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Hombre de
familia L
a reunión de una típica familia caldense se conoce porque es el encuentro de decenas de personas que hablan al tiempo, a todo pulmón y se entienden. Es increíble, pero debe venir en nuestro ADN. Si el suceso de la Torre de Babel hubiera ocurrido en estas tierras, estoy seguro de que no habría pasado a mayores, pues alguno de nosotros se habría hecho entender, aunque para ello tuviera que acabar con su laringe y manotear tanto, como la matrona de la casa. Encontrarse en familia es un alimento para el alma, dice una prima que no iba a Pensilvania desde hace casi 40 años, y tiene razón. “La familia, Señor, ese viacrucis de parientes”, como la describe Facundo Cabral, es la oportunidad para llenar el corazón de recuerdos y la barriga, de las mejores viandas: que el alfandoque, que la panocha, que las tortas de chócolo, que los buñuelos, que la natilla, que el batido de mora con panela raspada, que la mazamorra, que la morcilla, que las migas de arepa, que la gata -que en Manizales y otras tierras conocen como fiambre-, que el sancocho en el río... y no sigo por respeto a la campaña contra la obesidad que se emprendió en Caldas la semana pasada. Recorrer el pueblo con tías, tíos, tías abuelas, primos lejanos y encontrarse la casa en la que nació el uno o el otro, llegar a una vivienda de tabla parada en donde aún existe el pequeño lote de tierra en donde el abuelo cultivó de todo para asegurar la lata de la decena de hijos; la otra vivienda en donde casi se murió una de ellas y hasta alcanzaron a llevarle el cajón, pero ahí sigue vivita y coleando, por cuenta de una promesa a la Virgen, no dudan en asegurar, y es mejor no bromear con ese tema, que puede tirarse el momento. También hablan del lugar en donde alguno se quemó por robarse una arepa caliente, o el que se accidentó en la bicicleta alquilada en el almacén de don Miguel Ángel Aristizábal y por impresionar a una vecina terminó perdiendo el control y estampillándose contra el viejo colegio. No podía faltar el re-
cuerdo de la tirada en tabla, de la montada a caballo en pelo, de la alegría en medio de la escasez, de la unión familiar, de los que ya no están con nosotros, de los temores que les infundían con fantasmas, brujas, gusanos cerdudos o el diablo; o las pelas que les infligían por salirse del redil. La vida en los pueblos sigue siendo como en el disco de Serrat, dormida, “bajo un cielo que a fuerza de no ver nunca el mar se olvidó de llorar”. Pero en cambio, por sus callejas de polvo y piedra no pasa solo el olvido, lo que pasan son los recuerdos de tiempos diferentes, felices, mejores o peores, según los protagonistas, pero cargados de anécdotas, que a pesar de repetirse aún nos hacen reír. Hay cosas que no cambian, como la casa de mis primas, a la que una de ellas entró sin problema. Pidió permiso a la actual dueña y esta se lo permitió. Vio el tiempo detenido, las cosas se veían exactamente igual a cuando vivió allí. De mi familia he aprendido la solidaridad, ese valor que escogió Estoy con Manizales para fortalecer en esta ciudad, que es innato al clan familiar. Lo viví el día en que como buenos hermanos estábamos en pleno tropel con mi hermana y llegó mi papá. Yo, que detesto los zapatos, salí corriendo a pie limpio. Y mi hermana que no pudo escapar se asomó por el balcón y me los tiró para que yo pudiera poner los pies en polvorosa, mientras ella sí recibía los tres ramalazos de rigor con las tiras colgantes que le quitaron al estuche de un machete con el único fin de hacer de ellas el disciplinador. Cómo no voy a querer a mi familia, que me ha salvado desde niño. Por eso cuando todos me dicen, pero usted por qué se declara conservador, reafirmé mi respuesta en el encuentro familiar: porque soy hombre de familia, de la tradicional, de la bulliciosa, la unida hasta ahogar y que llama primos a todos aquellos con los que tiene un parentezco hasta lejano, y porque amo sus tradiciones, así por épocas engorden, pero nunca hastían.