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Un viaje a 40 grados y peces dorados

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Páramo El Verjón

Páramo El Verjón

Hace tanto calor que siento que me deshago, pierdo toneladas de agua. Los hombres en una esquina juegan dominó, esperan al atardecer y el ruido del motor del bus que trae a las mujeres al pueblo, esas que a la madrugada se subieron una a una con sus sueños en la cartera, ellas que van a trabajar y dejar su vida en una casa bonita en Barranquilla.

Ese viaje en bus a Barranquilla representa dos horas de viaje, viajar en lancha es más rápido, pero más caro. Claro, ese lujo solo se da los días de paga y lo hacen las mujeres que no le temen al Magdalena. Saltan en sus aguas con chalecos salvavidas que salvan todo menos la vida.

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El ritmo de dominó y el tinto hirviendo hace de todo un oasis poco creíble.

Este pueblo es una imagen fugaz de un álbum familiar de alguna casa, en una parte tiene un malecón hermoso junto al Magdalena rodeado de calles polvorientas, en la escuela los niños estudian bajo 40 grados, un niño llora, se le ha perdido su cuaderno y el lápiz, tiene miedo, no porque no pueda aprender, tiene miedo de la golpiza que le espera en su casa, acá se castiga al noble, al que no es vivo y se deja robar.

Ingenuamente en un salón atestado de niños y niñas preguntó sin sentido qué quieren ser cuando estén grandes, un niño de cabello hermoso responde: quiero ser motosierra. Quedé inmóvil, todo se congeló, el profesor cambió el tema y me llevaron a otro salón.

En la noche estaba con la señora de la casa viendo televisión, me contaba cómo su hijo trabaja en la ciudad y había progresado fuera de ahí, ella vivía sola, me había hospedado en su casa, en este pueblo no habían hoteles, mientras veíamos la televisión me sonó el teléfono y la señora saltó de su silla, estaba aterrada, al preguntarle por qué estaba tan nerviosa, me dijo que los paramilitares le tenían prohibido usar el celular en las noches, las luces de su casa se debían apagar a la 7 pm, no supe qué decir.

Luego me mostró el cuarto donde me iba a quedar, el cuarto no tenía ventanas, me dio claustrofobia o angustia de estar ahí, o de los recuerdos que me contaban, de las improntas que dejó la guerra.

Al día siguiente íbamos a Nueva Venecia, a la ciénaga, yo no sabía nada, solo que iba en la parte de atrás de un camión con un montón de mujeres, todas tan bellas, alegres y amables.

El puto camión se varó a una cuadra del pueblo, nos bajamos, empujamos, y no fue suficiente. Pero nada impediría esa salida, ni el sol, ni la lluvia, ni los malos recuerdos.

Llegaron unas motos a salvar el viaje, la vía era un mar de lodo denso, que no nos dejaba avanzar, pero los pilotos eran arriesgados. Pasamos los árboles de mango, las antiguas ladrilleras y los terrenos santos donde muchos fueron masacrados.

Llegamos a la ciénaga, nos subimos a una chalupa, el miedo me colmó, tenía susto de ahogarme, los rolos pobres no aprendimos a nadar, nunca fuimos al club. Esa lancha rústica se movía de lado a lado, ellas cantaban, estábamos felices, nada logró arrebatarnos este encuentro.

Era mágico navegar entre el manglar, en un punto del trayecto se juntaron las aguas de la ciénaga con el mar, los peces dorados y brillantes saltaban sobre nosotros, decidí congelar este recuerdo en mi mente.

Llegamos a la escuela, en un salón los niños eran separados por cursos, con un armario feo y viejo que las profesoras habían decorado, los sonidos de cuarto grado se intercambiaban con los de segundo grado. En otro salón estaba bachillerato, un grupo de 15 estudiantes, todos jóvenes. No había profesor fijo, ellos resolvían las tareas que les dejaban en cada ronda que hacía el profe, que hacía las veces de directivo, rector, orientador, todo a la vez. Me dijeron que la ruta escolar era una chalupa que venía de otros caseríos entre palafitos.

En otro salón, de la nada, salió un niño que cantaba vallenato inflando sus pulmones que eran más grandes que él. Una de las señoras que iba en el viaje al escuchar al niño se puso a llorar, pensaba que era la emoción. Le pregunté a la profe por qué lloraba y me dijo al oído que ese niño era idéntico a su hija, bueno, una niña que le había adoptado a un circo que la abandonó, ella creía que era su hermano.

En este pueblo, antes de aprender a hablar, se aprende a morriar. Morriar es navegar en esa chalupa, abrirse camino entre aguas para ir a la tienda, para ir a la escuela, para ir a pescar, para ir a la iglesia. Este es un pueblo de pescadores. En este punto del viaje nos separamos, mi misión era buscar niños que no estuvieran estudiando, eran muchos, en cada casa había un niño llorando por el hambre, otros desenredando la atarraya.

La psicóloga me llevó morriando de casa en casa, ella nació en este pueblo, tenía a su familia aquí, vivían en una de las casas más grandes, la que tenía tienda. Antes de llegar me contó su historia, me contó cómo una noche los paramilitares llegaron en la madrugada, antes de que los pescadores salieran a buscarse el diario. Los sacaron de su casa uno a uno, se los llevaron, a su papá también, los hicieron arrodillarse en la plaza principal frente a la iglesia, les pegaron tiros de gracia.

Ella, desde ese día no había regresado al pueblo, se puso a llorar. Solo pude escuchar sus sollozos.

Luego, llegamos a su casa. Nos recibió su hermana, una mujer con una sonrisa hermosa, me mostró su sala, era muy acogedora, me prestó su baño que estaba más limpio que cualquiera. Me despedí con un abrazo, ellas también se abrazaron.

Continuamos con la cita del almuerzo, era en la casa del lanchero que nos llevó de Sitio Nuevo a Nueva Venecia, un hombre sonriente, simpático. Él también tenía una pista de baile en medio de la ciénaga, en broma me decía que los borrachos cansones se tiraban al agua. El menú lo haría su mamá: un pescado frito con patacones y arroz, un manjar, siempre he amado el pescado.

Él nos contó cómo tuvieron que irse para Barranquilla, cuando les pusieron un rótulo en sus cabezas que decía guerrilleros. El pueblo quedó hecho un pueblo fantasma. Nunca se pudo adaptar a Barranquilla, por eso regresó.

Luego de comer y contar historias, las señoras se reunieron en un círculo, yo solo escuchaba atentamente y hacía notas mentales, ellas hablaban de cómo bailaban cumbias y otros ritmos tradicionales, uno de los pasos solo lo sabía la mayor, la mamá del lanchero, en un instante dijo se los voy a mostrar. Les enseñó a las demás su paso y cerró el movimiento diciendo “hace diez años no bailaba, hoy rompí mi duelo”.

Ya era hora de regresar, ese día debía volver a Bogotá, sobre el tiempo llegué corriendo a la casa recogiendo mi desorden, todas las personas me ayudaron a alistar mis maletas. Llegó la mototaxi, una señora le dijo al señor que me iba a llevar, que yo era su sobrina, la cachaca, que me cuidara y me llevara rápido.

Aún no salía mi vuelo y ya me hacían falta. Los vi un par de días, pero siempre los llevo conmigo.

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