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Papa Francisco. Un educador en la sede de Pedro
from Revista EC 117
Pedro J. Huerta Nuño. Secretario general de Escuelas Católicas
“Educar es un acto de esperanza”, ha repetido con frecuencia el papa Francisco a lo largo de sus 12 años de pontificado. No es una frase decorativa ni una consigna motivacional: es una afirmación teológica, eclesial y profundamente política, que en este año jubilar -con el que providencialmente ha terminado su vida- adquiere una resonancia inspiradora y cargada de vida. Francisco ha asumido con una coherencia insólita que la educación no es una tarea subsidiaria de la misión de la Iglesia, sino su cauce más estratégico para el futuro. Su magisterio ha sido una lección continua, y su vida, una pedagogía.
En junio de 2024, la presidenta y el Consejo de Dirección de Escuelas Católicas tuvimos el privilegio de presentarle personalmente dos de nuestros proyectos más significativos: la guía para la prevención de abusos sexuales en el ámbito educativo y las iniciativas en torno al Pacto Educativo Global. Su respuesta fue sencilla e inspiradora: “la educación es una inversión para el futuro”. Más que una felicitación, la sentimos como una exhortación. Como buen educador, que reconoce el valor de cada gesto, Francisco no se limitó a emitir mensajes institucionales: asumió su ministerio como una siembra continua de la misericordia divina.
Ahora, tras su fallecimiento, el mayor riesgo no es olvidar su legado, sino intentar conservarlo bajo llave. Francisco nos enseñó a vivir la fe no desde la preservación, sino desde la audacia de quienes confían en que el Evangelio sigue teniendo algo nuevo que decir. Por eso, hablar de educación católica desde su magisterio, no es aludir a un plan pastoral ni a una fórmula de éxito, sino a una forma de mirar al mundo, de habitarlo y de transformarlo desde dentro.
Su magisterio y su forma de transmitirlo han sido los de un educador. Desde su primera exhortación apostólica, Evangelii Gaudium (2013), Francisco insistió en que toda acción evangelizadora debe incluir una dimensión educativa: formar personas es parte esencial del anuncio de la Buena Noticia. “La evangelización busca también el crecimiento, especialmente cuando asume el corazón del Evangelio: el amor a Dios y al prójimo” (EG 24). Esto exige una experiencia formativa que capacite para amar, juzgar, elegir y vivir de forma justa. No es casual que las menciones a la educación estén presentes en la mayoría de sus encíclicas, exhortaciones, discursos y mensajes.
Ese amor a Dios y al prójimo se verifica en la tarea educativa, que Francisco ha presentado como intrínsecamente comunitaria y relacional. No hay auténtica educación sin encuentro, sin diálogo, sin apertura al otro. Por eso, educar para el diálogo entre fe y cultura ha sido una constante de su pensamiento. En Christus Vivit, la exhortación tras el Sínodo de los Jóvenes, recuerda que “no podemos separar la formación espiritual de la formación cultural” (ChV 223). Abrirse al diálogo con la cultura y al entorno escolar no es un gesto de tolerancia, sino una convicción de fondo, porque la educación cristiana no es adoctrinamiento, sino mediación entre lo recibido y lo vivido; no es proselitismo, sino apertura al otro y a la belleza de la existencia. El educador es, también, un artista que ha asumido que “educar en la belleza significa educar en la esperanza” (Homilía en el Jubileo del mundo de la Cultura).
Francisco ha alertado reiteradamente contra la tentación de que las escuelas católicas se cierren sobre sí mismas, atrincheradas frente al mundo. En Christus Vivit, lo expresó con una imagen poderosa: “no deben organizarse para la preservación, como un búnker que protege de los errores de afuera” (ChV 221). Es una crítica que desactiva la lógica de la educación entendida como defensa o como muro de contención, que tanto arraigo tiene en algunos sectores eclesiales y educativos. Para Francisco, la escuela católica no es un reducto de resistencia para los fieles, sino una propuesta educativa abierta a todos: “es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo” (EG 23).
Este enfoque exige educar en y desde las periferias. Solo quien reconoce la dignidad de cada persona y la llama a ser protagonista de su propia vida puede llamarse educador. Educar no es ofrecer respuestas prefabricadas, sino ayudar a formular las preguntas verdaderas. Esto solo es posible desde una escucha activa de las realidades que duelen, desafían y transforman. En el Congreso de Educación Católica del año 2015, al conmemorar los 50 años de Gravissimum educationis, Francisco lo expresaba así: “Ir a las periferias no por conmiseración, sino por lo que ellos tienen que enseñarnos”.
Aquí se condensa una clave esencial de su pensamiento: las periferias son lugar teológico, lugar de revelación, y no mero espacio de intervención social. Educar desde las periferias implica también dejarse educar por ellas. Requiere superar toda superioridad moral y aceptar que el Evangelio también se anuncia y crece fuera de nuestras instituciones. Incluso dentro de las propias escuelas hay periferias: alumnos excluidos, familias invisibles, realidades dolorosas que piden acogida y justicia.

Francisco ha denunciado que la cultura del descarte también entra en la escuela (Audiencia a la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, 2024). Frente a esta lógica, propone una pedagogía evangélica que desborda esquemas verticales y autorreferenciales. Las instituciones educativas deben promover una cultura del cuidado y de la inclusión, transmitiendo “un sistema de valores basado en el reconocimiento de la dignidad de cada persona, de cada comunidad lingüística, étnica y religiosa, de cada pueblo y de los derechos fundamentales que derivan de estos. La educación constituye uno de los pilares más justos y solidarios de la sociedad” (Mensaje Jornada Mundial de la Paz 2021).
