cubierto por una bruma como vaho de calor y mucho silencio. Estaba de frente al mar, igual que el cementerio de Zapallar donde está enterrado mi hermano mellizo, pero la sequedad que lo rodeaba lo hacía totalmente otro. Mi hermano está enterrado en una cripta que da al mar y a un costado de su tumba crece un enorme pino que se balancea con el viento.

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