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RELATO
FRAGMENTOS
Nº4
SESENTA ESCALONES MARINA URETA RUIZ DE CLAVIJO
Ilustraciones: Carlos López @mr_legaz
Llegamos el mismo día al Colegio Mayor. Rocío desde la meseta castellana. Yo del norte. El gran vestíbulo con la escalera helicoidal que ocupaba la mayor parte del espacio, nos acogió con displicencia. Entonces, no sabíamos el objetivo de su poderosa presencia, ni a dónde conducía. Acudíamos cargadas de ilusión dispuestas a cumplir nuestro sueño: ser arquitectas. Todo era nuevo y maravilloso. Estábamos encantadas. La ciudad, desconocida para ambas, llena de parques y zonas verdes, causaba una sensación agradable. Nos permitía pasear y desconectar de la tensión acumulada en los primeros días de escuela. El casco antiguo desbordaba vida: las viviendas habitadas, abundante comercio y locales de restauración. No era una zona degradada, salvo algunas calles puntuales. Su tejido lo constituían edificios residenciales, con una escala adecuada que lo hacía homogéneo y agradable para vivir. De vez en cuando, un palacio, una iglesia, la catedral, marcando hitos en el entramado urbano. A pesar de ello, lo que resultaba más interesante desde un punto de vista urbanístico, era la buena conservación del trazado urbano y de las edificaciones que colaboraban de manera prodigiosa a que gozara de esa viveza, aceptación y disfrute por parte de sus habitantes. Extra muros del casco, como en casi todas las ciudades históricas, se había desarrollado el ensanche, generando amplios bulevares a cuyos lados se levantaban edificios de viviendas de mayor altura con características propias de las construcciones residenciales del XIX. Ocupadas, en su día, por la burguesía que se había trasladado buscando mayor soleamiento y amplitud, albergaban en la planta baja, comercios, bares y restaurantes de corte menos tradicional. Todo ello mostraba una vigorosa economía y buena calidad de vida. Rodeaban este primer ensanche un anillo de parques y jardines que acercaban la naturaleza a la ciudad y potenciaban las actividades al aire libre de los habitantes. Se transitaban habitualmente ya que servían
de paso hacia las nuevas zonas desarrolladas en los años setenta y ochenta. Esta planificación urbana se había ejecutado bajo la premisa de edificación abierta, por lo que el trazado de viales, zonas verdes y viviendas formaba una retícula ortogonal rota en las zonas de borde. Más allá, separada por un importante desnivel del terreno y un vial de gran tránsito, se situaba la ciudad universitaria. Las facultades, escuelas, biblioteca, comedor, se insertaban en un gran parque en el que se habían plantado especies protegidas y dónde los animales hacían incursiones nocturnas. El edificio de nuestro Colegio formaba parte de un conjunto de construcciones más amplio. En forma de U, un ala se dedicaba a la enseñanza de niñas de cuatro a dieciocho años y en la otra se ubicaban las estancias para las universitarias. Las fachadas interiores volcaban hacia un espacio en el que se encontraban canchas deportivas, una piscina olímpica y zonas de recreo para ambos colectivos. Había parterres con césped y flores, y árboles de distinto porte. El conjunto era de ladrillo cara vista con zócalo de piedra natural. La planta baja albergaba, además de la zona de acceso con la recepción, los espacios comunes: comedor conectado mediante un oficio con la cocina, biblioteca, salas de estudio y sala de televisión. Ésta se disponía en un todo continuo con el vestíbulo separada, en parte, por la presencia de la escalera, y por un desnivel salvado con tres o cuatro escalones. La estancia se abría al exterior mediante grandes ventanales que la dotaban de luz natural y la hacían participar del mundo exterior. Las habitaciones se situaban en las plantas superiores. Eran individuales. Cada una de ellas contaba con un pequeño aseo, un armario empotrado, una cama y una mesa de estudio con su silla junto a una amplia ventana enfrentada, por lo general, a la puerta de entrada. Además cada planta disponía de un baño con lavabos, cabinas de ducha y de inodoro. A las estudiantes de arquitectura nos asignaban las habitaciones de las esquinas porque eran más grandes. Nosotras incorporábamos la mesa y silla de dibujo, por lo que necesitábamos más espacio. Por contra, eran las más frías. Rocío y yo vivíamos en la segunda planta. Solicitamos habitaciones contiguas, aunque una de ellas fuera más pequeña. Así estábamos juntas para estudiar, dibujar y prestarnos todo tipo de libros e instrumentos. Formábamos un dúo divertido.