Lecturas: Si entras no sales 6 (muestra)

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LECTURAS S I . no 6 sales entras

PRIMARIA

no se rompe juntos La palabra

muestra

Índice

¿Cómo es el libro? 4 Capítulo 1 Como cada verano, ha llegado el momento… . . . . . . . . . . . . . . 6 Tengo un pueblo… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 Paseo, observo, escucho, disfruto… ¡Estoy vivo! . . . . . . . . . . . . . . 12 Dormir no es tan sencillo… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18 ¿Y si estrenamos ese cuaderno personal que tienes abandonado? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20 De una trenza valiente… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
2 ¿Cuántas sorpresas caben en la furgoneta de Correos? . . . . . 28 ¿Hubo una vez en que no existían los móviles? . . . . . . . . . . . . . . . 30 La bicicleta: fiel compañera de aventuras y la mejor manera de desplazarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32 De casas vacías y últimas páginas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34 Capítulo 3 Lecciones de vuelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38 Sabiduría popular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40 En busca de identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44 La casa de los vientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46 Capítulo 4 Restos de un lugar feliz 52 No perder la emoción de la aventura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 Los senderos del bosque 60 La vida secreta de los granjeros y agricultores . . . . . . . . . . . . . . . 62 Regreso y nuevas inquietudes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
Capítulo
Capítulo 5 Mejor mirarnos a los ojos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74 Dentro de algunos pueblos ahora hay «otros pueblos» que desconoces . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76 De tiendas insólitas que casi han desaparecido… 80 Que nada pare tus ilusiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84 Capítulo 6 Cine bajo las estrellas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90 Ojalá todo el mundo cuidara del entorno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92 Soy así y debes respetarme . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 Con las manos en la masa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102 El recuerdo de la abuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 Capítulo 7 Esperanzas y recuerdos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112 No sé si habrá espacio para abrir algo para ilustrar en la 116 . . . . 114 Puedes vivir tantas vidas como quieras 118 Todos somos diferentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122 De higueras, valientes y juguetes antiguos . . . . . . . . . . . . . . . . . 126 Capítulo 8 El último refugio 132 Días de cambios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134 Expresiones que nunca se llevará el viento . . . . . . . . . . . . . . . . . 138 Esmeralda y yo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140 Capítulo 9 Cuando los pájaros no tienen donde posarse . . . . . . . . . . . . . 144 Cajas de contenido incierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 146 El primer día que la vi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152 Poemas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154

SI entras NO sales

Hilo

Un personaje afín a tu edad e intereses te acompañará a lo largo de los nueve capítulos para presentar los temas de la antología.

donde nunca me quedaría solo. con tierra amasada. 6 7
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En el carro de Sócrates siempre venía alguna sorpresa. Cosas de provecho para la casa, como sillas cojas, tenedores desdentados o quinqués de luz triste. Incluso teníamos un viejo espejo de la risa, curvado, en el que te veías a la vez flaca y gorda, altísima o chata.

Nos traían también muñecas. Juguetes rotos, abandonados. Niñas de porcelana, mancas, sin piernas o ciegas, que un día habían vivido en palacetes y casas ricas, vete a saber, y que nosotros acogíamos con alegría. Íbamos a lavarlas al río, las curábamos y las vestíamos con harapos de colores. Y las compartíamos. Para todas encontrábamos un nuevo hogar en el barrio.

Un día trajeron un muñeco diferente. Grande, de madera. Sostenía un violín y un arco. Al pobre le faltaba media cabeza y dejaba a la vista un mecanismo.

—¡Es un autómata! —dijo Liberto con entusiasmo—. Solo le falta la energía para tener vida. Liberto era muy mañoso y armó un molinillo de viento que luego ajustó a la cabeza del autómata, a quien puso de nombre Paganini. Lo sujetó al pie de la higuera que crecía detrás de la casa. Por la noche, Paganini movía los brazos al compás del viento que venía del mar y llenaba de música la oscuridad.

ACTIVIDADES

Capítulo 4

Fósforos Trozo de cerilla, madera o cartón, con cabeza de fósforo y un cuerpo oxidante, que sirve para encender fuego.

Harapos Andrajos (pedazos o jirones de tela). Autómata Máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado.

Lo encontrarás en los libros

La antología de lecturas trata diferentes temas y muchos tipos de textos: narrativa, teatro, poesía, cómic, textos expositivos, adivinanzas, etc.

1. Aprovechando las «aventuras«» cotidianas que todos hemos vivido, vamos a elaborar el «Decálogo del buen explorador». Elaborad de forma colectiva un listado con todas las cosas fundamentales que debemos incluir en una mochila para evitar sobresaltos en cualquier excursión por la naturaleza.

2. ¿Qué os parece la idea de crear un cuaderno de viaje colectivo con las aportaciones personales de cada uno de vosotros?

• Redactad un texto sobre un viaje o excursión personal. Incluid dibujos y fotografías para construir una propuesta visualmente atractiva.

• Reunidlos todos en un volumen que se incorporará a la biblioteca del aula.

3. Te proponemos organizar un certamen de relatos…

Preparad una selección de cuentos clásicos, mitológicos o leyendas que todos y todas conozcáis.

Cada uno de los participantes elegirá un texto y lo reescribirá cambiándole el final.

Con todos los resultados puede editarse una recopilación en papel y que esta sea presentada en un acto especial a lo largo del curso.

Actividades

4. Vamos a jugar ahora con los textos a partir de la técnica El mensaje del náufrago

Haced grupos de cuatro compañeros y compañeras. Seleccionad un libro de la biblioteca.

• Elegid de cada libro un trozo de texto con sentido. Más o menos una página.

Copiadla en un folio en blanco eliminando algunas palabras, frases o párrafos enteros, como si fuese una carta de un superviviente que se ha deteriorado a causa del agua que entró en la botella en la que ha estado flotando por el mar.

