Lo que mi nieta me enseñó sobre la integridad

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LO QUE MI

ME ENSEÑÓ SOBRE LA INTEGRIDAD

V CERTAMEN LITERARIO 2025

Lcdo. José A. Heredia Andújar

Oficina

de Ética Gubernamental

Caminaba la pequeña Carmen junto a su abuelo Wilfredo por un parque cerca del hospital donde la abuela recibía sus tratamientos médicos. Era un parque que había visto mejores días: los bancos de madera crujían bajo el peso de los pocos que aún se atrevían a sentarse, los postes de luz tenían más bombillas fundidas que funcionando, y la fuente en el centro hacía tiempo que había dejado de soltar agua, convirtiéndose en un nido de iguanas de palo y hojas secas.

Carmen, de no más de ocho años, caminaba saltando sobre las líneas de las losetas, como si el suelo se hubiese convertido en lava. Su abuelo, en cambio, avanzaba con el ritmo lento y metódico de quien ha aprendido que la vida no tiene prisa, o al menos, que jugar a “el suelo es lava” ya no es una opción viable para las rodillas.

Pasaron junto a un viejo mural gastado por el sol y la lluvia, una obra de otro tiempo en la que alguna vez se habían pintado los valores fundamentales de la sociedad. Ahora, lo único que quedaba legible, en medio de manchas de moho y pintura descascarada, era una palabra solitaria y medio descolorida: INTEGRIDAD.

Carmen frunció el ceño. Integridad. Sonaba como algo que decían los adultos cuando querían parecer importantes, como “transparencia” o “gobierno eficiente”. A lo mejor tenía que ver con los papeles que su abuelo firmaba cuando trabajaba, o quizás con esas reuniones largas donde todos hablaban y nadie hacía nada. Pero si había alguien que podía explicárselo, era su abuelo. Aunque, por su cara de “esto no es conmigo", parecía que prefería que le preguntara a otra persona.

Abuelo, ¿qué es la integridad? preguntó, deteniéndose frente al mural.

Wilfredo sintió cómo la pregunta le caía encima con el peso de una factura de luz en verano o un tapón en la Baldorioty un viernes: inevitable, desesperante, sin escapatoria.

Mientras caminaban, y el parque se volvía su propio viacrucis, Wilfredo sintió que el tiempo se detenía. Pudo verse desde arriba, como si su conciencia hubiera tomado un dron prestado. Se vio a sí mismo joven, con el cabello negro aún intacto, con menos barriga y más certezas. Se vio en reuniones, en oficinas, en discursos donde la palabra "integridad" se mencionaba con la misma facilidad con la que se prometían cosas imposibles.

Tragó saliva. No soy quién para hablar de integridad, pensó, sintiendo que hasta los árboles lo juzgaban.

Carmen no dejaba de mirarlo, con los ojos grandes y ansiosos. Wilfredo suspiró, la respuesta se le quedó atorada en la mente. Qué complicado se volvía todo cuando los remordimientos ensuciaban lo que, de otro modo, podría haber sido una respuesta sencilla.

La integridad, mi pequeña… es como cuando puedes comerte el último pedazo de pizza sin que nadie te vea… pero no lo haces, porque sabes que era de tu hermano. Carmen lo miró, completamente confundida. Sus ojos grandes se achicaron un poco, intentando entender la conexión entre la pizza y lo que su abuelo estaba tratando de decir.

¿Y si nadie se da cuenta? - preguntó Carmen.

Wilfredo levantó una ceja.

Ah, pero tú lo vas a saber. Y eso es lo que cuenta.

No se trata de lo que ven los demás, sino de lo que sabes que es correcto en tu interior. La integridad no se mide por lo que ocultas, sino por lo que decides hacer cuando nadie te observa.

Carmen se quedó en silencio, con los ojos bien abiertos, como si estuviera reviviendo la caída de Mufasa en El Rey León. Por un segundo, pareció que la palabra “integridad” estaba tomando forma en su mente, pero luego se encogió de hombros y siguió caminando.

¿Y si nadie se da cuenta?

Wilfredo, por un momento, se quedó en silencio. Se sentó en uno de esos viejos banquillos de madera, las piernas cansadas, la mirada perdida. Recordaba a su esposa, en cama, luchando contra una enfermedad que no perdona, y a sus hijos, que se esforzaban cada día por sobrevivir y “echar pa’ lante”. Esa frase, “echar pa' lante”, le rondaba en la cabeza, mientras pensaba en todas las veces que había tenido que hacer la vista larga en el trabajo, firmar papeles que nunca entendió completamente, o quedarse callado para evitar un problema que ni siquiera se atrevía a imaginar. Todo eso para mantener el empleo en el Hospital Municipal y así poder “echar pa' lante”.

