Colección del Palacio Museo Baburizza

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COLECCIÓN DEL MUSEO-PALACIO BABURIZZA

COLECCIÓN DEL MUSEO-PALACIO BABURIZZA Ed i to re s Amalia Cross y Pablo García Primera edición, octubre 2025.

Registro de Propiedad Intelectual 2025-A-xxxx ISBN: 978-956-17-xxxx-x Derechos Reservados Tirada: xxx ejemplares Impreso en Chile Eq u i p o d e i nve s t i ga c i ón Amalia Cross, Pablo García, Daniela Cross, Ayleen Stokebran y Pablo Pino.

G e sti ó n d e con te n i d os Daniela Cross G e sti ó n d e i m á ge n e s Javier Muñoz Co r re cc i ón d e e s t i l o Vicente Braithwaite

Muse o B aburizza D ire cto r Eje cutivo Rafael Torres A. Adm in istració n Soledad Carmona A. Adq uisicio n e s Mabel González R. Co n te n ido s y Co le ccio n e s Javier Muñoz A.

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Av. Errázuriz 2930, Valparaíso info@edicionespucv.cl www.edicionespucv.cl Di re cci ó n Ed i tor i al David Letelier Di se ño Alejandra Salinas

Vin culació n y Me diació n Evelyn Badilla L. D ise ñ o Nadín Cruz D. Co m un icacio n e s Tamara Candia A. Especial agradecimientos por la colaboración a Museo Nacional de Bellas Artes, Casa del Arte José Clemente Orozco y a la Pinacoteca Universidad de Concepción que nos facilitaron imágenes de obras.

COLECCIÓN DEL MUSEO-PALACIO BABURIZZA Editores Amalia Cross y Pablo García

olección del useo-Palacio aburizza

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Textos de autoridades Ensayos de los editores Fichas de obras Biografía autores

Bibliografía 7

TEXTOS DE AUTORIDADES

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¿Dónde está la historia del arte de Valparaíso?

Una mirada a la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso Amalia Cross Gantes

I Hace unos meses leía (con entusiasmo) el libro Dónde está el mar. Antología póstuma de Valparaíso de Gonzalo Ilabaca con visualizaciones de su hija Danila a partir de material de archivo. Allí el pintor, escritor y también ciudadano ilustre formula una historia cultural de la ciudad a través de una cascada de preguntas que interrogan el lugar de ciertos personajes entrañables y de algunos acontecimientos notables, hitos de una memoria colectiva que tiende, de manera vertiginosa, a caer en el olvido o «en el fondo marino»: ¿Dónde está Camilo Mori y sus pinturas de circos pobres en los cerros y sus nocturnos de la bahía, el poeta Zoilo Escobar y sus girasoles de papel, el Romancero naval de Víctor Domingo Silva y su Universidad Popular de principios de 1900? ¿Dónde está el circo de travestis de la Yahaira Martínez, autodenominado como «la octava maravilla del mundo»? ¿Dónde está Carlos León, autor de El hombre de Playa Ancha, que salía en bata a lavarse los dientes al vecino Hospital Naval cuando le cortaban el agua? ¿Dónde están Joaquín Edwards Bello, Pablo Neruda, Manuel Rojas, Pezoa Véliz, Aristóteles España, Ximena Rivera, Sara Vial y Ennio Moltedo, que se jactaba de que hace treinta años no viajaba a Santiago? ¿Dónde está Miguel Serrano, el escritor castigado por su reivindicación del hitlerismo esotérico? ¿Dónde está Pablo de Rokha vociferando en la Calaguala: «Todos los caminos de todos los destinos de la tierra van a dar al mar, Valparaíso»? ¿Dónde está el solitario pintor Jim Mendoza, que nunca quiso vender un cuadro en vida y trabajaba de día haciendo aseo en el Hospital Deformes? Cuando murió su arrendataria lo primero que hizo fue vender todos sus cuadros para pagarse la deuda que el pintor le debía.1

1

Gonzalo Ilabaca, Dónde está el mar. Antología póstuma de Valparaíso, Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2022, p. 31.

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Aprovechando el impulso retórico me pregunté, también, ¿dónde estaba la historia del arte de Valparaíso? ¿Por qué no figuraba (mayormente) en la historia oficial? Y de escribirse, ¿cómo sería esa historia?, ¿qué forma tendría o a partir de qué obras se armaría?2 Fue entonces cuando constaté que algunas respuestas ya se encontraban colgadas en los muros del Palacio Baburizza, a la espera de ser narradas.

Este texto es un intento por ensayar —a partir de las obras de la colección del museo— una historia del arte desde Valparaíso que se vuelve, inevitablemente, una historia de Valparaíso desde el arte. Y cuando digo Valparaíso me refiero al gran Valparaíso, en contigüidad con Playa Ancha y Viña del Mar. Una región amplia que se extiende, a través de caminos, panorámicas y paisajes, hasta Laguna Verde, Zapallar, Limache y el archipiélago de Juan Fernández. Una historia, por cierto, sujeta a la selección de un conjunto de piezas creadas por artistas que nacieron en la región de Valparaíso, que allí vivieron o que, estando de paso, pintaron una parte de ella.

II Había que comenzar por revisar el lugar de Valparaíso en la historiografía del arte en Chile para entender (a veces entrelíneas) su definición en oposición a la capital. Si Santiago es el centro del trabajo y el poder administrativo, Valparaíso lo es del ocio, las vacaciones y el desempleo. Si Santiago es la ciudad encajonada de la elite tradicional criolla, Valparaíso es el puerto cosmopolita de migrantes y comerciantes. Si una tiene la cordillera, la otra tiene el mar. Si en Santiago predomina la moral católica, en Valparaíso lo hace la bohemia, los protestantes y los espiritistas. Si en Santiago la sociedad se guía por jerarquías estáticas, en Valparaíso estas son móviles o penan por su ausencia. Quizás por todo esto la región ha sido cuna de excéntricos, refugio para extravagantes y motivo de obsesión para artistas.

Este último rasgo configura, precisamente, el argumento central del texto «Valparaíso en la pintura» (1966) del historiador Eugenio Pereira Salas,3 quien se propone —influenciado por la literatura de Joaquín Edwards Bello, Salvador Reyes y Augusto d’Halmar que leyó en su juventud— «evocar la imagen objetiva y poética que de este puerto han trazado los artistas, la que plasmaron las generaciones sucesivas de dibujantes, pintores y grabadores, al tratar de fijar su silueta histórica o de penetrar en esos misterios de la psicología colectiva que solo el artista es capaz de descubrir, tras la superficie de las cosas».4 Esa intención fijaba a Valparaíso como tema, lo que en el texto del historiador se transforma en un completo itinerario de artistas viajeros que estuvieron de paso por la ciudad y que contribuyeron a conformar su imagen mítica. Esa imagen va desde los grabados barrocos de la familia De Bry hasta el surgimiento del arte moderno en las costas de Valparaíso el día en que James

2

La historia del arte en Chile se ha escrito —casi sin excepciones— desde Santiago y sus instituciones. Esto ha dejado fuera del relato a las regiones y ha consolidado un modelo de historia que hace aún más complejo el ejercicio de historiar el arte en territorios donde la institucionalidad no existió, fue precaria o es más bien un fenómeno reciente. Pero esto no quiere decir que esas historias no existan, sino que muchas de ellas están aún por escribirse o han de ser encontradas en otros registros menos obvios o predecibles. Historias que han sido o deben ser narradas dando cuenta de un pensamiento situado, a escala local (independiente de sus alcances y sin complejos), con afecto y empeño para cumplir la difícil tarea de preservar el pasado, que en el arte se vuelve siempre un presente.

3

Texto leído como discurso al ser nombrado miembro académico de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad Católica de Valparaíso y publicado dieciséis años después en: Eugenio Pereira Salas, «Valparaíso en la pintura», Cuadernos de historia, julio de 1982, pp. 109-118.

4

Ibid., p. 110.

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A. Whistler presenció el bombardeo de 1866,5 y pasa por el Diario ilustrado de su residencia en Chile de Maria Graham y por una extensa serie de artistas, marinos y científicos, con o sin formación en arte, como Charles Wood, John Searle, Eduard Poeppig, Heinrich von Kitlitz, Ernest Le Goupil, Johann Moritz Rugendas, Jean-León Pallière, Ernest Charton, Thomas Somerscales, Désiré Chassin Trubert, William Walton, T. Olsen, J. C. B. Puttner y Joseph Selleny.

Aunque algunos de ellos se quedaron bastante tiempo para dejar su impronta (ese es el caso de Wood, Rugendas y Somerscales), la mayoría volvió a sus respectivos países cargados de papeles con dibujos, bocetos, experiencias y anotaciones. Pereira Salas se concentra en las obras de artistas europeos que ilustran «la fecunda literatura de viaje» y deja para el final la mención de algunos artistas chilenos que miran de otra manera el paisaje y realidad que los circunda. Aparece en ellos el «contenido social» y «la poesía de lo cotidiano», visible en las obras de Alfredo Valenzuela Puelma, Juan Francisco González, Alfredo H. Helsby y Ramón Subercaseaux, como figuras claves para anclar el inicio del arte de Valparaíso a fines del siglo diecinueve.6 Sin embargo, debemos advertir que su historia está marcada por terremotos, naufragios, bombardeos, incendios, proyectos fallidos, ruinas y pobreza. De hecho, fue el gran terremoto de 1906 el que acabó con el notable proyecto cultural de Alfredo Valenzuela Puelma. En 1893 este pintor balmacedista y anticlerical, cansado de la hegemonía de Pedro Lira en la escena santiaguina, volvió a su Valparaíso natal para fundar, en el segundo piso del Teatro Victoria, un Museo de Pinturas y organizar allí exposiciones anuales a modo de Salones, pero más democráticos y sin premios.7 El terremoto también provocó otros movimientos: la mudanza de varias familias a Viña del Mar y la migración de varios artistas a Europa. Sin ir más lejos, el mismo Valenzuela Puelma murió en 1909, solo y pobre, internado en un manicomio en Francia.

También fue el caso de Álvaro Guevara Reimers, quien llegó a Inglaterra en 1908, se instaló primero en Bradford y luego en Londres, donde irrumpió en la vanguardia con el apodo de «Chile Guevara». Guevara saltó de la vitrina de una tienda comercial en Valparaíso —donde realizó su primera exposición siendo muy joven— a la colección de la Tate Gallery, de la que fue el primer latinoamericano en formar parte. Volvió a Valparaíso en 1924 a disputar un título de boxeo en una pelea contra el panadero Zózimo López8 sobre el cuadrilátero del Estadio Ferroviario de Valparaíso.

