MIS PRIMERAS LETRAS: LA FIESTA DEL CUENTO EN MI COLE 2. ANTOLOGÍA

I. E. MAY. PNP FÉLIX ROMÁN TELLO ROJAS DIRECTOR CMDTE. PNP LUIS MIGUEL MORALES ALVA SUBDIRECTORA LIC. CARMEN BORJA CERNA COORD. GENERAL DE LA I. E. LIC. HÉCTOR PALOMINO GUERRERO 2° GRADO DE SECUNDARIA

2020

JAIME GUADALUPE LOBATO Editor

AntologĂ­a Mis primeras letras

MIS PRIMERA S LETRAS. LA FIESTA DEL CU EN TO EN MI CO LE 2 . Antología © Del texto: Mejor que antes, Camila Alexandra Amaya Flores Días tormentosos, Miranda Alondra Argumedo Otárola Con el corazón, Mayte Yocha Arbulú Sánchez A través de la pantalla, Nataly Carolyna Tomas Pomacarhua Los días de Antonio, Aldair Antonio Ramos Quispe Una amistad a ciegas, Ashley Ximena Romero Pintado La fuerza de una rosa, Bárbara Victoria Blancas Vela El encierro de Luciana, Keyra Celeste Oré Merino Menuda vida, José Julián Vargas Apolinario Oscuro impulso, Marjorie Nicol Zamora Sandoval Sobrevivir, Aarón Josué Castro Patilla Nuevo comienzo, Astrid Carolina Peña Reyna Reencuentro, Xiomara Alvino Sánchez Tú, mi destino, Ashley Camila Zavaleta Rodríguez El valor de la educación, David Joao Espinoza Álvarez Túnel sin final, María Gracia Sabina Cabrera Gutiérrez El triángulo de tantos cuadrados, Anahí Olenka Racchumi Cumpa © Selección, corrección, diseño y diagramación: 2020, Jaime Guadalupe Lobato © Jaime Guadalupe Lobato, editor.

Calle Lambayeque Mz. R, L 31, La Molina, Lima RUC: 10338133915 Teléfono: 982018369 E-mail: ejagulo@hotmail.com

Publicación electrónica Lima, setiembre de 2020 ISBN: 978-612-00-5440-6 Agencia peruana Biblioteca Nacional del Perú Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la previa autorización escrita del compilador-editor.

Blog: https://jaimeguadalupelobato.blogspot.com/ MUNDOBUENO: LECTURA, ESCRITURA Y VIDA

Dedicado a los que aman las letras, los sonidos y el mundo oculto de los hombres.

ÍNDICE Presentación .................................................................... 11 Camila Alexandra Amaya Flores ................................... 12 Mejor que antes...................................................... 13 Miranda Alondra Argumedo Otárola ............................. 24 Días tormentosos ................................................... 25 Mayte Yocha Arbulú Sánchez........................................ 32 Con el corazón ....................................................... 33 Nataly Carolyna Tomas Pomacarhua ............................. 38 A través de la pantalla ........................................... 39 Aldair Antonio Ramos Quispe ....................................... 44 Los días de Antonio ............................................... 45 Ashley Ximena Romero Pintado 2° B ........................... 48 Una amistad a ciegas ............................................. 49 Bárbara Victoria Blancas Vela ....................................... 56 La fuerza de una rosa ............................................. 57 Keyra Celeste Oré Merino.............................................. 64 El encierro de Luciana ........................................... 65 José Julián Vargas Apolinario ........................................ 70 Menuda vida .......................................................... 71 Marjorie Nicol Zamora Sandoval 2° B .......................... 78

Oscuro impulso...................................................... 79 Aarón Josué Castro Patilla ............................................. 84 Sobrevivir .............................................................. 85 Astrid Carolina Peña Reyna ........................................... 88 Nuevo comienzo .................................................... 89 Xiomara Alvino Sánchez ............................................... 94 Reencuentro ........................................................... 95 Ashley Camila Zavaleta Rodríguez 2° C ..................... 100 Tú, mi destino ...................................................... 101 David Joao Espinoza Álvarez ...................................... 110 El valor de la educación ...................................... 111 María Gracia Sabina Cabrera Gutiérrez ...................... 116 Túnel sin final ...................................................... 117 Anahí Olenka Racchumi Cumpa ................................. 126 El triángulo de tantos cuadrados ......................... 127

Presentación La Ley General de Educación y la Ley de Carrera Pública Magisterial establecen que el docente es agente fundamental del proceso educativo y tiene como misión contribuir eficazmente en la formación de los estudiantes en todas las dimensiones del desarrollo humano, en ese contexto cabe resaltar que el presente trabajo, realizado por el profesor Jaime Guadalupe Lobato y sus alumnos del segundo grado de secundaria de nuestra prestigiosa Institución Educativa PNP «May. PNP Félix Román Tello Rojas», es un aporte invaluable a nuestra comunidad educativa y a la educación en general, puesto que constituye una fuente de sabiduría, conocimiento, de reflexión sobre nuestra realidad y entretenimiento.

Por ello, al tener en nuestras manos esta magnífica obra, me permito invitarlos a explorar, analizar y redescubrir su entorno; asimismo, a entender cómo se relaciona con el medio en el que vivimos y; además, a hacer volar su imaginación, apreciando y valorando cada letra, cada párrafo, cada relato de esta antología.

Finalmente, quiero felicitar al profesor por este segundo aporte tan profesional, que engrandece su labor docente y evidencia su compromiso con la formación de sus pupilos; también, elogiar el esfuerzo, dedicación y creatividad de ustedes, queridos alumnos; y, por supuesto, resaltar el empeño de sus padres, quienes contribuyen en su desarrollo educativo.

CMDTE. PNP LUIS MIGUEL MORALES ALVA DIRECTOR

Camila Alexandra Amaya Flores (14 años, Ate vitarte, Lima, 2° C) Cuando inicié la escritura de mi cuento no tenía una idea clara, no sabía qué podría escribir. Empecé a indagar y me encontré con una persona que había vivido durante mucho tiempo una vida súper desordenada. Decidí tomar una de las situaciones de su historia para iniciar el cuento. Solo cogí la idea y seguí narrando como creía que podría terminar. Mientras escribía, intentaba organizar cada palabra, explorando las dificultades que podría enfrentar la protagonista. Al comienzo, se me hizo difícil; después, logré meterme en el personaje. Era necesario poder sentir lo que Sofía sentía. Mi profesor fue un soporte muy importante. Él me orientaba sobre algunos problemas que tenía en el proceso de escritura. Sus consejos me sirvieron mucho; creo que sin su apoyo no habría hecho un buen trabajo.

El cuento nos hace reflexionar sobre lo horrible que es ver a tus padres discutiendo o «peleando»; nunca se sabe lo que puede pasar después. A nadie le gustaría ver que sus padres discuten por cosas insignificantes y que, encima, lo hagan sin pensar de qué forma eso afecta a sus hijos.

Mejor que antes

Los rayos del sol entran por la ventana. Mis compañeros conversan y la profesora habla. De pronto, siento que alguien toca mi espalda. Es Ana. ¡La profesora!, susurra.

Me doy cuenta de que la maestra está mirándome, como esperando una respuesta.

—Sofía, ¿de qué trata la historia que narré? —dice.

—Yo… mmmm… creo que… —murmuro. No tengo la menor idea de qué decir.

—Después de clase, te quedas; necesito hablar contigo —me dice la profesora. Muevo la cabeza indicando que estoy de acuerdo. Escucho el cuchicheo de mis compañeros.

Al momento que toca el timbre de la salida, Ana me pregunta si quiero que me espere. No, no es necesario, le respondo; además, creo que la miss me va hacer quedarme un buen tiempo. Ana sonríe falsamente. Ella me conoce muy bien, sabe por qué estoy un poco distraída estos días.

—Okey, pero mañana me cuentas ¿sí?

—Está bien —digo.

—Bai, nos vemos mañana —me dice antes de despedirse de la profesora.

La profesora cierra la puerta, luego toma asiento en su escritorio.

—Sofía, ¿qué te pasa? —me pregunta.

—Nada —digo.

Te conozco y sé cuándo me mientes —dice al momento que aparto la mirada.

Nos quedamos en completo silencio. Ella saca su celular y se levanta de su escritorio.

—Sofía, dame el número de tu mamá —me dice.

—No es necesario miss, yo prestaré más atención a la clase —mi voz sale como una súplica.

—No, Sofía, necesito su número.

Me recuesto en la silla y le dicto el número de mi madre.

Después de una hora, la puerta del salón se abre. Veo a mi madre ingresar. Se sienta a mi lado y se disculpa con la profesora por haber demorado.

—Es que estaba trabajando —dice.

—No se preocupe —responde mi profesora.

—¿Qué paso? ¿Para qué me llamó? —pregunta mi madre.

—Sofía ha estado muy distraída estoy días, señora.

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Mi madre me mira y luego mira a la profesora.

—Si es que sigue así, va a desaprobar el curso —continúa mi profesora. Luego, nos da algunos consejos a mi madre y a mí.

—Hablaré con ella, miss, no se preocupe —responde mi madre al momento que se levanta de la silla.

Cuando entramos al auto, mi madre me llama la atención, Qué te pasa Sofía, me dice, sabes que no me pueden sacar del trabajo así nomás.

—Perdón, ma —digo botando un suspiro—. Le pedí a la miss que no te llamara, pero no me hizo caso.

—Más vale que hables de esto con tu padre. Por tu culpa me pueden despedir. ¿No sabes que tenemos que pagar muchas deudas?

—Lo sé mamá, perdón —digo.

Cuando llegamos a casa, mi madre me dice que la ayude a alistar la mesa. Mi padre llega antes de que nos sentemos a cenar.

Mientras comemos, mi padre decide romper el silencio y nos pregunta cómo estuvo el día.

—Bien —respondo.

—¿Bien, Sofía? —dice mi madre—. ¿No le vas a decir a tu padre lo que me dijo la profesora?

—¿Qué te dijo? —pregunta mi padre. Como mi madre ve que no le digo nada, ella responde.

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—Bueno, parece que Sofía está muy distraída en clase.

—¿Por qué?

—Yo qué sé —responde ella.

—Deberías de saberlo; tú estás más tiempo con ella —dice él.

—¿Cómo? —levanta la voz mi madre—. ¿Acaso no me la paso trabajando yo también?

—Ya te dije que dejes de trabajar y le dediques más tiempo a tus hijos —le responde mi padre.

—¡Mis hijos! —dice ella con sarcasmo—. También son tuyos; además, no estaría trabajando si no te hubieras metido en tantas deudas.

De nuevo lo mismo, pienso, ¿por qué no pueden estar un día sin discutir?

La discusión se hace más intensa. Mi madre grita más fuerte y mi padre no puede aguantar su enojo: tira el plato de comido al suelo. Veo a mi hermanito levantarse; se va a su cuarto. Yo me voy tras él, rápido, antes de que se encierre como siempre.

Al entrar a su cuarto, lo veo llorar encima de su cama.

Me acerco y lo abrazo, nos abrazamos. Sigue llorando encima de mi hombro mientras intento calmarlo.

Después de un rato, me pregunta por qué nuestros padres se llevan tan mal.

—¿Acaso ya no se quieren? —susurra.

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—Sí se quieren, solo que... —suspiro y sigo—, solo que necesitan solucionar sus problemas.

—¿Por qué no pueden solucionarlos? —insiste.

—No lo sé, pero… muy pronto lo harán. —Le limpio las lágrimas y lo beso en la mejilla—. ¿Okey?

—Okey —responde él.

Cuando el sueño cierra sus ojitos, lo meto en su cama.

Al día siguiente, a la hora de la entrada, me encuentro con Ana. —¿Todo bien? —me pregunta.

—Sí—digo con desánimo.

—¿De nuevo discutieron? —me pregunta.

—Sí, pero… ¿Debería decirle que esta vez fue peor?, pienso.

—Pero —insiste.

—Esta vez fue peor, amiga, hicieron llorar a mi hermano —le respondo.

—Creo que deberías contárselo a alguien más, para que te ayuden, Sofía —se detiene un momento a pensar.

Luego, continúa—: ¿Y si le dices a la profesora? ella te puede ayudar.

—No lo creo.

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—Vamos, Sofía, hazlo por tu hermanito; es muy pequeño y debe estar muy mal después de lo de ayer.

—Sí, pero…

—Pero nada —me interrumpe Ana—. Tendrás que decírselo para que te ayude. La próxima vez puede que sea peor —me advierte.

—¿Y si mis papás se enojan conmigo?

—No pueden enojarse. Lo que tú quieres hacer es ayudarlos —dice con seguridad.

—Está bien —le digo.

Cuando suena el timbre, Ana me dice que me estará esperando afuera.

—No, no es necesario —le digo. Es un problema personal y no quiero comprometerla.

Espero que todos salgan del aula.

—Profesora, ¿puedo hablar con usted un momento?

—me atrevo a decirle.

—Por supuesto, siéntate —me dice señalando la silla.

Después de escucharme, la miss me dice que necesita hablar con mis padres.

Espero con muchos nervios. Mi cuerpo no deja de temblar.

Cuando mis padres llegan, la miss me pide que espere afuera. Después de media hora, ellos salen. No me dicen

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nada, solo me indican que suba al auto; tenemos que ir a recoger a mi hermano.

Me siento asustada; no sé qué ocurrirá. Puede que discutan o me castiguen por ser una chismosa.

Recogemos a mi hermano y nos vamos a casa, en silencio.

—Qué les dijo la miss —abro la boca casi de manera automática.

—En casa hablamos —dice mi madre.

Ya en casa, papá y mamá nos piden que los esperemos en la sala, que ellos van a conversar a solas un momento.

—¿Qué está pasando? —se inquieta mi hermano.

No le quiero contar que hoy ellos estuvieron en mi colegio. Es mejor así.

—Todo va a estar bien, no te preocupes —trato de calmarlo. Lo abrazo.

Nuestros padres no demoraran.

—Tenemos algo que contarles —dice mi madre.

—Hijos, discúlpenos, no sabíamos que les hacíamos mucho daño —dice mi papá.

—Hemos pensado que sería mejor ir a un especialista, ya que necesitamos entendernos para no hacerles más daño —sigue mi madre.

—Si eso no funciona bien, puede que tomemos otras medidas —indica mi papá.

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—¿Qué medidas? —pregunto. Mi corazón se agita.

—Que nos separemos —responde mi mamá con un hilo de voz.

Yo no sé qué decir. Nunca pensé que pasaría esto.

Volteo y veo a mi hermano queriendo llorar. Papá lo abraza y le dice que todo estará bien, que nunca olvidemos que nos quieren mucho y que somos una familia, aunque no estemos tan unida como antes.

Al día siguiente, mi padre se fue de la casa. Nos dijo que él y mamá habían decidido tomarse un tiempo para pensar y que estar distantes les ayudaría a ver mejor las cosas.

Como a mí y a mi hermano, a mi madre también le ha chocado la separación. Siempre la escucho llorar cuando se encierra en su cuarto en las noches. Mi hermano ahora duerme conmigo; dice que se siente muy solo.

Pero los días van alegrando a mi madre. Ya no está tan deprimida como antes, eso es bueno. A mi padre no lo he podido ver, pero hay veces que llama para saber cómo estamos mi hermano y yo. Lo extraño mucho; nunca pensé que no verlo me afectaría tanto. Ahora estoy más distraída que antes.

—¡Sofía! —grita Ana, y me saca de mi ensoñamiento.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? —digo.

—¿Escuchaste lo que te dije?

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—No, perdón, es que…

—Es que nada, Sofía —dice molesta—. ¡Ya basta!, te estás haciendo daño a ti misma. Deja de preocuparte, tu padre está bien; además, tú me has dicho que habla contigo, así que no veo por qué te tienes que preocupar tanto.

—Tú no me entiendes —le digo irritada.

—Claro que te entiendo —murmura—. Intenta relajarte un poco.

—No es tan fácil —le digo aún enojada.

—Piensa en otra cosa —dice—, inténtalo.

Y me abraza fuerte. Luego, se despide con un adiós.

Me quedo pensando. A diferencia de mí, ella perdió a su padre cuando era pequeña. Sufrió mucho, pero se recompuso. Quisiera ser tan madura como ella para poder enfrentar mis problemas con facilidad.

—¡Sofía! —escucho gritar mi nombre de nuevo. Es mi madre. Ella y mi hermano me llaman para irnos a casa.

Cuando subo al auto, mi madre me pregunta cómo estuvo mi día. Bien, le respondo.

Después de almorzar, me voy a mi habitación a hacer mi tarea y distraerme un poco escuchando música.

