Los niños hormiga del Abastos

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Título original: Los niños hormiga © 2012. Ediciones Cuello Blanco www.cuelloblancomagazine.com/ebooks Autor: Enrique González Fotografías: Luis Ponciano Primera edición: Diciembre 2012 © Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.


ÍNDICE Portada Créditos Índice Introducción Los niños hormiga del Abastos Sobre el autor


INTRODUCCIÓN

Con Los niños hormiga de Enrique González iniciamos una serie de libros electrónicos breves de no ficción que pretenden mostrar una parte de la realidad mexicana, y en especial de la ciudad de Guadalajara, con historias que, por su desarrollo y longitud, no tienen cabida en los medios de comunicación tradicionales, pero que merecen la pena conocerse en otros formatos.

En esta primera entrega nos adentramos en el universo de los niños que trabajan durante largas jornadas en el Mercado de Abastos de Guadalajara. Son decenas de ellos, la mayoría sin edad legal para trabajar. Sus huesos aún están en crecimiento y de madrugada intentan ganarse unos pesos para apoyar a sus familias y darse uno que otro gusto. Unos ya desertaron de la escuela y otros la concilian con sus desvelos. Esta es la historia de siete de ellos.


LOS NIÑOS HORMIGA

El chirrido de las llantas de los diablitos no cesa. “¡Scriiich, scriiich, scriiich, scriiich!” Es noche cerrada, son las 3 de la mañana de un domingo de septiembre y el Mercado de Abastos se prepara para su mejor jornada de la semana, el día en que miles de clientes inundan sus pasillos en busca de buenos precios —por lo menos mejores que en los grandes supermercados—; en frutas, verduras, legumbres, carne o el bendito y encarecido huevo. En una esquina un par de señoritas vende café, avena y pan dulce, preciado combustible a esa hora, sobre todo cuando las camionetas, las destartaladas estaquitas Nissan, los trailers, las bodegas y los multicolores locales de la frenética Calle 9 empiezan a abrir sus puertas y levantar persianas para iniciar uno de los rituales más antiguos de la humanidad: vender y comprar alimentos. “¡Scriiich, scriiich…!” El que pasa corriendo con alrededor de 100 kilos entre chiles, chícharos y calabazas arriba de su diablito es Alberto Alfaro, espigado habitante de la colonia Chula Vista de Tlajomulco. No supera los 40 kilos y tiene 14 años, la edad mínima para que un menor trabaje legalmente en México, aunque sus jornadas superan fácilmente las seis horas que le permiten las leyes mexicanas. Esa madrugada empezó a las dos y terminó a las 9 de la mañana, después de atender a los primeros clientes dominicales en el puesto de sus tíos, sus valedores en el Abastos. Muchas son señoras, lamenta Beto, que nomás dejan cinco pesos de propina y traen a los niños que las ayudan de “arriba para abajo”. Seguimos a Beto en sus entregas. Al principio habla poco. Las cajas nos impiden verle la cabeza mientras se lanza cuesta abajo por la calle Mandarina en un frenético slalom estilo Messi, aunque los rivales que debe sortear no son futbolistas, sino enormes vehículos de carga cuyas luces a las cuatro de la mañana ciegan fácilmente a cualquier novato. Él ya no lo es.