• Una vez preparado el texto, os lo intercambiaréis con otros grupos. Para intentar completar los espacios vacíos, dando sentido al texto.

Al final se ponen en común las historias reconstruidas por diferentes personas y se comparan con los originales. ¡Cuántos textos nuevos pueden surgir!

5. El relato En el corazón del bosque alterna realidad y fantasía. En esta obra trabajaron mano a mano el autor, Agustín Fernández Paz, y el ilustrador, Miguelanxo Prado. Os proponemos investigar sus trayectorias profesionales y resolver este juego en vuestros cuadernos: Relacionad a cada autor con sus obras y, de esta forma, descubriréis otras historias en las que firmaron juntos y que os pueden interesar.

EL SECRETO DE ISLA NEGRA

CORREDORES DE SOMBRA

PEDRO

Y EL LOBO

LAS FLORES RADIACTIVAS

MI NOMBRE ES SKYWALKER

MIGUELANXO PRADO

AGUSTÍN FERNÁNDEZ PAZ

Cada lectura lleva vinculadas unas preguntas para reafirmar tu comprensión lectora.

ARDALÉN

AIRE NEGRO

FANTASMAS DE LUZ AMANI CARTAS DE INVIERNO

Al final de cada capítulo podrás realizar actividades en grupo o personales, de carácter oral o escrito, relacionadas con los textos.

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C apítulo 4

Restos de un lugar feliz

En la pandilla creo que mandamos todos. Para que se me entienda, hoy por ejemplo teníamos varios planes: ir a la finca abandonada que hay cerca del puente, coger las bicis y llegar hasta un pueblo que se quedó vacío hace unos años, a cinco kilómetros de aquí, o jugar un megapartido de voleibol entre chicos y chicas.

Como unos decían una cosa y otros otra, al final hemos hecho caso a la que ha mostrado más decisión, Lola (quién sino) y hemos organizado todo lo necesario para visitar el pueblo abandonado.

El camino lo ameniza Paco, que lleva un altavoz bluetooth metido en la mochila con una selección de canciones que hicimos entre todos al principio del verano. Justo cuando empezaban a escucharse las primeras quejas de quienes tienen menos aguante en la bici hemos visto, a lo lejos, los restos una torre muy deteriorada.

La entrada ha sido un poco fantasmal: casas con ventanas entreabiertas, algunas puertas cerradas a cal y canto, otras rotas, y ningún rasgo de vida (ni perros, ni gatos, ni personas) por ninguna parte.

La puerta de una de las casas estaba abierta y Martín se ha atrevido a entrar. Es curioso, en el colegio a Martín le tienen frito desde que se puso brakets, algo que aumentó su timidez. Y sin embargo es el tío más atrevido del mundo cuando está con nosotros.

Yo le he seguido y así, como aventureros de otro tiempo, nos hemos encontrado con una habitación destartalada en la que aún estaba colgando un calendario, ¡con fecha de 1991! Año en el que ninguno de nosotros estábamos aún ni en proyecto en nuestras casas.

Luego, todo ha ocurrido de forma rápida e inesperada, cuando han entrado Jaime y Daniela, el suelo ha cedido de repente y

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hemos gritado al mismo tiempo. Sin embargo, la salida de una paloma, escondida en el techo, ha provocado que saltásemos hacia atrás y nos librásemos de caer a un enorme bodegón.

—Mi madre me ha contado que esto es lo que le va a pasar a nuestro pueblo en diez años, como mucho— ha dicho Daniela. —No seas ceniza. Eso es imposible que ocurra —ha replicado Jaime.

Pero, yo creo que Daniela está en lo cierto. En nuestro pueblo, por ejemplo, las personas que viven todo el año son muy mayores, no tienen un centro de salud cerca; y si alguna pareja joven quisiera instalarse debería matricular a sus hijos en colegios e institutos bastante alejados de sus casas.

En estas aldeas las frutas crecen libres, con la certeza de que los huertos junto al río no están sulfatados, hay miel pura, aire limpio, naturaleza a cada paso, silencio cuando lo necesitas, sonidos dulces cuando son precisos…

Hemos decidido comer en un pequeño prado. Tras intercambiarnos las meriendas, hablamos de nuestros primeros picnics comunitarios, de los tebeos y novelas que algunos se han puesto a leer o simplemente de lo que íbamos a hacer cuando regresáramos a nuestro «cuartel general».

Aunque por el sendero hubiésemos tardado menos, a algunos no les daba demasiada confianza atravesar la profunda arboleda cerca del atardecer, así que regresamos por el itinerario más largo y, sin duda, menos bonito que si nos hubiésemos metido en la floresta.

Sulfatar

Fumigar plantas o terrenos con sulfatos para combatir las plagas.

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Lo encontrarás en los libros

No perder la emoción de la aventura

Al día siguiente fuimos especialmente buenos hasta la hora de la siesta. El Gafas estaba lleno de manchas. Se había tomado una botellita de zumo de remolacha para desayunar y se podía pensar que el zumo se le había caído por todas partes. Dijo que apenas había dormido por el dolor; aun así, olvidó llevarse a la playa su pomada especial antiquemaduras. Fui a buscársela voluntariamente al apartamento y Lena ayudó a la Hormiga a untarle con la pomada las partes quemadas. —Siempre tienes que exagerar tanto con los baños de sol —dijo la Hormiga.

—Tengo una piel sensible —dijo el Gafas.