Por esos mismos años, la artista Celia Castro —pionera en su rama, viuda, y abuela de Salvador Allende— fue becada por el Gobierno de Chile para irse a París. A Valparaíso regresó veinte años después, en 1927, con la intención de formar una Academia de Bellas Artes. Aunque su proyecto quedó truncado por su muerte en 1931, alcanzó a transmitir sus enseñanzas a un pequeño grupo de pintores entusiastas. La escritora Virginia Vidal, en un perfil biográfico, señala: «Quienes la conocieron afirman que Celia Castro se caracterizó por su generosidad y gran capacidad de afecto. A sus clases asistieron artistas que después ocuparían destacado lugar en nuestras artes plásticas, como Roko Matjasic, René Tornero, Chela Lira, Jim Mendoza».9

5

Sobre el episodio de Whistler en Valparaíso y el impacto en su pintura, ver: Amalia Cross y Julieta Ogaz, «De Valparaíso a Venecia: un viaje de ida y vuelta», Revista 180, Santiago, n° 44, 2019, pp. 29-38.

6

Dejando para otro momento el aporte de los artistas contemporáneos que «redescubrieron» Valparaíso en su pintura, como Camilo Mori, Carlos Hermosilla, Nemesio Antúnez y John Duguid.

7

De hecho, una parte importante de la colección del MMBAV proviene de ese momento fundante.

8

Sobre este artista escribí el libro Álvaro Guevara. La tela, el papel y el cuadrilátero, Viña del Mar, Mundana, 2019.

9

Virginia Vidal, «Celia Castro: luz, fuerza, realismo», Revista Atenea, n.° 480, 1999, p. 200.

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Este grupo formó parte de lo que más tarde se denominó la generación porteña. Un grupo de artistas de origen humilde, muchos de ellos inmigrantes y sin educación formal en arte. Supe de este grupo en 2015, cuando Carlos Lastarria, en ese momento conservador del MMBAV, me regaló el libro que había escrito al respecto con Marcela Küpfer: La generación porteña. Allí, los autores escriben que estos artistas «carecen de una formación consolidada y su condición de provincianos los mantiene relativamente alejados de las modas y tendencias que se discuten en la capital. No responden a escuelas ni postulados artísticos específicos y muchos muestran un interesante grado de exploración estética, en busca de un estilo propio».10 En ellos la falta de formación aparece como una virtud. Pero era también una realidad que se arrastraba por la falta de instituciones destinadas a la enseñanza artística, una situación que comenzaría a ser subsanada a partir de la década del treinta. Sobre este punto, el historiador del arte José de Nordenflycht afirma que «la primera iniciativa de una Escuela de Bellas Artes fue fundada en Valparaíso el año 1934, en calidad de Talleres Libres por la Asociación de Arquitectos presidida por Alfredo Vargas Stoller. Mismos Talleres que se trasladaron a un espacio cedido por el alcalde Sergio Prieto en el segundo piso del Casino de Viña del Mar».11 Esos talleres son el germen de la Escuela de Bellas Artes de Viña, que primero se llamó Escuela de Bellas Artes de Aconcagua y que, desde 1941, compartió espacio con el Museo Municipal de Bellas Artes, ubicado en la Quinta Vergara. Allí enseñaron, entre otros, Arturo Gordon, Dora Puelma, Jorge Madge y Carlos Hermosilla. El impacto que tuvo el taller de este último se refleja en el destacado grupo de grabadores que se formaron ahí: Lilo Salberg, Ciro Silva, Carlos Faz, Álvaro Donoso, Hugo y Francisco Rivera.

En paralelo existieron esfuerzos de otros artistas por generar instancias y espacios para la enseñanza de arte. En 1947 el pintor croata Roko Matjasic abrió un taller. En 1960 el húngaro Lajos Janosa impulsó la creación de la Escuela Municipal de Bellas Artes de Valparaíso. Todo esto antes de que la educación artística pasara al campo universitario con la creación del Instituto de Arte de la UCV en 1968, como consecuencia de la Reforma Universitaria y como una rama que se desprendió del Instituto de Arquitectura, creado en 1952 por los artistas y poetas Alberto Cruz, Godofredo Iommi, Francisco Méndez y Claudio Girola.

Volviendo a la generación porteña, cuyas obras conforman un núcleo importante dentro de la colección del MMBAV, Lastarria y Küpfer resaltan los problemas de su inscripción en la historia del arte local: Debieron pasar años, hasta la década de los setenta, para que el historiador del arte Antonio Romera lograra conceptualizar e identificar a este grupo particular de artistas, que no formaban parte de otras categorías. En el catálogo de la exposición retrospectiva Homenaje de la I. Municipalidad de Valparaíso al pintor Roko Matjasic, realizada en el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, entre febrero y marzo de 1973, Romera acuña por primera vez el término «generación porteña». Y sobre ella, señala: «Esta generación tuvo gran importancia por el espíritu independiente y revolucionario dentro del arte nacional».12 El reconocimiento, sin embargo, llegaba tarde. Chela Lira partió al exilio, Jim Mendoza murió pobre y Roko Matjasic desapareció en 1949 cuando pintaba en los roqueríos de Concón. En la colección del museo podemos ver uno de sus paisajes, donde el óleo tiene algo hipnótico y el mar nos sacude del olvido al recuperar algo de lo que se encontraba «en el fondo marino».

10

Carlos Lastarria y Marcela Küpfer, La generación porteña, Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2015, p. 18.

11

José de Nordenflycht, La pasión del grabado, 80 años del Taller de Carlos Hermosilla, Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar, catálogo de exposición, Viña del Mar, Museo Palacio Rioja, 2019, p. 11.

12

Lastarria y Küpfer, op. cit., p. 19.

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III Otro elemento que contribuye a la creación de relatos son las exposiciones de arte y los textos que se escriben sobre ellas.

En esta línea, cabe destacar los Salones Libres organizados por la Asociación de Artistas de Chile, formada por los artistas de Valparaíso Carlos Lundstedt, Roko Matjasic, Manuel Gallinato, Chela Lira y René Tornero, entre otros. Su primera versión se celebró en 1928 o, según otra fuente, en 1930 en la Biblioteca Severín. Estos salones, sin jurados de admisión ni prejuicios, le dieron lugar y visibilidad a una serie de artistas que habían sido sistemáticamente rechazados de los certámenes oficiales en Santiago. Artistas autodidactas, populares o con un arte que no seguía las normas, como fue el caso de Luis Herrera Guevara.

A los Salones Libres se sumará, en 1933, el Salón de Verano, que se llevaba a cabo todos los años entre enero y marzo en el Casino Municipal de Viña del Mar. En ese momento la ciudad jardín se consolidaba como balneario y destino turístico, y ofrecía a sus visitantes recorrer una exposición de arte como parte de las actividades veraniegas de entretención (de la burguesía) además de ir a la playa, al derby o pasar la tarde apostando fortunas en la ruleta.

Sobre estas exposiciones escribió Augusto d’Halmar. Sus textos sobre arte son engranajes fundamentales para la historia del arte en Chile en general y, en particular, para el capítulo regional, debido al rol que desempeñó en el desarrollo del arte en Valparaíso.13 D’Halmar volvió al puerto en 1934, después de ser crítico de arte, de formar la colonia Tolstoiana, de escribir sus novelas y de viajar por el mundo. A partir de 1937 figuró como miembro del Consejo Municipal de Bellas Artes de Viña del Mar, encargándose de organizar los Salones de Verano y otras iniciativas artísticas, al mismo tiempo que avanzaba con el proyecto de crear —en sus palabras, —«contra viento y marea»— el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso. Finalmente, el museo se creó (por decreto) en 1941 y se inauguró al año siguiente. Durante su periodo como director (1941-1945) D’Halmar contó con la colaboración estrecha de Camilo Mori y otros artistas porteños para organizar las primeras exposiciones y reunir las obras que conformarían su colección permanente.14 Una parte importante de la colección del Museo hace posible concebir una historia del arte en Chile narrada desde Valparaíso, que aporta una perspectiva regionalista al estudio del desarrollo artístico y cultural de nuestro país. Pero una que hace de Valparaíso no solo un tema para la pintura,15 sino una experiencia fundamental para la mirada. Así, frente al Paseo Atkinson de Helsby, la Feria de avenida Argentina de Mendoza o el Reloj Turri de Mori, estamos recorriendo la ciudad, subiendo y bajando cerros, caminando por el borde del mar, mirando desde altamar o desde el interior de un bar. Esa experiencia se complementa, sin duda, con la literatura, mediante una relación de directa complicidad entre artistas y escritores.16 De esa relación surgen los retratos de Joaquín Edwards Bello por Boris Grigoriev, Guillermo Quiñones por Matjasic, el autorretrato de Manuel Thomson

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Al respecto escribí un prólogo titulado «Un museo imaginado» para el libro Textos sobre arte de Augusto d’Halmar. Santiago, Metales Pesados, 2017.

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Una colección que aumentaría paulatinamente con los años, especialmente a través de la Bienal de Arte de Valparaíso que se realizó, con la participación del Museo, entre 1973 y 1994.

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En esa línea abundan las exposiciones temáticas, tales como: Desde Rugendas a nuestro tiempo… Valparaíso en la pintura, Museo Lord Cochrane de Valparaíso, 2002; 450 años. Valparaíso en la pintura, Casino Municipal de Viña del Mar, 1986; Valparaíso en la pintura, Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, 1963; etc.

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Recomiendo ver: Alfonso Calderón (en colaboración con Marilis Schlotfeldt), Memorial de Valparaíso, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso UCV, 1986.

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—primo cercano de D’Halmar, quien le dedicó sus primeros textos sobre arte— y el poeta anónimo con un cigarrillo en la boca por Chela Lira. Pero también los retratos de mujeres trabajadoras, pescadores en su faena, veteranos de guerra y vendedores ambulantes.

Sin embargo, todavía quedan muchas historias «en el fondo marino» por recuperar y preguntas por responder: ¿Dónde están Darwin, Pierre Loti, Cendrars, visitantes notables? ¿Dónde está Ruben Dario, cuyo libro Azul lo escribió desde su mesa de trabajo en la Aduana? ¿Dónde está el excéntrico Oscar Kirby, vestido de amarillo furioso, que presumido se paseaba con el recibo de pago como extra en la película El Doctor Zhivago de David Lean? ¿Dónde están los benefactores filántropos y gestoras de obras de caridad, Isabel Caces de Brown, Juana Ross, Pascual Baburizza, Federico Santa María, quien fuera el hombre más rico de América y que legó su dinero a «beneficio del proletariado»? ¿Dónde están las dos niñas mágicas del anfiteatro mágico que bajan por las escaleras mágicas del pasaje Bavestrello, que le dieron a Sergio Larraín su primera fotografía mágica? ¿Dónde están los fotógrafos de cajón y telón de fondo que inmortalizaban a los porteños en la plaza Victoria y en Las Torpederas? ¿Dónde está la biblioteca de Roberto Hernández Cornejo, considerado —después de Benjamín Vicuña Mackenna— el historiador más importante de Valparaíso?17 Aunque no es el único, el Museo es el lugar indicado para zambullirnos y bucear en el fondo marino, reflotar esas otras historias y comenzar a ensayar posibles respuestas con las obras de su colección. Allí están colgadas sobre los muros esperando por nosotros.

17

Ilabaca, op. cit., pp. 17, 19, 29, 39.

Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso: 130 años de cultura e identidad para la ciudad Pablo García Núñez

La historia del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso no puede entenderse al margen del proceso histórico, urbano y cultural que dio forma a la ciudad puerto desde el periodo colonial hasta la consolidación republicana. Valparaíso, desde su origen en 1536, fue concebido inicialmente como un puerto de paso. Su carácter marginal y su escasa población en los siglos xvi y xvii contrastan con la importancia estratégica que gradualmente fue adquiriendo durante el periodo virreinal y, sobre todo, tras la independencia nacional. Es en el siglo xvii cuando la ciudad experimenta un auge que la convierte en el principal centro comercial del Pacífico sur. Este desarrollo económico y su condición de ciudad puerto abierta al mundo determinaron su perfil cosmopolita, albergando una creciente colonia extranjera que introdujo nuevas prácticas sociales, arquitectónicas y artísticas que dejaron huellas imborrables en la configuración urbana y cultural.

Durante este periodo, el teatro, la música, la literatura y especialmente la pintura comenzaron a ganar protagonismo como expresiones de una sociedad que aspiraba a la modernidad. El epicentro cultural de este impulso fue el Teatro de La Victoria, un edificio imponente situado junto a la actual Plaza de la Victoria, que acogía espectáculos teatrales y líricos de gran envergadura y albergaba espacios para recepciones y exposiciones artísticas. La pujanza de Valparaíso en el siglo xvii se manifestó no solo en su economía, sino también en su arquitectura, marcada por edificaciones de inspiración europea, y en la consolidación de barrios como El Almendral o el Cerro Alegre, cuya fisonomía residencial y urbana es hasta hoy testimonio del esplendor de la época.

En este contexto, se configura también un ambiente propicio para el desarrollo de las artes visuales. La llegada de artistas extranjeros, como Charles Wood, John Searle, Ernest Charton de Treville, Raymond Monvoisin, John Moritz Rugendas, Désirée Chassin Trubert y Thomas Somerscales, entre otros, contribuyó decisivamente a la emergencia de una tradición pictórica en Chile. Muchos de estos pintores vivieron o establecieron talleres en Valparaíso, capturando en sus obras el paisaje costero, la arquitectura urbana, la vida portuaria y escenas del cotidiano local. Su influencia fue tan relevante

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que la historiografía los ha agrupado bajo el rótulo de «precursores extranjeros de la pintura chilena»,18 reconociendo en ellos no solo el origen de una escuela nacional, sino también la consolidación de una mirada estética vinculada al entorno geográfico e histórico del país. La colección del Museo conserva pinturas de varios de estos artistas, cuya obra no solo nutre el patrimonio pictórico de Valparaíso, sino que documenta con sensibilidad el devenir histórico del puerto, siendo hasta el día de hoy una muestra de que el «arte en Valparaíso implica una función social. El artista debía estar incorporado a la ciudad».19 Este florecimiento artístico encontró un punto de inflexión institucional en la figura del pintor Alfredo Valenzuela Puelma, uno de los más destacados exponentes de la pintura chilena del siglo xix y figura clave en la consolidación de la institucionalidad cultural en Valparaíso. Educado en Europa y formado en el contacto directo con las corrientes pictóricas francesas, Valenzuela Puelma introdujo nuevos lenguajes estéticos y asumió un rol activo en la creación de espacios de difusión artística. Fue él quien, con apoyo municipal, impulsó la creación de los Salones de Pintura de Valparaíso en 1880, replicando el modelo de los salones oficiales europeos y capitalinos. Esta iniciativa sirvió para promover la obra de artistas nacionales y extranjeros, contribuyendo así en la consolidación de una comunidad artística local.

A partir de las obras premiadas en esos salones, junto con adquisiciones municipales y algunas piezas de su propiedad, Valenzuela Puelma logró fundar en 1895 el primer Museo de Pintura de Valparaíso, una institución pionera en el país y antecesora directa del actual museo. Este acontecimiento lo retrata el diario La Unión durante el mes de octubre de 1895. En su edición del 1 de octubre de dicho año, se señala la creación de un reglamento para la Exposición Municipal de Bellas Artes aprobado por el municipio de Valparaíso y en donde se indica, entre otros puntos, que el evento «se celebrará el 16 de enero de cada año (…) podrán concurrir los artistas nacionales y extranjeros residentes en Chile (y presentar) obras de pintura ejecutadas por cualquiera de los procedimientos conocidos. Vidrieras pintadas por medio del fuego. Dibujos. Litografía. Grabados en todas sus manifestaciones. Obras de escultura en general. Grabados en hueco».20 Este reglamento, pensado para la realización de una exposición anual de amplia convocatoria, sentó las bases para el proyecto del museo y fue a su vez la que sustentó su existencia independiente del lugar físico que tuviera para funcionar. La creación del museo es mencionada por el mismo periódico porteño, en donde se cita el acta del consejo municipal extraordinario del 2 de octubre de 1985, señalando que «se aprobó el proyecto de creación de un Museo de Pintura y Bellas Artes en Valparaíso».21 En la misma edición del periódico se indica que se ha asignado como «Director del Teatro de la Victoria y encargado de vigilar el museo de pintura a d. Alfredo Valenzuela Puelma por 11 votos a favor».22 La sede de este primer museo se ubicó en el segundo piso del ya mencionado Teatro de La Victoria, lo que revela la estrecha vinculación entre el quehacer artístico y los espacios públicos de encuentro y sociabilidad. La institución fue concebida desde el inicio no como un simple depósito de obras, sino como un lugar de encuentro entre la ciudadanía y las artes, un espacio educativo y de promoción cultural. Bajo la dirección del propio Valenzuela Puelma, allí se desarrolló una actividad constante que reafirmó el

18

Antonio Romera en su Historia de la pintura chilena (Santiago, Editorial Zig-Zag, 1960) se refiere a este grupo de artistas como «los precursores y sus seguidores» y Luis Álvarez Urquieta, en La pintura en Chile (Santiago, Imprenta La Ilustración, 1928), se refiere a ellos como «los precursores».

19

Aníbal Pinto Vargas, «Historia de la pintura en Valparaíso», en: Valparaíso: una visión multidisciplinaria (Valparaíso, Universidad de Valparaíso, 1980), p.

30.

20

«Municipalidad», La Unión, 1 de octubre de 1895, 2, Valparaíso.

21

«Municipalidad», La Unión, 3 de octubre de 1895, 4, Valparaíso.

22

Ibid.

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papel central de Valparaíso en la vida cultural chilena del siglo xix. Sin embargo, este impulso se vio interrumpido abruptamente en 1906, cuando un terremoto de gran magnitud destruyó buena parte de la ciudad, incluido el Teatro de La Victoria. El sismo arrasó con infraestructuras materiales y, de paso, dejó en ruinas el tejido cultural que con tanto esfuerzo se había construido. La pérdida del teatro implicó también la desaparición del primer museo, y con ello se produjo un vacío institucional que tardaría décadas en ser resuelto.

La catástrofe de 1906 no fue solo un evento natural, sino un hito que marcó el declive de una etapa de esplendor en la vida porteña. A ello se sumaron otras crisis, como la caída de la industria del salitre, que afectó profundamente la economía regional, y la progresiva centralización del poder cultural en Santiago. Valparaíso, que había sido hasta entonces una ciudad cosmopolita, rica en intercambio y con una identidad artística vibrante, comenzó a ver cómo muchos de sus artistas e intelectuales emigraban hacia la capital. El espacio artístico porteño, herido por las pérdidas materiales y por el reordenamiento del poder cultural, parecía haber perdido su protagonismo. Sin embargo, este aparente letargo no implicó un abandono definitivo del impulso artístico, sino más bien una fase de resistencia y reconfiguración.

A pesar de la devastación y del lento proceso de reconstrucción que siguió al terremoto de 1906, Valparaíso mantuvo latente una vida cultural que, aunque fragmentada, encontró diversas expresiones en pequeños circuitos artísticos y en la persistencia de una memoria colectiva que valoraba el arte como vehículo de identidad urbana. Durante la década de 1930, comenzaron a organizarse nuevamente salones artísticos, aunque carentes de carácter oficial. Esta situación fue advertida por críticos y actores culturales, quienes denunciaban la contradicción entre el rango histórico y comercial de la ciudad y la ausencia de una infraestructura cultural que le hiciera justicia. En uno de los tantos artículos de prensa de la época se podía leer: «Ciudad de bellezas muertas nuestro puerto, con una actividad comercial muy suya, característica en nuestro país, con una colonia extranjera de abolengo y un movimiento marítimo que nos pone en contacto con el resto del mundo; sin embargo, Valparaíso no ha logrado hasta ahora alcanzar el nivel de cultura que merece por su rango y categoría».23 Esta percepción reflejaba no solo un diagnóstico crítico, sino también una voluntad renovada por reactivar la vida artística en la ciudad.

El punto de inflexión definitivo llegó en 1941, año clave en la historia del museo. Durante una Asamblea de Arquitectos celebrada ese año,24 se planteó formalmente la necesidad de crear un museo en la ciudad. Los asistentes acordaron solicitar a los alcaldes de Viña del Mar, Eduardo Grove, y de Valparaíso, Abelardo Contreras, la fundación de un museo histórico y la concentración de las bellas artes en un espacio apropiado. Ese mismo año falleció Pascual Baburizza, empresario de origen croata que había hecho fortuna en la industria salitrera y que, en vida, se distinguió por su generoso mecenazgo hacia distintas iniciativas culturales y sociales. En su testamento dejó expresamente consignado su donación: «Lego mis cuadros de mi casa habitación de Valparaíso al Museo de Bellas Artes de Santiago, para iniciar la fundación de un Museo de Bellas Artes en Valparaíso o Viña del Mar o para incrementar las obras de uno ya existente en cualesquiera de esas ciudades. Es condición de este legado que los cuadros queden en una de estas dos ciudades».25 La disposición testamentaria ofrecía una oportunidad histórica para reconstituir el proyecto museal en Valparaíso, especialmente considerando la competencia con Viña del Mar por contar con una institución de estas características.

23

La Unión, 28 de junio de 1941, 1, Valparaíso.

24

Luis Aguirre Echiburú, El libro de Valparaíso: 1536 a 1946, Valparaíso, Salesiana, 1946, p. 175.

25

Cláusula novena del testamento de Pascual Baburizza. En: Isabel Torres Dujisin, La vida de un croata: Pascual Baburizza Soletic, Valparaíso, Ediciones Universidad de Playa Ancha de Ciencias de la Educación, 2003, p. 126.

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Don Victoriano Lillo, director del Museo Municipal de Bellas Artes de Viña del Mar, llegó a solicitar públicamente el legado para su institución. Sin embargo, la decisión final favoreció a Valparaíso, ciudad donde se encontraba la residencia de Baburizza y donde el vacío cultural era más evidente. El conjunto de obras donadas incluía piezas de gran valor artístico y económico, firmadas por reconocidos autores europeos como Paul Desiré Trouillebert, Henri-Joseph Harpignies, Eugène Louis Boudin, Gennaro Befani, Julio Romero de Torres, Ignacio Zuloaga, Francisco Pradilla y Ortiz, entre otros. El avalúo de la colección superaba los 2.325.000 pesos de la época, lo que revela la magnitud del patrimonio que pasaba a enriquecer el acervo artístico porteño.

