Municipalismo patrimonio inmaterial - Ramón García Domínguez

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RAMÓN GARCÍA DOMÍNGUEZ

Escritor

Lo que permanece. Patrimonio inmaterial en la literatura de Delibes «Hay muchos niños en las novelas de Miguel Delibes. Urbanos unos y sobre todo rurales, niños de pueblo. Y son estos niños el mejor y más contundente testimonio de la identidad y raigambre emocional de lo que el pueblo significa para ellos. Y para el escritor.»

N

o se trata de contraponer pueblo y ciudad, ni comparar ambos ámbitos vivenciales en ventajas y desventajas. Lo que yo pretendo escribir es sólo una constatación. Y la hago, además, de la mano y autoridad de Miguel Delibes, cuyo centenario de su nacimiento hemos conmemorado en 2020. «Empecé a darme cuenta de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero.» La constatación la hace Isidoro, el protagonista de ‘Viejas historias de Castilla la Vieja’, alter ego del propio escritor, ya que Delibes siempre pensó tal cual. «Después de todo –sigue razonando Isidoro-Delibes– el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo, en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas medran es porque uno les dio su sangre y su calor».

LO EFÍMERO Y LO PERMANENTE

Aquí quería llegar: que sin caer en la tan gastada muletilla de «menosprecio de corte y alabanza de aldea», lo rural significa y representa lo perenne, lo duradero, mientras lo urbano es paradigma de lo fugaz, lo efímero, de aquello que, en breve, apenas deja huella ni se guarda memoria de ello. Memoria perdurable que el Isidoro –vuelvo a ‘Viejas historias...’– tiene a gala de proclamar cuantas veces le pete o le tiren de la lengua: «Allá en mi

6 | EL NORTE DE CASTILLA 2021 | El Patrimonio Inmaterial de Castilla y León |

pueblo, el cerdo lo matan así o asao». O bien: «Allá en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón». O bien: «Allá en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña, agujereada con una rama de carrasco para reintegrarlo a la colmena».

SEÑAS DE IDENTIDAD

Allá en mi pueblo, allá en mi pueblo... Con este retintín, el Isidoro no se cansa de afirmar y pregonar que su pueblo tiene peculiaridades que otros

«Podemos considerar tesis y planteamientos delibeanos patrimonio inmaterial, y aportación del novelista y de la cultura rural castellana al pensamiento contemporáneo»

quizá no las tienen; tiene, en definitiva, señas propias de identidad. Su pueblo es así y nada más que así; pero es que, además, estas señas de identidad apenas si cambian o han cambiado con el paso del tiempo, incluso tras el largo periodo transcurrido desde su viaje a Panamá, a trabajar en las obras de construcción del famoso Canal, hasta su regreso a casa. «Advertí –reflexiona el Isidoro cuando vuelve a pisar su pequeño pueblo castellano– que sólo los hombres habían mudado, pero lo esencial –esencial escribe Delibes– per-

manecía, y si Ponciano era el hijo de Ponciano, y Tadeo el hijo del tío Tadeo, y el Antonio el nieto del Antonio, el arroyo Moradillo discurría por el mismo cauce entre carrizos y espadañas (...), y allí estaban, firmes contra el tiempo, los tres almendros del Olimpio, y el chopo del Elicio, y el palomar de la tía Zenona, y el Cerro Fortuna, y el Soto de los Encapuchados, y la Pimpollada, y las Piedras Negras, y la Lanzadera por donde bajaban en agosto los perdigones a los rastrojos, y la nogala de la tía Bibiana, y los Enamorados, y los Siete Sacramentos, y la Cruz de la Sisinia, y el majuelo del tío Saturio, donde encamaba el matacán, y la Mesa de los Muertos. Todo estaba tal como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales».

LOS NIÑOS

Hay muchos niños en las novelas de Miguel Delibes. Urbanos unos y sobre todo rurales, niños de pueblo. Y son estos niños el mejor y más contundente testimonio de la identidad y raigambre emocional de lo que el pueblo significa para ellos. Y para el escritor. Daniel, el Mochuelo, protagonista de la novela ‘El camino’ (1950), se siente tan satisfecho y orgulloso, igual que el Isidoro de ‘Viejas historias...’, de ser de pueblo, que lo manifiesta de esta singular y plástica manera: «Seguramente en la ciudad habrá quien, al cabo de de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón».


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