—Exacto —dijo la Hormiga—. Y si lo sabes, ¿por qué no te cuidas más? Por suerte se durmieron antes que el día anterior. Nos fuimos en cuanto el Gafas empezó a roncar. Antes cogimos las sandalias de goma del apartamento. Fue idea de Lena; dijo que no teníamos las plantas de los pies los bastante endurecidas como para una auténtica marcha. Nos pusimos también una camiseta y los pantalones cortos encima del bañador. Eso fue idea mía: podía ser que se nublara de pronto. Luego volví una vez más, llené de agua una botella de plástico y me la até a la cintura por si las moscas. Al fin y al cabo, el ser humano puede sobrevivir sesenta días sin comer, pero sólo tres sin agua. La navaja y el cronómetro siempre los llevaba encima. En la larga playa encontramos una concha cada pocos metros, en una ocasión incluso un caballito de mar reseco y muy cerca de él una gaviota muerta, que apestaba espantosamente. Pero la verdad es que queríamos ir lo más rápido posible a las rocas. Yo imaginaba que en alguna tormenta se habría hundido allí algún que otro barco, y esperaba encontrar el casco entre las rocas, en el casco un arca y el arca un tesoro. Pero eso no se lo dije a Lena.

Caminamos cada vez más deprisa por la arena mojada por la marea, en la que uno no se hunde. A la izquierda estaba el mar, verde azulado con coronas de espuma; a la derecha, la tierra con las casas blancas detrás de los árboles. Una y otra vez las olas que rompían en la orilla bañaban nuestros pies. Luego, de repente, oímos ladridos. Desde tierra un perro venía corriendo hacia nosotros y le seguía un chico.

—Quieta —le dije a Lena. Tiene miedo a los perros y, si se sale corriendo delante de uno, el perro aún se enfurece más. El perro traza un círculo a nuestro alrededor enseñando los dientes y nosotros giramos con él para que no nos fuera a atacar por detrás. Estaba sucio, amarillento y flaco; tenía el costado arañado y casi no le quedaba pelo.

—¡Llama a tu chucho! —le gritó Lena al chico. Este dio un par de gritos y el perro bajó el rabo y volvió con él.

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El chico era media cabeza más alto que yo y tenía un aspecto bastante desgreñado. Llevaba unos vaqueros con cortes en las piernas y una camisa que le venía grande. Se detuvo delante de nosotros y ordenó al perro que se tumbara. Luego sacó de la camisa una bolsa de papel, se echó unas cuantas bolas azuladas en la mano y nos las enseñó.

—Son higos —dijo Lena.

El chico apretó con el índice uno de los higos y vimos lo tiernos que estaban.

—Dos marcos —dijo.

—Quiere vendernos los higos —dijo Lena.

Yo negué con la cabeza.

—Un marco —dijo el chico, con expresión seria.

El perro, tumbado a sus pies, gruñó.

Yo me di la vuelta a los bolsillos. Dentro no había más que unas cuantas conchas, la navaja y pañuelos de papel arrugados.

—Te puedo dar las conchas —dije—. Una concha por un higo.

El joven se acercó un poco más y señaló mi cronómetro.

—Tic tac —dijo.

—Eso no te lo doy —dije yo.

El perro ladró y el chico lo agarró por el collar para que no nos atacara.

—Ven, vámonos —dijo Lena.

El chico estaba allí con las piernas abiertas y nos cerraba el paso de vuelta a la bahía. Seguimos en la otra dirección, tal y como habíamos planeado. Cuando miré por encima del hombro, vi que el chico y el perro nos seguían. La distancia se mantenía, treinta o cuarenta metros; si íbamos más deprisa o más despacio, ellos hacían lo mismo.

—No nos harán nada —le dije a Lena—. Solamente quiere matar el tiempo.

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Lo encontrarás en los libros

La playa se volvió más estrecha y pedregosa. Llegamos hasta las primeras rocas. Eran blanco amarillentas, como el perro, y el agua las había agujereado por todas partes. Las primeras aún eran bajas, luego se alzaron a nuestro lado como una pared. A veces la pared se abombaba hacia fuera y teníamos que dar unos pasos dentro del agua. Por suerte había marea baja y el viento soplaba débilmente; si no, no hubiéramos podido avanzar. No había forma de librarse del chico, les oíamos chapotear en el agua a él y al perro.

—Mira —dijo Lena.

Donde se había parado, un estrecho sendero subía en zigzag por la pared de roca. Desde abajo se veía que en los salientes crecían hierbas y hierbajos, aquí y allá, incluso un matorral.

—Es un camino de cabras o algo así —dijo Lena—. Una persona no puede subir por ahí.

—Vamos —dije—. Trepar un poco no hace daño.

Entretanto el chico se había dado la vuelta.

—Estás loco —dijo Lena—. Es demasiado peligroso.

Empecé a subir y tenía razón: el sendero era más ancho de lo que parecía desde abajo. Había que agarrarse a todos los sitios y pensar cada paso. Cuando el cronómetro se tambaleaba mucho, tenía que prestar atención para que no se diera un golpe. Cuando llegué arriba, me tumbé con cuidado y miré abajo. Era como mirar desde un cuarto piso. Abajo estaba Lena. Me miró.

—Tú también puedes —grité—. No es tan empinado.

—Vuelves a pensar que eres el mayor —dijo ella, y avanzó un paso hacia el sendero.

Lena empezó a trepar con movimientos mínimos. Tardó 4 m 28 s en llegar. Hubo dos o tres veces en que se desprendieron piedras bajo sus pies. En una ocasión vaciló como si fuera a caerse; fue tal el peligro que estuve a punto de morderme la lengua. Desde entonces cerré los ojos y sólo los abría cada veinte segundos para ver hasta dónde había llegado, y entretanto miraba de reojo el cronómetro para controlar el tiempo total.

Por fin, Lena llegó arriba. La ayudé a subir el último tramo tirando de ella. Se puso en cuclillas a mi lado. A pesar del esfuerzo estaba todavía más pálida que antes.

—¿Ves? —dijo—. Yo puedo hacer todo lo que tú hagas.

