Cero tolerancia

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Cero

tolerancia T

odos tenemos un límite para algo. Algunos lo ponen más alto en cuestiones de moral -su moral-, otros en asuntos de humanidad, algunos más en ética de los negocios y, por supuesto, hay quienes ubican un listón más alto en cuestiones del amor. Claro, también hay quienes pierden en eso el sentido común de las proporciones y les parece que como su defensa es por los animales hacen un ruido ensordecedor por el maltrato a cualquier bruto, pero ni se inmutan ante la violencia descarnada contra sus semejantes. Eso me ha hecho pensar muchas veces en qué no estoy dispuesto a tolerar. Y me doy cuenta de que puedo ser casi un radical. No tolero el asesinato de nadie, no tolero el maltrato a la mujer, no tolero la falta de tolerancia contra las ideas ajenas, no tolero la ausencia de argumentos para rebatir las ideas, no tolero a los corruptos, no tolero a los camárras de la moral ni a los torquemadas... y la lista sigue. Por supuesto, para hacer la tautología completa, esto me hace un intolerante, así que en buena parte no me tolero ni yo mismo. Siempre hay alguien que te recuerda cuando dices que debemos ser más tolerantes, que eso no tiene sentido. Que tolerar es aceptar a regañadientes las cosas, así no nos gusten, y por eso prefieren la palabra respeto. Que es mejor el respeto que la tolerancia. No estoy muy seguro de tal diferenciación, pues entiendo ambas palabras en el mismo sentido. Al fin y al cabo, respeto es un valor escogido por el colectivo Estoy con Manizales, del cual formo parte en mi papel de incrédulo, para promover en esta ciudad a la que tanta falta le hace, así nos creamos tan amables y cultos. Tolerancia es la palabra atribuida por los sacerdotes y apropiada por las comunidades de nuestro Gran Caldas a comienzos del siglo XX para dedicarle a esa zona en donde los hombres podían saciar sus necesidades sexuales con mujeres dedicadas a la llamada profesión más antigua del mundo. Luego se iban como si nada a sus casas y parte sin novedad. Le he escuchado a algunas señoras de mi pueblo decir que eso era mejor, porque hoy están

las prostitutas regadas por todas partes. Asunto de intolerancia. La mayor lección de tolerancia la recibí de mi papá, cuando apenas era yo un niño. Íbamos a casa de mis abuelos por la ruta corta, para lo cual debíamos pasar muy cerca de la tal zona de tolerancia, que en los pueblos aprendimos a llamar Barrio, pues era el único lugar de la localidad con vocación definida. Eso era tener las cosas claras. Cuando los muchachos querían perder su virginidad armaban plan para ir al barrio. Un asunto cultural de nuestras sexualidades que pocos se atreven a recordar. En la esquina, justo antes de cruzar a casa de mis abuelos, había un hombre claramente borracho encuellando a una mujer, claramente de esa zona. Él la amenazaba con darle plan con un machete. Ella intentaba sin mucho éxito liberarse. Don Fernando, ese sí don, o sea mi papá, se fue hacia la pareja y empezó a convencer al borracho para que le entregara el arma, con el argumento obvio de que a las mujeres no se les agrede ni con el pétalo de una rosa. Y lo logró. El hombre en un principio refunfuñó, pero entregó la herramienta convertida en arma y permitió que la mujer se fuera. Yo, lleno de miedo, estupefacto, vi la escena. Aprendí que la fuerza de las palabras puede convencer hasta a borrachos que se las dan de muy machos sometiendo a mujeres, de cómo a las mujeres sin importar su oficio o condición se les respeta y punto, sin condicionantes. Y de cómo ante una injusticia evidente no se puede ser tolerante. “Ella me pegó primero y varias veces”. Ese fue el argumento en estos días de un funcionario que le pegó a su novia, cosa que no hubiera trascendido si no fuera porque quedó en un video, porque ya no es noticia lo que sucede, sino lo que queda grabado para satisfacción del rating. Yo, intolerante, lo juzgo y me molesta saber que lo hago y me pongo entonces intolerante conmigo y me recrimino por ello y me hago un torquemada de mi mismo. ¿Quién podrá tolerar a este intolerante?


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