La materialización del nuevo museo no fue inmediata ni estuvo exenta de dificultades. El legado de Baburizza requería de un espacio adecuado y de una institucionalidad clara. A pesar de los escasos recursos municipales, se logró avanzar gracias a la gestión de personas como don Carlos Ossandón, destacado pintor y agente de propiedades, quien facilitó la cesión de un inmueble en la calle Condell 1246. Este edificio, situado en pleno centro de la ciudad, permitió alojar inicialmente la colección de Baburizza, así como obras rescatadas del antiguo museo destruido en el Teatro de La Victoria y en los altos de la Municipalidad. A esta colección se sumaron donaciones significativas de artistas contemporáneos, lo que dio forma a una pinacoteca plural y representativa del arte nacional e internacional. Este edificio era ocupado por la Casa del Artista, una entidad creada por la Asociación de Artistas de Valparaíso, institución que «movió el ambiente del puerto, negado, por condición de ciudad mercantil, a apreciar la alta significación de las Bellas Artes, produciendo un panorama mucho más favorable para las labores del espíritu»26 y contribuyendo a mantener el proyecto del Museo pese a no contar con las condiciones necesarias para serlo formalmente.

Finalmente, por decreto del 21 de agosto de 1941 y con inauguración oficial el 27 de junio de 1942,27 se establece formalmente el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso. La dirección inicial recayó en el escritor Augusto D’Halmar, seguido por el pintor Camilo Mori, quien asumió como conservador, y más tarde por el artista español Antonio Viladons, que ejerció el cargo entre 1950 y 1960. El museo, aunque modesto en su infraestructura, inició una labor sostenida de difusión artística. En sus salas se realizaron exposiciones como la Internacional Panamericana y muestras individuales de artistas, además de otras manifestaciones y actividades artísticas que lo convirtieron en un espacio cultural de rápido reconocimiento y valoración.

Sin embargo, las limitaciones espaciales del edificio en la calle Condell pronto se hicieron evidentes. A pesar del entusiasmo de los gestores y del creciente interés del público, el museo requería una sede más amplia y definitiva. Durante la administración del alcalde Sergio Vuskovic en 1971,28 se planteó la posibilidad de trasladarlo al Palacio Baburizza, una decisión que respondía tanto a criterios prácticos como simbólicos, siendo este edificio no solo una muestra destacada de arquitectura residencial porteña de inicios del siglo xx, sino también el lugar donde se había reunido y había sido expuesta buena parte de la colección pictórica donada por Pascual Baburizza.

La decisión de trasladar el Museo Municipal de Bellas Artes al Palacio Baburizza constituyó una de las acciones culturales más relevantes emprendidas por el municipio de Valparaíso durante el siglo xx. El Palacio Baburizza, emplazado en el corazón del Cerro Alegre, había sido desde principios de siglo una de las residencias más representativas de la élite comercial porteña. Su arquitectura, de marcado estilo ecléctico con influencias art nouveau y detalles neoclásicos, evocaba la sofisticación europea que tanto influyó en el urbanismo porteño de fines del siglo xix e inicios del xx. Era, por tanto, un contenedor cargado de historia, un reflejo material de la época dorada del puerto.

26

Echiburú, El libro de Valparaíso, op.cit., p. 169.

27

Ibid., p. 175.

28

La noticia de la entrega del Palacio a la Municipalidad de Valparaíso aparece mencionada en la noticia de la edición del Diario El Mercurio del 2 de abril de 1971.

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La instalación del museo en este espacio no se limitó a la simple mudanza de obras desde el inmueble de la calle Condell. Significó un proceso de readecuación arquitectónica, de renovación museográfica y de proyección cultural a largo plazo. El Palacio Baburizza fue concebido desde entonces como un centro de irradiación artística, en el cual confluyeran no solo las colecciones pictóricas ya existentes, sino también otras expresiones del arte contemporáneo, las actividades de la Escuela de Bellas Artes y los esfuerzos de conservación del patrimonio documental y gráfico de la ciudad. Esta visión integral convirtió al museo en un verdadero complejo cultural, donde se articularon las dimensiones de exhibición y formación en un mismo espacio.

A partir de la década de 1970 y como parte de una serie de iniciativas fomentadas desde la municipalidad porteña, se organizaron las Bienales de Arte, certámenes que convocaban a artistas nacionales e internacionales y que permitieron posicionar a Valparaíso como un polo de atracción cultural. Desde 1973, estas bienales se complementaron con un certamen internacional cuyas obras eran expuestas en el Museo de Bellas Artes. Este esfuerzo de proyección internacional dotó al museo de una nueva relevancia, ampliando su horizonte más allá del resguardo patrimonial para asumir también un rol protagónico en la escena contemporánea.

La calidad y cantidad de obras recibidas en estas instancias eran tales que, en 1981, se organizó de manera paralela un «Salón de los Rechazados».29 Esta iniciativa, inspirada en el célebre episodio de 1874 que dio origen al movimiento impresionista, respondía al malestar de numerosos artistas cuyas obras no habían sido seleccionadas por la comisión calificadora. Lejos de constituir una fractura, este evento reveló la riqueza del panorama artístico nacional y la necesidad de ampliar los espacios de recepción y debate en torno a la creación visual. Con ello, Valparaíso confirmaba que, a pesar de los ciclos de esplendor y crisis, el arte seguía latiendo con fuerza en su interior.

En 1997, debido al mal estado del Palacio, se tomó la dolorosa pero necesaria decisión de cerrar el museo de manera temporal.

Este cierre, que se prolongaría por quince años, implicó un punto de inflexión en la historia reciente del museo. Por una parte, se interrumpía la relación directa entre el público y las obras; por otra, se abría la posibilidad de emprender un proceso de restauración integral que permitiera asegurar la continuidad de la institución en condiciones dignas y sostenibles. Durante este largo periodo de clausura, se llevaron a cabo múltiples esfuerzos para recuperar el palacio y restaurar y salvaguardar las obras.

La reapertura del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso en el año 2012 marcó un hito fundamental en su historia institucional y en la vida cultural de la ciudad. Tras quince años de cierre, el antiguo Palacio Baburizza, restaurado en su totalidad y dotado de condiciones museográficas adecuadas, reabrió sus puertas al público como un espacio modernizado, articulado en torno a una museografía pedagógica, inclusiva y respetuosa de la memoria arquitectónica y pictórica que alberga. Este proceso de renovación no fue solo material, sino también simbólico: implicó un reencuentro entre el patrimonio artístico y la ciudadanía, un intento por resignificar el museo como un lugar de encuentro, reflexión y participación activa.

La reapertura implicó tanto la restauración física del edificio como la reestructuración del discurso museológico y la reorganización de las colecciones. El museo, ahora adaptado a los estándares internacionales en materia de conservación, exhibición y accesibilidad, fue concebido como un espacio integral donde cada sala, cada obra y cada recorrido dialogue con el visitante desde múltiples niveles: estético, histórico, urbano y afectivo.30 La distribución de las obras en las diferentes dependencias del palacio

29

Cecilia del Carmen Vera Núñez y otros autores, La pintura chilena en el Museo Municipal de Bellas Artes: Palacio Pascual Baburizza, Tesis de Profesor de Historia y Geografía, Universidad Católica de Valparaíso, 1982, p. 209.

30

El proyecto de remodelación estuvo a cargo del arquitecto Mario Pérez de Arce y la restauración a cargo de la arquitecta Sandra Aliaga. Fue financiado por el Programa de Recuperación y Desarrollo Urbano de Valparaíso (PRDUV) dependiente de la SUBDERE y finalizado el año 2012. Ver en: Andrea Wahr, «Esplendor recuperado», Vivienda y Decoración, El Mercurio, n.º 120, 2012, pp. 54-57.

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responde a criterios temáticos y cronológicos que permiten al público recorrer la evolución de la pintura y, al mismo tiempo, la historia cultural de Valparaíso y del país.

El Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso es, en definitiva, una obra colectiva en permanente construcción. Su trayectoria ilustra cómo el arte, aun en medio de terremotos, incendios, desfinanciamientos y olvidos, puede persistir como forma de memoria y de esperanza. Cada obra colgada en sus muros es también un gesto de resistencia contra el olvido, una afirmación de belleza frente a la adversidad, una invitación a contemplar y a pensar. En su conjunto, el museo constituye una de las instituciones más valiosas del patrimonio cultural chileno, y una de las más representativas de la identidad visual, histórica y afectiva de Valparaíso. Su misión no se agota en la conservación de obras, sino que se despliega como una apuesta por el diálogo, la educación, la creatividad y la participación ciudadana.

La nueva etapa del museo iniciada tras su reapertura en 2012 se caracteriza por una voluntad explícita de acercamiento a la comunidad. A diferencia de la visión decimonónica del museo como recinto elitista, reservado a una minoría ilustrada, el enfoque contemporáneo promueve un modelo de institución cultural abierta, dinámica, inclusiva y comprometida con su entorno social.31 En este sentido, el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso ha asumido el desafío de resignificarse como un centro de educación artística, de mediación cultural y de promoción de la participación ciudadana. Esta labor se manifiesta tanto en la organización de visitas guiadas, talleres, exposiciones temporales y charlas, como en la tarea fundamental de la catalogación y puesta en valor del acervo.

Así como Valparaíso ha sido puerto de llegadas y partidas, de naufragios y renacimientos, el museo ha sido también testigo de ciclos de auge y declive. Pero, como la ciudad misma, ha sabido mantenerse en pie, adaptarse y renacer. Hoy, en el siglo xxi y con sus 130 años de historia, el Museo se proyecta como un espacio indispensable para repensar nuestra relación con el arte, con la historia y con la ciudad. Su permanencia no solo es deseable: es necesaria para que la memoria pictórica del país continúe siendo una herramienta viva, capaz de iluminar nuestro presente y de inspirar el porvenir.

Sobre la experiencia de hacer este libro El presente catálogo es fruto de una iniciativa académica de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, concebida en colaboración con el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso. La propuesta fue impulsada desde la Rectoría de la Universidad con el objetivo de aportar al estudio y puesta en valor de una selección representativa de las obras que conforman la herencia e identidad de dicho museo, engranaje fundamental del patrimonio cultural y artístico de la región. Desde sus inicios, el proyecto se planteó no solo como un ejercicio de catalogación, sino como una experiencia de investigación y aprendizaje colectivo que fuera capaz de articular múltiples miradas sobre el arte y sobre Valparaíso, su historia y su representación pictórica a lo largo de más de un siglo.