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Estábamos en una península que entraba en el mar como una L curva y volvía a torcerse hacia tierra. Habíamos trepado por el lado empinado, por el otro era mucho más plana y estaba cubierta de fina hierba y matojos. Descendía a una nueva y estrecha bahía, que casi parecía un fiordo; supongo que sabéis lo que es un fiordo. La bahía estaba llena de islitas, como si un gigante hubiera echado al agua bloques de piedra.

—Una cosa está clara —dijo Lena—. Para volver iremos por ahí.

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Asentí y nos pusimos en camino. A Lena le temblaban las rodillas y necesitó unos cuantos pasos para poder volver a caminar con normalidad. La hierba estaba muy crecida y olía como las especias italianas que la Hormiga le echa a la carne asada. Yo iba delante, pisando fuerte para ahuyentar a las serpientes; pero sólo los saltamontes saltaban en todas las direcciones. Al cabo de cuarenta metros, estuve a punto de tropezar con una cerca de alambre de espino. El alambre estaba oxidado y colocado en tres filas, una sobre otra, los postes estaban podridos y en algunos lugares se habían caído al suelo. Recorrí la cerca y a los pocos metros encontré un cartel entre la hierba. Si se miraba con atención, se podía leer una sola palabra en letras desvaídas: ¡ATENCIÓN! El resto estaba en griego, con sus alfas y betas.

—¿Ves? —dijo Lena—. Este sitio es peligroso. Será mejor que volvamos.

—Este cartel es viejísimo —dije—. Quizá alguna vez esto fue zona militar o algo por el estilo.

El Gafas, que se pasaba el día viendo programas sobre la Segunda Guerra Mundial, nos había contado que en aquella época se combatió en nuestra isla. Crucé la cerca por un sitio en que era fácil hacerlo y avancé tanteando el suelo con la punta del pie.

—Todo en orden —dije—. Ven. Es exactamente igual por los dos lados.

—Yo me quedo aquí —dijo Lena, y puso su cara de testarudez.

—Entonces tendrás que volver a bajar por el acantilado —dije.

Me alcanzó tras una larga zancada y luego seguimos, siempre bajando un poco y yo siempre un paso por delante, prestando mucha atención a todo lo que hubiera en el aire y en el suelo. Finalmente llegamos a la orilla: allí el mar estaba protegido del viento, las olas eran más bajas que en la urbanización y hacían menos ruido.

—¿Has oído? —preguntó Lena cogiéndome del brazo.

—¿Qué?

Presté atención. Desde luego, se oía algo: un prolongado sonido, que se hacía más alto y luego más bajo; sonaba casi como una canción triste.

—Viene de allá —dijo Lena, señalando las isletas. Formaban, una detrás de otra, una cadena curva y al final se alzaba sobre el agua una islita claramente mayor que las otras, que parecía un sofá con el respaldo destripado.

Los sonidos volvieron a elevarse. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Crees que será un animal? —pregunté, no atreviéndome más que a susurrar.

Lena negó con la cabeza.

—Es un hombre. ¿No lo oyes? Y está en apuros, está pidiendo ayuda.

Lo encontrarás en los libros
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Hubiera preferido no haber oído nada. Hay historias en las que monstruos que habitan en grutas atraen a las personas para devorarlas. Naturalmente yo ya no creo en esas tonterías. Por lo menos la mayoría de las veces. Pero estaba claro que para Lena ya no había marcha atrás. Hizo un curso de primeros auxilios con los boy scouts y desde entonces dice que es una obligación humana ayudar a todo el que se encuentre en apuros. Una vez salvó a un gato que estaba a punto de ahogarse en un barril lleno de agua de lluvia y el verano pasado ayudó a levantarse a una anciana que se había caído y le vendó el codo.

—Tenemos que ir a ver —dijo Lena, y su voz temblaba ligeramente—. Es nuestra obligación.

—Quizá fuera mejor avisar a la policía —dije yo—. O a un equipo de rescate.

—¿Ves un teléfono por alguna parte? —preguntó Lena.

El quejido no cesaba. De hecho, yo tenía la sensación de que quería arrastrarnos a la isla sofá.

Me callé. El corazón me latía con fuerza.

—Además somos dos— dijo Lena.

—¿Crees que podremos llegar hasta allí? —pregunté.

—Saltaremos de isleta en isleta. Están tan juntas que se podrá.

Esperé a que ella fuera delante y ella espero a que fuera yo, y por fin ambos fuimos chapoteando juntos hasta la primera isleta, un liso bloque de piedra que se alzaba sobre el agua ligeramente inclinado. Fuimos hasta el borde y desde allí saltamos a la segunda isleta, unos centímetros más alta que la primera. Así continuamos, como por una escalera agujereada. A veces teníamos que saltar un poco más lejos, pero nunca tanto que tuviéramos miedo de no conseguirlo. Así llegamos a penúltima isleta y miramos hacia arriba, hacia la isla sofá. Era lisa, la mitad de grande que un campo de fútbol y estaba recubierta de matorrales y árboles; parecía una pequeña selva virgen, verde oscura e intacta. El respaldo destripado consistía en rocas negras.

Calculé la distancia hasta la isla. Eran por lo menos tres metros, el doble que en el último salto, y estábamos tan altos como en un trampolín de cinco metros.

—Salta tú primero —dijo Lena.

—No, tú —dije yo—. Tienes las piernas más largas. Y ahora será Lena quien siga contando. Se acuerda mejor de las extrañas frases que Zervan dijo al principio.

Lukas Hartmann: Una nariz muy larga

1. ¿Qué ofrecía el extraño paseante con perro a los protagonistas?

2. ¿En qué época crees que está ambientada esta historia teniendo en cuenta el contexto y las referencias históricas?

3. ¿Te has llevado algún susto similar en algún paseo? ¿Qué pasó exactamente?

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Los senderos del bosque

Cuaderno 5

A Paula y a Pedro, el padre de Pedro los enseñó a andar por el bosque.

—Hay que entrar y andarlo sin que se callen los pájaros, que no se asuste nadie, nada, ni el aire.