Mientras su mente se enredaba en recuerdos, sentía que algo, más allá de este mundo, le había impedido actuar con integridad, siempre acechando desde las sombras del trabajo. Era como una sensación persistente de estar caminando en una cuerda floja. No era un peligro que pudiese tocar, no podía identificarlo claramente, pero estaba ahí, presionando como una sombra invisible sobre cada paso que daba. No podía decir si se trataba de su jefe, de sus compañeros o de algo mucho más grande, pero la sensación de que cada movimiento podía ser malinterpretado lo mantenía tenso, como si de alguna manera todos estaban mirando, esperando que cometiera un error. Y lo peor de todo era que nunca se podía saber con certeza quién o qué esperaba.

A Wilfredo siempre le llamó la atención aquella historia griega de un tal Damocles y una espada colgando sobre un rey. Nunca se aprendió bien los detalles, pero su versión, con sus arreglitos, siempre le pareció más interesante.

Wilfredo llamo a la pequeña Carmen a quien siempre le encantaba escuchar las historias de su abuelo.

Te voy a contar algo, a ver si me sigues. Hace muchos, muchos años, había un hombre llamado Damocles que trabajaba en la corte de un rey muy poderoso. Damocles siempre decía que el rey tenía la mejor vida del mundo: comía lo que quería, vestía con ropas finas y todos lo obedecían.

¿Como un rey de verdad o como el que vende hamburgers? preguntó Carmen.

Wilfredo soltó una risa. Como los de antes, sin papas fritas.

La cosa es que el rey, cansado de escucharlo, le dijo: “Si crees que mi vida es tan fácil, cámbiate de puesto conmigo por un día”. Y Damocles, emocionado, aceptó. Se sentó en el trono, disfrutó de la comida, los lujos y las atenciones, hasta que miró hacia arriba y vio algo que le congeló la sangre.

¿Qué era? Carmen se inclinó hacia él, intrigada.

Encima de su cabeza, colgando de un hilo delgado, había una espada afilada. Si el hilo se rompía, la espada caería sobre él.

Carmen abrió los ojos como cuando descubrió que los Reyes Magos escriben igual que su mamá.

¿Y qué hizo Damocles?

Lo mismo que haría cualquiera con un poco de sentido común: se asustó. No pudo disfrutar la comida, ni la música, ni los lujos, porque todo el tiempo estaba pensando en esa espada que podía caer en cualquier momento.

¿Y qué pasó? Wilfredo se encogió de hombros.

Se quitó la corona y le dijo al rey: “Gracias, pero prefiero mi vida como está”.

Carmen se quedó callada, procesando la historia. Miró el mural descascarado y luego a su abuelo.

¿Y tú? ¿Alguna vez te has sentido como Damocles?

Más veces de las que me gustaría admitir, mi niña.

Wilfredo no tuvo corazón para decirle que, en su vida, la espada no colgaba sobre un rey, sino sobre gente como él: servidores públicos que firmaban por compromiso, que callaban por necesidad. Nadie les amenaza directamente, ni les dan órdenes claras, pero igual sienten esa presión, como si una espada invisible les rozara la cabeza. Porque saben que, si no lo hacen ellos, otro sí lo hará… y rápido.

Wilfredo miró a Carmen, tan inocente, tan llena de preguntas. Quiso decirle que la vida no siempre es justa, que la integridad es un lujo que a veces cuesta caro. Pero en vez de eso, solo le revolvió el pelo con cariño.

¿Vamos a buscar un helado, Carmen?

¡Sí! Pero tiene que ser de chocolate.

Como debe ser dijo Wilfredo, sonriendo.

De camino al parque, helado en mano y bigote de chocolate en la cara, Wilfredo bajó la voz como si fueran cómplices de una travesura:

Dime la verdad, Carmen… si tú fueras Damocles, ¿te quedabas en ese trono tan chévere, o salías corriendo en chancletas?

Carmen lo pensó un rato.

Pues si me tengo que estar preocupando todo el tiempo, ¿pa’ qué quiero la corona? Mejor me la quito y me voy a jugar.

Wilfredo rió bajito, con ese orgullo que solo sienten los abuelos.