La selección de las 67 obras que conforman el catálogo responde a una línea curatorial enfocada en el vínculo con el territorio, abordando a Valparaíso no solo como tema o motivo pictórico, sino como una plataforma de sentidos desde donde observar las transformaciones sociales, urbanas, estéticas y culturales que han marcado su historia. El corpus abarca un amplio espectro temporal, desde 1844 hasta 1985, e incluye obras de autores tan distintos como Johann Moritz Rugendas y Nemesio Antúnez. Las piezas fueron escogidas bajo criterios que privilegiaron las representaciones del paisaje y la vida urbana, así como aquellas pro-

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Francisca Hernández señala la importancia de que «los museos sean medios eficaces de inclusión social donde toda realidad humana sea acogida en un intento de contribuir a la transformación de la sociedad», siendo actores activos en su relación con las comunidades. En: Francisca Hernández, «La museología ante los retos del siglo XXI», Revista Electrónica de Patrimonio Histórico, n.º 1, 2007, p. 98.

Palacio Baburizza

ducciones realizadas por artistas que nacieron, vivieron, fallecieron o mantuvieron una relación significativa con la región. Este enfoque permitió construir una cartografía visual e interpretativa que excede lo meramente geográfico, al considerar la ciudad como territorio estético, espacio cultural e imaginario colectivo.

Entre las obras incluidas hay paisajes que capturan las singularidades topográficas del puerto, retratos que remiten a identidades locales, escenas de trabajo, de tránsito o de contemplación del mar, y también representaciones simbólicas que elaboran metáforas visuales sobre Valparaíso como enclave de tránsito, umbral o frontera. La ciudad aparece así figurada desde perspectivas sociales diversas, con técnicas y estilos que van desde el naturalismo decimonónico hasta el expresionismo moderno, pasando por distintos lenguajes de la pintura académica, costumbrista, impresionista, entre otros.

Una de las características distintivas del corpus que hemos seleccionado es la presencia de obras cuya documentación resulta fragmentaria o incluso inexistente. La dificultad para precisar fechas, autorías o trayectorias no se consideró como una carencia, sino como una oportunidad para explorar otros modos de producción artística que han quedado al margen de los relatos hegemónicos del arte nacional. Muchos de los autores cuyas obras integran este catálogo vivieron y trabajaron fuera de los circuitos artísticos oficiales, sin participar de los salones santiaguinos ni del mercado institucionalizado. Esta marginalidad documental ofrece claves para acceder a una historia del arte más plural, donde el anonimato o el desconocimiento biográfico se convierten en señales de prácticas alternativas, íntimas o periféricas, que dan cuenta de la vitalidad de la creación artística en los márgenes del canon.

El desarrollo del proyecto estuvo a cargo de un equipo interdisciplinario integrado por docentes, investigadores, ayudantes y exalumnos de distintas unidades académicas, todas ellas vinculadas a las artes y humanidades, de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. La coordinación fue asumida por Pablo García y Amalia Cross, académicos del Instituto de Historia y del Instituto de Arte, quienes lideraron un equipo de trabajo que incluyó a Pablo Pino y Ayleen Stokebran como ayudantes de investigación, y a Daniela Cross en labores de registro, análisis y acompañamiento metodológico. La amplitud del equipo se vio potenciada por la activa participación de representantes de los institutos y escuelas de arquitectura, filosofía, literatura, música, psicología, historia y arte, cuyas contribuciones fueron decisivas para configurar una lectura verdaderamente multidimensional de las obras seleccionadas.

Este enfoque interdisciplinario no se limitó al perfil de los participantes, sino que permeó profundamente las metodologías de trabajo, las formas de escritura y los propios criterios de análisis. Se promovió desde el inicio una apertura hacia distintas formas de lectura e interpretación. Algunos autores se acercaron a las pinturas desde sus propias áreas de formación: hubo quienes propusieron imaginar la música que el artista podría haber escuchado mientras pintaba, abriendo un diálogo entre imagen y sonido que derivó en exploraciones sobre la historiografía musical del periodo representado. Otros abordaron las obras desde la geografía o la estadística, incorporando datos topográficos, climáticos o socioeconómicos para contextualizar el territorio figurado en cada lienzo. También se propiciaron vínculos entre obras de distintas colecciones, estableciendo redes interinstitucionales y proyectando la posibilidad de nuevas curadurías a partir de las conexiones temáticas, técnicas o estéticas detectadas. De esta forma, la interpretación no se limitó a lo que la obra muestra de manera explícita, sino que fue capaz de activar otras capas de sentido —invisibles, conjeturales o intertextuales— que amplían el horizonte de lectura y anclan la experiencia estética en una red de significados más amplia.

El proceso de trabajo incluyó una etapa fundamental de estudio técnico y visual de las obras, realizada directamente en las salas del Palacio Baburizza. Gracias al apoyo del Museo, se organizaron jornadas de análisis en el mismo espacio expositivo, donde la observación cuidadosa de cada obra hizo posible un registro preciso de sus dimensiones, materialidades, soportes, inscripciones, firmas o deterioros. En muchos casos se accedió al reverso de las piezas, lo que permitió descubrir marcas de montaje, etiquetas de procedencia, numeraciones o capas pictóricas ocultas. Esta experiencia fue particularmente formativa para los ayudantes

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de investigación, quienes aprendieron a mirar con atención las obras, a leer sus superficies y a interpretar las huellas que el proceso artístico deja en cada pintura. A través de este proceso fue posible descubrir no solo elementos técnicos como la pincelada o los materiales, sino también pistas narrativas que permiten imaginar historias contenidas o sugeridas por la obra. Esa sensibilidad adquirida en el ejercicio de la observación directa fue una de las experiencias más significativas del proyecto, al favorecer una aproximación que excede la mirada informada por la imagen digital o el dato bibliográfico.

A este trabajo visual se sumó una investigación documental y bibliográfica sistemática. Se revisaron archivos institucionales, catálogos anteriores, publicaciones críticas y otros documentos. Un hito importante en esta etapa fueron las visitas a la Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), donde se accedió a expedientes de artistas, fichas de obras, recortes de prensa y material documental que fue clave para completar información o verificar datos contradictorios. Se agradece especialmente la colaboración del MNBA, cuyo apoyo permitió enriquecer la investigación con fuentes primarias valiosas.

Cada autor recibió una carpeta digital con toda la información recopilada sobre su obra asignada: ficha técnica, fotografías en alta resolución, detalles visuales, inscripciones y antecedentes documentales. Sobre la base de ese material, se les solicitó redactar una ficha razonada que combinara una descripción técnica con una reflexión crítica desde su disciplina. La escritura fue libre, reflexiva y situada, de manera que cada texto se construyera desde una voz singular, sin buscar una interpretación definitiva ni académicamente homogénea. Algunos autores visitaron el museo para conocer presencialmente la obra, lo que les permitió afinar sus observaciones o modificar hipótesis iniciales. El resultado fue un conjunto diverso de textos, donde confluyen el análisis histórico, la lectura formal, la intuición estética, la imaginación crítica y el relato subjetivo. Este carácter coral del catálogo, donde participan más de cuarenta autores entre profesores, estudiantes y egresados, configura una obra abierta, plural y profundamente universitaria.

Las fichas fueron organizadas siguiendo un criterio cronológico, ya fuera por fecha de ejecución o por el periodo de actividad del artista, lo que permitió estructurar una lectura progresiva de la transformación visual de Valparaíso a través del tiempo. El proceso editorial incluyó corrección de estilo, normalización de datos, revisión de citas y ajustes de formato. El diseño gráfico del catálogo se desarrolló en coherencia con los objetivos curatoriales del proyecto, cuidando la reproducción de las obras, la integración de elementos visuales complementarios y la claridad de la estructura editorial de un libro que será, sin duda, material de consulta para futuras investigaciones.

En conjunto, este catálogo no es solo un registro técnico o académico, sino una propuesta de lectura expandida sobre Valparaíso, su historia cultural y su representación en las artes visuales. Reúne saberes diversos, activa vínculos entre generaciones y encarna una idea de universidad comprometida con la investigación, la creación y la difusión del patrimonio. Más que una obra cerrada, ofrece un espacio de exploración compartida, donde cada obra puede ser leída desde múltiples ángulos y cada lector puede construir su propia interpretación. En ese sentido, este catálogo representa a la universidad no solo como institución, sino como práctica viva de conocimiento, diálogo y reflexión crítica.

Eq uipo de investigación

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Johann Moritz (Juan Mauricio) RUGENDAS (Augsburgo, Alemania, 1802 – Weilheim, Alemania, 1858)

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Puerto de Valparaíso 1844 Óleo sobre tela 34 x 44 cm

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El pintor viajero Juan Mauricio Rugendas arribó a Valparaíso en 1834. De su llegada al puerto se conserva un boceto que representa con lápiz la naciente ciudad vista desde el mar. En 1844, ya instalado en Lima, retoma este motivo, pero esta vez con óleo.1 Esa obra se titula Puerto de Valparaíso y es una de las más antiguas y valiosas de la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso.

Aunque el naturalista le aconsejó centrarse en lo excepcional del paisaje —como las montañas nevadas o las selvas tropicales— y evitar Argentina y Chile, Rugendas partió a América en 1831, con patrocinio del gobierno francés. Se estableció en México y, tras dejar ese país en 1834, desembarcó en Valparaíso. Aunque no planeaba quedarse, su estadía en Chile se extendió por ocho años.

En primer plano Rugendas pinta el mar, con pinceladas definidas y variaciones tonales que aluden a los cambios de profundidad de la bahía. A la derecha, sobre los botes, figuras humanas con sombreros de copa transportan bolsos de viaje hacia el puerto cosmopolita. A la izquierda, un pelícano nada y una gaviota sobrevuela la escena: detalles que evidencian la minuciosidad que el pintor despliega incluso en vistas panorámicas de pequeño formato.

En Puerto de Valparaíso, el artista representa la ciudad desde la perspectiva del barco que lo transporta, capturando la escena desde el mismo medio que lo lleva a tierra. Este punto de vista evidencia su condición de viajero: le interesa el tránsito más que el destino, y el desafío técnico que ello implica. La visión romántica del paisaje se articula a través del sujeto que observa desde la embarcación, representado simbólicamente por el hombre del bote de la derecha que, con el pecho abierto y sombrero blanco, parece dispuesto a dejarse afectar por Valparaíso.

En la bahía, cerca de la orilla, se observan botes, veleros y barcos de distintas nacionalidades, entre ellos uno francés. Esta presencia extranjera, sumada a la del propio artista alemán, remite al marco científico y artístico europeo, interesado por América como territorio exótico y desconocido.2 Ese impulso se asocia a Alexander von Humboldt, quien recorrió América Latina entre 1799 y 1804, estableciendo un puente entre la mirada ilustrada europea y un paisaje de alto valor científico y artístico. Humboldt y Rugendas se conocieron en Francia hacia 1825, y gracias a ese vínculo el pintor obtuvo apoyo para realizar un segundo viaje al continente americano.3 Rugendas observó las nuevas tierras sin prejuicio, intuyendo lo vernáculo y retratando el puerto austral con una mirada que sigue el método humboldtiano de captar la fisonomía de la naturaleza.4

1

Pablo Diener, Rugendas. Su viaje por Chile 1834-1842, Santiago, Origo, 2012, p. 34.