—¿Y si viene el lobo? —preguntó Paula.

—Aquí no hay lobos —dijo Pedro.

—Bueno —dijo el padre—, tenemos a Pedro y eso es la mitad del cuento.

El bosque está cerca del pueblo, a legua y poco cogiendo el camino de subir al monte.

Es un bosque umbrío porque los árboles, tantos y tan juntos, apenas dejan que pase el sol a posarse en la hierba.

—Es un hayal, o un hayedo, como prefieras, coge la palabra que más te guste, que las dos están en el cesto.

—Con h —dijo el abuelo.

Es un bosque en el que, de mañana, alborotan cientos de pájaros distintos y, de noche, si es noche de luna y si no haces ruido que la alerte, puedes oír el «bu-ju» de la lechuza.

Pedro, en un trozo de papel, escribió la palabra lechuza.

—En el cesto a lo mejor hay otra —se dijo—, pero no será tan grande como esta.

Y es que mientras escribía, Pedro pensó en una lechuza Gran Duquesa, que es enorme, tiene los ojos muy abiertos y nunca parpadea.

Pedro metió en el cesto la palabra lechuza.

El abuelo avisó:

—Procura que no esté cerca de ratón o algo así.

Pedro la puso entre zapato y veleta.

—No creo que se coma el zapato —dijo.

—Quién sabe —sonrió el abuelo.

Lo encontrarás en los libros
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Cuaderno 6

En la puerta de la casa de uno que no quiere a nadie, el aldabón es la garra de una bestia, fundida en bronce, y en el yunquillo, para recibir el aldabazo, hay un gamo asustado.

En la puerta de la madre de siete y abuela de un montón, la aldaba es una sonrisa y el yunquillo otra.

A la puerta de la casa del carpintero, hay que llamar con los nudillos.

A los chicos, de vez en cuando, cuando no tenían nada mejor que hacer, les daba por correr por la calle y, aldaba va, aldabazo viene, llamar a todas las puertas y salir corriendo.

Unos vecinos se enfadaban más, otros menos y algunos no hacían ni caso.

El que más se enfadaba era el hombre que no quería a nadie, se enfadaba tanto como para soltar al perro y azuzarlo.

Pero el perro, Satán, con todo y tener nombre de diablo, al verse libre y entre niños alborotados, movía la cola y, por no ser menos, ayudaba a alborotar.

Por la noche, después de jugar un buen rato, al volver a casa lo molían a palos, lo dejaban sin comer, le daban mal trato.

El hombre que no quiere a nadie, maltrataba a su perro hasta que su perro empezaba a gruñir y a enseñar los dientes.

En la casa de la madre de siete y abuela de un montón, también había un perro. Era un mastín grande y fuerte, de ojos grandes y tristes.

El martín estaba siempre a los pies de la cuna del nieto más pequeño, velándole el sueño.

Paula tenía una podenca, preñada de a saber qué chucho.

Con la podenca, y a la espera de que pariese, podíamos contar las dos docenas largas de perros empadronados.

Y luego estaba aquel otro que nadie sabía quién era.

A este lo llamaban perro, sin más, con minúscula.

Perro a veces estorbaba y lo echaban tirándole piedras o cualquier otra cosa.

Perro era viejo y, a fuerza de pasar hambre, tenía olvidado el ladrar.

Juan Farias: Un cesto lleno de palabras

Umbrío

Dicho de un lugar donde da poco el sol.

Aldabón

Aldaba (pieza para llamar).

Yunquillo

Base del mecanismo de funcionamiento de los antiguos llamadores.

Podenca

Perro de cuerpo algo menor, pero más robusto que el del lebrel. Es poco ladrador y ágil para la caza, por su gran vista, olfato y resistencia.

1. En los distintos cuadernos que componen este libro los protagonistas juegan con el significado de las palabras. ¿Qué vocablos eligen en estos fragmentos?

2. ¿Qué te evoca el texto? ¿Qué cosas nuevas aprendiste?

3. ¿Te gusta el estilo de este escritor? Investiga sobre su obra.

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La vida secreta de los granjeros y agricultores

Como cada mañana, el despertador del señor Peabody sonó a las cinco en punto. Sí, sí, ya lo sé, esas no son horas; pero cuando uno es granjero, y ese era el caso del señor Peabody, hay que levantarse antes de que salga el sol. Hay que dar de comer a los cerdos, a las gallinas, a los patos y a los conejos. Y hay que ordeñar las vacas. En este caso, a la vaca, porque el señor Peabody solo tenía una. Sarah Jessica Parker, se llamaba.

Sí, también sé que es un nombre extraño, incluso ridículo, para una vaca. Sobre todo, teniendo en cuenta que ni la verdadera Sarah Jessica Parker guarda el menor parecido con una vaca ni el señor Peabody tenía la menor idea de quién era esa tal Sarah Jessica Parker. Añadir, para ilustrar a los más pequeños, que Sarah Jessica Parker es una actriz que se hizo famosa por una conocida serie de televisión. Pero volvamos a lo nuestro. En este caso al porqué del curioso nombre de la vaca. Lo que sucedía era que, a decir de todos, el señor Peabody no era especialmente inteligente. Bueno, seamos sinceros, a decir de todos, el señor Peabody era un zoquete, un merluzo, un melón, un memo, un berzotas, un idiota, un tonto del bote, un cabeza hueca y otro montón de cosas que repetían, a la menor oportunidad, todos los habitantes del pueblo. Y lo que sucedió fue que, cuando el señor Peabody se dirigía de vuelta a casa, después de comprar su única vaca en el mercado de ganado, dudaba y dudaba acerca del nombre que debería ponerle a su recién adquirida posesión. Entonces, mientras caminaba sujetando la cuerda que la vaca llevaba atada al cuello, se fijó en un cartel medio arrancado que había en un poste, a un lado del

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camino. En dicho cartel podía leerse: «…ex…en …ueva …ork… La pelíc… Sarah Jessica Parker…». Y el caso es que, después de leer aquel nombre, al señor Peabody se le acabaron las preocupaciones. La vaca ya tenía nombre:

Sarah Jessica Parker. Le parecía un nombre como cualquier otro. Y aquel cartel medio roto le había ahorrado tener que pensar más en el asunto del nombre. Así que, dicho y hecho: la vaca se llamó Sarah Jessica Parker.

