El tiempo de un bodegón Alberto Ruiz de Samaniego
Pascal se admiraba de la fascinación que provocan los bodegones, mientras que la contemplación de los objetos reales que esos bodegones representan no parece suscitar ningún interés. Pero es que la imagen, de alguna manera, contiene a la vez al objeto y su emoción contemplativa. Tal es lo que sustenta la poética de la naturaleza muerta, también llamada vida en suspenso, o vida quieta1. Ya que no se pueden retener los objetos de nuestras pasiones, habremos de contentarnos con su imagen. "Para perpetuar la emoción -escribió Emmanuel Sougez- esa imagen debe ser precisa y contener las causas de la atracción. El espíritu no puede contentarse con el "flou" de un recuerdo, sino que quiere encontrar, a cada llamada de la memoria, todo lo concreto de su aventura. Sólo la fotografía es capaz de satisfacer este deseo". Tenemos, pues, aquí, la imagen fotográfica como una ecuación matemática sobre lo real; capaz de atrapar en lo concreto una estructura fija, estable, sobre la que los objetos mismos y las emociones que provocan puedan en definitiva organizarse: reposar, sostenerse. No puede extrañarnos, por ello, que el primer daguerrotipo conocido sea precisamente una naturaleza muerta: unos vaciados en yeso y otros objetos sobre una mesa que Daguerre inmortalizó en un ya lejano 1837. A lo largo de toda una vida volcada en la fotografía, Emmanuel Sougez se concentró con auténtico rigor jansenista en las variaciones de estas estructuras, de estas pequeñas arquitecturas de visión sobre humilde mesa casi conventual. Al cabo, como señaló Guy E X I T Nº 18-2005 24
Davenport, "la reiteración es un privilegio de la naturaleza muerta que no comparten muchos otros géneros."2 Esa repetición demuestra sin duda un verdadero amor a los objetos, y a la vez un ansia equivalente de diafaneidad geométrica y, acaso, espiritual. Así, en 1947, durante una convalecencia, Sougez fotografía a distintas horas del día y de la noche una simple puerta, una puerta ciertamente ordinaria. Al final de la serie aparece, como en sueños, en el marco de la puerta, una mujer desnuda. Estamos como ante la aparición de Eurídice, el tesoro final de la demorada investigación escópica: posiblemente la realidad última, el cuerpo tangible de la belleza. En medio de ese amor franciscano por los objetos más humildes (enseres domésticos, paños, alimentos, frutas) se busca la presencia arquetípica, pero en el modo de una presencia nítida, fijada, ordenada: armonizada. La imagen resulta así un pequeño rincón del mundo salvado a la entropía y al olvido, amorosa, primorosamente; un casi inaparente organismo autónomo dotado de un valor completo en sí, leve cosmos en miniatura paralelo a la propia naturaleza. A menudo el bodegón o naturaleza muerta se convierte en una especie de transmutación o visión interna donde la quietud y la geometría habrán de propiciar la mostración epifánica. El poeta Gerard Manley Hopkins denominaba a este internarse que descubre el secreto de lo presente, inscape. Esta voluntad de orden y cuidado, eminentemente solitaria y resguardada de cualquier afrenta de la exterio-