Y dime, Carmen… ¿tú crees que siempre es fácil hacer lo correcto?

Depende… si es como la pizza, pues sí. Uno sabe que es de otro y no se lo come.

Wilfredo asintió.

Ajá. Pero, ¿y si en vez de una pizza, fuera algo más grande? ¿Y si decir la verdad o hacer lo correcto significara meterte en problemas?

Carmen se quedó pensativa.

¿Cómo cuando uno ve que alguien copia en un examen y no dice nada porque después lo llaman chota?

Wilfredo sonrió con un poco de tristeza.

Más o menos así, pero imagínate que en vez de un examen, fuera el trabajo de alguien. O su casa. O su familia.

Carmen abrió los ojos, entendiendo de golpe el peso de la cuestión.

O sea… que hay gente que sabe que algo está mal, pero se queda callada porque si hablan, pierden lo suyo.

Wilfredo asintió lentamente.

Exacto. A veces la espada no está sobre los que mandan, sino sobre los que tienen que decidir entre hacer lo correcto o proteger lo que tienen.

Carmen se mordió el labio, inquieta.

Pero entonces… ¿qué se supone que haga uno?

Wilfredo suspiró, deseando tener una respuesta fácil.

Eso depende de cada cual, mi amor. Pero dime tú… si nadie te viera, si nadie te castigara ni te premiara… ¿qué harías?

Carmen se quedó en silencio un momento. Luego, con la seriedad de quien ha entendido algo importante, dijo:

Siempre dejaría el pedazo de pizza que no fuera mío. Aunque nadie me viera.

Wilfredo le revolvió el pelo con ternura.

Entonces, mi niña, conoces mejor que yo lo que es la integridad.

Wilfredo la miró con curiosidad antes de preguntar:

¿Y por qué lo dejarías, Carmen, aunque nadie te viera?

Porque tal vez alguien lo está guardando con cariño. Y si yo me lo como, se va a poner triste.

Wilfredo la abrazó con suavidad.

Ese corazón tuyo vale oro, mi amor.

¿Y si te digo que una vez no hice lo que debía, por miedo?

¿Te regañaron? preguntó Carmen.

No… pero yo mismo me sentí mal.

Ah, pues ese regaño es peor. Porque uno no se lo puede quitar fácil.

Wilfredo soltó una risita.

¿Cómo sabes tanto tú?

Veo muchas películas… y tengo un buen abuelo.

Quién diría que, en ese momento de dudas, una niña de ocho años lo ayudaría a cargar un peso que llevaba hacía tiempo. Fue gracias a Carmen que Wilfredo entendió algo que debió haber comprendido hace mucho: que, aunque una vez dejó de actuar por miedo, no volvería a hacerlo. Que por más fino que fuera el hilo de esa espada imaginaria sobre su cabeza, jamás volvería a dejar de lado uno de los valores más importantes que todo servidor público debe tener: la integridad.

Sabiendo que su tiempo de actuar había pasado, pero que aún podía inspirar, aprovechó un domingo cualquiera, con toda la familia reunida en casa. Carmen en sus piernas, la mesa llena de platos vacíos y un bizcocho de chocolate al centro. Entre cucharadas y sonrisas tímidas, les confesó a su esposa y a sus hijos las veces en que no hizo lo correcto cuando fue servidor público. Le daba vergüenza, claro, pero más le importaba ser honesto.

El domingo siguiente no se reunieron en su casa. Ese día fueron todos al parque, al mismo donde Wilfredo tuvo su “epifanía”, como él le decía. Llevaron brochas, pintura y mucha energía. Hasta la abuela Nidia fue, sentada bajo un árbol con su andador. Carmen, que apenas llegaba a la mitad de la pared, pidió que la alzaran. Quería ser ella quien escribiera la palabra “integridad”.

Pasaron los años. Carmen creció, y ya no era la niña curiosa del parque. Caminaba por ese mismo lugar, pero ahora con sus propios hijos, mostrándoles el mural que aún seguía ahí. La palabra “integridad” seguía pintada, firme y clara, igual que el recuerdo de sus abuelos.

Y sí, Carmen llegó a ser una gran líder. Pero más que sus discursos, fue su ejemplo el que dejó huella. Porque aprendió desde pequeña que la integridad no es un adorno bonito para ser pintado en una pared. Es la base de todo liderazgo. Y que actuar con honestidad, aún cuando nadie esté mirando, es la verdadera medida del carácter.

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