“Tienes que ponerte buzo, si no a’i vales”. Ya no tiene miedo como el primer día. Durante los ocho meses que lleva en el Abastos ha aprendido a cobrarles a los clientes, a cuidarse del caos vial –que empieza a agudizarse hacia las 5 de la mañana–, a organizar su sueño si quiere terminar las tareas del tercer año de secundaria que cursa y a que los 200 o 300 pesos que obtiene cada sábado y domingo –la mitad va para sus padres– le permiten comprarse un celular, ropa, videojuegos… “Aquí como que está más parejito y ya hay menos pedo”. Sus músculos han aprendido a frenar –sin detener el paso– de manera que la pesada carga no se le venga encima, como le acaba de ocurrir a un sexagenario con unas cajas de plástico vacías. Nos plantamos frente a la troca de “El Chilo” Romero y Beto comienza a descargar su diablito. Toma aire y “¡huup!”, se echa la primera caja al hombro para pasársela al “Chilo”, quien las va recibiendo subido en su camioneta. Cuando esté llena, partirá rumbo al Mercado de Atemajac. —¿Y qué dice tu mamá de que vengas al Abastos? —Nada, acá todos nos cuidamos y no tiene problema. “¿Ya es todo o falta más?”, le grita al transportista. Es todo; hora de regresar al puesto y preparar un nuevo viaje. Beto acaba de contribuir modestamente a una economía con 45 años de vida que se extiende a lo largo de 60 hectáreas y más de dos mil bodegas, que al día mueve 3 mil 500 toneladas de mercancías y recibe un promedio de 60 mil visitantes, de la que dependen directamente unas 50 mil personas, según datos de la Unión de Comerciantes del Mercado de Abastos, un ecosistema que en 2011 vio caer sus ventas un 20% y alrededor de un 40% en la última década. El encarecimiento de la canasta básica, los problemas de tráfico de la zona y la preferencia de miles de ciudadanos por acudir a los supermercados cerca de casa, son las principales causas de estos números. Aun así, el 40% de los alimentos perecederos de todo el país, sale del Abastos. ¿Qué va a llevar, qué va a llevar? “Me lo imaginaba más chico”, susurra Ángel Hernández, de 13 años (ver imagen abajo), quien aprovechó las casi tres horas de trayecto desde su natal Isla de Mezcala para dormir un poco antes de pasar seis horas bajando cajas de camote del cerro y chayotes de la camioneta de su abuelo León, agricultor. Antes de salir disparado con 25 kilos de chayote sobre su espalda rumbo a la Calle 11 –a pesar de su carga costó mucho trabajo seguirle el paso en medio de diablitos, camiones, gente, cajas de zanahorias y demás obstáculos– Ángel quiso hablar.


Abandonó la escuela en tercero de secundaria; de los 300 pesos que saca cada noche 200 van a su casa, donde lo esperan sus padres y siete hermanos. “Ahí los dejo para comer”. Con lo que ahorra se ha podido comprar algunos pantalones y un par de tenis. “En Mezcala compartimos. Siempre que no hay comida allá en nuestra casa nos comparte un amigo, y ya que no tiene el amigo que comer, le compartimos nosotros”. La noche en que lo conocimos planeaba adquirir unas bocinas para escuchar algo de música junto a sus colegas cargadores. Tal vez Ángel no sepa que su ídolo, Cristiano Ronaldo, no es tan generoso como él o sus vecinos, quienes, al igual que su abuelo, le aconsejan que no se le atraviese a los camiones grandes, que no les falte el respeto a los mayores y que no se porte mal. Pues no, el Mercado de Abastos de Guadalajara no es precisamente chico como creía Ángel. Su extensión equivale a 17 Estadios Jalisco, un trozo urbano en forma de rebanada de pizza cuyos bordes son las avenidas Lázaro Cárdenas, Cruz del Sur y Paseo de la Arboleda, ubicado a 30 minutos del centro de la ciudad y que tiene como vecino uno de los proyectos más caros y polémicos en la historia de esta ciudad: los Arcos del Milenio. Como tantas otras construcciones de la Guadalajara de los 60 –inició operaciones en 1967– el crecimiento de la ciudad se la tragó, propiciando que este entramado de calles, numeradas de la 1 a la 16 o bautizadas con suculentos nombres como Bellota, Piñón, Elote, Nuez, Mandarina, Piña o Almendra, se convirtiera en una zona con serios problemas de tráfico e incapaz de manejar adecuadamente la basura que genera, no menos de 200 toneladas diarias. Incluso sus dirigentes han hecho pública la intención de construir una nueva sede y una planta de reciclaje de residuos sólidos. El gobierno estatal les autorizó este año 40 millones de pesos que aún se desconoce cuándo, cómo y en qué serán invertidos. El mercado es viejo, pero muchos de sus habitantes no. A unos pasos de Ángel está sentado sobre unas cajas Agustín Gutiérrez, “El Guti”. Los dos son de Mezcala, tienen la misma edad y las mismas ganas de conocer a Guadalajara de día. El estadio, por ejemplo; o el centro; o sus avenidas. Siempre llegan de madrugada y siempre la dejan deprisa, después de desayunarse un lonche con café o atole.