Por supuesto, a todos los habitantes del pueblo aquello les pareció tremendamente ridículo, estúpido e inapropiado. Lo que, por otra parte, a nadie extrañó. Ya que todos opinaban que el señor Peabody era un zoquete, un merluzo, un melón, un memo, un berzotas, un idiota, un tonto del bote, un cabeza hueca y otro montón de cosas, no muy agradables, que decían de él a la menor oportunidad.

Eso sí, a pesar de que en el pueblo todos opinaban que el señor Peabody era un zoquete, un merluzo, un melón, un memo, un berzotas, un idiota, un tonto del bote, un cabeza hueca y otro montón de cosas más, estaban todos también de acuerdo en que el granjero era un hombre bueno y honesto, trabajador y formal. Aunque, y eso también hay que decirlo, parecía tener un don natural para meter la pata. Sobre todo, cuando se trataba de asuntos más allá de su quehacer diario; es decir, dar de comer a cerdos, gallinas, patos y conejos, ordeñar a Sarah Jessica Parker y otras cosas propias del oficio de granjero.

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Lo encontrarás en los libros

Pero, después de esta pequeña disertación acerca de las virtudes y los defectos del señor Peabody, volvamos de nuevo al principio.

Como ya se ha dicho, el despertador del señor Peabody sonó a las cinco de la mañana. El granjero se levantó de la cama frotándose los ojos. A tientas buscó las zapatillas y, también a tientas, se puso la bata. Después, como hacía cada mañana, se encaminó a la cocina, a tomar una taza de té y una tostada con mantequilla y mermelada de mora.

El señor Peabody se sentó en la mesa de la cocina y, mirando por la ventana cómo el sol comenzaba a asomar sus primeros rayos detrás de las colinas, se tomó su té y su tostada.

El gallo cantó tres veces, con su voz cascada y un tanto desagradable. La señora Peabody le había dicho a su marido que había llegado el momento de jubilar a aquel viejo gallo ronco.

Por supuesto, «jubilar» al gallo quería decir echarlo al puchero con unas patatas, unas zanahorias y unos nabos y hacer un buen caldo con él.

Pero el granjero había hecho oídos sordos. No porque tuviera en especial estima a aquel viejo gallo al que le empezaban a escasear las plumas, sino porque el señor Peabody era un hombre de costumbres. Se sentía absolutamente desconcertado ante los cambios.

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Pongamos un ejemplo: cuando el señor Culpepper se jubiló a la nada despreciable edad de ochenta y tres años, cerró su tienda de calcetines de pura lana virgen y se marchó a la isla de Mallorca a, en sus propias palabras, «disfrutar al sol de sus últimos años de juventud», el señor Peabody se negó a cambiarse de calcetines durante tres semanas. Y no porque fuera un hombre poco dado a la limpieza personal. Lo que ocurre es que, como es bien sabido, los calcetines tienen una peculiar tendencia a desaparecer en el trayecto que hay entre el cesto de la ropa sucia, la lavadora y el cajón de la ropa limpia. Y el señor Peabody no quería ni pensar en tener que ir a comprar calcetines al nuevo centro comercial que habían construido, no hacía mucho, en las afueras del pueblo. El simple hecho de tener que decidir qué nuevo modelo adquirir le ponía enfermo.

Además, no había manera de comprobar si aquellos calcetines del centro comercial eran de auténtica lana virgen ni si las ovejas que habían dado aquella lana procedían de alguna granja local o, tal vez, se habían criado en algún remoto país bárbaro; uno de esos países subdesarrollados donde prefieren el café al té, como Francia, Italia o Australia. Así que imaginarse a sí mismo adaptándose a los volubles caprichos y horarios de un gallo nuevo le resultaba del todo intolerable. El viejo gallo ronco cantó una vez más, mientras el sol comenzaba a asomar su redondo rostro dorado.

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Lo encontrarás en los libros

El señor Peabody abrió el periódico local por la página de anuncios breves. Quería comprobar si había algo nuevo que suscitase su interés. Algo como una excepcional oferta de abono natural o un concurso de criadores de cerdos. Comprobar los anuncios breves del periódico local era algo que hacía cada mañana. Lo cual, a ojos vista, resultaba de lo más improductivo, teniendo en cuenta que aquel periódico local era de publicación semanal, y que el ejemplar que tenía en sus manos el señor Peabody era el mismo que el del día anterior, y que el del día anterior al anterior. Pero, como creo que ya ha debido de quedar claro, el señor Peabody no era un hombre que destacase por sus cualidades intelectuales.

—¿Sabes dónde están mis zapatillas y mi bata? —preguntó la señora Peabody, que ya se había despertado, desde el dormitorio.

—No. ¿Por qué habría de saberlo? —respondió él sin levantar la vista de las páginas del semanario—. Supongo que estarán en su sitio. Donde deben estar.

La señora Peabody gruñó durante un par de minutos antes de aparecer por la cocina vistiendo un ajado jersey de lana encima del camisón y calzando unas botas de agua amarillas.

El señor Peabody la miró detenidamente, de arriba abajo.

—¿Por qué te has puesto ese jersey viejo y mis botas de agua?

El rostro de la señora Peabody enrojeció, frunció las cejas y se mordió el labio inferior.

—¿Que por qué llevo puestos este estúpido jersey y estas estúpidas botas? —preguntó ella a su vez.

—Eso me gustaría saber —respondió el granjero.