La propuesta del papa Francisco desafía a la Iglesia a descentrarse, a salir de sí misma para encontrar a Cristo en los márgenes. En su encíclica social Fratelli Tutti afirma que “el bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de conquistarse cada día” (FT 11). Esta conquista cotidiana es precisamente el trabajo del educador cristiano: acompañar a otros en su camino de humanización, incluso cuando ello suponga cuestionar las propias seguridades.
Abrirse al diálogo con la cultura y al entorno escolar no es un gesto de tolerancia, sino una convicción de fondo
Quizá el mayor signo visible de este compromiso ha sido la convocatoria del Pacto Educativo Global, una propuesta que recoge las grandes intuiciones del pontificado en torno a la educación y las convierte en horizonte de trabajo compartido. “La educación es ante todo una cuestión de amor y responsabilidad… el antídoto natural de la cultura individualista”, afirma Francisco. Aquí late una comprensión profundamente relacional del ser humano: educar no es formar individuos aislados, sino tejer vínculos, generar comunión.
Ante los movimientos que generan las actuales emergencias educativas, Francisco propone un nuevo movimiento que restituya el “pacto educativo” entre instituciones, familias y personas. Un pacto que encuentre respuestas convincentes a la actual “metamorfosis no solo cultural, sino también antropológica que genera nuevos lenguajes y descarta, sin discernimiento, los paradigmas que la historia nos ha dado” (Mensaje para el lanzamiento del Pacto Educativo, 2019).
El Pacto Educativo Global es una invitación para reconstruir los vínculos y las relaciones desde un triple coraje: poner a la persona en el centro, invertir en las personas y revisar constantemente los fines de nuestra misión educativa. Es una apuesta valiente por recuperar el sentido transformador de la educación frente a las inercias tecnocráticas. No se trata solo de mejorar la calidad educativa, sino de hacerla más humana, más justa y más comprometida.
La Iglesia educa cuando se deja educar por el Espíritu, desde la humildad
No es una propuesta que se dirija únicamente a instituciones educativas católicas. Francisco ha buscado implicar a todos los actores sociales, creyentes o no, para reconstruir juntos la “aldea de la educación”. En la encíclica Laudato Si’, nos recordaba que “todo está conectado” (LS 91): no hay educación posible sin justicia, sin cuidado del planeta, sin fraternidad. El Pacto es, en ese sentido, un gesto de esperanza política, una llamada a recuperar el valor social de la educación como bien común.
No alcanzaremos a comprender el enfoque del papa Francisco sin reconocer que está profundamente habitado por una espiritualidad encarnada. Para él, educar es participar de la obra creadora de Dios. Es lo que expresa cuando afirma que “no basta con ser creativos… hay que colaborar con la obra creadora permanente de Dios”, y esto implica una tarea profundamente espiritual: cuidar, proteger, posibilitar.
En el mensaje del papa Francisco a los participantes del Congreso Mundial la OIEC en Marsella (2022), afirmaba: “Educar es un acto de amor, es dar vida”. La escuela católica, desde esta óptica, tiene una misión profética, que no puede reducirse a una propuesta institucional: ha de ser una invitación para enseñar a vivir, a esperar, a confiar; cultivar no solo la mente, sino también el corazón.
El pontificado de Francisco ha estado marcado por una pedagogía de la memoria. Una memoria agradecida y crítica, que no idealiza el pasado pero reconoce en él una semilla de esperanza. En múltiples ocasiones ha subrayado que educar es un acto de transmisión, pero no de repetición. Transmitimos no lo que fue, sino aquello que puede seguir dando vida. Por eso, ha insistido en la necesidad de escuchar también a los mayores, de recuperar la sabiduría del tiempo, sin por ello frenar la creatividad de los jóvenes.
Su invitación a educar “con cabeza, corazón y manos” resuena como eco de la gran tradición educativa cristiana, renovada desde el lenguaje actual. En la exhortación postsinodal Querida Amazonía, señala que “una educación para la fraternidad, no para la competencia individualista” (QA 20) es el único camino hacia un mundo más justo. Se trata de una crítica de fondo al modelo meritocrático, y una apuesta por una educación que “primerea” e incorpora la cooperación, la inclusión y la corresponsabilidad.

Quienes creemos en el valor transformador de la educación católica tenemos el privilegio de haber vivido un pontificado que ha hecho de nuestra tarea una prioridad. No es suficiente con recordar sus palabras, estamos llamados a traducirlas en proyectos, estructuras, metodologías y estilos nuevos. La coherencia profética de Francisco nos interpela: no podemos seguir educando como si no hubiéramos sido tocados por su magisterio. Y aunque existe el riesgo de convertir su pensamiento en un catálogo de citas, más peligroso sería ignorar la emergencia educativa que nos revela. Necesitamos educar para un mundo nuevo, que no será posible sin compromiso, sin ternura y sin fe.
Francisco no solo ha sido un papa que habló de educación. Ha sido un educador en la sede de Pedro. Enseñó desde la vida, corrigió desde el Evangelio, acompañó desde la escucha. Su mayor enseñanza quizá haya sido mostrarnos que la Iglesia educa cuando se deja educar por el Espíritu, desde la humildad. Porque -como él mismo repetía- “la única vez que es permisible mirar a una persona de arriba hacia abajo es para ayudarla a ponerse de pie”.