Argonauta, revista cultural del Bajío Año 1 Nro. 3

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me dijo que los difuntos ya no tenemos, los olvidamos, y que hasta el mío pasaría a formar parte del silencio. Me dijo que si te detienes a ver de dónde vienen los muertos sabrás a donde van y se volvió a reír. Y de cierto modo tenía razón porque los que habían fallecido colgados tenían las deudas hasta el cuello. A los que se les fue la vida pensando demasiado las cosas, perdieron la cabeza. Los que estaban avergonzados de su vida querían que se los tragara la tierra y los holgazanes habían preferido el sueño eterno, y todavía a los niños muertos se les engañaba con el cuento de la cruz y la resurrección. No quise hacerle caso y para convencerme de que no era cierto todo lo que me había dicho me senté afuera del cementerio repitiendo mi nombre en silencio. Al paso de las horas tomé de la basura un periódico, que leí para distraer los retazos de vísceras ennegrecidas que aún me quedaban. Luego me di cuenta de que en este país se puede matar todo, menos el hambre. Nunca me había fijado en lo repetitivo que es el periódico: Tiroteo deja tantos muertos. Fueron encontrados muertos. El saldo fue de tantos muertos. Los encabezados del periódico hablaban de nosotros. ¿Si éramos tan importantes por qué nos habían olvidado? Al día siguiente lo volví a leer y encontré un anuncio. Aún quería conseguir un trabajo. Fui a una entrevista de cuerpo presente. Éramos tantos que uno estiró la pata para ser el primero, pero ni eso le sirvió porque hicieron otra en la que duramos varios meses. Cuando

llegó mi turno me espanté las moscas, me acomodé las costillas y me enderecé las vértebras, pero la entrevista no duró ni cinco minutos. Fue rutinaria e indiferente. Aquello mató mis esperanzas. Estaba claro que alguien como yo difícilmente conseguiría empleo. Agoté el día y las posibilidades y de tanto caminar terminé muerto del cansancio, así que decidí quedarme afuera del cementerio. Estaba tan extenuado que, aunque dormí en la calle cobijado con un periódico, descansé en paz. Luego, traté de llevar mi situación a términos legales, pero el trámite era tan complicado, que, juicio tras juicio, uno permanece indefinidamente esperando el juicio final. Me las he visto bien duras. No hay ni para mortajas, menos para coronas de flores, por eso entre los pobres se han popularizado las coronas de espinas. Estaba tan desesperado que buscando trabajo terminé en ninguna parte, y es que vivimos en un país tan grande que estamos perdidos en él. Una vez iba pasando por una manifestación y me agarraron como a uno del montón. Nos metieron a una fosa común por un buen rato. Ahí escuché a muchos decir que preferían estar guardados que afuera. Allá era peor. Las opiniones coincidían en una sola: estar en las calles era la muerte. Cuando salí, me uní a los disturbios. Hubo linchamientos y saqueos a manos llenas y todavía nos querían cobrar por daños y perjuicios al alumbrado público, porque colgamos a uno con los cables de la luz. Apenas en julio elegimos nuestros homicidas locales y asesinos

federales, pero la intolerancia nunca había sido tan prolongada y violenta. La semana pasada, un amigo con el que comparto la acera me invitó a un funeral para distraerme, pero fue un desastre porque el difunto nunca llegó. Como estudiaba fuera pensaron que venía retrasado, después dijeron que andaba perdido con varios compañeros. Aun así nos quedamos. Fue como una fiesta tras otra fiesta. Descubrí que el sueño desaparece y que cualquier motivo es causa de festejo, y sobre todo que la desgracia es el mejor de los motivos. Por eso ya dejé de buscar empleo. Mientras me recupero para la próxima fiesta, me pongo a ver quién pasa frente al cementerio, nomás para matar el tiempo. Aún leo los periódicos y me sorprende que las notas de muertos nunca aburren. Quizá porque siempre nos divertimos. Una vez vi pasar a un moribundo por aquí y, ¡ah!, cómo le fue. Me recordó cuando aún no se me veían los huesos. Y es que la vida es muy dura, la muerte no. A mí, por ejemplo, me falta estómago para soportar todo lo que veo. Muchos no tienen corazón y se aprovechan de quien se descuida. Pero aun así, todo es fiesta. Cuando la noche agoniza, todos los muertos caminan por las calles con paso vacilante a su sepulcro. Vivir aquí es vivir en un valle de lágrimas para muchos, porque este es el país de los muertos. Por eso, las tradiciones para rendirle culto a la muerte, para su festejo y celebración, están más vivas que nunca.

INTERVENCIÓN POÉTICA

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