Los niños hormiga del Abastos

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“Ayudan a la gente que está en un accidente, que están así como heridos, como gente que se lastima el cuello les ponen como un algodón aquí grande [se rodea el cuello con ambas manos para simular un collarín]”. Verlo ir de un local a otro echando sacos y cajas a su diablito hasta ir arrastrando sin inmutarse 30 kilos –“donde se para mi papá, me paro. Ya cuando él ve que va a estar más pesado me lo quita y se lo trae él”–, y presenciar la ternura con que su mamá lo mira cuando narra los días en que su abuela Ofelia lo acompaña al centro a comprar juguetes con el dinero que gana, ayuda a entender algunos rasgos de madurez de Gabriel cuando le preguntamos por sus compañeros de escuela. —¿Saben que trabajas en el Abastos? —Nunca les digo porque me dicen un montón de cosas. Nomás porque me ven gordito me dicen que ‘bola de manteca’ y que ‘panzón’ y que ‘ballena’, un montón de cosas. Pero ya me dicen algo y mejor me río de ellos; ellos se sienten más mal porque ven que no les estoy haciendo caso. Todo lo que me dicen ya no le tomo importancia, los ignoro. Yo no tengo amigos, nomás unos amigos de mi hermano y de mi primo”. Cuando el chico termine de cargar la camioneta con frutas y verduras y el sol empiece a salir, ayudará a montar el puesto que la familia pone en Lomas del Sur. Si todo va bien, terminarán de vender su mercancía a las seis o siete de la tarde. Gabriel habrá cumplido 15 horas despierto. No se conocen, pero seguramente han estado cerca de hacerlo. Fernando González (11 años) trabaja a un par de calles de distancia de donde los Casillas se estacionaron. Su papá se dedica a la venta de cajas y cartones vacíos para transporte de papayas y jitomates y él lo ayuda solamente los fines de semana, pues no contempla descuidar sus estudios de primaria, los cuales espera terminar el próximo año. En ninguno de sus viajes, entre cinco y 10 por noche, traslada menos de 20 kilos —si le echan las cajas a la espalda— u 80 —si su herramienta es el diablito—, volúmenes que hacen mella en su físico. “Es divertido para mí, pero a veces sí se me complica mucho porque a veces me lastimo o me duele mucho la espalda”. Los 100 pesos que se gana le permiten algo más que comprarse ropa o comida: convencer a los incrédulos.


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