“Estudio y gano algo y puedo hasta ser presidente, porque por el estudio uno puede llegar a ser eso”, dice “El Guti”, quien invitado por un vecino solamente acude los fines de semana al mercado para llevarse 50 pesos por noche trasladando chayotes, calabazas y camotes a distintos locales. Estudia el segundo grado en la Secundaria 70 y, aunque acepta que no es de los aplicados, “es mejor que trabajar”. Reconocer que la espalda le duele cuando la carga es pesada (15-25 kilos) lo avergüenza. Cuando retoma la charla habla de su familia, sus cinco hermanas, su americanismo y su gusto por las papitas. —¿Qué dijiste cuando viste el Mercado de Abastos? —Tsss, aaah…, hay muchas cosas. Está grandísimo. En el estado hay más de un millón 700 mil niños estudiando primaria o secundaria. Ángel forma parte del 10% que abandona la secundaria y coloca a Jalisco en el segundo lugar nacional en deserción escolar a este nivel; Agustín no, así que todavía podría ser parte de ese 52% de alumnos que sí la terminan y se inscriben al bachillerato. Las letras impresas en la Constitución Mexicana, la Ley Federal del Trabajo o la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, dicen que ni Ángel ni Agustín deberían tener que trabajar, pero la realidad es que, por más que las cifras macroeconómicas mexicanas sean el orgullo del actual gobierno, se ha incrementado el número de niños trabajando en las calles del país; en Jalisco, el 13% de los menores de 17 años trabaja. Ricardo Fletes, investigador de la Universidad de Guadalajara y El Colegio de Jalisco, quien sigue este fenómeno desde hace años, declaró al periódico Milenio que “cada niño trabajando es una evidencia de las fallas del sistema, es decir, está fallando la familia, está fallando el Estado, están fallando las instituciones creadas por la misma sociedad para contener a estos niños”. Una de sus recomendaciones para combatir esta situación resulta insultante de tan obvia: mejorar los salarios de los padres, tal como se ha comprobado en otros países, reduce el trabajo infantil. Luego de


mejorar los salarios de los padres, tal como se ha comprobado en otros países, reduce el trabajo infantil. Luego de pasar varias noches en las calles del mercado, leer en voz alta el Artículo 32 de la Convención de la ONU raya en el humor negro: “Los Estados Partes reconocen el derecho del niño a estar protegido contra la explotación económica y contra el desempeño de cualquier trabajo que pueda ser peligroso o entorpecer su educación, o que sea nocivo para su salud o para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral o social”. “Aquí hay trabajo” Cualquier papa mínimamente rayada, golpeada o magullada pasa a ser “pachanga”, su costo se abarata más de la mitad y probablemente nos la comeremos en un puesto de tacos o en un restaurante barato. Fernando lleva 25 años en el negocio de este tubérculo y cada sábado y domingo se lleva a su hijo de 14 años, del mismo nombre, para que durante nueve horas aprenda a separar las buenas de las malas y así se forje y madure. “Es como una escuela para él también; está estudiando y va bien, es muy listo, nomás que esto, en dado caso de que no quiera estudiar, pues ya más o menos le sabe al negocio. El que quiera chambear aquí hay chamba pa’ todos”, suelta sonriente. En esa familia no sobra el dinero, así que un par de brazos más, por pequeños que sean, no vienen mal. Lo mismo ocurre con la familia de Gabriel Casillas, quien con apenas nueve años es un veterano del Abastos, ya que sus padres, tiangueros, lo traen desde los cuatro. Durante la entrevista, ambos lo alientan a que responda con sinceridad y sin miedo. Su inteligencia y facilidad de palabra son notables.

“Si quiero dinero, debo de trabajar. Cuando llego cansado de la escuela me duele todo, las manos, los pies. Me baño, me acuesto, veo la tele y ya que me da sueño me duermo”. Gabriel vive en la colonia Villas Terranova en Tlajomulco, está en tercero de primaria y no duda ni un momento al exponer qué quiere ser cuando crezca: paramédico.