2

Rugendas es parte del movimiento conocido como el de los precursores extranjeros de la pintura chilena y, como pintor viajero, recorrió Valparaíso, donde instaló un taller en 1839.

Entre sus discípulos se encuentra Clara Álvarez Condarco, con quien además mantuvo una relación amorosa.5 Posteriormente abrió otro taller en Santiago y obtuvo permiso del presidente para recorrer el territorio nacional. En Talca conoció a Carmen Arriagada, de cuya amistad profunda y amor platónico se conserva un largo epistolario.

Aunque Valparaíso era aún una ciudad pequeña, albergaba las principales casas comerciales de la joven república y desempeñaba un rol central en el intercambio de bienes. En Puerto de Valparaíso, barcos medianos y botes con pasajeros se orientan hacia el edificio de la Aduana, ubicado casi al centro de la composición, lo que consolida la imagen del puerto como núcleo

Gaspar Galaz y Milan Ivelic, La pintura en Chile desde la colonia hasta 1981, Valparaíso, Universitarias de Valparaíso, p. 48.

3

En él encuentra amistad y patrocinio para nuevos encargos. Carlos Keller, El pintor Rugendas y doña Carmen Arriagada, Santiago, Universidad Católica, 1959, p. 105.

4

«La calculada disposición de elementos fisionómicos en el cuadro transmitía a la sensibilidad del observador una suma de información,

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no de rasgos aislados sino sistematizados para su captación intuitiva: clima, historia, costumbres, economía, raza, fauna, flora, régimen de lluvias, de vientos…». Cesar Aira, Un episodio en la vida del pintor viajero, Buenos Aires, Literatura Random House, 2015, p. 13.

5

María de Fátima Costa y Pablo Diener, Rugendas: El artista viajero, Santiago, Biblioteca Nacional de Chile, 2021, p. 153.

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de actividad económica nacional. Esta pintura fue ejecutada en Lima en 1844, probablemente por encargo de un empresario vinculado al tráfico marítimo entre El Callao y Valparaíso.6 En el segundo plano, se distinguen edificaciones, representadas con líneas claras y en perspectiva, que evidencian el crecimiento comercial y urbano de la ciudad. Al fondo, los cerros de Valparaíso parecen diluirse, ya que el pintor resuelve la profundidad atenuando el color, mientras intensifica los elementos cercanos. Esta manera de construir el paisaje revela una sensibilidad que combina empirismo y elaboración artística. Las numerosas vistas de Valparaíso que Rugendas produjo, muchas de ellas muy similares a esta, confirman que crear versiones era una práctica habitual en su obra. Estas representaciones responden tanto a una vocación artística y científica como a intereses comerciales: en varias ocasiones, Rugendas se desplazó por Iberoamérica motivado por la posibilidad de vender sus obras a empresarios, técnicos y capitanes europeos. Valparaíso representaba un mercado activo, y su residencia allí respondía a esa demanda.

y patrimonial. La pintura documenta la transformación de la ciudad y sirve como testimonio visual de los acontecimientos que han definido su historia.

Juan Mauricio Rugendas, El puerto de Valparaíso, c. 1834. Lápiz sobre papel, 23 x 44,7 cm. Colección de Arte Gráfico de Múnich.

A través de la pintura, Rugendas subraya la singularidad geográfica del puerto. Maria Graham lo describe como «un lugar que se extiende a lo largo, construido al pie de cerros áridos que dominan el mar y avanzan tanto hacia él en algunas partes que apenas dejan trecho para una angosta callejuela».7 El dibujo original del puerto, realizado en 1834 y conservado hoy en la Colección de Arte Gráfico de Múnich, no solo fue un estudio preparatorio para sus versiones posteriores, sino que adquirió un valor testimonial al ser utilizado como base para representar el incendio que afectó a la ciudad el 15 de marzo de 1843.

Aunque Rugendas no presenció el evento, tuvo noticias desde Lima, y a partir de su boceto se elaboró una acuarela que capturaba visualmente el suceso. Esta imagen interesó al naturalista francés Claudio Gay, quien la incluyó en su Historia física y política de Chile,8otorgándole así una dimensión documental

6

Diener, Rugendas. Su viaje por Chile 1834-1842, op. cit., p. 32.

7

Maria Graham, Diario de su residencia en Chile y de su viaje al Brasil, Madrid, América, 1825, p. 156.

8

30

Claudio Gay, Atlas de la historia física y política de Chile. París, E. Thunot y C., 1854.

¿Quien escribio?

Diener, Rugendas. Su viaje por Chile 1834-1842, op. cit., p. 34.

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Francisco Javier MANDIOLA (Copiapó, Chile, 1820 – Santiago, Chile, 1900)

Los señoritos 1845 Óleo sobre tela 72 x 59 cm

FALTA FOTO

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Una de las pinturas más enigmáticas de la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso es, sin duda, Los señoritos de Francisco Javier Mandiola. Basta con acompañar la obra unos momentos para notar las reacciones de extrañeza que provoca en los espectadores, como si se les apretara la garganta al momento de ver esta composición tipo pastiche, donde las figuras son recortadas por el contraste entre la luminosidad angelical de los señoritos y un fondo tropical en penumbra, de cuya oscuridad aparecen los rasgos insinuados de un mulato y una palmera.

Y sí, las reacciones de los espectadores están más que justificadas, ya que se trata de una composición hecha en 1845, cuando la pintura chilena recién se hacía un lugar entre los retratos de la «nobleza» y la pintura histórica; es por eso que llama la atención la temprana representación de estos dos elementos del fondo, marginales y subalternos dentro de la naciente escena del arte.

Aunque la palmera no volverá a figurar dentro de la pintura chilena hasta fines del siglo xix —con las reconocidas composiciones que hace Onofre Jarpa de la Jubaea chilensis en el oasis de Ocoa—, ya antes había sido identificada desde el naturalismo como elemento indispensable para la sobrevivencia del campesinado en vías de mestizaje. Hizo su aparición en el lenguaje ilustrado a través de las palmas del Diario de mi residencia en Chile en el año 1822 de Maria Graham. En este volumen, además de describir cómo las personas más pobres de Valparaíso construían sus casas con palma tejera, la autora adjuntó un grabado que llegaría a transformarse en un ícono de la ilustración botánica.

La práctica del naturalismo también recoge los primeros registros de afrodescendientes, que no fueron realizados en Chile, sino traídos hasta aquí dentro del maletín de ilustraciones del artista viajero Mauricio Rugendas. Estas láminas influirán, más tarde, en la colaboración del pintor con Claudio Gay para la elaboración del primer Atlas de Chile. Sin embargo, previo al arte ilustrado, tanto la palmera como el mulato habían sido representados en dos dispositivos propagandísticos del racismo/extractivismo: las famosas pinturas de castas, por un lado, y las cartografías expansionistas de

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guerra, que hacían del cuerpo mulato y de la planta símbolos de la tierra salvaje.

Además de la composición, un segundo misterio guarda el cuadro de Los señoritos, y es que en el reverso se esconde una segunda pintura. Se trata de un estudio compuesto por dos rostros, probablemente monjes franciscanos, cuya proximidad hace dudar si en verdad se trata de dos personas o es la proyección de una sobre la otra. En la parte inferior izquierda, el pintor apunta: «Mandiola – Estudio original casi al mismo tiempo que el cuadro de la vuelta».

Este objeto-bisagra articula dos momentos en la vida del pintor: los franciscanos del reverso nos llevan a su antigua vocación religiosa,1 mientras que Los señoritos, inscrita como su primera composición original,2 exhibe un retrato grupal con rasgos del género vernacular o costumbrista que el pintor cultivará en la intimidad de su taller, muy por fuera de los encargos de la élite, que mientras tanto lo irá reconociendo como un retratista de excelencia.

Sin embargo, la pintura vernacular no corre la misma suerte que sus retratos. Pedro Lira describe a Mandiola como un pintor que «muchas veces se sirve de estampas de maestros que parodia o imita en la distribución de sus personajes».3 Antonio Romera, por su parte, destaca las pinturas El pillete Patricio (1848) y El mendigo (c. 1853) como las más representativas de este género, clasificándolas como «dos estampas de menesterosidad y pobretería» y adscribiéndolas a un

1

Previamente a ser discípulo de Monvoisin en 1844, Mandiola «había producido varias esculturas religiosas destinadas a nuestros templos, que atestiguaban sus extraordinarias dotes artísticas». Pedro Lira, Diccionario biográfico de pintores, Santiago, Imprenta Esmeralda, 1902, 235.

2

Inscripción en la parte inferior del cuadro «1° composición original ejecutada el año de 1845 (al fin) y aún no hacía un año que me había dedicado a la pintura». Según la reseña biográfica del pintor disponible en el sitio web Artistas Visuales Chilenos del MNBA, esta pintura, Los Señoritos, habría ganado un supuesto premio en el concurso «Premios a las artes i la industria» celebrado en septiembre del año 1846.

3

Lira, Diccionario Biográfico de pintores, op. cit., p. 237.

Palacio Baburizza

«costumbrismo de harapos».4 Si bien el crítico reconoce que no falla la teatralidad de las expresiones (tal como en Los señoritos), duda que se trate de un retrato auténtico, advirtiendo la repetición del problema anunciado por Lira, y es que el pintor, en el caso de El mendigo, se sigue fiando de estampas.

Pero no es sino en el cuadro Interior de la casa de una santera en donde esta teatralidad se hace evidente. Aquí, Mandiola construye un espacio escenográfico en perspectiva (muy extraño en su obra), lleno de metapinturas de santos y vírgenes sobre el altar de la santera. Esta última, de piel morena y cabello blanco, se encuentra sentada al costado de la sala; hierática, afirma una escoba, como si tras limpiar el altar esperara a la próxima persona en solicitar sus oficios.

las palmeras, iconografía movilizada y transmitida como un virus por los artistas viajeros que transitaron la ruta atlántico-andina, como el mismo Monvoisin, Rugendas y Maria Graham.

Iván Rivera

La presencia de estas metapinturas nos puede dar una pista del gesto que la crítica tanto le reprochó a Mandiola: el hacer evidente el uso de estampas. Quizás sea un riesgo pensar que el pintor veía en el pastiche más que una operación técnica, un gesto que evidenciaba el carácter ilusorio o mágico de la pintura. Luis Álvarez Urquieta nos cuenta el episodio en que Mandiola oferta a unas religiosas la compra de una Virgencita de Murillo, muy querida por realizar milagros. Tras la negativa de las señoras, el pintor ofrece entregarles una copia idéntica, que de tan perfecta imitación no perdería su don milagroso.5 Ante la evidente oscuridad que envuelve sus pinturas, intuyo que existe en Mandiola un goce por coquetear con los caminos que enhebran la religiosidad, la magia y las creencias populares; tendencia que se hace evidente en La santera y en Los señoritos. La presencia del mulato en esta última nos puede dar la clave del arribo de este interés, y es que los fuertes relatos de la santería negra (así como el trabajo con la imagen-fetiche) provenientes desde Brasil pudieron haber sido transmitidos por vía del pintor francés Raymond Monvoisin, su maestro, así como también la relación de la negritud con

4

Antonio Romera, Asedio de la Pintura Chilena, Santiago, Editorial Nascimento, 1969, p. 40.