No pasa mucho tiempo y escucho estacionarse un vehículo en la entrada de la casa. Me acercó para saber quién es. ¡No lo puedo creer!, es mi padre. Bajo corriendo a la sala.

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—¡Hija! —dice, abriendo sus brazos. Me acerco y lo brazo, lo abrazo como si nunca lo hubiera abrazado en toda mi vida.

—¡Papá! —grita mi hermano y se cuelga de sus hombros.

—¿Cómo has estado, campeón? —le dice mi padre, besando sus manos.

—No saben cuánto los extrañe —dice mientras nos va soltando del abrazo. Cuando ve que tengo lágrimas en mis ojos, me las seca con su pulgar.

—¿Por qué lloras, Sofí? —me pregunta.

—Porque te extrañe mucho papá —le contesto.

Me da un beso en la frente.

—Hijos, tenemos que hablar con ustedes —dice mi madre.

Entonces, la expresión de la cara de mi hermano cambia a preocupación, como la mía. Nos sentamos en el sillón para escuchar lo que tienen que decirnos ahora.

—Hemos estado yendo a terapia yo y tu mamá —dice mi papá.

—Sí…, y digamos que hemos podido resolver nuestras diferencias —dice mi madre.

Siento que mi corazón se acelera; prendo las uñas en mis carnes, no sé qué decir. Las ideas chocan en mi cabeza.

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—Hemos decidido retomar nuestra relación —la voz de mi padre interrumpe mis pensamientos.

—¿En serio? —dice mi hermano.

—Sí —dice mi madre con una sonrisa.

—¡Síííí! —grita mi hermano—. ¿Escuchaste, Sofía?, mamá y papá se quieren de nuevo.

—¿Qué te pasa, Sofía? —dice mi padre al ver que no estoy tan contenta con la noticia que acaban de darnos.

—Es que… —me pongo a pensar sobre lo que voy a decir—, ¿y si vuelven a discutir?

—Vamos a poner todo de nuestra parte —dice mi padre—. Sabemos que no será fácil, pero ustedes nos van a ayudar.

—Está bien —digo mientras suavizo mi expresión.

—Entonces, ¿volvemos a ser una familia? —pregunta mi hermano.

—Siempre hemos sido una familia —nos explica mi papá —, solo que ahora estaremos más unidos que antes.

Mi hermano y yo sonreímos.

—Vengan —nos dice mi papá, extendiendo su mano hacia mi madre. Los cuatro nos unimos en un largo abrazo.

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Miranda Alondra Argumedo Otárola (14 años, Ate Vitarte, Lima, 2° B) Con esta historia quiero contar lo que muchas personas sufren a diario, no solo en la escuela, sino en cualquier otro lugar.

Poder escribir este cuento fue realmente emocionante para mí. AL principio, no tenía planeado nada, ni siquiera cómo comenzar a escribirlo o de qué manera podría terminarlo.

Pero, afortunadamente, recibí consejos de mi profesor, que fueron de gran ayuda.

La verdad es que me encantó vivir esta nueva experiencia de poder crear un cuento; pude sentirme libre de darle un papel a cada personaje.

Días tormentosos

April no quisiera poner un pie en este lugar nunca más.

Cada vez que cruza el portón, siente como si unos alfileres pincharan su cuerpo.

El recreo está por terminar. De pronto, un golpe en la espalda le hace hamaquearse. Voltea y se encuentra con las miradas de Sofía y Anna.

April sigue su camino, pero alguien la detiene. Es Anna.

—¿No crees que debes disculparte con Sofía? —le pregunta.

—¿Por qué lo debería hacer? —dice April, confundida.

—Pues acabas de golpearla —le contesta Anna, como si no supiera que fue su amiga quien la golpeó.

—Lo siento —le dice April. Es mejor no contrariarlas.

—Ya es muy tarde —le dice Sofía, y la saca del salón, agarrándola de los pelos. La conduce hasta el baño de las niñas y la golpea con las manos. April trata de defenderse

inútilmente con los brazos. Ruega que suene el timbre y termine de una vez este momento. Se escucha la voz de Anna diciendo que nadie viene. Por fin, suena el timbre.

Sofía le da una última cachetada y se marcha. April se queda un rato en el baño. Se arregla un poco los cabellos y se enjuaga la boca. Está escupiendo sangre. Minutos después, decide salir del baño. Para su mala suerte, se encuentra con su profesor. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba tardando tanto en ingresar al aula? April no tiene palabras.

Cuando terminan las clases, April, muy rápido, sale del aula. Aún no sabe qué le dirá a su madre. Menos mal que ella llega del trabajo a eso de las ocho o nueve de la noche.

Sin embargo, para sorpresa de April, encuentra a su madre preparando la comida. Por alguna razón, hoy ha salido temprano.

—¿Qué te paso en el labio? —le dice, preocupada.

—No es nada; me golpeé sin querer —miente April.

—No parece que te hubieras hecho tú sola. ¿Alguien te golpeó? —dice su madre con ese tono de voz que hace doler mucho.

—No, no me golpearon —contesta April con firmeza.

Y, para evitar más presión, da media vuelta y se dirige a su cuarto.

Al día siguiente, durante la clase de Inglés, el auxiliar llega al aula.

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—¿La alumna April? —pregunta.

Todos sus compañeros se voltean hacia ella. April levanta la mano con timidez.

—La directora te necesita —indica el auxiliar.

April siente que esos alfileres invisibles de siempre le hincan las carnes.

—¿Para qué me necesita la directora? —le pregunta al auxiliar mientras bajan a la dirección.

—Si no has hecho nada malo, no debes preocuparte —le contesta el auxiliar.

Al entrar a la dirección, ve a su madre sentada junto al pupitre de la directora. Con desconfianza, April saluda y se sienta en la silla que la directora le indica.

—Cuéntanos qué ha sucedido ayer —dice la directora—. Veo que todavía tienes inflamado el labio.

—Unos chiquillos de primero, por jugar, me empujaron contra el filo de la pared —responde April. Su voz es una peligrosa navaja que puede cortar su propia vida.

—A mí me dijiste otra cosa —le increpa su madre.

April no responde.

Menos mal que la directora no insiste más. Le dice que vuelva a su clase. April sale del despacho y, por un momento, empujada por ese deseo de saber qué pasa allá adentro, se queda pegada a la puerta.

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—Lo lamento mucho —dice la directora—. Le prometo que averiguaremos quién molesta a su hija.

—Se lo agradecería mucho, directora —dice su madre.

—¡No sabía que eras una chismosa! —le dice Anna a la hora del recreo.

—No lo soy —se defiende April.

—¡Oh, la pequeña April se está revelando! —se le acerca Anna, burlona—, y eso es un problema.

Anna agarra la muñeca de April y la jala. La lleva al segundo piso de aquel pabellón que da al parque. Sofía las está esperando.

—Aquí esta—dice Anna.

—Muy bien, ya puedes irte —señala Sofía.

—Pero yo también quiero estar aquí —le reclama Anna.

—No, lárgate; esto es entre ella y yo —dice Sofía.

April no sabe qué hacer. Están solas ahora.

—¿Por qué lloras? No te voy a matar —grita Sofía—, al menos no ahora.

—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —dice April, sollozando.

—Porque quiero hablar contigo.

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—¿Conmigo? —pregunta April. Sofía se sienta en un pequeño muro—. ¿Qué tienes que hablar conmigo?

—¿No te vas a sentar? —le pregunta Sofía.

—No —dice April.

—Bien, entonces, yo tampoco me sentaré —indica Sofía acercándose un poco a April—. Ya vi que tu mamá estuvo con la directora —dice mirando el cielo—, pero no creo que puedan llamar a mis padres. ¿Y sabes por qué?

April no tiene ganas de pronunciar una palabra.

—Mis padres murieron —continúa Sofía, sonriendo con tristeza—. Ahora vivo con mi tía; pero ella es una anciana, no puede venir hasta aquí. ¡Qué sería de mi vida sin ella! Tengo mucho miedo de que se vaya y me deje sola.

April suspira. Por primera vez ve que los ojos de Sofía se apagan.

—Ella es una señora débil y los débiles mueren primero—dice Sofía, mirándola—. Por eso, te estoy enseñando a defenderte. Este es un mundo donde los que no saben defenderse mueren primero, como papá y mamá.

—No quiero que me enseñes a defenderme —dice April.

—Tu mami no va a estar siempre a tu lado para protegerte —insiste Sofía—. Tú te quedarás sola y no tendrás quien te proteja.

—Yo no necesito de mi mamá para poder vivir—murmura April.

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—¿Noooo? ¿Y por qué dejas que todo el mundo te golpee? —Sofía la agarra del cuello. April no ha tenido tiempo para esquivarla—. No seas estúpida; tu mamá no te va a salvar de todos —y se la lleva hasta una esquina.

—Porque ya no me importa, solo quiero desaparecer—gime April—. Ya estoy harta de todo.

—Entonces, te ayudaré —Sofía la jala hasta el borde del muro.

—¡No, por favor! —suplica esta vez April, aferrándose a la mano de su opresora.

—Dices que quieres morir, pero eres tan cobarde que tienes miedo —grita Sofía, poniéndola en un lugar seguro—. Tranquila, ya no te molestaré más; me voy de la escuela: alguien tiene que cuidar de mi tía.

Y se marcha.

—Lo hice bien, ¿verdad, mamá? —dice Sofía—. Entonces, te pido que no te lleves a mi tía.

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Mayte Yocha Arbulú Sánchez (13 años, San Isidro, Lima, 2° B) Mi experiencia como autora del cuento Con el corazón fue muy dinámica, ya que esta historia surgió a través de un trabajo que teníamos que realizar en las clases. Me inspiré en un anime llamado Haikyuume. Me gustó mucho la imaginación que le puse en la redacción y en todo el proceso de creación. Me esforcé bastante en los temas de los dibujos que son creaciones propias. Por otro lado, me siento muy contenta porque en todo momento tuve la ayuda del profesor de Comunicación, Jaime Guadalupe Lobato, quien siempre me guio en el desarrollo de la escritura y me animó a seguir adelante con mi cuento.

Con el corazón

Antes de empezar con la rutina de calentamiento, el entrenador los reunió y les dijo que tenía algo importante que comunicarles.

—Habrá un torneo de vóley el próximo mes. El premio es bueno; además, el mejor deportista obtendrá una beca para un torneo en España —anunció.

Alexis vio que la cara de Max se encendía con esa sonrisa de ganador que a los demás siempre los opacaba.

—Así que, muchachos, la pelota está en sus manos, y la beca también —continuó el entrenador, sonriendo. Hizo una pausa y concluyó—: El esfuerzo siempre tiene una buena recompensa.

Cuando ya salían del coliseo, Max se acercó a Alexis y le lanzó una de sus pesadas frases: —¿Estás preparado para perder?

Alexis trató de evadir sus provocaciones. Pero Max no se contuvo.

—La beca será mía; todos saben que soy el mejor — dijo. Y, con un gesto de soberbia, se despidió.

Alexis recordó el día que él y Max se conocieron en la academia de vóley. Desde el primer momento no se entendieron, como si hubieran nacido para no ser amigos. Aún no comprendía por qué Max, desde niño, fue duro con él.

Pese a todo, Alexis siempre trató de seguir mejorando en su técnica y no dejarse vencer por el desánimo.

Su entrenador le había dicho varias veces: ¡No te exijas mucho, algún día vas a terminar en el hospital! Alexis, como de costumbre, lo ignoraba.

Alexis trató de borrar las palabras de Max pensando en cosas positivas. ¿Acaso él no podía luchar por esa beca?

Muchas veces había demostrado que podía hacer bien las cosas.

Ya en casa, Alexis quería compartir esta emoción con sus padres, pero el sorprendido fue él, cuando su papá le comentó que había perdido su trabajo y que comprendiera que tenía que hacer un reajuste en los gastos de la casa.

—Debes dejar la academia, al menos hasta que consiga un nuevo trabajo —dijo.

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Alexis estaba molesto y no entendía la situación que estaban pasando sus padres.

Salió de su casa sin escuchar razón alguna.

Se puso sus audífonos: la música apaciguada su disgusto.

Sin darse cuenta, cruzó la pista y no se percató en el cambio de luz. Un carro pasó rozándolo. ¡Qué susto invadió su existencia!

Regresó a su casa, pensando que había tenido mucha suerte.

Al día siguiente, fue a decirle al entrenador que ya no podía seguir en la academia, porque sus padres estaban en condiciones de pagar las mensualidades.

El entrenador le dijo que no se preocupara y que siga asistiendo a entrenar, ya que él era uno de los mejores competidores del equipo.

Pasaron varios días desde aquel terrible susto, pero él seguía entrenado duro para la competencia. Llegó el día del campeonato y su equipo clasificó para las semifinales.

El entrenador estaba feliz.

—Muchachos, hay que seguir dando todo, solo faltan dos partidos más y ganamos —los animó.

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Cuando estaban terminando de jugar el primer partido, Alexis, al asaltar y dar el mate de la victoria, el hueso de su tobillo hizo crac y cayó tendido en el piso.

Alexis sentía mucho dolor. Intentó pararse y no pudo.

Cuando el doctor lo atendió, le dijo que se había roto el tobillo. Tuvo que ser enyesado.

—Su hijo va a tardar en recuperarse unos tres meses —le dijo el médico a su madre.

Alexis estaba triste; pensaba que no volvería a jugar.

Alexis estaba frustrado: no podía realizar su deporte que tanto le gustaba y mucho menos que podría participar en la final del torneo para obtener esa beca.

Sus padres lo llevaron a ver el torneo. Antes de que empezara el partido, se le acercó una jovencita.

—¿Te acuerdas de mí? —le dijo.

Alexis se puso nervioso; no lograba reconocerla.

—Soy Ximena, éranos bueno amigos en la primaria.

Ahora sí la recordaba. Ella le preguntó qué le había sucedido.

—Lo que te pasa es momentáneo; pronto serás el mismo que antes. Ánimo, amigo, no estés molesto, disfruta del partido —le dio fuerzas Ximena al escuchar su historia.

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Emocionado, Alexis vio el partido junto a Ximena. Y más contento se sintió cuando su equipo de vóley ganó el torneo.

Alexis fue a los vestidores con Ximena a felicitar a sus compañeros. Allí se enteró de que ella era prima de Max. Cuando el entrenador los reunió para anunciarles al jugador más destacado, les dijo que lo había escogido por haber demostrado gran entrega y compromiso en todo el campeonato, que nunca se rindió. Para sorpresa de todos, el elegido fue Alexis. Él no lo podía creer. No se lo esperaba; ni siquiera había participado en la final.

Max cogió sus cosas y salió. Él tampoco se lo esperaba.

Alexis le dijo al entrenador que no podía recibir ese premio. Pero, todos los que estaban junto a él dijeron que se lo merecía.

La inesperada sorpresa le dio ánimos para seguir trabajando en su recuperación. Un día no muy lejano, estaría nuevamente elevándose en el aire y matando aún más fuerte.

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Nataly Carolyna Tomas Pomacarhua (14 años, Rímac, Lima, 2° B) Mi historia se basó en hechos reales. Lo que más se ve, en la actualidad y en los adolescentes, son casos de acoso (hasta de violación), debido al fácil acceso y manejo de las redes sociales.

Al crear mi cuento, dejé que fluyan mis ideas; mientras avanzaba en la escritura, venían a mi mente ideas importantes. Poco a poco, fui mejorando el texto, gracias a la ayuda de mi docente del área de Comunicación. Él me aconsejó en varios aspectos; su acompañamiento permanente me permitió mejorar, día tras día, mi narración Esta experiencia fue buena; me di cuenta de cómo se puede construir una historia interesante mediante la aplicación de estrategias y un adecuado manejo del contexto que ayude al público lector a entender el cuento.

A través de la pantalla

Hace dos meses comenzó a seguirme por Instagram un tal Marcos. Desde que entablamos conversación, me decía palabras bonitas que me hacían sentir bien. No se lo dije a nadie; sabía que me iban a gritar por estar hablando con un desconocido.

Con los días, supe que tenía 15 años. Me describía cómo era físicamente, sus gustos y pasatiempos. Una noche le pedí que me enviara una foto, que quería conocerlo.

Me contestó que más adelante lo haría, que por ahora su rostro y su cuerpo los tenía que imaginar. En ese momento a mí no me importaba porque yo estaba totalmente enamorada de él, por su forma de ser y su manera de tratarme.

Un día, fui a la casa de Cristina para irnos juntas al colegio. Después de tanto tiempo no me aguanté más y le conté todo con respecto a Marcos. Le dije que al día siguiente nos íbamos a ver por primera vez en la estación de trenes, a las 4:00 p. m.