—No sé, tal vez porque alguien se ha puesto mi bata y mis zapatillas.

—¿Y quién querría hacer tal cosa? —preguntó intrigado y sorprendido el señor Peabody. La señora Peabody enrojeció aún más. Lo que, teniendo en cuenta su tono de piel habitual, era toda una proeza.

—¿Quizás algún granjero idiota que no anda muy lejos de aquí?

—¿Estás segura? Si es así, habría que avisar a las autoridades. Tiene que tratarse de algún trastornado para ir por ahí metiéndose en casas ajenas y robando batas y zapatillas de señora.

El rostro de la señora Peabody se puso de color morado.

—¿Y tienes alguna sospecha de quién pueda ser ese granjero criminal y demente? —añadió el granjero.

—Alguna sí que tengo.

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—¿Sí? ¿Quién? ¿El señor Doomsbury? No, no puede ser él. Es viudo, ¿para qué iba a querer una bata y unas zapatillas de mujer? ¿Tal vez MacMurdo? Uhm… Tiene sentido. Es escocés. Y los escoceses siempre han tenido gustos extraños en el vestir. Ya sabes, esas faldas suyas y todo lo demás…

—Frío, frío.

—Ya, es cierto. Con esas faldas, y sin nada debajo, debe terminar uno cogiendo un buen resfriado.

La señora Peabody se cubrió el rostro con las manos y comenzó a menear la cabeza.

—¿Crees que deberíamos prevenir a la policía sobre MacMurdo? Si ha robado una vez, seguro que vuelve a hacerlo. Ya se sabe cómo son los criminales…

El señor Peabody dio un sorbo a su taza de té y se tomó un par de segundos más antes de continuar.

—… Insaciables.

La señora Peabody giró sobre sí misma y regresó al dormitorio.

—Me casé con el hombre más idiota de todo el condado —iba diciendo entre dientes mientras arrastraba torpemente los pies, enfundados en aquellas botas de agua amarillas.

El señor Peabody terminó su té y su tostada, dejó el periódico sobre la mesa y se dirigió al cuarto de baño. Como cada mañana después de desayunar y leer los anuncios breves en el semanario local, se disponía a afeitarse y asearse, antes de vestirse y comenzar las tareas de la granja. Por el pasillo iba todavía pensando en el señor MacMurdo y en las terribles fechorías que estaría planeando para el futuro. También iba pensando que sentía los pies hinchados. Las zapatillas le apretaban mucho. Así que, tal vez, debería hacerle una visita al doctor Whitaker para que le recetase alguna pomada, o tal vez unos baños de sales.

El señor Peabody encendió la luz del cuarto de baño y contempló su reflejo en el espejo. Después se miró los pies. Iba vestido con la bata de flores de su mujer y sus pies calzaban sus pequeñas zapatillas de color malva.

Rafael Salmerón: De cómo el Señor Peabody llegó a ser rey de Inglaterra

Semanario

Periódico que se publica semanalmente.

Ajado

Marchito, deslucido, viejo.

1. ¿Cuántas y qué tipo de tareas tiene que desempeñar el señor Peabody a diario?

2. ¿Crees que el protagonista es muy despistado, o es la rutina la que provoca las situaciones que se describen?

3. Las distracciones y olvidos son frecuentes en el día a día, ¿recuerdas alguna anécdota similar que te haya ocurrido a ti en el entorno familiar?

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Regreso y nuevas inquietudes

—¡Y también hemos cogido castañas! ¡Esperad que os las enseño! Lo encontrarás en los libros

Raquel subió las escaleras de dos en dos y apretó el botón del timbre con insistencia. Le abrió su madre, que le dio un beso fugaz; sin apenas mirarla, se volvió apresurada a la cocina al tiempo que le decía:

—¿Ya has llegado? ¡Mira que bien! Ven, anda, y me ayudas a poner la mesa para cenar.

Raquel dejó la mochila en su habitación, se quitó el anorak y entró en la cocina. Su madre estaba toda apurada friendo croquetas, mientras su padre intentaba, una noche más, darle el puré de verduras a Fran. Algunas veces la lucha entre su hermano y el puré acababa en batalla campal, con toda la familia a punto de sufrir un ataque de histeria. Pero aquella noche parecía haber una tregua y Fran iba comiendo, con cara de desgana, el odioso puré verde.

—¡Bienvenida, Raquel! ¿Qué tal la excursión? —la saludó su padre, después de darle un beso—. ¡Seguro que tienes muchas cosas que contarnos!

—Deja ahora a la niña, Pedro, que tiene que ayudarme con la mesa —intervino la madre—. Tendrá tiempo de hablar mientras cenamos.

Raquel puso la mesa, su madre continuó atendiendo la cocina y su padre, acabada la faena, se fue a acostar a Fran en su cuna. Más tarde, mientras los tres cenaban, la niña les contó a sus padres las maravillas de aquella excursión inolvidable: el viaje en autobús, el bosque inmenso, las bravas aguas del río, el viejo monasterio…

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Se levantó de la mesa y fue a donde tenía la mochila. Poco después volvió con una caja atestada de castañas.

—¡Cuántas! —exclamó el padre—. ¡Casi llega para la comida de mañana!

—No te rías de la niña, Pedro —intervino la madre—. La verdad es que son bastante grandes, mejores que muchas de las que se compran.

—Mañana, cuando vuelvas al colegio, las asaremos en el horno. ¡Prometido! —concluyó el padre al tiempo que le guiñaba un ojo a Raquel.

Cuando acabaron de cenar, su madre le dijo:

—¿Por qué no vacías ahora la mochila y colocas todo en su sitio?

—¡Mamá, estoy cansada! Y me caigo de sueño. Ya lo haré mañana —lo que menos deseaba en aquel momento era ponerse a guardar nada.