5

Luis Álvarez Urquieta, La Pintura en Chile, Santiago, Colección Luis Álvarez Urquieta, 1928, p. 24.

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Francisco Javier MANDIOLA (Xxxxxxxxx - Xxxxxxxxxxx)

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Interior de la casa de una santera sin fecha Óleo sobre tela 70 x 58 cm.

Colección Pinacoteca Universidad de Concepción

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J. M. GONZÁLES (sin información)

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Posta de caballos (camino Valparaíso-Santiago) 1854 Óleo sobre tela 38 x 49 cm

Palacio Baburizza

«Se debe a la amena pluma de don Santos Tornero —en sus Reminiscencias de un viejo editor— una descripción de lo que eran antaño los viajes, en birlocho o coche, entre la capital y su puerto, a saber: Aún después que hubo camino carretero, duraba sus 24 horas, pernoctando en las célebres posadas de Curacaví o de Casablanca, haciéndose la travesía en los nunca bien ponderados birlochos de dos ruedas y dos asientos, tirados por dos y a veces por tres caballos: el de varas, el en que iba montado el birlochero, y un tercero, el del postillón, para las repechadas. Cada birlocho llevaba por lo general 8 o 10 caballos, y los en que no cabalgaban los conductores iban sueltos, en pelo, arreados por el postillón. Para la remuda, se le echaba el lazo al caballo que se necesitaba, y el descanso que se daba al desenganchado era arrearlo para que siguiera al trote con los demás. Y a la verdad, no dejaba de ser pintoresco este modo de viajar, aunque algo riesgoso y, sobre todo, incómodo.

los guisos en fuentes de plata; y otros viajeros alaban la resistencia y destreza de los birlochos, o se refieren a las dificultades y malos pasos del camino. En 1839 apareció un aviso referente a la apertura de una nueva posada en Curacaví, que decía así: “Su aseo es inmejorable: baste decir que las piezas de alojamiento se encuentran empapeladas”.»

Ernesto Greve, Historia de la ingeniería en Chile, vol. III, Santiago, Imprenta Universitaria, 1944, pp. 183-184.

Andando el tiempo llegó a hacerse el viaje en el día, sin pernoctar en las posadas, y hubo algunos empresarios de birlochos, como Palma y Valentín Urmazabal, que tenían caballos de remuda en varios puntos del camino. Después se establecieron coches de cuatro asientos, dando el ejemplo don León Vigoroux que había empezado su negocio entre Valparaíso y Quillota, con un coche fabricado por él o bajo su dirección. El que se decía haber sido cochero del rey Luis Felipe de Francia (y acaso fuera cierto), tan bien supo manejar su negocio que llegó a tener en la línea de Santiago varios coches, manejados por buenos cocheros; y cuando alguna señora miedosa de alto coturno deseaba viajar en un coche manejado por Don León, debía pagar el antojo.

No escasearon los viajeros que, al publicar algún diario de viaje, describiesen aquellas famosas posadas existentes en el camino real entre Santiago y Valparaíso. A María Graham le llamó mucho la atención, en el año de 1822, que en uno de dichos alojamientos se le sirviesen

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Giovanni (Juan) MOCHI (Florencia, Italia 1831 - Santiago, Chile 1892)

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El parroquiano Sin fecha Óleo sobre madera 26,5 x 18,5 cm

Palacio Baburizza

De origen florentino pero instalado en Santiago, Giovanni Mochi publicó en 1884 un anuncio: «Mochi avisa —declaró— que desde el 1 de abril empieza a dar lecciones particulares» (ya las daba, públicas, hacía un buen tiempo, como catedrático de pintura en la Academia Nacional, donde, según sus estudiantes, era un profesor generoso, no muy estricto, y de convicciones estilísticas bastante flexibles). Iba a seguir en Chile hasta su muerte en 1892, por nueve años más después de este anuncio. Contra sus deseos, acababa de dejar la dirección de la Academia. A su amigo Jorge Huneeus, que lo había traído a Chile, le había escrito: «Como terminó mi último contrato y quiero aún continuar por tres años más con la dirección de la Academia que he tenido el honor de presidir por ocho años, sin haber pedido un solo día de permiso, creí oportuno verme con el señor ministro de Instrucción y con su excelencia el presidente de la República, el primero me pareció bien dispuesto, y en cuanto a su excelencia, no lo está mucho. Al hablar con SE le expresé la necesidad que tenía de tomarme una licencia para ir a mi país por un año por motivos de salud». Al parecer, primó la opinión de SE y Mochi se quedó sin dirección pero con tiempo para dar clases particulares.

También agregaba en su anuncio una confesión poco habitual: «Mochi empieza a ocuparse de los trabajos que le encomendaren». Con un suntuoso subjuntivo, confesaba por fin su apertura a pintar cualquier cosa. No tenía un estilo firme para orientarse, ni un tema predilecto donde refugiarse en tiempos difíciles. Solo una cierta facilidad, y buena disposición. De esas virtudes nació El parroquiano, hoy en el Palacio Baburizza de Valparaíso: un señor empobrecido se toma un trago en un almacén. Para darle un color local, decoró el ambiente con algunos anuncios: «Queso del país», dice un papel pegado, y «Mantequilla fresca», otro; una publicidad, sin embargo, sobresale por su tono fuera de lugar: «Jules Bellot & C Cognac», dice: un buen licor de Bordeaux, escaso en Chile, y más aún en un

que apreciaba la desmesura de la comarca: en un cuadro, hoy en Concepción, llamado Hombre con vaso de chicha, el tamaño del vaso es cómicamente grande, lo mismo que el sombrero de El parroquiano. Fui a la sombrerería de la avenida Pedro Montt y le mostré una foto del cuadro de Mochi a la vendedora.

Le pregunté si tenían un sombrero así. «No y no creo que me lleguen», me respondió. «No he visto nunca uno así en esta tienda —agregó—, parece de fieltro y se ve usado. Tiene el ala gastada. Igual el chaquetón y los zapatos. La punta es bastante alta. Demasiado». ¿Para qué ocasión usaría un sombrero como este?, insistí: «No sé. Yo creo que no se lo sacaba nunca»; ¿por qué alguien querría pintar esto?: «No sé».

Mochi cerraba su anuncio con el dato más importante, las indicaciones para llegar al lugar desde el que por muchos años había caminado algunas cuadras para dictar clases y directrices evanescentes a la naciente pintura nacional, y donde se disponía ahora a prestar un desprejuiciado servicio: «Dirección: Compañía, 142».

Alfonso Iommi Echeverría

almacén de barrio como parece ser el del cuadro, abarrotado de botellas, gatos y escobas. Mochi podía pintar en cualquier estilo —en este caso, una suerte de realismo apresurado—, lo que fuera, menos lo que veía. No se resistía a añadirle un borde de ficción a sus pinturas. En Italia los mitos satisfacían ese impulso, pero en Chile se requería otra astucia. Sospecho

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Désiré CHASSIN TRUBERT (Havre, Francia, 1860 – sin información, 1920)

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Caleta El Membrillo 1882 Óleo sobre tela 115 x 178 cm

Palacio Baburizza

«Pasando a los más conocidos artistas, iniciaremos un recuento con Desiré Trubert, atractiva personalidad avecindada transitoriamente en Valparaíso, después de una gira latinoamericana. El pintor, nacido en el Havre, alumno temprano de su padre, pulió los conocimientos técnicos del delicado oficio con el paisajista Drouis. Hombre de legítima cultura humanista, de carácter fuerte aunque templado por sus maneras afables, alcanzó figuración en los países que visitara en el cargo de representante de la firma naviera, activa y prestigiosa Casa Comercial de Dominique Bordes. Se estableció primero en el Brasil.

Su trabajo fue premiado por el emperador don Pedro II, que adornó su pecho con la escarapela de honor, por sus cuadros de batalla, que a la manera de reportero gráfico, había pintado de la triste Guerra Tripartita. »No conocemos los detalles de su itinerario americano.

Constatamos su presencia en Chile en los años que precedieron a la Guerra del Pacífico de 1879. Estuvo entregado a la enseñanza y a diseñar la silueta de los famosos veleros “cabo horninos” de Bordes. Después hizo lo mismo con la flota de la Cie. Transatlantique. De este período datan sus cuadros de la fragata francesa La Victorieuse, donada al almirante Petit-Thouars, y de las gloriosas naves de la Armada de Chile: La Esmeralda y el blindado Cochrane. »Hombre de empresa, Trubert destacó la importancia de la pesca en esta zona, y para prestigiarla creó una fiesta anual que se hizo popular en la caleta del Membrillo. Este episodio dio origen al más conocido de sus cuadros: La caleta del Membrillo (sic). Despliega en la tela sus condiciones artísticas. Con minuciosidad va describiendo en tonos bien buscados la tectónica pedregosa del paisaje bañado por las aguas azules del océano.

Indica con leve trazo las construcciones de lo alto del cerro, y señala junto a la vegetación achaparrada del verano, unas casas que demuestran el surgimiento urbanístico de estos pintorescos rincones. Trubert maneja bien la luz y en su manera realista de enfocar la naturaleza hay precisión de experto.»

Eugenio Pereira Salas, Estudios sobre la Historia del Arte en Chile Republicano, Santiago, Ediciones de la Universidad de Chile, 1992, p. 279.

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Thomas SOMERSCALES (Kingston upon Hull, Inglaterra, 1842 – 1927)

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Antiguo muelle de Valparaíso (muelle Prat) 1882 Óleo sobre tela 73 x 124 cm

Palacio Baburizza

Thomas SOMERSCALES (Kingston upon Hull, Inglaterra, 1842 – 1927)

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Panorámica de Valparaíso (muelle Prat) 1902 Óleo sobre tela 71 x 124 cm

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Thomas SOMERSCALES (Kingston upon Hull, Inglaterra, 1842 – 1927)

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Digan que voy sin novedad (De Gale Beaking) 1911 Óleo sobre tela 105 x 180 cm

Palacio Baburizza

El pintor Thomas Somerscales nació en 1842 frente al mar, en Kingston upon Hull, Yorkshire, Inglaterra, mismo lugar donde falleció en 1927. Es conocido como el mejor marinista del siglo xix en Chile. Además, formó «toda una escuela de marinistas»1 —entre cuyos integrantes se destaca Álvaro Casanova, «luminoso y de briosa pincelada»—,2 pese a que él mismo no realizó estudios de pintura. Su educación para ser profesor tuvo lugar en una escuela de Gloucestershire desde los 14 años.