Le mostré a Cristina toda mi conversación que había tenido con Marcos. Ella tenía una cara de asustada, como que no aprobaba mi relación con ese chico. Mas, yo estaba

feliz; por fin iba a conocer a Marcos después de tanto tiempo de hablar por una simple pantalla.

Todo el día estuve distraída por los nervios y la felicidad. Quería que ya sea el día siguiente.

Al finalizar las clases, Cristina y yo nos fuimos a nuestras casas juntas, casi en silencio. La verdad es que ella estaba muy rara. Preferí no decirle nada para que mi felicidad no se apague.

Al día siguiente, me levanté con el cuerpo liviano y la mente despierta. Antes de las tres de la tarde salí de la casa diciéndole a mi mamá que iba a casa de Cristina, que teníamos que hacer un trabajo.

Llegué a la estación de trenes y traté de estar serena.

Por más de media hora estuve esperando a Marcos.

Cuando al fin lo vi, me sorprendí más de lo esperado: no parecía de la edad que me había dicho (15 años), yo le ponía como unos 17 años. Estuvimos hablando un buen rato, conversando sobre mí. Me incomodó un poco que él no quisiera hablar sobre su vida. Todo ya te lo he dicho, se excusaba.

—No sabes cuánto he esperado este momento —me dijo al oído, después—. Eres más linda en vivo y en directo que en foto.

—¿De verdad? —le dije emocionada.

—Te lo juro —y me cogió de la mano—. Me gustaría darte un beso.

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—No, no puedo —le dije. No sé por qué me hacía la difícil. Tal vez porque a esa hora había mucha gente esperando el tren.

—Entonces, vamos a caminar un poco; quizá así te animas —me dijo.

Bajamos las escaleras y salimos de la estación. Me llevó hasta un lugar donde no había absolutamente nadie, solo había un carro negro con ventanas polarizadas. Muy tarde me di cuenta de lo que estaba haciendo. Al verme desprotegida, me asusté. La desesperación se me vino de golpe. Grité. Marcos tapaba mi boca con su mano, y trataba de calmarme. Sentía que la respiración se me iba. Alguien abrió la puerta del auto y Marcos, de un empujón, me echó en el asiento de atrás.

El carro arrancó. Marcos se había sentado a mi lado e intentaba besuquearme a la mala. Quise sacar mi celular para llamarle a mi madre, y solo logré recibir una bofetada.

—Si quieres salir viva de esta, es mejor que te portes bien —me gritó Marcos.

Al llegar a la esquina, forcejeé tratando de abrir la puerta. Todo en vano. De pronto, dos carros aparecieron y nos cerraron el paso.

Vociferando palabrotas, Marcos me empujó contra la puerta. Sentí que mi cabeza se partía en dos. Luego, mis ojos se nublaron.

Desperté en la comisaría. Cristina permanecía parada a mi lado, en silencio.

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—Si no hubiera sido por esta chiquilla, no sé qué habría sido de tu vida —me dijo un policía.

Cerré los ojos algo confundida aún. Había hecho bien en contarle a Cristina mi historia con Marcos.

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Aldair Antonio Ramos Quispe (14 años, Lima, 2° B) En julio del presente año, en mis clases virtuales del curso de Comunicación, en el módulo 14, el docente Jaime Guadalupe Lobato nos indicó que debíamos escribir un cuento sobre el ejercicio ciudadano y los conflictos humanos.

Durante el proceso de creación, nuestro profesor Guadalupe nos daba indicaciones y estrategias (Herir al lector, De la mano de los maestros, Guerra de finales, etc.) para la producción de una narración amena y conmovedora.

Ha sido una experiencia muy interesante. La creación de cuentos nos ayuda a querer leer más y nos anima a mostrar algo de uno mismo.

Los días de Antonio

Antonio y su madre van dos veces por semana a su terapia cerca al distrito donde viven. Antonio, cada día, espera que termine sus clases para ver a su madre. No quiere estar en ese lugar.

No todos los niños juegan y participan en las actividades como quisieran; Jorge es el niño más grande y no deja que nadie juegue. Cada vez que él da una señal a Rodrigo, su amigo, las cosas se complican. Como ahora.

—Oye, bobo, estos juguetes no son para ti —dice Jorge aplastando la cabeza de Antonio contra la silla.

—¿Hasta cuándo tenemos que aguantar a este tonto?

—murmura Rodrigo.

Mannie, la terapeuta, por fin, se da cuenta.

—¿Qué es lo que sucede aquí? —dice dando palmaditas.

—Nada —responde Jorge.

—¿Nada? —insiste la terapeuta.

Jorge y Rodrigo se miran.

—¿Qué pasó, cariño? —le pregunta Mannie a Antonio—. ¿Te sientes bien?

Antonio no contesta. Baja la cabeza y se pone a escribir con su dedo sobre el piso de cemento.

—Señora, quédese un momento, quiero conversar con usted —le dice la terapeuta a su madre, cuando llega a recogerlo.

—¿Pasó algo malo? —dice su madre, preocupada.

—Los niños juegan con todos los materiales del aula, pero Antonio no coge nada. Está muy tenso; no vemos mejoras —contesta Mannie.

Su madre se queda callada.

—Qué me aconseja, señorita —dice, al fin.

—Sería bueno que lo pasemos al otro grupo, de los niños más especiales.

—Eso quisiera, señorita, pero usted sabe que no puedo pagar más.

—¡Qué pena! —dice Mannie, acariciando la cabeza de Antonio—. Tal vez sería bueno buscar otro centro.

—Prefiero que siga acá, con este grupo —dice su madre—. Me costó mucho encontrar una vacante.

—Bueno —indica Mannie—. Hasta mañana.

Al día siguiente, Antonio llega a su clase, y se sienta en su sitio. La terapeuta conversa con todos los niños, y

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les cuenta que hay mucha indisciplina y eso no debe suceder.

—No voy a permitir que un niño maltrate a otro — dice mirando a Jorge.

Luego se va y se sienta frente a su computadora.

Antonio tiene temor de que sus compañeros siempre traten de molestarlo y se queda callado. Se siente incómodo, mira a la terapeuta y ella está alegre y muy tranquila. Hoy no está observando a nadie.

Menos mal que Jorge y Rodrigo solo han tomado los juguetes y no lo han molestado.

Termina la clase y todos van saliendo. Antonio, sentado en un rincón del aula, espera a su madre. Se siente tranquilo porque es todo por hoy.

—Tengo algo que comunicarle —le dice Mannie a su madre, al verla llegar.

—Usted siempre me pone nerviosa —habla su madre con voz baja, llena de angustia.

—A partir de mañana, su hijo podrá asistir en otro horario y con menos niños —dice.

Su madre, con lágrimas en los ojos, le agradece a Mannie.

—Dios me la cuide, señorita —dice. Coge de la mano a Antonio y le da un beso en la frente.

Antonio se despide de Mannie con una sonrisa, por primera vez.

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Ashley Ximena Romero Pintado 2° B (13 años, La Molina, Lima, 2° B) Esta historia nació en mi imaginación; pude experimentar esa capacidad de escritura, que me llenó mucho y estoy feliz por ello. Mi inspiración fue estar en mi cuarto, sola, meditando. Así comenzaron a fluir mis ideas; solo escribía y escribía. Me concentré tanto; me gustaba lo que estaba haciendo.

Mi profesor Jaime Guadalupe Lobato me orientó en la corrección de mi historia, poniendo pautas o señalando las partes débiles.

Ha sido una experiencia que yo misma aun no lo puedo creer, y me siento muy feliz de haber alcanzado la meta. Agradezco a mi madre; ella siempre estuvo a mi lado, apoyándome.

Una amistad a ciegas

—Marcela cambiaste tu cara tan de repente ¿todo bien? —preguntó Sofía.

Desde los seis años se conocían. Habían empezado juntas la primaria. Sofía había anhelado tanto que llegara el primer día de clases. Al ingresar al colegio, buscó a Marcela. Al reencontrarse se dieron un gran abrazo. ¡Cuánto la había extrañado!

—Ojalá sigamos juntas este año, Sofía.

—Ojalá, amiga.

Y tuvieron suerte. Al ver la lista del segundo grado, ahí estaban sus nombres. Pero algo cambió en Marcela cuando Sofía le dijo que el chico nuevo, Camilo, le parecía un chico lindo.

—Sí, es simpático —respondió Marcela, sin ese entusiasmo que la acompañaba.

Con el paso de los días, Camilo se acercó a Sofía y se pusieron a conversar. Marcela, llegó y le jaló del brazo a Sofía, Vamos al quiosco, le dijo.

Al día siguiente, a la hora de recreo, Camilo nuevamente fue a buscarla.

—Estás muy trabajadora —dijo, sonriendo. Luego, salieron al patio. Entablaron conversación, hasta se rieron por algunas ocurrencias de Camilo. Sonó el timbre y entraron al salón. Como el profesor aún no llegaba, Marcela le tomó del brazo a Sofía y le dijo: —Tienes que alejarte de él, no es una buena persona; solo está jugando contigo, ¿no te das cuenta?

—¿Por qué te expresas así? —le contestó Sofía, extrañada—. No lo conoces bien y ya estás hablando mal de una persona. De verdad, estás mal; no sé qué te está pasando.

—Sofía, no me está pasando nada; lo hago por tu bien —se defendió Marcela.

Pasaron los días y Marcela seguía insistiendo en lo mismo.

Una mañana, Camilo se le acercó y le dijo que por qué seguía con esa amistad.

—No es correcto que te lo diga, pero Marcela te exige demasiado. Ella manda en tu vida, te dice lo que tienes que hacer, y te lava el cerebro —agregó.

—No, es mi mejor amiga; ella no haría algo así —respondió Sofía—; creo que tiene razón lo que dice de ti.

—¿De mí? —dijo Camilo, con cara de haber sido agredido.

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—Sí. Eres una mala influencia para mí; solo estás jugando conmigo. Y apuesto que te retaron para que me hables.

—¿De qué hablas, Sofi? Eso no es verdad. ¿Ves?, por eso es que te digo que te está lavando el cerebro.

—No, Camilo, no, es mi mejor amiga y no haría eso.

Aléjate de mí —le respondió Sofía, con el corazón ahogado. Era mejor acabar de una vez con esa «relación» que la estaba haciendo daño.

—Sofía, no te vayas así —escuchó que le gritaba Camilo.

Sofía corrió por los pasillos del colegio, llorando.

Marcela, al verla así, la abrazó.

—Se acabó —murmuró Sofía.

—Yo te dije que él no era buena persona —le consoló Marcela con voz alegre.

—Yo lo quiero, amiga.

—Lo sé, pero creo que es lo mejor.

—¿Eso crees?

—Claro que sí, Sofía.

—No lo sé, pero confiaré en ti, porque eres mi mejor amiga.

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Pasaron tres semanas y Camilo le insistía a Sofía para hablar. Un día, a la hora de salida, la esperó en la calle y la abordó.

—Yo sé que no me crees —le dijo—; por favor, date cuenta de que Marcela no te quiere. ¿Cómo una mejor amiga puede tratarte como a una niña?

Y Camilo siguió diciendo cosas que, de alguna manera, le abrían la mente a Sofía.

—Déjame pensarlo, esto es muy difícil. No sé cómo tomarlo, entiéndeme ¿sí? —le dijo ella.

—Claro que sí, yo esperare; tómate todo el tiempo que necesites. Es por tu bien; te lo digo porque te quiero.

Sofía se tomó su tiempo. Al final, se dio cuenta de que, si de verdad Marcela la quería, tendría que apoyarla y no subestimarla.

Entonces, tomó el celular y llamó a Marcela. Necesitaba encontrarse con ella en el parque.

—Si dices ser mi mejor amiga, ¿por qué haces todo lo que haces conmigo? —le dijo sin más rodeos.

—¿De qué hablas? —se alarmó Marcela.

—Sabes muy bien de lo que hablo.

—¡Sofía!, no entiendo a qué te refieres.

—No finjas, sabes que todo este tiempo lo único que has hecho es tratar de alejarme de Camilo —se desahogó Sofía—. Además, cuando quiero a alguien de verdad, tratas de alejarme de esa persona.

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—Déjame explicarte —intentó calmarla Marcela.

—¿Y qué me tienes que explicar? —Sofía sonrió de mala gana.

—Lo hice porque te quiero, porque solo eres para mí.

Eres mi mejor amiga y no quiero que te alejes de mí, ¿entiendes?

—¿Tú crees que eso me hace feliz?

Marcela no sabía qué contestar.

—No me hace bien estar con una persona así —continuó Sofía—. Me duele decírtelo, pero hay que dejar esta amistad. Es lo mejor.

—No, Sofía —suplicó Marcela, con lágrimas. Eres la única persona que cuenta conmigo, que siempre está para mí.

—Lo siento, pero es lo mejor. ¡Adiós!

Sofía se fue a su casa, llorando. No estaba segura si había hecho bien. Aunque, ahora, se sentía mejor, se sentía libre, se sentía ella. Sacó su teléfono y le escribió a Camilo.

En menos de media hora, Camilo estaba tocando la puerta de su casa.

—Ya ves, ahora te siente mejor —le dijo Camilo después de escucharla. Sabes que siempre voy a estar para ti, apoyándote en todo.

—Sí, tenías razón. Te pido disculpas por no creerte.

—Sofía dibujó una sonrisita—. Fui una tonta.

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—Todo está bien. —Camilo también sonrió, y le cogió de las manos—. No hay por qué disculparse.

Sofía puso su cabeza en el hombro de Camilo.

—Gracias por estar para mí y no insistirme —suspiró aliviada. Luego, continuó—: ¿Sabes algo? En este tiempo me he dado cuenta que siento cosas por ti, me siento bien contigo.

—Yo también siento lo mismo, Sofía —murmuró Camilo.

Se levantaron y se abrazaron. Enseguida, dieron una larga caminata. Al momento de despedirse, Sofía le dio un beso en el cachete a Camilo.

Más tarde, Camilo le envió un mensaje.

—Gracias por este día, Sofi.

—No hay de qué.

Luego, Camilo le deseó buenas noches y le dijo que se verían mañana en el colegio.

Las siguientes semanas, Sofía y Marcela no conversaron. Camilo le decía que tal vez más adelante volverían a ser amigas. Antes de que eso sucediera, él le pidió que sean enamorados.

—¿O todavía me vas a hacer sufrir más? —le dijo, mientras esperaba una respuesta.

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Bárbara Victoria Blancas Vela (14 años, Miraflores, Lima, 2° B) Eran las cuatro de la tarde cuando decidí escribir mi cuento, pero estaba en blanco; no se me ocurría nada. Me dispuse a poner alguna canción para poder relajarme, y encontré una. Me gustó tanto que la repetía, repetía y repetía. Entonces, se encendió una chispita en mi cabeza. Así fue como empecé el primer párrafo de esta historia.

La creación de mi cuento fue muy emocionante. A medida que la canción avanzaba, más ideas brotaban. Eso me llenaba de alegría.

No obstante, la escritura es un proceso y mi docente estuvo animándome ante cualquier duda que yo tuviera: me corrigió y me dio algunas pautas. Él estuvo bastante atento a nosotros, sus estudiantes.

Escribir este cuento fue una experiencia muy bonita; me ayudó a adentrarme un poco más al mundo de la literatura e hizo darme cuenta de lo increíble que es escribir; de la inmensa creatividad que tiene uno mismo. Yo no me creía capaz de poder escribir siquiera un párrafo; sin embargo, el resultado que obtuve, me gusta mucho.

La fuerza de una rosa

«Se irán a vivir con su abuela. Lamento mucho lo de sus padres, chicas».

Miré a mi hermana Bianca, parecía perdida, estaba igual de triste que nosotras. Ella nos miró, tomó mi mano, y nos sonrió; nos levantamos de nuestros asientos y nos fuimos.

Nos encontrábamos en un bus camino a Mala; nuestra abuela tenía una casa y chacra allá. A mitad de camino una de nuestras hermanas menores, le pregunto a Bianca.

—¿Dónde están nuestros papás?

Bianca se heló, y yo me tensé. Era consciente de que mis padres habían muerto. Bianca reaccionó y sonrió, entonces, dijo: —¿Recuerdas cuando… me dijiste lo de las ovejitas, las que contabas para dormir, que eran tus angelitos de la guarda, que te protegían de tener sueños feos?

—¡Sí!

—Pues, nuestros padres ahora son ovejitas que contarás y te cuidarán para dormir todas las noches —agregó

Bianca, mientras la abrazaba y ocultaba su cara en el pequeño cuello de nuestra hermana menor. Yo también me sentí muy triste y mis ojos comenzaron a picar. Miré a Camila, la pequeña de dos años de edad que dormía plácidamente en mi regazo.

