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TOCANDO FONDO
T O C A N D O F O N D O
Había sido un día muy cansado, un montón de tareas y, para colmo, una exposición dentro de una semana. Pero qué mejor que ir por unos helados con el mejor papá del mundo. Lo bueno es que las tiendas, restaurantes y supermercados están cerca de mi universidad.
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Estaba a unos pasos de llegar a mi destino y mi celular comenzó a sonar. No pensé que sería mi más grande error. Cogí el móvil y antes de que pudiese responder, sentí que alguien me empujaba fuertemente; luego, ese insoportable golpe en la parte baja de mi espalda… No era consciente de lo que había pasado. Unos segundos o minutos después, me percaté de la situación. Mi papá estaba tendido en el piso con mucha sangre saliendo de él. Intenté llegar a su lado, pero caí torpemente golpeándome los brazos. Aun así, con todo el dolor que sentía, lo intenté una vez más. No sé de dónde se me salieron fuerzas. Cuando mi papá me tuvo junto a él, me dijo sus últimas palabras: «Te amo, hijita, no lo olvides. Por favor, sé fuerte». A los pocos minutos sentí mis rodillas caer con gran impacto al suelo. Como una lluvia insaciable, mis lágrimas iban saliendo una por una, y, sin pensarlo dos veces, me aferré a él, como última reacción. Minutos después, escuché a los 75
bomberos, las ambulancias y los policías que llegaban. Seguía tirada en el piso, abrazada al hombre que me dio la vida. Unos brazos rodearon mi cuerpo y, cuando menos lo esperaba, tenía frente a frente al paramédico. No sé qué pasó en ese instante; al momento de hacer contacto con él, mi cuerpo se estremeció y por un instante sentí que su cuerpo también se tensaba. Después de que su compañero de trabajo le dijo algo al oído, me llevó hasta la ambulancia para verificar que no tuviera algún hueso roto, y efectivamente no tenía. A escasos metros, logré ver a mi madre que venía. Se la veía preocupada y angustiada; al parecer, todavía no le habían dicho que papá estaba muerto. Alguien la detuvo. Conversaron. Pronto, el llanto de mi madre llenó mis oídos. Trataban de detenerla, de calmarla. Cuando le pasó el primer remezón del dolor, un paramédico la trajo hasta mí. Lo único que logró decirme es que todo iba a estar bien, pero yo no le creí; ya nada sería igual que antes.
Después del funeral de mi padre, me encaminé a casa junto a mi madre. Casi todo el camino nos acompañó un silencio muy incómodo. El carro se había llenado solo de nuestras respiraciones. En un intento de cortar ese silencio, mi madre dijo: —Álex, ¿quieres que te prepare algo de comer apenas lleguemos?
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—Mmmm —dudé por un momento, no sabía si contestarle o no. No quería nada. Finalmente, le dije que sí.
Al primer bocado, sentí que la comida ya no pasaba. En mi mente retumbaba la idea de que todo esto era mi culpa, todo era mi culpa.
No sé en qué momento empecé a descuidar mis estudios; perdí mis metas. Trataba de ocultar mi depresión, pero entre más y más lo intentaba, más me hundía en un hoyo que al parecer no tenía fin. A veces, simplemente, me pasaba toda la tarde en un bar o me iba a algún hueco a consumir drogas. Entonces, sentía que estaba volando, que andaba por las nubes tratando de llegar hasta donde papá se encontraba. En una de esas —no sé cuánto había consumido— , en vez de tener esa sensación, sentí que me estrellaba contra el piso.
A la mañana siguiente un dolor fuerte inundaba mi cabeza. Después, me percaté de algo: no estaba en mi cuarto, estaba en un hospital. Mi madre dormía en un sillón. Me quedé pensando en ella, en lo terrible que, seguramente, eran sus días sin el hombre que amaba. Como si alguien la llamara, abrió los ojos de golpe. Había tenido una pesadilla. Al verme ya despierta, se fue tranquilizando.
Un doctor vino a verme.