“Ayudan a la gente que está en un accidente, que están así como heridos, como gente que se lastima el cuello les ponen como un algodón aquí grande [se rodea el cuello con ambas manos para simular un collarín]”. Verlo ir de un local a otro echando sacos y cajas a su diablito hasta ir arrastrando sin inmutarse 30 kilos –“donde se para mi papá, me paro. Ya cuando él ve que va a estar más pesado me lo quita y se lo trae él”–, y presenciar la ternura con que su mamá lo mira cuando narra los días en que su abuela Ofelia lo acompaña al centro a comprar juguetes con el dinero que gana, ayuda a entender algunos rasgos de madurez de Gabriel cuando le preguntamos por sus compañeros de escuela. —¿Saben que trabajas en el Abastos? —Nunca les digo porque me dicen un montón de cosas. Nomás porque me ven gordito me dicen que ‘bola de manteca’ y que ‘panzón’ y que ‘ballena’, un montón de cosas. Pero ya me dicen algo y mejor me río de ellos; ellos se sienten más mal porque ven que no les estoy haciendo caso. Todo lo que me dicen ya no le tomo importancia, los ignoro. Yo no tengo amigos, nomás unos amigos de mi hermano y de mi primo”. Cuando el chico termine de cargar la camioneta con frutas y verduras y el sol empiece a salir, ayudará a montar el puesto que la familia pone en Lomas del Sur. Si todo va bien, terminarán de vender su mercancía a las seis o siete de la tarde. Gabriel habrá cumplido 15 horas despierto. No se conocen, pero seguramente han estado cerca de hacerlo. Fernando González (11 años) trabaja a un par de calles de distancia de donde los Casillas se estacionaron. Su papá se dedica a la venta de cajas y cartones vacíos para transporte de papayas y jitomates y él lo ayuda solamente los fines de semana, pues no contempla descuidar sus estudios de primaria, los cuales espera terminar el próximo año. En ninguno de sus viajes, entre cinco y 10 por noche, traslada menos de 20 kilos —si le echan las cajas a la espalda— u 80 —si su herramienta es el diablito—, volúmenes que hacen mella en su físico. “Es divertido para mí, pero a veces sí se me complica mucho porque a veces me lastimo o me duele mucho la espalda”. Los 100 pesos que se gana le permiten algo más que comprarse ropa o comida: convencer a los incrédulos.


“[Mis compañeros] a veces no me creen que trabajo con mi papá a estas horas, que no es cierto, y a veces cuando me llevo el dinero a la escuela sí me creen que trabajo. Yo los dejo así, que no me crean”. Con una montaña de cajas detrás, cuenta que sus dos hermanas trabajan los domingos con su abuela en un puesto de “salchipulpos” por la Colonia Echeverría, adonde ocasionalmente acude para fungir como cajero. Dos trabajos y la escuela; son las actuales responsabilidades de un niño de 11 años que le va a las Chivas, anhela convertirse en piloto aviador y valora los consejos que le da su padre. “[Me dice] que me ponga muy abusado, que no me hagan transa cuando me pagan los cartones, porque a veces me hace falta dinero o a veces se me tira”. —¿Qué has aprendido en el Abastos? —Que debo estudiar para hacer algo de grande y no ser tan flojo. —¿Qué es lo más complicado para cargar? —Las cajas de madera, se me complica cargarlas porque las tengo que subir a la cabeza y me duele a veces el cuello. —¿Y qué haces cuando te duele? —Mi mamá me soba. A las 6:30 de la mañana de uno de aquellos domingos de septiembre, en medio de un mar de olores que en segundos mutaba de lo fresco y armonioso a lo putrefacto e indescifrable, pasó a mi lado la primera y única patrulla que vi en mis recorridos por el Abastos. Era de la Policía Estatal. Los periódicos y revistas habían arribado una hora antes en motocicletas. La carrilla, la camaradería y el albur entre los trabajadores del mercado seguían ayudando a espantar la monotonía, el sueño y el hambre. Media hora después, los puestos de comida del mercado ya tenían la carne y las tortillas bien calientes y los jugos bien fríos. Mientras caminaba hacia un puesto de quesadillas y largos bostezos hacían su aparición, empecé a divagar: ¿Cómo se verán estos Niños hormiga desde el aire? ¿Se distinguirán de los adultos? ¿En 20 años necesitarán que sus hijos también trabajen?


SOBRE EL AUTOR

Periodista egresado del ITESO, trabajó durante cuatro años en Grupo Reforma escribiendo en sus páginas de cultura. Fue becario de la UE donde obtuvo una maestría en periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. En la actualidad, imparte clases de periodismo en la Universidad del Valle de México Campus Guadalajara, es responsable de las publicaciones internas del ITESO, conduce el programa radiofónico "Los Buenos Muchachos" en la estación Zona 3 (91.5 fm) y escribe como free lance para diversos medios impresos.



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