Mientras caminábamos a la casa de la abuela, Bianca seguía pareciendo ida de este mundo. A lo lejos, pude distinguir una silueta, era la de mi abuela. Luego de muchos días, Bianca sonrió verdaderamente. Nos paramos frente a nuestra abuela Carmen.

—¡Oh, mis pequeñas niñas! —Nos abrazó a las cuatro, apachurrándonos con fuerza. Después de los días fríos que nos había tocado vivir, mi corazón se llenó de calidez.

Era lunes por la mañana, me levanté y me dirigí a la cocina, vi a Bianca y a mi abuela haciendo el desayuno.

Ambas estaban en silencio. Carraspeé. Entonces, se dieron cuenta de mi presencia.

—¡Oh, ya te levantaste! Ven, ayúdanos a poner la mesa, por favor —me dijo Bianca con una sonrisa en su rostro. Miré a mi abuela; ella estaba mirándome con una sonrisa forzada. Al terminar el desayuno, ayudé a mis hermanas a lavarse; mi abuela y Bianca recogían la mesa. Generalmente, luego de desayunar, nuestros padres nos llevaban al colegio; a veces, cantábamos en el auto, papá y mamá nos acompañaban con sus risas; otras veces, ellos nos regañaban por no haber hecho la tarea, entonces, nos quedábamos en silencio. Volví a sentirme triste, mis ojos

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se cristalizaron y una lágrima traicionera bajó por mi mejilla. Miré a mis hermanas jugando con la pasta dental. Sin pensarlo, fui y les quité el «juguete».

Llevábamos dos meses en este lugar. Bianca se veía más animada, aunque de vez en cuando la escuchaba llorar en las noches. Las más pequeñas se acostumbraron rápido a nuestro nuevo hogar; se la pasaban saltando y correteando. Pero, en el momento menos pensado, al igual que yo, sentían la ausencia de nuestros padres. Lograban salir de esa nostalgia poniéndose a llorar hasta el cansancio.

Esos momentos eran los peores; todas nos descontrolábamos. Después del llanto, las niñas se ponían muy irritables; se perdían en su propio mundo sin consuelo. Pero, no sé de dónde, Bianca sacaba energías y nos distraía con algo nuevo, nos hacía salir de esa burbuja negra.

Los meses pasaron y nuestra abuela nos matriculó en una pequeña escuela, a media hora en bus. Camila se quedaba al cuidado de una vecina de confianza.

Todo andaba bien hasta que un día la abuela amaneció un tanto enferma. Bianca tuvo que quedarse a cuidarla y a encargarse de la chacra.

En la tarde, a nuestro regreso de la escuela, fuera de nuestra casa, pude ver un pequeño grupo de personas.

También había una ambulancia, vecinos, y Bianca estaba llorando con Camila dormida en sus brazos. Me asusté mucho. Cogí de la mano a mi hermana. Vi que sacaban en

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una camilla el cuerpo inmóvil de nuestra abuela. ¡Ay, cómo palpitaba mi corazón! Miré a Bianca, sus ojitos cansados de tantas lágrimas, nos mostraron el dolor de una pérdida más. Nos abrazó y juntas lloramos muchas tristezas.

Una semana había pasado, una semana de amargura: nos habían arrebatado lo único que nos quedaba.

Nos encontrábamos almorzando en silencio. Bianca le daba de comer a Camila, María y yo comíamos sin levantar las miradas.

—Dejaré la escuela —la escuché decir.

—¿Qué? —le refuté.

—Dejaré la escuela —dijo más alto y más segura de sí.

—¿Estás escuchándote? —volví a insistir—. Bianca, solo te faltan dos años; no puedes dejar la escuela ahora.

—No hay otro camino, ¿cómo comeríamos? ¿Cómo tendríamos ropa para el invierno? ¿Cómo haríamos cuando se enfermen? Las necesito sanas, no quiero que algo les suceda —entonces se quebró: dejó los cubiertos en la mesa y se cubrió el rostro. Me quedé en silencio. Me sentí culpable, pues no me había dado cuenta de todo el peso que llevaba sobre sus hombros. Me levanté y fui a abrazarla.

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—Hermanita —le susurré—, prometo ayudarte en todo lo posible, prometo cuidarme y no darte problemas, prometo ayudarte con las pequeñas.

Bianca movía la cabeza.

—Saldremos adelante, te lo prometo, Bianca —le dije mirándole a los ojos.

Ahora era ella la que me abrazaba y consolaba. Pasamos largos segundos abrazadas. De pronto, sentimos unos pequeños bracitos en nuestras caderas. Era María. Bianca la cargó y la llenó de besos. Yo hice lo mismo con Camila.

Los años pasaron. Las cosas mejoraron para nosotras.

Nuestra pequeña Camila está cursando su primer año de universidad, la callada María, se encuentra como pasante en una empresa de diseño gráfico, y yo, Gabriela, me encuentro con un trabajo estable y en espera de mi primer hijo.

—¿Entonces, ya estás ahí? —hablo por teléfono con una de mis hermanas.

—Sí, apresúrate, el bus no tarda en partir.

A lo lejos puedo distinguir una cabellera castaña al lado de otra negra. Apresuro el paso, corro un poco, lo que mi pequeña panza me permite.

—¡Bu! —las asusto.

—¡Ay! Gaby —me resondran en son de broma, yo solo me río. Subimos al bus.

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Llegamos a Mala, lugar que nos habĂ­a arrebatado el corazĂłn, lugar que amamos, que es nuestro hogar.

Estamos emocionadas. Bianca no sabe que venimos a visitarla.

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Keyra Celeste Oré Merino (13 años, La Molina, Lima, 2° B) La historia surgió al ver las noticias; además, al observar a un señor maltratando a su mujer cerca de mi colegio. Eso me impactó.

Me imaginé a una pareja de esposos. La protagonista era Luciana, de 32 años. Cada día que vivía con Antonio era de puro maltrato y abuso.

Mi profesor de Comunicación, Jaime Guadalupe Lobato, me apoyó bastante en la creación del cuento. Me escribía sobre las modificaciones y qué cambios le podía hacer a mi texto; también, me llamaba y me decía en qué partes y párrafos podía cambiar la historia. Le agradezco mucho por su tiempo y la dedicación que me brindó.

Esta experiencia me pareció muy interesante, porque con este cuento puedo ayudar a la sociedad para no seguir maltratando, sobre todo, a las mujeres, y para que ellas no se queden calladas cuando son agredidas.

El encierro de Luciana

Luciana tenía 32 años, pero eran más de 32 heridas las que se mantenían abiertas en su vida.

Vivía con su esposo Antonio, y trabajaba en una clínica. Ella no le decía a nadie que Antonio la agredía, porque la amenazaba con matarla.

Cuando Luciana se subía al metropolitano para ir a casa de su madre, las personas la miraban de una forma muy extraña. Era verano y ella usaba ropa de manga larga, gorros, gafas oscuras y botas grandes. Así ocultaba las huellas de los golpes que le daba Antonio.

—Hija, ¿qué forma de vestirse es esa? —se extrañaba también su madre.

Luciana contestaba con mentiras. Pero era preferible aguantar las preguntas de su madre que ver la cara de Antonio.

—¿Dónde estás? —Antonio no paraba de llamarla. Y cada vez que regresaba de la casa de su madre o del trabajo, le pedía su celular para revisar con quienes había hablado. No solo eso, además de revisar su bolso, también la

olisqueaba a ella para asegurarse de que no había estado con algún hombre.

Un día, al ir a trabajar, Luciana se encontró en el bus con un amigo de la secundaria. Terminaron compartiendo un café. Antonio, como siempre la perseguía, llegó bufando como un toro, la agarró del brazo y la sacó a la fuerza. En la calle, la amenazó con ahorcarla si seguía viéndose con hombres. Y le quitó el teléfono.

—¿Por qué no me contestas al celular? —le dijo su madre, aún asustada. Había ido a la clínica a averiguar qué sucedía.

—Es qué me robaron el celular —mintió.

—¿Y por eso has llorado?

—Es que me apuntaron con una pistola.

Cuando salió de su trabajo, su madre la llevó al centro comercial y le compró un nuevo teléfono.

—Hija, por favor, ten cuidado, ahora la cuidad está más peligrosa que nunca.

—Sí, mamá, no te preocupes.

Ya en su casa, Luciana escondió el teléfono. Antonio no podía enterarse.

Al día siguiente, Luciana fue a la clínica y una compañera le dijo que el coordinador la buscaba. ¿Para qué le quería ver? En todo ese tiempo que ella llevaba trabajando, el coordinador nunca la había llamado a su oficina.

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La cara del coordinador le puso más nerviosa aún.

—Mira, Luciana, cuando te contraté, vi a una chica con un gran potencial; pero, creo que me he equivocado.

No eres atenta con los pacientes, ni con sus familiares.

Además, tu esposo vino a advertirme que, si alguno de nosotros te mirábamos más de lo necesario, nos meteríamos en problemas.

—Señor, disculpe… —Luciana intentó aclarar la situación, pero su jefe la interrumpió.

—Lo que pasa contigo fuera de la clínica, no nos importa. Sin embargo, tus problemas personales nos están afectando.

—Por favor, no quiero perder el trabajo —suplicó Luciana—; es lo único que tengo para cumplir con mis deudas.

—Lo siento, pero hemos decidido no renovarte el contrato.

En el metropolitano, Luciana no paraba de llorar.

Antonio la estaba esperando.

—Ven, necesito que cumplas con tus deberes de esposa —le dijo antes de que ella acomodara sus cosas.

El cuerpo de Luciana se sacudió. Antonio estaba ebrio y cuando tenía alcohol en la sangre, lo mejor era huir. ¿Cómo escaparía ahora? Disimuladamente, cogió las llaves que acababa de dejar sobre la mesita. Fingió quitarse el sacón. A través del espejo vio a Antonio alejarse, darle

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la espalda. Entonces, alargó los pasos: tenía que salir de la casa cuanto antes. No pudo quitar el pestillo. Las manos de Antonio se habían apoderado de su cintura.

—¡Maldita! —gritó, dándole una cachetada—. ¿Me estás desafiando?

Antonio la encerró en el sótano de la casa y se marchó diciendo palabrotas.

Luciana lloraba: en cualquier momento él la mataría. «¡No puede ser!, debí conocerlo más, ahora mi vida está en peligro».

Minutos más tarde, Antonio regresó y la encontró llorando.

—Tus lágrimas no me van a conmover —vociferó. Y se abalanzó sobre ella. Luciana se protegía la cara con las manos; trataba de esquivar los puñetazos y patadas. Pronto sintió que algo caliente humedecía su rostro, su cuello.

Queriendo escapar, se arrastró casi a oscuras. Por fin su mano encontró un objeto de defensa. La botella de vidrio le cayó en la sien a Antonio.

Luciana corrió y salió de la casa. A esa hora la calle estaba desierta. La sangre seguía manchando su ropa y no sabía qué hacer. Volvió a apresurar el paso, levantando las manos. Un carro se acercaba a la esquina, tenía que detenerlo como sea.

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José Julián Vargas Apolinario (13 años, Jesús María, Lima, 2° C) Al escribir este cuento me sentí algo acorralado porque, en algunas partes, no sabía cómo continuar la historia. Esta experiencia de escribir un cuento no me ha gustado del todo; confieso que a mí no me gusta escribir. Pero, conforme se iba desarrollando la historia, me iba involucrando más y más, haciendo que mi interés por la escritura se vaya incrementando. La historia, la verdad, me salió casi de la nada; no hubo mucho que me inspirara. Mi única inspiración, si se podría decir así, son los casos de abandono familiar, los traumas y secuelas que estos generan. Me pareció interesante plasmar en un papel una situación así; sin embargo, para llegar a concretar mis ideas, tuve que pensar y meditar durante varios días, para luego borrar y escribir.

Agradezco al profesor Jaime Guadalupe Lobato por sus correcciones y su exigencia en mi persona para ayudarme a conocer el mundo de la escritura y la lectura; y, por supuesto, mi gratitud a mi madre, sin ella nada de esto hubiera sido posible.

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Menuda vida

Mis padres se quieren separar, sin embargo, no es eso lo que me preocupa. No dejo de pensar en esa noticia inesperada. Retrocedo un par de horas atrás.

—¿En serio te vas, Manuel?

—La verdad, no me gustaría dejarte.

—Voy a extrañarte mucho.

—No te preocupes, cuando sea mayor de edad volveré acá contigo —dije con un tono maduro, pero, repentinamente, sentí un ambiente tenso y un silencio muy incómodo.

—Creo que es hora de decirte la verdad, no puedo ocultarlo más —sus ojos se llenaron de lágrimas. Mi corazón era un motor a punto de explotar.

—Me estás poniendo nervioso —hablé— ¿Qué tienes que decirme?

—¿No te vas a enojar? —me dijo. Ella sabía que esa pregunta me ponía de mal humor, pero, otra vez lo mismo.

—¡Por favor, ya dímelo!

—Estoy esperando un hijo tuyo, Manuel —su voz apenas atravesó el silencio.

Me quedé paralizado. ¡Cómo diablos era esto posible!

Menudo día. Di vueltas y mi mente se nubló más. No sabía qué hacer. Mis padres se van a separar y ahora esto.

Alguien interrumpe mis pensamientos.

—¡Hey, hermano!, ¿qué pasa? —me dice mi hermana—, desde que salimos de la casa a tomar el tren, no has dicho ni una sola palabra, ¿qué pasa?

—No pasa nada —le respondo—. Es solo, nada, solo nada —digo de manera muy cortante.

Mi hermana insiste.

—Ya te dije que no pasa nada —me pongo más serio.

Acomodo mi cabeza sobre mis rodillas, dispuesto a no escuchar más preguntas. La verdad, yo ya no sé qué pensar.

No puedo creer que esté escapando como un cobarde; nunca fui así. Estoy temblando. La discusión de mis padres me saca un momento de mis propios tormentos.

Llegamos a la estación de tren.

Sé que tengo tiempo. El tren aún no llega. «Vamos, Manuel, piensa, puedes arreglar las cosas», me digo. Saco mi celular con manos temblorosas. Mientras busco en mi lista de contactos, trato de ocultar mi nerviosismo. Escribo un breve mensaje y doy enviar. «Vamos, contesta», digo.

Como no me responde, decido llamarla. Por fin escucho su voz. Luego de una breve charla, no me controlo y le digo que lo mejor es que aborte. Ella está del otro lado, no

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hará una cosa así. Pierdo el control y le cuestiono por qué no lo haría. ¿No es esa la única salida? Recién me entero que lleva cuatro meses de embarazo. En eso escucho que mi padre me llama. El tren había llegado y yo no me había dado cuenta.

Agarro mi teléfono, lo apago y lo boto a la basura en mi desesperación y decepción.

Dejo mi mochila en el compartimiento, me siento y estiro las piernas. A mi costado se sienta mi hermana. Este será un largo viaje.

No sé de dónde me nace una fuerza que me aparta del asiento y me saca del tren. Corro y meto la mano en el basurero. Busco y rebusco y mi teléfono se ha esfumado.

Mi cara se enciende y mi cuerpo transpira. Salgo de la estación y tomo un taxi. Llego a su casa y ella no está. ¡Demonios! Abro los ojos: sigo en este tren, sentado en esta maldita esquina. No sé cuánto tiempo estuve dormido. Escucho cómo el tren sigue su camino.

A la mañana siguiente, me despierta la voz de mi madre.

—Ya llegamos —me dice.

Cuando bajamos del tren, nos vamos a comer y a pasear un poco por este pequeño pueblo. Rumbo a nuestra nueva casa, noto que mis padres se encuentran algo nerviosos. Sea lo que sea, ni siquiera voy a preguntar.

Como a las seis de la tarde, llegamos a nuestra nueva casa. Es muy grande. Manuel, ¡mira!, me dice mi hermana.

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¡Wow!, qué sorprendente, pienso, al menos tenemos sótano. ¿Quieres explorarlo?, me incita mi hermana. Nos adentramos. Al parecer no hay nada. Qué aburrido; esta casa no oculta nada, dice mi hermana. En eso tienes razón, no hay nada, comento.

Al día siguiente, me levanto y decido ir a dar un paseo.

—¿Tan temprano, hijo? —dice mi padre. Solo lo miro con una mirada penetrante y procedo a marcharme.

—Por cierto, hijo, para caer bien a los vecinos, realizaremos una fiesta —escucho que me dice.

—Ya, no tengo ningún problema —digo yo, mientras abro la puerta.

Como en la casa, en la calle no hay nada interesante.