—Pues, venga, vete a la cama, entonces. Pero mañana, cuando vuelva del trabajo, quiero ver cada cosa en su sitio. ¿De acuerdo?

Raquel se despidió de sus padres y se fue a acostar. Estaba agotada, después de un día tan agitado; pero también se sentía feliz porque, aunque solo fuese por una vez, Carlos y los otros se habían olvidado de ella. Se metió rápidamente en la cama y apagó la luz, dispuesta a dejarse atrapar por el sueño que la invadía.

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Lo encontrarás en los libros

Cuando ya estaba casi dormida, algo hizo que se despertase de repente; le había parecido oír un ruido extraño y apagado, distinto a los habituales a los que estaba acostumbrada. Se mantuvo quieta, con los oídos alerta, casi sin atreverse a respirar. Después de algunos segundos de silencio, volvió a sentir el mismo ruido. Era como un tenue roce o un rebullir que no sabía identificar.

Raquel notó que todos los miedos que alguna vez había sentido volvían a aparecer dentro de ella, pero aumentados cien veces. El corazón comenzó a latirle con tanta fuerza que parecía querer salírsele del pecho. Porque aquel ruido no venía de afuera, sino de dentro de su habitación. ¡Y sonaba muy próximo, como si se produjese a pocos pasos de ella!

Se tapó la cabeza con la manta, en un intento inútil por protegerse, y se escondió allí dentro, como un animal en su madriguera. Por fin, después de haber permanecido así durante varios minutos, se decidió a asomar la cabeza otra vez.

En cuanto lo hizo, volvió a oír el ruido. Ahora, intentando controlar su miedo, se concentró en localizar de dónde procedía.

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¿Y si, sin que ella se diera cuenta, se hubiese metido un animal dentro de su mochila? La profesora les había explicado que los reptiles buscaban en el otoño lugares calientes para esconderse y dormir en ellos el sueño invernal. ¿Y si alguna culebra hubiese escogido su mochila para guarecerse?

Con el miedo en el cuerpo, fue retrocediendo hasta que la pared se lo impidió. No estaba soñando, no: que algo se movía allí dentro era un hecho imposible de negar. Pensó en gritar para pedir socorro, o correr al dormitorio de sus padres y meterse en medio de los dos, como hacía de pequeña cuando tenía pesadillas. Pero el miedo la hacía permanecer inmóvil, como hipnotizada, con la mirada fija en la mochila.

Entonces notó que lo que se agitaba dentro hacía esfuerzos por salir, porque los roces y movimientos estaban cada vez más próximos a la boca de la mochila.

Por fin, algo se asomó por la abertura. No era una culebra, ni un lagarto, ni ningún bicho. Por no ser, no era nada que Raquel hubiese visto anteriormente.

Agustín Fernández Paz: En el corazón del bosque

1. La protagonista no logra conciliar el sueño porque escucha unos ruidos extraños e inquietantes. ¿De qué se tratará? ¿Qué habrá en el interior de la mochila?

2. ¿Cuál es la última excursión que has hecho con el colegio? ¿Qué es lo que más te gustó de ella? ¿Cuál es tu mejor recuerdo de un viaje con la clase en años anteriores?

3. ¿Qué excursión o viaje educativo se podría hacer en relación a los contenidos de este curso?

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ACTIVIDADES

Capítulo 4

1. Aprovechando las «aventuras«» cotidianas que todos hemos vivido, vamos a elaborar el «Decálogo del buen explorador».

• Elaborad de forma colectiva un listado con todas las cosas fundamentales que debemos incluir en una mochila para evitar sobresaltos en cualquier excursión por la naturaleza.

2. ¿Qué os parece la idea de crear un cuaderno de viaje colectivo con las aportaciones personales de cada uno de vosotros?

• Redactad un texto sobre un viaje o excursión personal. Incluid dibujos y fotografías para construir una propuesta visualmente atractiva.

• Reunidlos todos en un volumen que se incorporará a la biblioteca del aula.

3. Te proponemos organizar un certamen de relatos…

• Preparad una selección de cuentos clásicos, mitológicos o leyendas que todos y todas conozcáis.

• Cada uno de los participantes elegirá un texto y lo reescribirá cambiándole el final.

• Con todos los resultados puede editarse una recopilación en papel y que esta sea presentada en un acto especial a lo largo del curso.

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4. Vamos a jugar ahora con los textos a partir de la técnica El mensaje del náufrago:

• Haced grupos de cuatro compañeros y compañeras.

• Seleccionad un libro de la biblioteca.

• Elegid de cada libro un trozo de texto con sentido. Más o menos una página.

• Copiadla en un folio en blanco eliminando algunas palabras, frases o párrafos enteros, como si fuese una carta de un superviviente que se ha deteriorado a causa del agua que entró en la botella en la que ha estado flotando por el mar.

• Una vez preparado el texto, os lo intercambiaréis con otros grupos. Para intentar completar los espacios vacíos, dando sentido al texto.

• Al final se ponen en común las historias reconstruidas por diferentes personas y se comparan con los originales.

¡Cuántos textos nuevos pueden surgir!

5. El relato En el corazón del bosque alterna realidad y fantasía. En esta obra trabajaron mano a mano el autor, Agustín Fernández Paz, y el ilustrador, Miguelanxo Prado.

• Os proponemos investigar sus trayectorias profesionales y resolver este juego en vuestros cuadernos:

Relacionad a cada autor con sus obras y, de esta forma, descubriréis otras historias en las que firmaron juntos y que os pueden interesar.

EL SECRETO DE ISLA NEGRA

CORREDORES DE SOMBRA PEDRO

Y EL LOBO

LAS FLORES RADIACTIVAS

MI NOMBRE ES SKYWALKER

MIGUELANXO PRADO

AGUSTÍN FERNÁNDEZ PAZ

FANTASMAS DE LUZ AMANI CARTAS DE INVIERNO ARDALÉN AIRE NEGRO
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