—Hola —dijo— . Soy el doctor Gómez. Al aparecer usted señorita Carlin tuvo un colapso ayer por la noche.
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Por suerte, pudimos estabilizarla a tiempo. Sin embargo, vamos a tenerla en observación hasta mañana.
Salió diciéndole a mi madre que lo acompañara. No pude escuchar lo que hablaban. Sin embargo, mi madre regresó con una cara de preocupación que no podía ocultar. Caminó de un lado a otro hasta que se atrevió a hablar. —Hija, creo que tienes que asistir a rehabilitación — me dijo—. Con todo lo que ha pasado, me tienes muy preocupada. Álex, casi ya no te veo, y si lo hago, estás en un mal estado; además, ya no asistes a la universidad y, para colmo, ayer casi te mueres. ¿Acaso quieres darme un infarto?
Se calló. Se secaba los ojos con ambas manos. —No sé qué sería de mí sin ti —sollozó—. No soportaría una perdida más —respiró hondo, se aclaró la voz y me miró fijamente—: Por eso, quieras o no, vendrás todos los días al hospital para que puedas recuperarte. Y ni pienses en escapar; yo te estaré llevando y recogiendo —concluyó, sin dejarme decir si quiera una palabra. Pero qué molestosa, pensé, ya tenía suficiente edad como para tomar mis decisiones.
Y fue como dijo mi madre. Aquí estaba yo sentada con unas ocho personas esperando al encargado que iba a dar la charla. Me fastidiaba tener que esperar. En algún momento, estaba a punto de marcharme, pero algo me
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detenía. Cuando sentí unos pasos viniendo hacia nosotros, apenas levanté ligeramente la cabeza, entonces me encontré con unos hermosos ojos caramelo. Era Sam, ese joven paramédico que nos había auxiliado a mí y a mi padre ese día del accidente. Despegó sus ojos de mí y empezó a presentarse a y disculparse por la demora. Luego, a petición de él, cada uno de los que estábamos ahí también tuvimos que presentarnos.
Después de unos días de seguir asistiendo, ya no me resistía tanto como antes; incluso, le empecé a tomar un poco de gusto, a tal punto que iba por voluntad propia. No fue fácil salir de ese hoyo. La compañía de mi madre fue de gran ayuda. Ahora ella pasaba más tiempo conmigo que en su trabajo; ella se encargó de que cada día despertara con una sonrisa. Pero no solo le voy a dar el crédito a ella. Por supuesto, le debo muchísimo a Sam. Después de la primera charla, logré escaparme un par de veces. Un día, cuando nuevamente trataba de escaparme, él me detuvo y me dijo que después de la charla quería invitarme un café para saber un poco más de mí y cómo podía ayudarme. En ese momento pensé que él estaba loco, yo estaba segura de que nadie me podía ayudar con esto. Por suerte, me equivoqué.
En aquel encuentro, Sam me hizo una propuesta. Me dijo que yo no tendría que asistir a las charlas siempre que aceptara tomarme un café con él todos los días. Me pareció
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una idea tonta, pero, luego de pensarlo, acepté. Y quién iba a pensar que todas esas conversaciones que tuve con él me llevarían a salir del problema. Al parecer, solo necesita liberarme un poco de todos esos sentimientos guardados. Sin embargo, a medida que íbamos saliendo no solo nos volvimos amigos, sino que también empezamos una relación. Al final, cada cosa que he vivido y experimentado me hizo más fuerte. Superar la muerte de un ser querido es un reto; no obstante, si hubiera seguido ese camino oscuro, habría terminado muy mal, hasta muerta. Sé que mi padre no hubiese querido eso para mí. Y si ayer me encontré luchando por salir adelante con la ayuda de mi madre, no significa que no lo seguiré haciendo, aunque ya haya pasado esa etapa oscura de mi vida. Tengo que ir pintando mi destino, poco a poco. Como dice Sam: «No hay un perdido en la tierra, solo alguien que aún no ha encontrado su camino».
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