Es solo un pueblucho, nada más. Luego de caminar un largo tiempo, regreso a la casa.

Después de esa fiesta, mis padres me llevaron a un nuevo instituto.

Otro día común como en cualquier escuela, excepto que hay lacras y delincuentes. La verdad, no puedo esperar mucho de mi país, y lo peor es que yo también caí en esto.

Hey, qué pasa causa, habla mi amigo. Oye, ¿esa clase no se te hizo eterna, Manuel? Sí, pero, vamos, es un instituto, respondo. Lo sé, Manuel. Oye, te quería preguntar. ¿Sí?, me inquieto. Tu personalidad fría y tu andar sin rumbo provocan respeto, así que… ¿Así que?, le interrumpo.

Qué te parece si me acompañas en un bisnes, causa. ¿Cómo? Ah, tú ya sabes, mi hermano; es fácil, solo robar

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una casa, nada más, ¿te apuntas? Sonrío: Mira, mano, yo creo que no, le respondo. ¡Vamos, Manuel!, es fácil; además, necesitas el dinero pa tus vainas y drogas.

Shshshshshs, tarao, no digas eso aquí, me pongo saltón.

Estamos fuera del colegio, mano, me calma mi amigo.

Más tarde me dirijo al sótano y saco de mi mochila unas jeringas.

Ya en la noche, glugglugglug, no puedo detenerme.

Siento que mi cuerpo se pone liviano. Me pongo mis zapatos, sudadera, y me llevo mi mochila. Mientras me dirijo al instituto, me topo con mi vecino Andrés. ¿Cómo estás, muchacho?, me dice. Ah… ya ni puedo pensar. Rápidamente me alejo, antes de que se acerque más. Manuel, ¿no vas a saludar?, insiste. Sigo caminando.

A las afueras del instituto, me encuentro con Miguel.

Sabía que vendrías compare, me dice. Sígueme. Voy tras él, tambaleando. Cuidado te caigas, causa, dice. Estoy perfectamente bien, le digo con dificultad.

Llegamos a una casa y Miguel me dice acá es. A pesar del alcohol y las drogas, logro reconocer el lugar. ¿Cuál es el bisne?, le pregunto. Es fácil, entraremos a robar a esa casa; fácil ¿no? La verdad, no; esto es una locura, pienso.

No creo que salga bien, le digo. No te preocupes, ya hice esto antes, escucho. Pero el pueblo es pequeño, ¿no nos reconocerán? Vamos, no te eches para atrás; entremos de una vez, me dice Miguel. Esto va a salir mal, pienso. Entramos. No hay nadie en la casa. ¡Manuel, rápido, llévate eso! Cargo el televisor y se lo dejo afuera. Sigo sacando

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cosas hasta que… ¿Qué ha sido eso?, le susurro a Miguel.

Camino despacio, tratando de observar de dónde había llegado el sonido. ¡Diablos! ¡Estamos en la casa de un amigo de mi padre!, le digo a Miguel. ¿Qué? ¿Quién anda ahí?, grita el dueño de la casa. Nos ha escuchado. Miguel se esconde detrás de la pared y, cuando el hombre se le acerca, lo cogotea. Por favor, no me hagan nada; llévense lo que quieran, dice el tipo con voz entrecortada. Estoy paralizado; no sé qué hacer. Con señas, le indico a Miguel que debemos de marcharnos. No me escucha. Veo que el hombre manotea queriendo zafarse de los brazos de Miguel; parece que el aire ya no le alcanza. Sin pensarlo, me abalanzo sobre Miguel. ¡Maldito traidor!, me dice. Luego de un gran forcejeo, el hombre se pone a salvo. Entonces, siento que algo me rasga la mano. Con el dolor, dejo libre a Miguel. Ahora me muestra la chaveta, zigzaguea la mano en el aire. Viene hacia mí y me golpea en la cara con la cabeza. He logrado evadir la puntada. Lo agarro y lo empujo contra la pared. Su cabeza golpea con fuerza en el filo de la ventana. Todo va estar bien, me digo. Miguel se ha quedado atontado. De reojo, veo al amigo de mi padre con el celular en la mano. El piso se ha teñido con la sangre que se escurre de mi mano. Salgamos de aquí, le digo al hombre. Miguel podía reaccionar en cualquier momento.

En eso escucho a la patrulla de la policía acercándose. Estábamos fritos.

Ya han pasado muchos meses desde aquel incidente.

Estoy internado en un reformatorio juvenil y me falta poco para salir. Me aterra la sola idea de recaer, de volver a

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andar en la oscuridad. Jajaja, me río por no llorar, en esta vida que me tocó, ¿o elegí? Jum, menuda vida.

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Marjorie Nicol Zamora Sandoval 2° B (13 años, La Molina, Lima) Bueno, mi historia surgió a partir del problema de la discriminación en EE.UU., tema que también estábamos tocando en mi colegio, enfocado en nuestra realidad nacional.

Fue muy interesante escribir algo que despierte la conciencia de las personas.

El proceso de creación no fue sencillo. Tuve que leer y releer mi historia para ver si le faltaba algo o si lo podía mejorar. Además, conté con la ayuda de mis familiares, amigos y, por supuesto, de mi profesor Jaime Guadalupe Lobato, quien siempre se comunicaba conmigo para orientarme y guiarme en la construcción de mi historia. En todo momento, él estuvo atento a mis dudas y preguntas.

Me gustó mucho escribir este cuento. Me ha permitido profundizar en algunos aspectos, como: dar a conocer el sufrimiento que carga una persona de color, mostrar que todos los seres humanos somos valiosos y, algo muy importante, animar a las personas que sufren este tipo de discriminación a no quedarse calladas.

Esta es una pequeña historia, y espero que sea del agrado de los lectores.

Oscuro impulso

Juan caminaba por el pasillo. Mentalmente repasaba lo que había estudiado para el examen. Sin darse cuenta, chocó con una persona. Era uno de los niños que él prefería no ver.

—¡Oye, imbécil!, ¿qué te pasa? ¡Fíjate por donde caminas! —vociferó uno de los amigos del niño.

—A ti, qué te pasa —se defendió Juan—. No es la manera de hablarme.

—Yo te llamo como se me da la gana, «negrito».

Juan siguió su camino; no quería tener ninguna pelea con nadie. Ignorarlos era la mejor manera de ahuyentarlos, aunque sabía que no iba a ser fácil.

En el último curso del día dio un examen y se sacó buena nota. Juan salió apresurado del colegio; no quería encontrarse con esos.

—Mamá, tengo una noticia muy importante que decirte —dijo, sonriendo. Por fin había encontrado a su madre en casa. Ella siempre salía a trabajar.

—Jajaja, qué pasa hijo, ¿a qué se debe tanta felicidad.

—Tu hijo sacó la nota más alta de su clase.

—¡Ah!, hijo, ¡felicidades! Sabía que tú podías.

—Gracias, mamá, te quiero.

Después de comer, Juan estaba un poco pensativo y su mamá se dio cuenta —Estabas contento hace un momento, ¿por qué la cara larga?

Entonces, le contó su preocupación.

—Voy a tratar de hacerme un espacio para ir a hablar con tu profesora —dijo su madre, acariciándole la cabeza—. Nadie te puede molestar o hacerte sentir mal, ¿okey?

—No entiendo por qué solo a mí me fastidia, si yo no le he hecho nada.

—Hijo, hay muchas cosas en este mundo que aún te falta conocer —le dijo su madre, mirándole a los ojos—.

Además, los hombres somos unos seres raros; hay algo en nuestro corazón que no somos capaces de dominar.

Juan no entendió muy bien esas últimas palabras, pero se sintió más tranquilo con el apoyo de su madre.

—¡Oye! Ya me enteré que te has ido de soplón con tu mamá Juan no le hizo caso y siguió estudiando.

—¡Oye! Te estoy hablando, no me ignores.

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—¿Qué quieres, Pablo?

—¡Oye, bájale a tu tonito!

—Déjame en paz, por favor. No sé por qué siempre me molestas; yo no te he hecho nada.

—Tu presencia me molesta. No me caes por tu color; yo odio a las personas como tú.

—¿Qué pasa aquí?

—Nada, profesora. Juan y yo estamos hablando de videojuegos.

—Juan, ¿Pablo te vino a molestar?

Juan no le quería decir la verdad a su profesora. No quería meterse en más problemas, pero ya estaba cansado de la situación.

—Sí, profesora.

—Pablo, vámonos a la dirección; tengo que llamar a tus padres. Juan, tú también, por favor, tenemos que aclarar todo.

—Su hijo ha estado molestando mucho a Juan —dijo la profesora.

—Disculpe, profesora, hablaré con mi hijo al respecto —dijo la mamá de Pablo —Está bien, espero que esto ya no se repita.

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Saliendo de la dirección, la mamá de Pablo les dio alcance.

—Disculpe, señora, por la actitud de mi hijo. Es que hubo un problema y es por eso que él actúa así —dijo.

—Sí, está bien, pero, por favor, que ya no le vuelva a molestar a mi hijo.

Era hora de recreo y Juan decidió salir a tomar un poco de aire. Alguien corrió la noticia de que Pablo estaba llorando en el baño.

—Tú tienes la culpa —le dijeron los amigos de Pablo, acorralándolo—. Chismoso, marica.

Juan trató de evadirlos, pero los muchachos más lo acorralaron. En ese intento de abrirse camino, estiró los brazos y, sin querer, empujó a uno de ellos contra la puerta del salón.

En segundos, el piso se coloreó con gotas rojas.

—Matón —escuchó voces de un lado y de otro—. Negrito matón.

Juan se dio cuenta de que tenía los puños apretados.

Algo, en su interior, se movía como un pececillo libre; una paz rara palpitaba en su corazón, que él era incapaz de detener. Tal vez a eso se había referido su madre.

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Aarón Josué Castro Patilla (14 años, Jesús María, Lima, 2° B) Ser escritor es difícil, pues escribir un cuento es complicado. No solo es contar una historia, también es vivirla.

Mi cuento surgió de la idea de mi abuelo. Hace 32 años una familia compuesta de una madre y sus dos hijos se instaló a unos metros de mi antigua casa. Los tres integrantes tenían que trabajar en las calles para mantenerse.

Aunque, al principio, tuve una idea clara de cómo elaborar mi cuento, este relato tenía huecos, situación que hacía difícil el trabajo de creación. Pero, el acompañamiento del docente en clase, hizo que, en las últimas semanas, cambiara completamente el formato de mi texto, ya que no era necesario calcar toda la vida de los personajes en la historia contada.

En conclusión, crear un cuento es una experiencia sorprendente y agotadora. Aunque la historia sea corta, su proceso de elaboración es largo e intenso.

Sobrevivir

—Mamá, mamá, despierta —dice su hijo Roberto—, tenemos hambre.

—Está bien —dice Micaela, algo cansada—. Déjenme cambiarme y les preparo su desayuno a ambos.

Mientras cocina, Micaela se lamenta de la escasez de platos y cubiertos. Pero lo peor es no poder llenar de comida los pocos platos que hay.

Roberto y Fabián comen en silencio. Ellos saben que, aunque exijan mejor comida, ella no los va a poder complacer.

Antes de salir a la calle, se percata de que Fabián, su hijo mayor, ha agredido Roberto.

—¡Qué sucede aquí! —grita Micaela, furiosa.

—Roberto me arranchó el libro que necesitaba para la clase —dice Fabián en un tono alto—. Por su culpa, no pude anotar ni escuchar la mayor parte de la clase.

—Pero, necesito realizar la actividad que dejaron — interviene Roberto—. Además, Fabián ya acaparó el cuaderno todo el día de ayer, ahora es mi tur…

—Noooo, no lo es —dice Fabián, interrumpiendo a Roberto—. Ayer, tú utilizaste el cuaderno durante todo el día; yo no pude anotar nada porque te escondiste en tu habitación.

Micaela sabe que esto no va a llegar a ningún lado.

Rompe las últimas dos hojas del cuaderno y les da una a cada hermano.

—Realicen sus apuntes y sus tareas en ambos lados de la hoja —dice Micaela, mientras se dirige a la puerta—.

Espero que se lleven bien en el día. Cuando vuelva, hablaremos de lo sucedido.

Antes de descender del cerro de Santa Anita, Micaela echa un vistazo a su casucha de madera. Esos dos que se quedan adentro son los que la impulsan a seguir trabajando en este mundo de miedo, hoy más que nunca que ha llegado una plaga que anda por todas partes aplastando vidas.

Al llegar a su puesto de trabajo, Micaela se instala a unas cuatro cuadras del Hospital de la Policía. Coloca sus productos en unos estantes de madera fabricados por ella.

Acaba de instalarse y recibe unos clientes. Tiene un buen arranque. Pero, a una cuadra de ella, observa venir a una mujer robusta, un poco alta, cargando unas bolsas gigantes de color verde y rojo. Micaela decide ayudarla; la mujer parece tener dificultades con las bolsas.

—Hola, disculpe, ¿necesita ayuda?

—No —dice la mujer, mirando de reojo el puesto de Micaela—. No necesito ayuda de alguien como usted.

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—¿Perdón? —dice Micaela algo desconcertada.

—Parece que tú también tienes un puesto igual al mío —contesta la señora en un tono arrogante—. Espero que no trates de vender algunos de estos productos; no me gustaría hacer que otra persona se retire de una buena zona.

Minutos después, la mujer se ha instalado a unos cuantos metros más allá. Parece que su negocio progresa a niveles no esperados para Micaela. Es evidente que vende productos más variados y de mayor calidad. Los compradores la prefieren.

Son las once de la mañana y Micaela no ha conseguido muchos clientes. Lo correcto hubiera sido que se retirara del lugar, pero sin conocer otro sitio y casi sin ninguna ganancia, la única manera era que ella se quedara esperando a que alguien observara aquel pequeño puesto.

Luego de dos horas, el puesto de Micaela se ha esfumado. Solo se puede ver, a lo lejos, perdiéndose entre la neblina que ha invadido el día, la silueta de una mujer cargando una bolsa.

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Astrid Carolina Peña Reyna (13 años, Lima, 2° B) Esta historia surgió como fruto de mi creatividad y fue inspirada gracias a una canción que estaba escuchando.

Plasmar la idea de mi historia fue algo difícil, ya que no tenía una gran capacidad para poder dar a conocer mi mensaje al lector de una manera fácil.

Mi docente me ayudó mucho al darme consejos y al hacer las correcciones.

Está experiencia fue muy agradable, aunque al comienzo tuve dificultades.

Al terminar mi historia y ver las correcciones, me encantó. Sin duda alguna, es algo que me gustaría repetir.

Nuevo comienzo

Después del desayuno, sus padres le dijeron que tenían algo importante que comunicarle.

—Espero que lo tomes con clama —le advirtió su padre.

—No me pongan más nerviosa —dijo Rebeca—. Ya díganme de una vez.

—Nos mudaremos a Churín, hija; tu padre y yo no estamos generando los ingresos económicos suficientes como para seguir aquí —dijo su madre, tratando de ser delicada con sus palabras.

—No quiero ir a ese lugar —protestó Rebeca—. ¿Acaso no saben que mis amigos están aquí?

—Será solo por este año —trató de hacerle comprender su padre—. Además, aquí ni siquiera puedes ver a tus amigos.

—En Churín tenemos familia y podrás conocer a tus primos —agregó su madre—. Y lo más importante, dicen que allá la vida no está complicada como aquí.

—¿Cuándo nos iremos? —preguntó Rebeca.

—Mañana mismo —dijo su padre—, así que ya puedes ir empacando tus cosas.

Rebeca fue a su cuarto y se tendió en su cama; no tenía ganas de hacer nada.

Luego de unos minutos, convencida de que era el peor año de su vida, se puso a empacar sus cosas. Entonces, recordó que algo le faltaba. Tenía que ver a Paola. No podía Marcharse sin su álbum que había hecho en las vacaciones, y que, antes de que empezara la pandemia, se lo había prestado a su amiga.

Al anochecer, cuando sus padres salieron a hacer algunas compras, supo que había llegado el momento. Sin embargo, no resultó como ella había planeado.

Antes de llegar a la casa de Paola, en una calle desolada, con los faros de luz dando apenas poca iluminación, se dio cuenta de que dos chicos la seguían. Rebeca tuvo que desistir de su propósito. En la equina de la calle, giró hacia la derecha y aceleró el paso. Avanzó y avanzó, tratando de ver por el rabillo del ojo y saber cuánta distancia tenían ellos para alcanzarla. Sacando sus llaves y calculando sus probabilidades, decidió correr: solo le faltaban tres cuadras para llegar a su casa. Corrió lo máximo que ella podía. Escuchaba las pisadas de los desconocidos cada vez más cerca. Rebeca, por suerte, llegó a la entrada de su casa y logró abrir la puerta de inmediato. Por fin estaba a salvo, pero el susto seguía golpeando su corazón. Un poco calmada, agarró unas tostadas con mermelada como su

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cena y se subió a su habitación a terminar de hacer unas tareas. ¿En Churín también había inseguridad?

