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miedoso…Wampy, el murciélago

WAMPY, EL MURCIÉLAGO

MIEDOSO

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Octavi Franch

El padre de Héctor era psicólogo, logopeda y veterinario. Por todo ello, en casa de Héctor siempre había un montón de animales de todo tipo, desde los domésticos de toda la vida como perros, gatos o tortugas, hasta los salvajes del bosque o de la selva: lobos, papagayos o, incluso, delfines en la bañera. Pero no fue ni un tiburón —no son tan malos como los pintan— ni un tigre de Bengala ni un elefante de África, el animal que llamó la atención del niño; no, más bien no; fue un murciélago llamado Wampy. Wampy tenía hora en la consulta del doctor Massip — el padre de Héctor— a última hora: ocho y media de la tarde.

Como la madre de Héctor trabajaba hasta casi la noche en una tienda de ropa del centro de la ciudad, el niño ayudaba a su padre hasta que ella llegara a casa. Su tarea consistía en abrir la puerta de la calle cuando llegaban las visitas y acompañarlas hasta la salita, a la espera de que su padre terminara con el paciente que estaba atendiendo e intentado curar. A las ocho y cuarto, sonó el timbre.

Héctor, que estaba leyendo el último cómic de Star Wars en el sillón del comedor, a la vez que cenaba una hamburguesa con mucho tomate, dio un salto y fue a abrir la puerta. Se quedó boquiabierto contemplando al animal que había llamado al timbre: ¡Era un murciélago! Nunca había visto ninguno de tan cerca ¡ni en la consulta de su padre ni en ninguna parte! ¡Cómo fliparían sus amigos y compañeros de clase cuando se lo contara! — Buenas tardes —dijo el murciélago, con la mirada triste—, soy Wampy y tengo hora con el doctor Massip... —Buenas tardes, señor Wampy. Pase, pase, por favor, que mi padre enseguida le atenderá... Ambos, el niño y el animal, caminaron hasta la salita donde esperaban los enfermos que era necesario que sanara el doctor Massip. Ninguno de los dos, sin embargo, dijo nada.

El niño por prudencia y el murciélago por vergüenza. —Espere aquí, por favor. Mi padre le visitará en un momento... —Gracias... —dijo agradecido el murciélago, mientras se secaba las lágrimas con un ala. Héctor, como no quería molestarle, volvió a la lectura de su tebeo de La guerra de las galaxias, con su héroe favorito: Han Solo. Justo antes de girar página, no pudo seguir leyendo: el llanto del murciélago le hacía tanta pena que no lo pudo resistir y fue hasta la salita para tratar de calmar al pobre señor Wampy. —Señor Wampy, ¿Qué, no se encuentra bien? ¿Qué puedo ayudarle en algo? —le preguntó, muy alarmado, Héctor.

—Gracias, chico, pero mi enfermedad no tiene cura... Es de nacimiento, ¿sabes? —Ah... ¿Y qué le pasa, exactamente? —Tengo miedo... Mucho miedo... —¿De qué? Porque todos tenemos miedo a algo en esta vida... —Sí, pero yo tengo pánico a la sangre, tú dirás... ¿Verdad que es muy triste? Soy tan desgraciado, pobre de mí...

Héctor no salía de su asombro. ¡Un murciélago que tenía miedo a la sangre! ¡Eso sí que era una pasada! ¡Debía de ser el único de todo el planeta! Le daba tanta lástima el señor Wampy... —Usted no se preocupe, mi padre lo curará en un santiamén. Ya lo verá, ¡confíe en mí! —No sé... Ya he ido a tantos médicos... Estoy a punto de perder la esperanza... — afirmó Wampy, cabizbajo. —Venga, hombre, no se ponga así... Dese otra oportunidad. ¿No cree que se la merezca? —Quizá sí... —Sabe, haremos una cosa, si me lo permite, claro: vamos a jugar a engañar al miedo. —¿Cómo?—preguntó el murciélago, intrigadísimo por la propuesta del niño. —Ahora vuelvo, no se mueva... Mientras Wampy se quedaba alucinado con la apuesta de Héctor, éste fue a la cocina, cogió el bote de kétchup y se lo tiró por encima, desde la cabeza hasta los pies, todo bien empapado de salsa de tomate. Cuando regresó, el murciélago, primero asustado de verdad, pero

