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Un relato para ERV

Mediodía. Llego a casa. No hay nadie. Mi mujer está en una comida de trabajo y mi hijo, el que aún vive en casa con nosotros, me ha dicho esta mañana no se qué de quedar con compañeros y tareas de la universidad que le tienen muy ocupado. Así que aprovecho este rato de tranquilidad para sentarme al ordenador y redactar un relato breve que quiero enviar a El Rayo Verde. Abro el LibreOffice, mi editor de texto habitual, y me enfrento con la ventana en blanco, pero no hay miedo al vacío, porque desde hace unos días tengo una idea para este relato breve rondando por mi cabeza. Comienzo. Las primeras frases están más o menos pensadas y fluyen de la cabeza a mis manos con soltura. Sin mebargo, la trnapsosición del la fras e den la mano al tecka¡lado es a gotadora. Louqe escribo se algo reomtamente Precido a lo que quería .corrijo y coriijo hasta la extenuación para condseguir que las paLABras que van apareciendoen a lañ pantsall sena las que habiapensado. Aunque tengo que pelear cada tecla que pulso, poco a poco el relato va tomando cuerpo. Cuanto más me concentro en el tema, más caótico se vuelve el texto que torpemente va apareciendo en la pantalla. Continuamente paro y releo lo que llevo escrito y corrijo. En cada revisión, cambio palabras por otras que ahora creo que funcionan mejor y que probablemente cambiaré de nuevo en la siguiente revisión. El objetivo ya está, más o menos conseguido. Así que través del menú accedo a la opción de “cerrar” el documento. Los movimientos del ratón son torpes y temblorosos. Por error, pese a las advertencias del LibreOffice, pulso “No guardar” con lo que pierdo más de medio relato. ¡Paciencia! Por fortuna, el texto es corto y recuerdo bastante bien la parte que he perdido. Como ha pasado más tiempo de mi última toma de medicación, estoy más cansado y más torpe. Ahora, el número de teclas pulsadas correctamente se reduce de forma dramática. Dicho más claro: ”no doy ni una”. Más de una hora y decenas de rectificaciones después, el relato está escrito, corregido y guardado. Pero guardado... ¿dónde? ¡No lo encuentro! Comienzo a explorar carpetas para ver si localizo el documento cuyo nombre no recuerdo con seguridad (creo que contenía la palabra “relato” pero no estoy seguro). Primero, busco en las carpetas clásicas: “Mis documentos”, “Descargas”, etc. A continuación, visito sin éxito las etéras nubes de almacenamiento cuya ubicación física es uno de los secretos mejor guardados. Allí tampoco está. Sigo rebuscando en centenares de carpetas y subcarpetas de mi ordenador. Llego a rincones remotos, irrespirables. Lugares siniestros que se ocultan en la profundidades del sistema de ficheros del ordenador, escondrijos a los que pocos seres humanos se han atrevido a entrar. Al igual que en las profundidades abisales de los océanos habitan seres de aspecto monstruoso como el diablo negro, el pez víbora o el calamar colosal, en esas zonas profundas del disco, los habitantes son igualmente horrendos. Solo leer sus nombres ya nos hace estremecer, como acptime.inf_amd64_efe2da69451947e9 o

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por nombrar solo un par de las bestias que podemos encontrar allí. Arriesgo mi integridad física al entrar en estas simas del sistema de ficheros, pero juro que si después de este riesgo no encuentro el fichero con el relato, ya no voy a enviar jamás ninguna otra colaboración a El Rayo Verde. No sería capaz de repetir el doloroso proceso de escritura.

VICENT SANTONJA vsantonja@gmail.com

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