Al despertar por los llamados de su madre, Rebeca se cambió rápidamente y se aseó. Todo estaba listo para el viaje.

La mayor parte del trayecto, ella se durmió. En algún momento, unos ruidos fuertes la despertaron. Entonces observó a su padre algo enojado y a su madre preocupada. Al recorrer su mirada por todo el lugar, se dio cuenta de que estaban en una carretera donde no había rastros de gente.

Cogió su celular y vio que no había señal.

—¿Qué pasó, mamá? —preguntó Rebeca con voz adormilada—. ¿Por qué estamos en una carretera?

—El auto tuvo un problema, no sé específicamente cuál, pero no podemos seguir; falta algo de una hora para llegar —dijo su madre con voz cansada.

Pasaron vario minutos y su padre se mostraba más frustrado. Había destapado el capó del auto y daba vueltas sin saber qué hacer.

Por fin apareció un camión de carga. El chofer y otro hombre se bajaron a ver lo que tenía el carro.

Después de realizar una y otra maniobra, el motor del auto arrancó.

Al llegar a su destino, Rebeca se dispuso a desempacar. En la tarde, a las 4:21 salió de su casa a pasear por el

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parque, que se encontraba a dos cuadras. Se sentó bajo un árbol que la protegía del sol. Sacó su libro Ahorcado y se puso a leer. Después, se levantó para ir a comprar un helado (en Churín aún la gente se daba el lujo de comerse un helado con cierta tranquilidad). En la bodega encontró a un chico que estaba comprando. Mientras esperaba su turno, se dispuso a meter el libro a su mochila, pero la voz del muchacho la detuvo.

—Si ese libro es uno de tus favoritos, déjame decirte que tienes muy buenos gustos —dijo.

—A la mayoría que conozco no les llama mucho la atención, ¿tú lo leíste? —dijo Rebeca algo intrigada y sorprendida sobre su propio comportamiento, ya que ella no hablaba mucho con extraños, pero esta vez quiso intentarlo.

—Soy muy fan de ese libro, es muy bueno —dijo el chico, recibiendo su helado—: ¿Cuál es tu nombre?

—Rebeca, ¿y tú? —Rebeca cerró su mochila y recibió su helado.

—Luis; un gusto el conocerte.

Luis caminó hacia unas bancas.

—Me sigues o ¿te quedas allí? —murmuró.

Rebeca se sentó en una banqueta frente a Luis y se pusieron a charlar. Él, con sus ocurrencias, le hizo sentirse bien. Luego, Luis la acompañó hasta su casa. Antes de despedirse intercambiaron números.

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Al quedarse sola, Rebeca pensó en qué diferentes eran Lima y Churín: las calles, el paisaje, la gente. Y hablando de gente, ahora mismo se lo contará a Paola que ha conocido a un chico, a ver qué dice.

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Xiomara Alvino Sánchez (14 años, La Molina, Lima, 2° C) Esta historia nació desde el fondo de mi corazón. Me sentía muy identificada, ya que hace mucho tiempo no veía a mi papá, abuelos, tíos y primos. Fue una experiencia muy bonita porque pude expresar cómo me sentía y lo maravilloso que fue el reencuentro con esas personitas tan especiales.

Agradezco el apoyo de mi profesor Jaime Guadalupe Lobato; él estuvo ahí inspirando mi progreso. Gracias por su infinita atención.

Espero que este texto llegue a muchas personas, y me haría feliz saber que han disfrutado de la lectura de mi primer cuento.

Reencuentro

Aquel domingo, por la tarde, Antonela había salido con su madre a pasear a su mascota. Estaba contenta porque al día siguiente ella iba a volver al colegio. Al llegar la noche ella y su madre se sentaron a ver un poco la TV. De pronto escuchan algo que las hace ponerse pálidas.

—¡Cómo que se han suspendido las clases hasta el próximo mes! —dijo su madre.

—¡No puede ser! ¿Un mes? —dijo Antonela—. No podré ver a papá el día que hemos quedado.

Los días pasaron lentos y tristes, pero, al fin, pasaron.

Antonela estaba lista para regresar al colegio y poder ver a su padre. Sin embargo, cuando estaba planeando con su padre el reencuentro, escuchó en las noticias que la cuarentena se prolongaba hasta un nuevo aviso. Era la única manera de evitar el contagio del virus que estaba afectando mundialmente.

—¿Papá, sigues ahí? ¿Estás viendo lo que acaban de pasar en las noticias? —murmuró sorprendida.

—Si… eh, claro que lo he escuchado —contestó su padre, algo sorprendido también—. Ahora cómo podrás venir a verme.

—Pues, no lo sé. Tendrás que hablar con mamá.

—Bien, pásame con ella ahora para poder hablar.

Su madre recibió el teléfono y se alejó para que Antonela no escuchara la conversación. Regresó un poco enojada.

—¿Y? —preguntó —Antonela.

—¡Olvídalo! —le cortó su madre.

Antonela se marchó a su habitación para poder hablar con su padre.

—¿Qué es lo que has hablado con mamá? —le dijo.

Su padre trató de ordenar sus palabras, al final, dijo: —Jope, lo siento, hija. Tu madre me ha dicho que no vas a poder venir conmigo.

—¿Qué? —protestó Antonela—. Pero yo quiero ir a verte, papá, ¿es que mi madre no lo entiende?

—Claro que lo entiende, hija, solo que tiene miedo de que te contagies en el camino; ya sabes cómo es.

—Bien, entonces, ¿cómo podré verte?

—No lo sé, cariño; ya pensaremos en eso.

—Vale, papi.

—Te quiero, cariño. Adiós.

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Al terminar de hablar con su padre, Antonela se puso a pensar en una forma para poder verlo, talvez podría ir en el tren o en autobús, pero para su madre ni una de esas opciones era segura.

«Ojalá que proto acabe esto y pueda ver a mi padre, abuelos y primos», pensó.

—¡Hola, papi! ¿Qué tal vas?

—Estoy bien, cariño.

—¿En serio? Creía que me extrañabas, pero, vale, no hay problema.

—¡Que dices, mi cielo! Claro que te extraño; me refería a que estoy bien de salud.

—¿Y cómo van mis abues? Es que los extraño.

—Ellos están bien, cielo; también te extrañan mucho.

—¡Oh, qué bien! Es que ya han pasado tres meses que no los veo.

—¿Y cómo vas tú?

—Pues bien, hoy hicimos galletas con mamá.

Su papá hizo una broma y se despidió diciéndole que la quería mucho.

Unos días después, el presidente anunció que se levantaba la cuarentena.

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—Aún no es bueno que vayas a ningún lado. ¿Acaso no ves que siguen los contagios? —Su madre seguía con el mismo tono.

—Por favor, me cuidaré mucho —suplicó Antonela.

Por fin, luego de tanto ruego, su madre aceptó, con la condición de que tendría que protegerse bien.

—Hey, papi, te tengo una buena noticia: mamá ha aceptado que nos veamos.

—¿En serio?

—Sí papi, estoy muy emocionada.

Al llegar la noche ella y su madre prepararon galletas para distraerse un poco.

Esa noche casi no pega un ojo por la emoción de ver a su padre.

Al día siguiente ella y su madre fueron hasta Portland, a la estación del tren, para poder encontrarse con su papá.

No había mucha gente. Al ver a su papá, corrió a su encuentro.

—Hola, papi, te he extrañado mucho —le dijo, abrazándolo.

—Yo también te extrañé mucho, hija.

—Hola, Flint —dijo su madre.

—Hola, Grace, ¿cómo estás? —preguntó su padre.

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—Muy bien, gracias —le respondió su madre—.

Bueno, te dejo a Antonela para que pueda ir contigo.

Y se despidieron.

Al llegar a casa de su padre fue corriendo a abrazar a sus abuelos. Ellos también estaban emocionados. Y sin darse cuenta, ya estaba derramando algunas lágrimas.

Cuando llegó la tarde, su padre le dio una caja. Lo extraño era que, desde el interior, se escuchaban algunos ruiditos. Al abrirla, Antonela se encontró con un adorable cachorro de la raza Beagle.

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Ashley Camila Zavaleta Rodríguez 2° C (13 años, El Agustino, Lima, 2° C) La idea de mi cuento surgió a partir de libros y películas. Además, desde hace mucho tiempo, las historias de amor con dificultad en el camino me llaman la atención. Debo de confesar que el proceso de creación no ha sido tan fácil que digamos; No obstante, si tuviera que definir en pocas palabras diría que fue una experiencia divertida, un poco complicada, pero, sobre todo, interesante.

Para toda creación de cuentos, relatos, etc., debe haber una ayuda necesaria, muy aparte de la familia. En este caso, para mí, lo fue mi profesor. Su ayuda constante me permitió concretar esta magnífica historia. Creo que me toca darle un agradecimiento especial, por haberme guiado hasta aquí, en esta pequeña aventura de ser escritora.

Para finalizar, diría que esta experiencia de la narración de cuentos es increíble, pues nos permite dejar volar nuestra imaginación.

Tú, mi destino

—¿Y cuándo te vas?

—Mañana —me respondió Allison—. Esto no significa que me vaya y te deje, si quieres, tú también puedes venir conmigo, hasta podrías dar la audición para estar juntos y seguir nuestros sueños.

—¡Allison!, ¿cómo me pides que deje casi toda mi vida?; prácticamente, estaría dejando sola a mi mamá.

Cómo le haría eso a mi familia.

—Lucas, piénsalo, este conservatorio es uno de los mejores que hay en Londres, para jóvenes artistas, existen becas para actores, músicos, compositores, hay de todo.

Piensa en ti y preocúpate por tu futuro; tu madre no va a…

—¡No te metas con mi madre, Allison! Además, ¿acaso no recuerdas que cuando estábamos en la universidad nos prometimos que juntos y aquí, crearíamos nuestra propia escuela de talentos; tu serias una excelente profesora de actuación y yo enseñaría música?

—Sí, lo recuerdo, pero tienes que entender que yo quiero más para mi carrera, no solo ser una simple

profesora. Entiende que esta es una oportunidad única y no la voy a desaprovechar.

—Entonces, haz lo que quieras; yo no pienso renunciar a nuestros planes… o, debería decir, a mis sueños, por tu simple capricho. ¡Adiós!

Al día siguiente, me levanté pensando en el tenso momento que tuve con Allison anoche. Seguía sintiendo ese sabor desagradable en mi vida. Allison había echado a perder nuestros planes comunes. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a dejar mi camino. Tenía que seguir con mi vida y a rehacer mis planes que, en algún momento, compartí con ella.

Ese mismo día, por la tarde, recibí varios mensajes de Allison. Decidí ignorarlos. En el fondo, me guardaba la esperanza de que ella no seguiría con sus planes. Mis ilusiones se borraron cuando supe que Allison había dejado el país.

Yo seguí con mi vida tal y como lo había planeado: con la ayuda de unos amigos, logré abrir la tan esperada escuela de talentos que me había propuesto, recibí algunas clases de maestros muy buenos de la zona y pude perfeccionar cada vez más mi gran pasión que era la música, tanto así que grabé un par de canciones.

Poco a poco, mis temas fueron sonando en algunas radios. Gracias a unos amigos, dos emisoras locales me llamaron para entrevistarme. De alguna manera, uno de mis sueños se estaba cumpliendo. Un día cuando yo estaba en

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la escuela de talentos, me llegó un sobre. No podía creer que el gran Mike Solis, ese afamado cazatalentos, me estuviera escribiendo.

«Sr. Lucas, ¡felicidades!, su música está llegando a miles de personas, por eso, le ofrezco mi ayuda y la de todo mi equipo para que continúe su carrera aquí en España.

En unos meses, podría convertirse en una Estrella mundial».

Atte. Mike Solis.

Leí detenidamente cada una de las palabras, y me sentí muy emocionado por esta gran oportunidad. Deposité una cierta cantidad de dinero que me solicitaba (que me pareció insignificante a comparación de los beneficios que obtendría), como único pago que tenía que hacer, para los gastos de instalación.

Dos semanas después, salía a conquistar el mundo.

Ya en Madrid, me dispuse a buscar la dirección que Mike Solis me había dado. Una ingrata sorpresa me esperaba. Mi nombre no figuraba en ninguna parte en la relación de candidatos que habían logrado contactarse con él.

Me habían estafado.

Desilusionado y sin esperanzas, me fui corriendo sin rumbo. Cuando paré para dar un descanso, al revisar mis bolsillos, no encontré mi billetera. La había dejado en el hotel.

Caminé por un pequeño parque, tratando de ubicar el hotel. Recordé que, siempre en momentos de crisis, los cálidos abrazos de Allison me calmaban; entonces, me

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pregunte, ¿qué sería de ella? ¿Seguiría en Londres? ¿Habrá conocido a alguien más? ¿Me recordaría? Jamás me había planteado la idea de ir a Londres. Pero, ahora, estando cerca… Me di cuenta a lo que me exponía; tal vez ella ya estaba comprometida, y, simplemente, me había olvidado.

Pero no me desmoroné. Me prometí que no regresaría sin saber qué había sido de su vida. Revise sus redes sociales. Allison no es de publicar su vida entera en redes, pero, con mi ingenio y un poco de suerte, logré contactarme con uno de sus nuevos amigos de Londres. Por fin, conseguí su dirección.

Mi llegada a Londres fue sin pensarlo mucho.

Antes de ir a buscar a Allison, cerca del conservatorio, entré a uno bar y pedí algo de tomar.

Cuando dejaba el lugar, una chica se me acercó diciéndome que me estaba olvidando algo.

—Muchas gracias —dije recibiendo mi abrigo, sin fijarme en la señorita.

—Lucas, ¿eres tú?

Mi corazón se sobresaltó.

—¿Allison?

—Pero, ¡qué haces aquí!

No pensaba encontrar a Allison de esta manera. Nos abrazamos.

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Después, todavía nervioso, me atreví a invitarla a dar un paseo.

Caminamos un buen tramo en silencio. No sé si era por la incomodidad de no saber qué quedaba entre nosotros o por no saber cómo empezar.

—¿Cómo estuviste todo este tiempo? —dije, al fin.

Me contó que acababa de graduarse, que vivía con una amiga del conservatorio y que había sufrido mucho los primeros meses.

—Muchas veces, tuve ganas de volver y dejar todo atrás —dijo.

Esa tarde, sentí que volvimos a conectar y que ese año y medio separados no había existido.

Pasaron varios días. Casi siempre realizábamos una que otra actividad juntos. Allison me enseñó los hermosos lugares que hay en Londres. Me la pasaba tan bien con ella, pero ambos sabíamos que estábamos aplazando algo que debimos de abordar ni bien nos volvimos a ver.

Una tarde, a pesar de mis inseguridades y temores, me decidí que, en nuestro encuentro de la noche, abordaría el tema que nos mantenía alejados por mucho tiempo.

—Lucas, perdón, se me acaba de presentar un ensayo urgente y debo ir —me dijo después de saludarme. Y, quizá al ver mi cara de desaliento, agregó—: ¿Quieres acompañarme?

De mis labios salió un desesperado y rotundo ¡sí!

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Me quedé fascinado de su fabuloso desenvolvimiento.

Después de su ensayo, frente al Royal Albert Hall, le tomé de la mano.

—Allison perdón, perdón por no entender que tú también tenías sueños —le dije—; y, sobre todo, perdón por nosotros mismos, porque si yo te hubiese apoyado, aún seguiríamos juntos, cumpliendo nuestras metas los dos.

—Lucas, nunca te guardé rencor —me dijo—; además, siempre escucho tus canciones, y me alegra que también estés cumpliendo tus metas.

Ese día sanamos nuestros corazones.

—¿Quisieras ser mi enamorada otra vez? —me atreví a pronunciar—; te prometo que esta vez haremos todo lo posible para hacer funcionar nuestra relación a distancia.

Allison me abrazó fuerte y nos unimos en uno de esos besos largos y dulces que jamás olvidaré.

Los días fueron pasando y llegó el momento de regresar a casa. Allison se fue al aeropuerto a despedirme.

Casi todos los días, Allison y yo conversamos o nos mandamos mensajes para saber cómo estamos el uno del otro. Debo de confesar que no ha sido fácil estar estos meses separado de ella: la extraño mucho. Pero hoy la veré de nuevo; su vuelo llegará a las 11.00 a. m. Me ha dicho que me tiene una sorpresa, eso me ha puesto aún más tenso.

