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La familia del pasado
YARTESANOS
La familia DELPASADO
Claudia Martínez-Parente*
yo soy Oliverio y vivo en mi casa desde hace 10 años. Lo que más me gusta de mi cuarto es la ventana, por ahí puedo ver pasar el Sol y la Luna. Para mí son manecillas de un reloj que miden las horas del día y de la noche. Yo no sé cómo le hacían esos gusanitos llamados Pikaia, para saber si era de día o de noche, siendo tan pero tan pequeñitos.
Mi papá, que es científico, me dijo que eran como del tamaño de mi dedo pulgar y que se movían como las lombrices y que vivieron hace 540 millones de años. ¿Cuánto tiempo es ése? ¿Como la cantidad de pasos que se necesitan para ir de la Tierra a la Luna y de ahí al Sol? No puedo imaginarme tantos años juntos.
*Con la colaboración,en los aspectos científicos, de Luis Espinosa y
Guillermo Mosqueira.
El cielo está sin nubes, sin Luna, sin estrellas. Un gran desierto azul, sin horas. Estoy acostado en mi cama y sigo sin sueño. Pienso y pienso en lo que me dijo mi papá: Todas las personas venimos de esos animalitos, son nuestros parientes, nuestra familia más lejana. ¡No tienen ni patas! Le doy vuelta a la almohada y siento mis manos, mis dedos, mis huesos, nada parecido a un gusano, bueno, más que el moverme de un lado a otro. Si somos parientes es porque nos parecemos. ¡Cómo me gustaría tener un primo Pikaia para ir a jugar al fondo de los océanos, todo un mar por explorar! Sin vida sobre la Tierra, sin árboles que trepar, sin raíces siquiera para comer, no tendríamos para qué salir del agua. Yo le hablaría de lo que hay ahora en la Tierra y del Sol y la Luna, por supuesto.
Ya no supe si salió la Luna, pero el Sol apareció en mi ventana, calentando la voz de mi mamá: “¡Oliverio! Ya vente a desayunar”, gritó. Bajo corriendo y me siento a la mesa.

Ilustración: Rosa E. González.

—Anda, desayuna tu cereal, Oli.
Sirvo la leche en el plato. Las hojuelas empiezan a nadar y a nadar en el mar blanco. ¡Guau!, son como peces. Uno tras otro y chocan entre sí. —Sabes, mami?, hace cuatrocientos millones de años, ? existieron los eusthenopterones, unos peces que eran como de mi tamaño, pero éstos son como en miniatura. —Sí, Oli –contestó mamá, secándose las manos en su delantal. —Y a que ni sabes que fueron nuestros parientes –con la cuchara moví las hojuelas– ¡Mira, mami, cómo nadan! —Oli, deja de estar jugando y apúrate –fue todo lo que dijo.
Ya en el auto con mi papá, lo miro y lo miro desde el asiento de atrás. Quise decirle que me había comido un plato entero de antepasados, pero preferí escuchar todas las cosas científicas que siempre me cuenta.
En la escuela, mis amigos, Lalo y Beto, llevaron una rana y una lagartija. —¿Tú qué trajiste, Oli? –me preguntaron.
Yo traía un puñado de peces en la bolsa, pero dudé en sacarlos; para ellos serían sólo hojuelas. —Nada. ¿Saben que venimos de una familia parecida a la de esa rana y esa lagartija?
Me miraron extrañados. —¿Qué te pasa, Oli? ¡Estás loco, ja, ja!

—No se rían, es verdad, mi papá me lo dijo. —Pues sí que está loco tu papá, Oli. —¡No te metas con mi papá! –y me eché encima de Beto.
Lalo nos separó. Antes de irme furioso al salón de clase, les dije: —¡Ustedes no saben de dónde venimos, ustedes no saben nada!
Yo les habría platicado que el primer anfibio que existió fue el Acanthostega, que medía un metro de largo y que se parecía mucho a las salamandras de ahora. Y que el primer reptil mamiferoide fue una bestia peluda como del tamaño del cocker de Lalo; que probablemente se reproducía por medio de huevos que la madre guardaba en sus vías genitales y que a sus crías las alimentaba con leche. Y también les hubiera enseñado las estampitas de esos extraños animales que mi papá me había dado.
Go n z á l e z.
E.
Rosa I lus trac i ón:

Por fin en mi cuarto. Me siento como una musaraña, como ese Morganucodon, del periodo triásico-jurásico. Estoy igual que él, escondido en mi guarida y todos los niños del mundo me parecen unos dinosaurios. Sólo saldré cuando salga la Luna; sí, sólo saldré en la oscuridad y mi vista mejorará como la de ellos. No quiero usar anteojos.
Mi papá tocó la puerta y, preguntando por mí, encendió la luz. Me sacudió la cabeza y vio las estampitas que me había dado regadas por todo el piso. —¿Qué tal, hijo? –preguntó.
Yo murmuré un saludo, de ésos que no se entienden nada. Él me imitóhaciendo unos ruidos todavíamás extraños y fuertes. Se sentó en el tapete junto a mí. Me miró a los ojos y me dijo: —¿Sabes qué hacían los changos prehomínidos cuando estaban tristes? —No –contesté. —Pues se echaban a la cama –y moviéndose como chango me llevó a brincar y a dar volteretas sobre el colchón. —Ay, papá, pero antes no había camas. —Claro que sí, hijo, hasta los Pikaia, los eusthenopterones, los Acanthostega, los morganucodones, todos los prehomínidos tuvieron una. —Y a ver, ¿cómo eran sus camas? —Pues, temo decirte que las camas de hace 20 millones de años no eran tan divertidas como la tuya, ¡ja, ja, ja! –y dando un salto al piso, caminó como jorobado para subirse al ropero, escalando los cajones. —Ahora estás, ni más ni menos, frente a un Australopithecus que gusta de comer ricas raíces y frutas, ¡mmmmm! –y mirándose frente al espejo del ropero se saboreó un calcetín de mis cajones.

Ilust ración: R osa
E . G onzá l e z .
—¡Ay, papá! ¡Guácala! —Qué tiene, Oli, si es una fresquísima rama verde. Y mira, con mis brazos y piernas casi del mismo tamaño y cortitos puedo trepar y trepar, por años y siglos hasta que ¡zas!, ese prehomínido se fue haciendo cada vez más y más Homo habilis. —¿Y qué fue lo diferente? –le pregunté. —Dejaron los roperos, digo, los árboles; empezaron a fabricar herramientas de piedra y ¡a caminar se ha dicho!, por cerros y valles, completamente erguidos. Abajo había más posibilidades de aumentar su menú, empezaron a comer carne. Un animal muerto por aquí, otro animal fácil de capturar por allá, como un cachorro o un animal debilitado. A los que de plano sí les encantó la carne fue a los Homo erectus, ellos sí exageraron, además de animales llegaron a comer uno que otro Homo erectus, porque ya se podían organizar en grupos o clanes y llegaban a atacarse mutuamente; pero no te preocupes, eso fue hace entre tres mil y veinticinco mil siglos. —¡Ah, qué bueno! –descansé echándome para atrás en mi cama.
Mi papá me siguió contando que los erectus eran capaces de hacer sus herramientas con obsidianas y pedernal, y sobre todo fue el primer Homo que pudo encender y manejar el fuego. —Ellos son nuestros ancestros más cercanos. —¿Cercanos? –grité–. ¡Si vivieron hace muchísimos años! —Pues verás, Oli, después de ellos estamos nosotros, y nuestros primos que en conjunto llamamos “hombres de las cavernas”. Nosotros, el Homo sapiens, no hemos tenido cambios importantes en los últimos doscientos cincuenta o trescientos mil años. Pero durante ese tiempo la historia fue diferente para nuestros primos. —Pa, ¿y en la época de los cavernícolas existieron otras especies de hombres?


—Sí, se piensa que por lo menos existió el hombre de Neandertal, el hombre de Heidelberg y quizás una o dos especies más de Homo, y nosotros, el Homo sapiens. —¿Entonces qué pasó? —En los últimos cuarenta o cincuenta mil años, por causas inciertas, las demás especies de homos se extinguieron. —¡Qué suerte tuvimos! Pero, ¿por qué quedamos nosotros? —No sé, se supone que somos más inteligentes, que podemos planear nuestros ataques, que… —¡Pues yo voy a planear mi ataque contra Beto! —No, no, nada de eso, también se supone que somos más inteligentes. —Por eso papá, lo voy a planear muy inteligentemente. —Está bien, Oli –aceptó–, entonces deberás pensar cómo hacerlo sin usar los golpes, ni palabras ofensivas y ningún objeto. —¿Entonces cómo, papá? –le pregunté.
Me dijo que ésa era mi tarea como Homo sapiens. Y acercándose a la puerta, sus palabras fueron: —Ya mañana me contarás tu plan; la Luna está a un minuto de las diez de la noche. Que duermas bien, mi hombre sabio –y cerró la puerta. ¿Sapiens quiere decir sabio? Con tantas tareas para pensar, voy a llegar a la Luna caminando. Tiro la almohada, no sé dónde quedaron mis anteojos, mis estampitas. Beto sabrá que soy un Homo sapiens… Zzzzzz.
Ilustración: Rosa E. González.