después extrañado porque el miedo no era tan fuerte como de costumbre, se acercó a él como quien no quiere la cosa. De pronto, Wampy empezó a oler al niño. Héctor, por su parte, no se movía: solo cerró los ojos y esperó a que el animal actuara. Al cabo de tres segundos, Wampy lamió todo el cuerpo del niño, sin hacerle ningún daño, al contrario: lo llenó de cosquillas que Héctor no pudo aguantar y terminó sobre el parqué de la salita casi meándose de la risa. Mientras tanto, el murciélago también comenzó a reír con el morro todo rojo. —Gracias, no sé cómo lo has hecho, ¡pero me has curado! ¡Ya no tengo miedo de la sangre! ¡Por fin soy un murciélago de verdad! ¡Ya no se reirán de mí mis compañeros de cueva!

Cinco minutos más tarde, un pingüino friolero salió del despacho del doctor Massip. A continuación, después de dar la mano uno y la aleta del otro, el padre de Héctor preguntó a su hijo: —¿Que no tenía otra visita? —Sí, pero se ha tenido que ir. Me parece que ya no está enfermo... —¿Y eso? —No era tan grave como él creía...

Octavi Franch (Barcelona, 1970) Escritor de todos los géneros en todos los formatos. Ha publicado unos 75 libros y ganado más de 100 premios literarios. Retirado de las letras por motivos laborales durante 7 años, en 201 5 resurgió de la penumbra. Actualmente está acabando de reeditar su obra en catalán, publicándola en castellano y empezando a editarla en inglés. Además es dramaturgo, guionista audiovisual y articulista. También lleva a cabo, por encargo, cualquier función dentro del sector editorial.

EL NEGRO

Yobany García Medina

El Negro tenía el pelaje de su madre y los ojos de todo aquel que le diera un poco de comida. Su cuerpo flaco y su tamaño de bolsillo lo imposibilitaban para defenderse de otros perros. Por esta razón, la mayor parte del tiempo se la pasaba debajo de los coches o se metía al patio de doña Esperanza: una viejita a la que le encantaba cuidarlo. Bueno, ahora, porque antes cuidaba de sus hijos, hasta que cada uno formó una familia y se fueron lejos de ahí. Pese a ello, el Negro no era perro de nadie, sino de todos. Aunque el cachorro había adoptado a doña Esperanza como su legítima dueña, todos en la colonia sabían que tanto don Pablo, el dueño de la ferretería, como Agustín, el muchacho de cabello largo que escuchaba música rara, tenían algo de familiaridad con él.

En la colonia vivía un joven que tenía poco tiempo de haberse mudado y, sin duda, se negaba a adaptarse a las costumbres de los vecinos; la principal: cuidar al Negro. Cada mañana, muy tempranito, el Negro salía a inspeccionar el lugar, andaba por aquí y por allá con la nariz pegada al suelo: olía la basura, los árboles, los postes y algún que otro teléfono público evitando, con astucia, la vista de otros perros.

El problema era que a la misma hora el joven salía a correr. Daba dos o tres vuelta en el parque de la colonia y, obligadamente, se encontraba con el perro.

Esta era una situación que le resultaba molesta pues, como es costumbre de los perros bien educados, siempre se acercaba a saludarlo con la cola como abanico y con la lengua de fuera.

Quizás era el aspecto del perrito, como de sombra con pelos, lo que le incomodaba al muchacho o, simplemente, no le agradaba; la cuestión es que cuando el Negro intentaba saludarlo le contestaba, como es costumbre de las personas cultas y políglotas, con un ¡Fuchi!, ¡Fuchi!

El Negro, aunque era muy listo, no entendía otros idiomas, así que le colocaba las patas delanteras en sus piernas y comenzaba a lamerlo hasta que el joven lo alejaba con una patada.

Así pasaron semanas y meses, pero cierto día el joven no salió a correr; en su lugar una camioneta blanca y vieja daba rondines por el parque. Los hombres que se encontraban dentro de la camioneta vieron de lejos acercarse a un perro flaco, feo, negro y, lo más importante, sin placa. Como tenía como legítimo dueño a la colonia entera, nunca tuvo la necesidad de una placa que lo identificara. Así que los sujetos bajaron del vehículo con un palo que en la punta tenía una cuerda en forma de O y emboscaron al pobre perro.