Me apresuro en ducharme y cambiarme, para poder llegar a tiempo. Antes, pasaré por la florería para

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comprarle los hermosos tulipanes de color naranja que sé que tanto le gustan.

Estoy un poco nervioso porque a veces cruza por mi mente la idea de que Allison jamás baje de ese avión, y que todo esto sea un sueño. Me calmo un poco cuando la veo llegar.

—Mi amor, ¡qué haces con todas tus maletas! —le digo, mientras la apachurro.

—Esta es la sorpresa de la que te hablé —me dice, ofreciéndome sus labios—. decidí quedarme y no volver más a Londres.

Abrazo y beso a Allison con tanta fuerza; no sé cómo más demostrarle mi amor.

—¿Y el puesto que te ofrecieron en el conservatorio?

—digo, extrañado.

—Nada de eso importa si no estás conmigo —me dice—; estos dos meses separados me hicieron ver que te extraño mucho. Además, tengo planes, y sé que te van a gustar.

Nos abrazamos fuerte. No puedo aguantar las lágrimas de tanta emoción.

Allison y yo ahora somos una pareja mucho más fuerte de lo que éramos antes. Nos dedicamos a viajar por el mundo, demostrando nuestro talento. Hemos regresado a Londres donde volvimos a empezar, y como ella dice, este es un lugar mágico para los dos. Le tengo una sorpresa preparada. No sé cómo reaccionará. De ahora en adelante,

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sĂŠ que tendremos dĂ­as difĂ­ciles; sin embargo, si estamos juntos, nada ni nadie nos podrĂĄ parar. Los dos, paso a paso, trazaremos nuestro destino.

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David Joao Espinoza Álvarez (13 años, Lima, 2° B) En la etapa de mi aprendizaje es una experiencia diferente poder adquirir y expresar conocimientos en situaciones diversas, en este caso, a través de la creación literaria.

La historia de Ignacio se desenvuelve en medio de la crisis que se vive actualmente. Mi propósito ha sido mostrar la realidad de muchos niños y adolescentes de las zonas rurales; ver sus carencias y también sus deseos de superación.

Quiero agradecer el apoyo y la orientación de mi docente. Sus enseñanzas me permitieron mostrar una de las caras de nuestro país mediante la narración de un cuento.

En verdad, esta ha sido una nueva etapa en mi vida, y, quizá, en un futuro, pueda seguir el oficio de escritor.

El valor de la educación

Ignacio espera con emoción el primer día de clases.

Pero, en el momento menos esperado, una noticia le parte los sueños. No podrá ir al colegio, dicen que ha llegado a nuestro país una enfermedad que mata.

Con los días, la situación se complica. Dicen que la educación se realizará de otra forma, por radio, televisión e Internet. Ignacio se dice y ahora qué hago, no tengo televisor ni Internet, ni siquiera un radio; mis padres no pueden acceder a estos medios tecnológicos y en mi pueblo solo existe Internet en la bodega de don Mauricio.

Como Ignacio se muestra muy preocupado, su padre le dice que este año él y sus hermanos se quedarán sin estudio. Es mejor que nos ayuden a cultivar el campo.

—No, papá, yo voy a estudiar como sea.

—¿Y cómo vas a hacer?

—No lo sé.

Como las lluvias están cayendo fuerte estos días, su padre se ha puesto a reparar el techo de ichu de la cocina.

Ignacio y sus hermanos se han visto obligados a ayudar en los quehaceres de la casa.

Una mañana, Ignacio le pide a su padre algo que le causa gracia y enojo.

—¿Un televisor? Pero qué gracioso eres, Ignacio.

—Estoy hablando en serio, papá.

—De dónde, pues, hijo —dice su madre.

—¿Crees que tenemos plata de sobra? —ahora su padre levanta la voz—. Ya te dije que este año se quedarán sin escuela.

Ignacio piensa que la única solución es don Mauricio.

El problema es que no sabe cómo llegar a él. El hombre siempre se muestra muy serio y es de poco hablar, difícil de hacer amistades con la gente del pueblo.

Un día, Ignacio se arma de valor y se va a hablar con él.

—Don Mauricio, ¿cree usted que puedo hacer uso de su Internet para recibir mis clases del colegio?, ¿cuánto cree usted que me puede costar?

—Muchacho, el Internet en Tambo es muy caro, y la señal no es la mejor —dice el comerciante; luego, agrega—: ¿tienes con qué pagar?

—Solo necesito dos horas —indica Ignacio.

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—¡Dos horas! —exclama don Mauricio—. Dos horas es mucho y te va costar caro.

Ignacio sigue insistiendo. Quiere saber el precio para decirle a su padre.

—Serán unos diez soles —dice don Mauricio más serio que nunca.

Ignacio da media vuelta y corre a su casa.

—¿Qué? —grita su padre—. ¡Tanto dinero! No, imposible gastar esa cantidad y todavía en Internet.

—Pero, papá…

—No. Tienes que esperar a que se normalicen las clases. Y no me molestes más.

Ignacio camina con la cabeza inclinada.

—No llores, hijo —le dice su madre—; ya veremos qué se puede hacer.

Al día siguiente, con mucho temor, Ignacio se acerca a la bodega de don Mauricio. Espera que despache a los vecinos, y cuando por fin se quedan solos pronuncia una petición.

—¿Rebaja? —gruñe don Mauricio—. No, muchacho.

El Internet cuesta caro y yo no puedo perder.

Ignacio le ruega, por favor, solo para sacar la información.

—Información te voy a dar por el lomo —dice don Mauricio y lo echa de la bodega.

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Después de una semana, Ignacio vuelve a aparecer en la bodega de don Mauricio. Pero, antes de que él lo vea, decide retirarse.

Su madre al verlo otra vez con esa cara de preocupación, le dice que irá a conversar con don Mauricio. Pero la situación no es la mejor. Una rebaja de dos soles no ayudaba mucho.

En la noche, Ignacio encuentra una luz de esperanza.

Y se duerme pensando que, si eso no funcionaba, dejaría de insistir.

—¡Otra vez tú! —dice don Mauricio ni bien lo ve.

Ignacio vuelve a suplicar.

—A cambio, le prometo ayudar con la limpieza y cualquier otro mandado; porque, en verdad, no tenemos dinero con qué pagarle.

Esta vez, don Mauricio tuvo compasión de él.

—En primer lugar, voy a tener que hablar con tus padres —dice—. Eres un niño y no debes estar trabajando.

—Gracias, don Mauricio —solloza Ignacio—. Ahora sí podré estudiar.

—Ya, muchachito, no te pongas así —dice el hombre—. Si veo que te esfuerzas, habrá alguna rebajita más.

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María Gracia Sabina Cabrera Gutiérrez (13 años, Lima, 2° C) Escribir esta historia ha sido una experiencia muy bonita y nueva; jamás me imaginé que podría crear un cuento como lo he realizado ahora. La historia partió de la idea de plasmar en un texto las dificultades que sufren y viven muchas personas día tras día. De una manera u otra, quise darles voz a aquellos niños y adolescentes que tienen que soportar el maltrato de sus padres, hermanos mayores y/o familiares.

Se podría decir que el trabajo de creación fue duro y, muchas veces, frustrante; sin embargo, no voy a negar que también fue divertido.

Había momentos en los que no se me nacían ideas, pero, cuando estas por fin aparecían, era satisfactorio y emocionante. Después de este primer proceso, sigue lo otro: la corrección. Al igual que la propia escritura, este segundo paso es un poco difícil, puesto que tenemos que retocar y arreglar las cosas que no nos gustan. En todo este camino el docente Jaime Guadalupe Lobato estuvo siempre apoyándonos a todos los alumnos y dándonos recomendaciones sobre las cosas que podíamos mejorar para que el producto final se acercara lo más posible a la perfección.

Por último, no menos importante, la experiencia que viví fue inolvidable. Cada momento dirigido a ese proyecto valió la pena para ver el resultado final y alegrarnos por el gran trabajo que hemos realizado.

Túnel sin final

Es una tarde oscura, nublada y muy fría. Escucho que empiezan a caer gotas de lluvia. Noto que mi ventana está abierta; me levanto de mi cama y me dispongo a cerrarla.

Al acercarme a ella, me recorre un escalofrío por todo el cuerpo y rápidamente cierro el pestillo. Vuelvo a acostarme. Abro la laptop para continuar con mi tarea. ¡Ah! ¡Ya no quiero hacer nada!, grito al darme cuenta de que me faltan muchos cursos por terminar y ya estamos jueves.

Hacer las tareas me aburre; los profesores mandan muchas y solo nos dan pocos días para resolverlas. Es injusto, ellos piensan que para nosotros es fácil y eso quisiéramos, pero para mí hay algunos cursos que son súper difíciles. Mejor llamo a Marcos, me digo a mí misma.

—¡Hola, Sara! —me responde.

—Oye, estoy súper estresada y agobiada por las tareas —digo abucheando.

—Sí, yo igual, nos dejan muchas actividades, por eso ayer me amanecí. Por suerte, avancé todos los cursos que pude y ahora solo me falta Inglés.

Eso me disgusta aún más. A mí me faltan cuatro cursos y a él solo le falta uno.

—Pues, qué suerte tienes; al menos tú ya casi terminas todo, en cambio a mí me faltan cuatro cursos —digo. Me da un poco de vergüenza decir eso ya que anteriormente yo solía ser más aplicada que él.

—Ay, Sara, mejor te dejo para que puedas terminar tus tareas a tiempo y tengas buenas notas.

Tiene razón, me debo concentrar para poder terminar todos los cursos.

—Sí, te voy a hacer caso y voy a hacer las tareas, ¡Adiós! —digo. Tengo que ponerme las pilas, pienso.

Me acomodo en mi escritorio y empiezo con las tareas, decidida a terminar con ellas. Me dispongo a empezar por Arte y Cultura, considero que ese es un curso fácil.

Son las 11:00 p. m. y aún no termino los cuatro cursos; aún me falta Matemática. Los ojos me pesan cada vez más, por lo que me acuesto en mi cama. Decido terminar ese curso mañana; pero, de inmediato caigo en cuenta que, al despertarme mañana, seguiré sufriendo por la pesada carga que es mi madre. Vuelvo al trabajo y me canso pronto.

Al levantarme, me doy cuenta de que ya son las 10:30 a. m.

—¡Sara, ven a desayunar, tengo que salir a comprar algunas cosas y ya se me hizo tarde! ¡Apúrate niña! —grita mi madre.

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—¡Voy, mamá, espérame un rato, ya bajo! —le digo porque todavía me falta asearme.

Desayuno lo más rápido que puedo y voy a culminar mi tarea de Matemática. Este tema lo llevamos el año pasado por lo que no se me dificulta hacerlo. Hoy es viernes, el último día para poder presentar todas las tareas. Son las 2:23 p. m. y ya está todo enviado.

Ayer fue lunes y no hice ninguna tarea de los cursos por tratar de relajarme. ¡Aaaahhh! ¿Por qué todo me pasa a mí?, grito con desesperación. Ha sido un día perdido.

Me doy cuenta de que en vez de gritar y frustrarme debo concentrarme en desarrollar mis tareas.

Agarro mi USB y lo conecto a mi laptop. Abro el archivo de un curso y empiezo a desarrollar las actividades.

—Sara, ¿armamos el rompecabezas? —dice mi hermana menor entrando a mi habitación, interrumpiéndome y desconcentrándome.

—No puedo, Sandy, tengo mucha tarea que hacer — le digo esperando que mis palabras basten para que salga de mi cuarto.

—Ya pues, hermana, nunca tienes tiempo para jugar —me dice casi haciendo una pataleta.

—No es que yo no quiera, es que no puedo, tengo mucha tarea —le digo en respuesta a su berrinche.

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—Solo un rato, Sara, di que sí —insiste. Estoy a punto de explotar y gritarle porque no entiende que tengo mucha tarea.

—¿Yaaaa? Solo es un rato —continúa.

—¡Sandy! ¡Te dije que no puedo! ¿Es que no lo puedes entender? ¡Tengo mucha ta-re-a! —grito.

—Nunca puedes, siempre me dices lo mismo —me dice, gritándome.

—¿Por qué tantos gritos? —dice mi madre entrando a mi habitación.

—Es que Sara no quiere jugar conmigo —dice Sandy, abucheando.

—¡Sara!, ¿no puedes jugar con tu hermana? ¡Ya te he dicho muchas veces que no la dejes de lado! —me grita mi madre, y aquí vamos de nuevo, volviendo al inicio de un ciclo interminable. Mi hermana se escabulle detrás de mi madre y, poco a poco, sale corriendo de mi habitación; doy por seguro que se dirige al sótano a jugar videojuegos.

—Mamá, tengo mucha tarea y Sandy tiene la culpa por molestarme —digo, y ya sé lo qué dirá a continuación: «Siempre con lo mismo, Sara, si no hubieras nacido, tu padre seguiría aquí, no me habría dejado», digo para mis adentros recordando sus ataques.

—¡Siempre con lo mismo Sara! ¡Si no hubieras nacido, tu padre seguiría aquí, él no me habría dejado! —y, efectivamente, acierto en mi intento de adivinar lo que dirá, pero es que es tan predecible, que ni siquiera se toma

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la molestia de cambiar sus pretextos al echarme la culpa de todo lo que le pasa.

—¡No tienes el derecho de echarme la culpa de tus actos! —le respondo. Estoy harta de que me diga que yo soy la causante de sus problemas.

—¡Eres mi hija y yo hago lo que me dé la gana contigo! —me responde, gritándome tan fuerte que al decirlo se pone roja como un tomate; hasta se le notan las venas del cuello.

—¡Claro que no! —me defiendo—. Y si tanto me echas la culpa de todo, por qué simplemente no abortaste cuando te enteraste que estabas embarazada! —le grito con todas las fuerzas que tengo y, de inmediato, mis ojos se llenan de lágrimas. Me paso las manos por los ojos para evitar que esas lágrimas de rabia y de tristeza bañen mis mejillas.

—Jajajaja —su risa resuena en la habitación. No sé qué es lo que le puede dar tanta gracia en medio de todos estos gritos.

—¡De que te ríes! —le digo a la defensiva. La conozco y sé que pronto me saldrá con uno de sus tontos jueguitos.

—Me das tanta gracia. ¿Crees que no pensé en abortarte? —sus palabras me arrojan de golpe hacia un abismo oscuro y doloroso. No esperaba una cosa así.

—¡Por supuesto que quise abortarte! —continúa.

Siento que esas palabras se convierten en lanzas afiladas de madera y traspasan todo mi cuerpo; el mundo se

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paraliza por un instante y creo que ya no puedo soportar este dolor que siento.

—¡Qué ingenua eres, niña! Tu padre fue quien me detuvo. Primero me mintió, me dijo que me mantendría y que nos mudaríamos juntos, pero, después, se fue con la primera mujer que se le cruzó en el camino y no le importó dejarme embarazada y sola.

Ya no puedo más. Las lágrimas salen de mis ojos sin control y aunque intento detenerlas por un momento no logro conseguir mi objetivo. Siempre es lo mismo con ella; me destroza una y otra vez sin importar los daños que cause en mí, pero esta vez fue demasiado lejos. Mis rodillas tiemblan como una gelatina y de un momento a otro no me responden y caigo al suelo.

—¡Largo de mi cuarto! ¡Vete! ¡Te odio! —le grito con las palabras entrecortadas y en medio del llanto. Quiero morirme.

—Me voy, pero luego no vengas y me pidas perdón —me responde.

—¡Largoooooo! —digo. No termino de hablar y la puerta se cierra. Es difícil poder contener las lágrimas. ¿Por qué? ¿Por qué todo lo malo me tiene que pasar a mí? No puedo seguir así; vivir con ella es un infierno.

Dios, perdóname por los pensamientos que tengo.

Tengo que hacer un plan y uno muy bueno para que todo salga como quiero, agarro una hoja y un lápiz y me dispongo a escribir mi final feliz. Acomodo el lápiz en mi

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mano y al agarrarlo me doy cuenta de que cada centímetro de mi cuerpo está temblando. Mi llanto se hace más fuerte y poco a poco siento que mis fuerzas se agotan. Decido acostarme.

Ya es de mañana y todavía tengo miedo, es como una sensación que quieres que pase, pero no se va. Trato de distraerme un momento revisando mis cuadernos de cuando estaba en el kínder. No hay recuerdo bueno que logre acabar con mis pensamientos de fuga.

Mi plan es el siguiente: agarraré el frasco de pastillas para dormir de mi madre y se lo llevaré a mi habitación.

Esa será la parte más fácil del plan; lo más difícil, viene después.

