¡Hágalo ud. mismo!: auto-construcción cultural

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LA CULTURA Y LAS NUEVAS INSTITUCIONES DE DEMOCRACIA PARTICIPATIVA Rosario Miranda

En estos tiempos de auge político de la memoria, en que por recordar se entiende hacer martirilogios, guardar minutos de silencio o dedicar monumentos y parques temáticos a las tragedias, propongo que usemos la memoria para recordar y tener presente el origen de nuestro actual sistema de gobierno, la democracia o república, que vamos a tratar aquí como sinónimos. Lo propongo porque, cuando un proyecto empieza, se tienen claros sus objetivos, se sabe lo que se quiere y hacia dónde se va; después, por la naturaleza de las cosas en general y de los asuntos humanos en particular, el proyecto se desvirtúa y degenera, se pierden o se difuminan sus referencias, y la colectividad que lo emprendió, desorientada, pierde la noción de lo que se trae entre manos y el sentido de lo que hace. Este proceso conlleva el olvido del significado primigenio y propio de las palabras y conceptos asociados a ese proyecto, que terminan refiriéndose a realidades que se llaman en verdad de otro modo, con lo cual se designa incorrectamente lo que hace, se cree estar donde no se está y haber alcanzado lo que no se tiene.

político. A tal fin se elaboró la Enciclopedia y, tras las revoluciones americana y francesa, se derrocó la monarquía absoluta y se instituyó la república, un nuevo régimen político con respecto al cual el absolutismo se denominó Antiguo Régimen. Frente al Antiguo Régimen, donde la autoridad reside en el soberano y donde el soberano gobierna a sus súbditos dictando leyes que emanan de su voluntad y en última instancia de Dios, en la república no hay súbditos de un monarca ni gobernantes y gobernados sino ciudadanos soberanos, políticamente iguales; en la república son los ciudadanos quienes hacen las leyes por las que se gobiernan, unas leyes que se elaboran en el marco de la Constitución, donde reside la autoridad y de donde los ciudadanos reciben el poder. De ahí que la república no sea el gobierno de los hombres sino el gobierno de las leyes.

En la Modernidad, el proyecto de la república y el concepto de ciudadanía que lleva aparejado nacieron en la Ilustración, de la que somos hijos desmemoriados.

El ciudadano, protagonista político de la república, es un individuo soberano, ni siervo ni señor de otro, un sujeto de derechos y de deberes, que, ni gobernante ni gobernado, se gobierna junto a sus iguales mediante leyes que hacen juntos. Un ciudadano es un individuo políticamente libre, y lo es porque el poder político reside en él y porque lo ejerce. En una república el poder político reside en los ciudadanos, no en el pueblo; el concepto de pueblo tiene sentido y vigencia en el Antiguo Régimen y en la sociedad estamental que le es propia, donde los individuos, políticamente desiguales, pertenecen a la nobleza, a la burguesía o al pueblo; en la república, integrada por ciudadanos, el concepto de pueblo queda obsoleto. El hecho de que sigamos usando dicho concepto en nuestra terminología política es un atavismo, un resquicio del Antiguo Régimen, y el hecho de que hayamos reconvertido la antigua oposición entre nobleza y pueblo en la dicotomía al uso entre políticos y pueblo es signo del analfabetismo político que nos aqueja. En la república no hay políticos y pueblo, hay ciudadanos iguales en dignidad y en poder; en la república no existen “los que mandan” ni las leyes se obedecen porque otros lo mandan: son los ciudadanos quienes hacen las leyes, y las obedecen porque las hacen.

La sociedad del siglo XVIII, en Occidente, estaba compuesta por señores con derechos y súbditos con deberes, se regía políticamente por monarquías absolutas y la mayoría de la población vivía sumida en la miseria y la ignorancia. La mentalidad que entonces se extendió y el movimiento que dicha mentalidad generó, que llamamos Ilustración, tenía los nobles objetivos de liberar al Hombre de la tiranía y la superstición, de la ignorancia y la pobreza, y elevar a todos los miembros de la sociedad al rango y a la dignidad de sujeto

El ciudadano se ocupa en los asuntos públicos, y lo hace debatiendo y votando leyes en asambleas tras haber adquirido virtud cívica, que es un sentido de lo común tan importante para un ciudadano merecedor de ese nombre como el sentido de lo privado. Tiene virtud cívica quien entiende y siente que lo común le concierne e interesa tanto como lo privado; quien carece de esa virtud o afección por lo común, es decir, quien no tiene activada esa faceta del yo que se llama “nosotros” y no sabe pronunciar la primera persona del plural, es, en

El antídoto con que contamos contra esta doble amnesia es la memoria del origen, en este caso de nuestra democracia o república, remontarnos a su inicio, recordar por qué y para qué salimos de casa, y también la memoria filológica, que permite recobrar el significado propio y preciso de nuestro vocabulario político. Dado que nuestro sistema político se encuentra en un estado deplorable, lleno de malformaciones y patologías, parece pertinente que nos remitamos a su principio, y también que hagamos un ejercicio filológico que nos ponga ante el significado original de los conceptos que nacieron con él. No es nada grave que adolescentes y jóvenes que no han recibido clases de historia contemporánea no sepan quién fue Franco, pues el pasado reciente, en tanto no se ha vivido, es tan lejano para las nuevas generaciones como el imperio romano; lo que en cambio sí es grave es que la casi totalidad de la población ignore qué es una república o qué significa “ciudadano”.


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