Aunque esto no fue necesario. El Negro, con toda ingenuidad, no pudo olfatear el peligro y como su educación no tenía límites, se acercó a saludarlos. Sin

previo aviso lo tomaron por el cuello y lo aventaron en la parte trasera de la camioneta, donde había otros tantos perros flacos y feos. Rápidamente guardaron su equipo, abordaron la camioneta y se fueron sin alboroto.

A las ocho en punto, doña Esperanza se convertía en el despertador de la colonia, comenzaba a barrer el pequeño pedazo de banqueta que le correspondía, mientras le gritaba al Negro a todo pulmón para que viniera desayunar. Esa mañana no llegó, ni la siguiente, ni la siguiente. Doña Esperanza moría de tristeza y nadie sabía en dónde andaba el perro. Cierto día, doña Esperanza salió a ver si de pura casualidad el Negro regresaba, pero no ocurrió. Se encontró al joven, que pasaba cerca de su casa. La señora con la ilusión de que él lo hubiera visto, le preguntó:

―Joven, joven, ¿no ha visto al Negro? El muchacho frunció el ceño y le contestó con una pregunta: ― ¿El negro?

―Sí, un perrito que todas las mañanas venía a desayunar a mi casa, casi, casi yo era su dueña, aunque toda la colonia lo conocía. ―¡Ah! No, no… señora, no lo he visto. El joven notó que a doña Esperanza se le inundaban los ojos de lágrimas cuando hablaba del Negro. Se sintió mal y su corazón se llenó de remordimiento. Se despidió apresurado y fue a buscarlo al lugar donde se lo habían llevado. Él había llamado a la perrera y por su culpa doña Esperanza se veía muy enferma. Sin embargo, al llegar al lugar, ya era

demasiado tarde. Algo le había pasado al Negro. Ya no estaba y no supo qué hacer.

A la mañana siguiente, salió a correr como de costumbre y, como nunca, al volver pasó a saludar a doña Esperanza e incluso aceptó desayunar con ella, ésa y otras tantas mañanas. Asimismo saludaba a don Pablo, al chico de cabello largo que escuchaba música rara y a todo vecino que se le cruzara en el camino. Inevitablemente el Negro le había enseñado algo de buenos modales.

Yobany García Medina (Estado de México). Es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas, FES-Acatlán (UNAM). Es miembro fundador del Seminario Permanente de Metaficción e Intertextualidad (FES-Acatlán) y ganador del 1er. certamen de minificción “Fantástica Lascivia”, UNAM, 2013. Además de ser galardonado con el Premio Nacional de Poesía “Rogelio Treviño” en 2017, con el poemario Sótanos del insomnio. E-mail yobany.jmg@gmail.com Facebook https://www.facebook.com/yobany.aicrag Blog https://liberoamerica.com/author/yobanygarmed/?fbclid=IwAR2 df8CtnlApwcvu-i5hj-bp9t4GJzZnb9dQCZ_xppbgfBTUhA71 -vYnJic

EL LOBITO

PROTECTOR

María Elisa Robenolt Lenke

Bandit era un perrito Husky, de esos que viven en Siberia, pero él vivía en la ciudad. Disfrutaba cada mañana sus caminatas; su lugar favorito era el parque.

Oler las flores, mirar aves, correr tras ellas, especialmente cuando su ama le sacaba la correa y lo dejaba correr suelto en el parque. Todo era diversión para Bandit, oler flores, explorar y morder ramitas caídas. Pero a veces esa diversión se terminaba cuando llegaban los otros perritos a molestarlo y burlarse de él. La realidad era que le tenían miedo, porque Bandit se veía como un lobito y preferían alejarse de él a que Bandit se enojase y los mordiera. Creían que riéndose de él, Bandit iba a asustarse.

Pero Bandit era demasiado inteligente para dejarse intimidar por ellos. Y aunque, a veces, se ponía triste y le costaba entender porqué no lo dejaban jugar con ellos, él prefería la inocencia de las flores y mariposas.

Pero un día llegó Bandit al parque y encontró a todos los perritos asustados en una esquina. Al acercarse, descubrió que un coyote malo se había metido al parque a asustar a los perritos. Decidió entonces aullar como lobo y asustar al coyote malo.

Enojado, el coyote lo miró a los ojos y se fue temblando.