Son las 3:45 p. m. y no he comido nada en todo el día.

Tampoco he salido de mi habitación. Mi hermana ha tocado un par de veces la puerta, pero no le he abierto; no quiero que me vea así. Ella no tiene la culpa de nada, y creo que tiene suerte; por más que su papá no viva con ella, al menos lo puede ver los fines de semana. Lo más importante es que le pasa manutención, quizá, si no fuera así, mamá también la odiaría a ella.

Es tiempo de poner mi plan a ejecución. Mi madre ha salido a comprar. Regreso a mi habitación con las pastillas en la mano. Al cerrar la puerta, de nuevo los ojos se me llenan de lágrimas.

Mi decisión está tomada y nada ni nadie me hará cambiar de opinión, me digo a mí misma aún con mis ojos en llanto.

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Tomo las pastillas una por una. Mis manos tiemblan.

Dios, perdona mis pecados. Me empieza a dar sueño, pero no uno normal, sino uno obligado. Estoy muy asustada e intento salir de mi cuarto y pedir ayuda y siento que mis fuerzas me abandonan y me desvanezco. ¡Auxilio!, ¡auxilio!, intento decir. Ya no quiero morir, tengo miedo, mucho miedo. Poco a poco, todos esos pensamientos desaparecen como humo.

—¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? —digo al darme cuenta de que mi plan no funcionó y aún tengo vida. Giro para ver en qué lugar me encuentro y me doy con la sorpresa de que mi cuerpo está tirado junto a la puerta de mi habitación. ¡Ah!, grito. Vuelvo a llorar sin consuelo, sin remedio. ¿Estoy muerta?, me pregunto a mí misma, sin saber lo que está pasando.

Toc, toc, toc, suena la puerta —¡Sara, abre! —es mi madre ¡Mamá, estoy aquí!, digo sin tener la menor idea de lo que pasará después. Caigo en la cuenta de que no escuchó lo que dije.

—Entraré, aunque no me des el permiso de pasar — dice.

La puerta se abre lentamente.

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¡Ah!, ¡qué paso!, grita horrorizada al ver mi cuerpo sin vida, tirado en el suelo.

Dios, ¡Mi hija!, ¿qué hiciste?, continúa gritando.

Veo a mi madre acercarse a mi cuerpo y arrodillarse junto a él. Se lamenta. Llora. Agarra mi rostro y me dice: Hija, perdóname, nunca quise herirte ni lastimarte.

Me doy cuenta de que son las primeras palabras de amor que ella dirige hacia mí.

Creo que ahora ya puedo dormir en paz.

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Anahí Olenka Racchumi Cumpa (14 años, La Molina, Lima, 2° C) La historia se basó, de alguna manera, en parte de mi vida. Algunas experiencias y cosas que aparecen en el cuento son personales.

Durante el trabajo de creación, tuve el respaldo de un amigo mío; él también estuvo apoyándome en las dificultades de vida que tuve.

En el proceso de corrección, me acompañó mi profesor. Sus orientaciones me permitieron un mejor desarrollo del personaje y crear mayor interés en los lectores.

Esta experiencia me gustó. Fue genial crear una historia que puede servir a aquellos adolescentes que están pasando por situaciones complicadas, para que se esfuercen y superen sus temores y problemas. Este cuento es la vida misma, con un poco de ficción.

El triángulo de tantos cuadrados

—¡Oye!, ¿no lo entiendes? No quieren saber nada de ti...

Volteé y la miré. Era la nueva, se llamaba Arex; (raro nombre, pero ese no era el tema).

—¿Cómo sabes eso?

—Escuché los rumores —me dijo mientras se arreglaba los lentes—. Creen que intentas provocar a todos los hombres o simplemente eres... por decir ¿transexual?

—¡Qué! —me quedé sin palabras. ¿Es en serio? ¿Eso querían? ¿Humillarme?

En esos momentos no sabía qué contestar o pensar.

Posiblemente, me podrían meter en un problema gigante con mi padre si llegaba a enterarse. En pocos segundos, noté que la chica tampoco sabía qué comentar, así que se marchó dejándome con los rumores andando por mi cabeza.

Sonó el timbre y me dirigí a la clase de desarrollo personal, me senté en la última silla de una fila cerca a la

ventana; la profesora entró, tomó la atención de todos diciendo: —Alumnos, me gustaría preguntarles… ¿Cómo se debe vestir una chica?

—Debe usar vestidos —dijo un chico.

—Debemos usar ropa a la moda para mujeres –comentó una chica mientras leía un libro.

—¡Exacto! No debemos vestirnos como si fuéramos va-ro-nes –opinó una chica que se sentada cerca de mí, mirándome de reojo.

Esa pequeña indirecta provocó que todo el salón se me quedara mirando en profundo silencio. Yo traté de evadirlos bajando la mirada.

—Y tampoco debe tener el cabello tan corto, como si se tratara de un cambio de gé-ne-ro —agregó la chica que se encontraba leyendo un libro.

La profesora continuó con su clase. Yo apretaba mis puños y, mentalmente, repetí unas palabras: Happy ray, happy ray, happy ray. Levanté la mirada y noté que Arex me estaba observando.

—Bienvenida a este mundo cruel—murmuró.

Llegó la hora de salida. Agarré mis cosas y evité todo contacto con las demás personas. Tomé mi bicicleta, me dirigí hasta mi casa a toda velocidad.

Mi madre no se encontraba en casa, así que decidí ir a caminar.

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Para no aburrirme y dejar de pensar en tantos problemas, subí y comencé a correr por los techos de las casas y edificios. Hasta que me detuve en la terraza de un alto edificio. Me senté a admirar el hermoso atardecer, aunque me sentía frustrada por los problemas que tenía sin resolver.

Mis pensamientos me dominaron, no vi pasar el tiempo. Mmmmm, sacudí la cabeza. ¡Qué hora es! Era muy tarde. Procedí a transformarme, a convertirme en corriente de electricidad e irme a casa por los cables de luz.

Al llegar a mi hogar, tuve que regresar a la normalidad: de un salto caí de pie en mi jardín. Me limpié la ropa, miré a mi alrededor para verificar si en ese momento me habían visto, (ese es mi secreto).

—¿Dónde estabas? ¿Con quién saliste? —los gritos de mi padre se escuchaban desde afuera.

Abrí la puerta y vi aquella escena de pelea de mis padres.

—Hola hija —mi madre sonrió algo nerviosa; entendí lo que ocurría. Era otro ataque de celos de mi padre. Él volteó a verme.

—¿Dónde estabas? —vociferó—. ¿Sabes que chicas como tú no pueden salir de casa? Debes quedarte a limpiar.

Lo miré de reojo con algo de seriedad.

—Estamos en el siglo veinte, ¿o para ti los siglos no pasan? —le dije, y me dirigí a mi cuarto.

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Me senté en el borde de mi cama, al costado de mi pequeño felino.

—Oye, Leo —lo acaricié—: ¿tú crees que soy rara?

El gato me miró y decidió jalarme de la polera para que lo siga. Luego, de un salto, salió por mi ventana y comenzó a correr. ¡Miau!

Lo miré, algo confundida, pero decidí seguirlo.

—¡Hey!, ¿adónde vamos?

Como si una pequeña corriente de electricidad lo invadiera, esponjó su pelaje y echó a correr a gran velocidad. ¡Miau! ¡Miau!

Corrí tras él.

—¡Leo!, no podemos usar nuestros poderes en públ…

El flas de un celular llamó mi atención, pero lo perdí de vista, preferí ignorarlo y seguir con lo que hacía.

Leo se detuvo frente al templo. Miau. Entramos. Miré a mi alrededor al escuchar ruidos extraños.

Leo se sentó. Miau, miau. Ahora maulló de una manera que me alertó.

—¿Hay alguien ahí? —caminé con miedo hacia mi gato; los nervios me estaban carcomiendo.

—¡Ah!, hola señorita Ann...

Lo golpeé en el estómago evitando que pueda hacerme algo.

—¡Espera, espera, espera! —Se quejó por el dolor.

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—Me dirás quién eres y qué haces aquí —comenté mientras me preparaba por si tenía que darle otro golpe.

—Soy Makoto. Tu abuela me protegió cuando me encontró en la calle. Para cuidarme de la sociedad, me ocultó aquí y me contó de ti —Me mostró sus orejas y la cola que tenía—. Sé que estarás pensando que soy como un hombre lobo, pero no negaré que yo también me pregunto si lo soy o no —continuó, acercándose un poco.

—Entonces... —retrocedí unos pasos—, ¿qué quieres? —Mi pregunta no tenía lógica, pero no sabía qué decir. Leo se colocó a mi lado.

—Tranquila, no quiero nada de ti; solo le prometí a tu abuela que te ayudaría con tus «poderes» y problemas, cuando ella no esté. —Rio—. Es muy tarde —señaló un reloj. Ding dong, faltaba poco para las doce—. Ve a tu casa que mañana hay escuela —me dio la espalda—. ¿Ah!, y recuerda: no eres tú el problema, son ellos los que no aceptan que una chica rompa los estereotipos antiguos de este mundo y le guste vivir la vida a su manera.

—Claro. Hasta luego, Makoto.

Nerviosa, cargué a Leo y salí corriendo hasta mi casa. ¿Eso querías que vea?

—Miau —me contestó como si no supiera de nada.

Subí hasta mi ventana y entré a mi cuarto.

Leo notó que algunos pasos se acercaban a la puerta —¡Miau!

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Me eché en mi cama y fingí estar dormida.

Mi padre entró. Al verme, se acercó —¿Qué te dije de usar esas horribles poleras? ¿No entiendes que son para hom…? —le agarré de la muñeca y me levanté. Miré fijamente a mi padre.

—¿Tú también? —hice una pausa y continué—: Como padre, deberías darme el ejemplo; cada vez aprendo a no ser como tú. ¿Qué te interesa como me vista? —contesté con odio—. ¡Me gusta andar así! ¡Es tu problema si no me aceptas así! —Lo solté—: Ahora, lárgate de mi cuarto.

—Como digas, niña rebelde. —Se fue tirando la puerta con fuerza.

Miré a mi alrededor y comencé a cambiarme. Pelear por ser como me gusta, no está malo. Me acosté de nuevo, y esta vez sí me dormí.

Al día siguiente, fui al colegio como siempre. En la clase de tutoría, en una exposición sobre el tema de «nuestros gustos y personalidad», salí al frente sin miedo a hablar un poco de mí.

—Me llamo Anna, me gusta los colores fríos, usar ropa grande, tener cabello corto y ser…

En ese momento fui interrumpida por la misma chica de siempre.

—Ser muy hombre —Su comentario provocó que todo el salón se llene de risas.

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Arex se levantó de su asiento: estaba enojada, se le notaba en sus ojos.

—¿Y tú como sabes si eso es cierto? ¿Solo por sus gustos? Eso es ilógico, ella solo es como le gusta ser, y no he conocido a una chica tan valiente como ella para seguir aguantando sus arrogancias y criticas sin decir nada, ¿entendiste Laura? —Se arregló los lentes.

Me quedé callada. No nos conocíamos mucho y me estaba defendiendo. Caminé a mi asiento. Arex se me acercó.

—Tranquila, amiga, no estás sola. —Me sonrió y extendió su mano—. Te apoyaré en esto.

Correspondí a su sonrisa y le estreché la mano.

—Gracias, en serio; pensé que estaría sola en esto siempre.

—Pero…, necesito hablar contigo algo; acá hay muchos chismosos, así que nos vemos en el campo de baloncesto, en la hora de recreo —me dijo y se alejó.

Sonó el timbre y salí del aula. Me dirigí al campo de baloncesto. Estaba sospechando de que se trataba de una vil trampa, pero luego apareció y me calmé.

—Y, bien —dejé de jugar con el balón de básquet—: ¿qué es lo que querías hablar?

—Sé que tienes poderes —sonrió de una forma atrevida, mientras agarraba un balón.

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Solté el balón y lo dejé ir rebotando. ¿Cómo lo sabe?, ¿quién se lo dijo?, ¿lo divulgaría?

—¡Oh, cielos!, por favor, no le digas a nadie, te lo pido por mi vida —hablé con algo de miedo.

—Tranquila. —Rio, mientras jugaba con el balón—.

Te vi en la terraza de un edificio, cerca de mi departamento. No se lo contaré a nadie, te lo juro. Pero, aparte de eso, quería desearte suerte; en estas semanas, no estaré.

—¿No estarás? —dije, confundida—. ¿A dónde te irás?

—Mi tía está enferma; iré a París unas semanas; esta noche sale mi avión. —La chica desvió la mirada—. Acaban de avisarme, por eso demoré, disculpa.

—¡Oh, chispas! —Puse mi mano en su hombro—. Te estaré esperando con ansias, y te ayudaré en los días que perderás clases. Aparte, me gustaría ir a despedirte.

—Con gusto, te espero. A las 6:00 p. m. tomaré el avión.

—Ahí estaré, amiga mía. —Guiñé el ojo.

Qué triste es tener una nueva amiga y que a las pocas horas te diga que se tendrá que ir de viaje. Pensar que no era para siempre, me animó un poco.

En la tarde, salí de colegio y me dirigí a la casa a toda velocidad.

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Dejé mi bicicleta en el corredor y entré a mi casa al encontrar la puerta abierta. Mi madre estaba limpiando los muebles. Le comenté del viaje de mi amiga y le pedí que me dé permiso.

—Claro que sí —me contestó—. Pero regresa rápido, ¿está bien?

Sonreí y me fui a cambiar.

—¡Hey, Leo!, adivina qué —dije con la emoción que tenía en ese momento.

—¿Miau? —Se sentó y me miró con atención.

—Tengo una amiga, iré a despedirme de ella en el aeropuerto.

Un a voz me sobresaltó.

—Me alegra que algo positivo te ocurriera —el chico estaba en la ventana —¡Makoto! ¿Qué haces aquí? —Lo miré con algo de seriedad.

—Hey, no quites tu sonrisa, solo estaba acompañando a tu felino mientras estabas en la escuela; tu abuela estaría orgullosa de ti ahorita, y lo sabes —Me hizo un guiño.

Sonreí de nuevo, y miré el cielo por mi ventana.

—La verdad, tienes razón, gracias por el consejo.

—De nada. Bueno, corre niña, que la hora se va.

Miré la hora y agarré una casaca. Salí de mi casa y me dirigí corriendo al aeropuerto. Noté de nuevo ese flash de

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cámara, ese mismo que llamó mi atención la noche anterior. Me detuve a ver si alguien me estaba tomando fotos, pero, extrañamente, no vi nada raro.

Seguí corriendo; estaba cerca del aeropuerto.

Encontré a mi amiga, preocupada.

—Pensé que te había ocurrido algo, o que ya no querías verme.

Me hizo sentir bien escuchar esas palabras.

—Justo a tiempo. —Señaló su vuelo—. Es hora de irme.

—No te conozco mucho, pero, en serio, gracias. —La abracé.

—Cuando regrese, te prometo que pasaremos más tiempo juntas —murmuró—. Créeme, en tan poco tiempo que te conocí, supe lo genial que eras.

Me soltó y cogió sus maletas.

—Nos vemos pronto, Anna.

—Nos vemos, Arex.

Me despedí con la mano, mientras la veía marcharse.

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JAIME GUADALUPE LOBATO (Amazonas) Profesor de Lengua y Literatura, licenciado en la especialidad de Filosofía y Religión, y magíster en Administración de la Educación.

Ha publicado los libros de cuentos Las batallas de cada día (2014) y La felicidad no pasa por aquí (2018).

Distinciones •

Segundo Lugar en el Premio Nacional de Educación «Horacio Zeballos», en el 2014, con el libro de cuentos La felicidad no pasa por aquí.

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Primer Premio en la X Jornada de Investigación Científica (2015), organizada por la Universidad Nacional Toribio Rodríguez de Mendoza de Amazonas, en el área académica de Textos Literarios, con el libro de cuentos Todos los hombres nacen solos.

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Primer Puesto en el Premio Nacional de Educación «Horacio Zeballos», en el 2018. Área: Proyectos de producción de textos literarios; obra: Cómo tejer historias: Estrategias para escribir cuentos.

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Fue elegido como uno de los 20 docentes que están transformando la educación en el Perú, en el Premio Maestro Excelencia, organizado por el BCP e IPAE, en su primera edición 2019.

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Finalista en el Premio Nacional «Maestro 2019», organizado por la Oficina Nacional de Educación Católica.

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Premio Maestro de Amazonas 2019, categoría Maestro Innovador, otorgado por el Gobierno Regional de Amazonas a través de la Dirección Regional de Educación de Amazonas.