Al graduarse, en 1863, comenzó a trabajar a bordo de los buques de la Armada Real de Su Majestad Británica sirviendo principalmente en el Pacífico. En dos ocasiones —antes de la definitiva— su vida de marino lo trajo a Valparaíso: la primera en 1864 y la segunda en 1867. Poco tiempo después, contrajo paludismo en el istmo de Panamá y, padeciendo durante semanas ataques cíclicos de escalofríos y fiebres, tuvo que pedir su traslado a Inglaterra. Tan sin fuerzas se encontraba que sus compañeros decidieron desembarcarlo en Valparaíso en septiembre de 1869. Por entonces la ciudad-puerto experimentaba un notable crecimiento económico debido al auge del comercio internacional. Valparaíso se había convertido en un punto de encuentro para comerciantes, marinos y viajeros de todo el mundo. En este contexto, la vida marítima, las embarcaciones y la actividad en el puerto eran elementos centrales de la vida cotidiana.3 Su estadía provisoria derivó en una permanencia en la ciudad por más de dos décadas. A su llegada, con 25 años, fue acogido en la dinámica comunidad inglesa de la ciudad, que lo tuvo como profesor en el colegio Artisan English School, cuyo director era el escocés Peter MacKay. Cinco años más tarde formó una familia en Chile: en 1875, contrajo matrimonio con Jane Trumble Harper, una de las cuñadas de Mackay,

1

Waldo Vila, «Valparaíso, paraíso del pintor», Valparaíso en la pintura.

Sala Chile del Museo Nacional de Bellas Artes, 1963, Santiago, Publicaciones del Instituto de Extensión de Artes Plásticas, 1963.

2

Ricardo Bindis, «Tomas J. Somerscales (1842-1927)», Exposición de pintura. Dos pintores del Mar. Álvaro Casanova Zenteno. Thomas J. Somerscales, Santiago, Municipalidad de Santiago y Corporación Cultural Teatro Municipal, 1974.

3

Rodolfo Urbina Burgos, Auge y ocaso del Viejo Pancho. Valparaíso, 1830-1930, Valparaíso, Puntángeles, 1997.

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de cuyo matrimonio nacieron seis hijos. Vivieron en la casa trazada por el propio pintor, construida en el cerro Alegre.

Junto a Mackay y George Sutherland fundaron el English School en 1877, conocido como colegio MacKay, vigente hasta el día de hoy, aunque hace muchos años abandonó el cerro Alegre. En esos años, además de las clases en el colegio, Somerscales se dedicó a la pintura como un pasatiempo, y sus vistas y paisajes en pequeños formatos fueron adquiriendo fama en Valparaíso.4 A los 30 años, en 1872, recibió su primer encargo: la copia de un gran cuadro sobre la captura de la Esmeralda en el Callao por Thomas Cochrane, que estaba expuesto en el edificio de la Bolsa de Valparaíso. Ese mismo año participó en la Exposición de Artes e Industrias, impulsada por el intendente Vicuña Mackenna en Santiago, en la que obtuvo una Medalla de Tercera Clase. En otra edición de la exposición, celebrada tres años más tarde, obtuvo una Medalla de Plata. De manera incansable, Somerscales se dedicó a crear numerosas pinturas sobre Chile, recreando el paisaje del interior del país, los combates navales, las marinas y las panorámicas de Valparaíso.

Con su cuaderno de dibujos, recorría su ciudad para ver el mar desde todos los cerros.5 En sus paisajes del interior de Chile luce imponente la cordillera como telón de fondo, retratada de manera tan precisa como los ríos, árboles o casas de los campos de Limache y Quillota. Ya sea en el Aconcagua, en el Bío Bío o las Termas de Chillán, entre muchos otros escenarios, el pintor muestra la pequeñez humana frente a la majestuosidad de la naturaleza, con una luz preferente crepuscular. Sobre su dimensión de paisajista, Isabel Cruz dice que en sus pinturas «se entremezclaban la precisión científica de las composiciones y el sentimiento del artista. Como se había formado en la tradición romántica inglesa de principios del siglo xix, dio a las atmósferas de sus cuadros un sentimiento místico

4

Isabel Cruz, Thomas Somerscales. Pintor célebre de marinas y serenos paisajes, Santiago, Origo, , 2008, p. 16.

5

Estos cuadernos pueden verse en: <https://pinturachilena.cl/exposicion-thomas-somerscales/>.

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y el aire panteísta que caracterizaron a las obras asociadas al movimiento».6 Su experiencia en el mar, la observación detenida de sus colores y movimientos, del cielo y de las formas en que las embarcaciones se asientan en las aguas, hicieron a Somerscales un maestro en la narración de los combates navales de Chile.

Pudo retratar distintos episodios de la Guerra de Independencia, como la Captura de la fragata María Isabel, y hazañas de la Guerra del Pacífico, como lo muestran algunos de sus óleos: Combate Naval de Iquique, Muerte de Prat, Hundimiento de la Esmeralda, Batalla de Angamos, siendo los dos últimos encargos del Gobierno. Por eso dice Pedro Maino que a través de sus obras se construyó el imaginario naval de Chile,7 mientras Patricio Tupper afirma que «produjo cientos de imágenes al óleo inmerso en un sistema de valores que hacía de la condición humana y su coraje lo sustantivo. Recreando pretéritas epopeyas y el arrojo naval a modo de símbolos de honrosas conductas dignas de socializarse, buscaba hacer converger voluntades hacia unificadores objetivos nacionales».8 Somerscales siguió pintando sobre Chile cuando decidió volver a su país natal con su familia, en 1891, empujado por el drama de la muerte de una de sus hijas, por desatarse la guerra civil de ese año y por su interés en que sus hijos asistieran a la Universidad en Inglaterra. Instalado en su ciudad de origen y motivado por sus hermanos y amigos, pintó Corbeta recogiendo velas para salvar a la tripulación de un buque perdido, con el que obtuvo el tercer lugar en la exposición anual de la Real Academia de Pintura de Inglaterra, en 1893. Su progresivo renombre hizo que la misma Academia adquiriera un cuadro pintado en 1899, Off Valparaíso, exhibido hoy en el Tate Modern, Londres.

6

Cruz, Thomas Somerscales, op. cit., p. 1. Véase también: Alexander A. Hurst, Thomas Somerscales: marine artist. His life and work, Brighton, Teredo Bks, 1988.

7

Pedro Maino, «Thomas Somerscales: de mar a cordillera», Santiago, Corporación Cultural de Lo Barnechea, 2023.

8

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Patricio Tupper, Somerscales, Santiago, Ayer, 1979.

Cuatro veces volvió a Valparaíso para visitar amigos, traer telas para la venta y seguir pintando. Aquí estaba cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Regresó a Inglaterra, continuó con su pasión y en 1926 participó por última vez en la muestra de la Real Academia, con su obra Rodeando el cabo de Hornos. Murió al año siguiente.

Somerscales compuso cerca de seiscientas pinturas, hoy dispersas en distintas colecciones chilenas y británicas. Sus obras —las que se han identificado en Chile— están en colecciones como las de Codelco, el Senado de la República, Museo Nacional de Bellas Artes, Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, Club de la Unión, Banco Estado, Banco Central, Pinacoteca de la Universidad de Concepción, y en colecciones particulares. El Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso conserva ocho de sus obras, actualmente todas expuestas al público.9 Comentaremos aquí tres de ellas.

Antiguo muelle de Valparaíso es un relato iconográfico del lugar más central del Valparaíso que él vivió, cuando todo ocurría en el puerto. Retrata con precisión, y con la luz del atardecer, lo que acontecía en el antiguo muelle entablado, mirando en panorámica hacia Playa Ancha. Se ve el antiguo embarcadero, el edificio de la Aduana, los muelles fiscales y los edificios de las compañías de comercio. En el mar, decenas de embarcaciones están dispuestas para las labores de carga y descarga y, en el primer plano, algunos boteros con camisa blanca y descalzos están atentos a las maniobras.

En Panorámica de Valparaíso, Somerscales retrata la bahía de Valparaíso en una mañana soleada, desde lo más alto de los cerros. En el primer plano se ven álamos y unas mulas que bajan al puerto con su arriero de camisa blanca. Los cerros se entrecruzan formando pequeños valles, hasta llegar al Almendral, que despliega su trama urbana y exhibe la rectitud del curso del estero de las Delicias. Cien embarcaciones flotan al fondo de la pintura. A propósito de estas panorámicas, dice Bindis: «El paisaje también seduce a nuestro pintor. Las

9

Estos son: Vista del volcán Antuco, Recogiendo velas, Boca del Maule, Valle del Aconcagua, Frente a la costa.

Palacio Baburizza

versiones panorámicas de Valparaíso desde los cerros son obras maestras de perspectiva y delicadeza del color, con primeros planos de pastas más pródigas».10

obras que junto al valor artístico tienen un gran valor documental e histórico».13

En Digan que voy sin novedad,11 se aprecia el virtuosismo del pintor en el género llamado marinas, al situar en primer plano una embarcación mirada desde babor, con las velas desplegadas, que parece escapar a toda velocidad del vendaval que se avecina, según sugiere un cielo expresivo. El mar, agitado, ocupa la mitad inferior de la tela. En esta marina, Somerscales expresa un profundo conocimiento de los tonos y movimientos del mar, así como de los cielos y de los barcos, que dibuja con todos sus detalles. Dice el célebre pintor Camilo Mori que estas marinas son manifestación de la nostalgia de la vida y de la carrera que el maestro ha debido abandonar por razones de salud, pintando «mares y veleros con acendrado realismo».12

Ximena Urbina

Por último, concluimos con lo dicho en el catálogo de una exposición de 1986 realizada en el Casino Municipal de Viña del Mar: «Thomas Somerscales se nos presenta como un naturalista con rasgos analíticos claros. Da una unidad al conjunto manteniendo la atmosferización total de la obra.

Sus paisajes de Limache, valle del Aconcagua, sus variadas vistas de Valparaíso, del muelle Prat, el zarpe de la Escuadra Nacional, etc., son de colores cálidos con vibración constante. La luminosidad y el cromatismo del paisaje porteño le atrajeron preferentemente, siendo como paisajista tan vital e importante que como marinista. La maestría y excelencia en su campo no han sido sobrepasadas, su gran vocación queda reflejada en el amor por los detalles y su fervor por lo exacto, como ha quedado demostrado en sus numerosas

10

Bindis, «Tomas J. Somerscales (1842-1927)», op. cit.

11

Dado que se muestra una tormenta avecindándose y que la tela no está titulada, parece no corresponderse con el nombre dado por el Museo, Digan que voy sin novedad, sino más bien con The Gale Breaking (y no «De Gale Beaking», como dice la ficha). Existe un dibujo de Somerscales con ese nombre, de 15,5 x 33 cm, datado en 1869.

12

Camilo Mori, «Valparaíso y los pintores», Valparaíso en la pintura. Sala Chile del Museo Nacional de Bellas Artes, 1963, Santiago, Publicaciones del Instituto de Extensión de Artes Plásticas, 1963.

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13

Valparaíso en la pintura. 450 años, catálogo de la Exposición en Casino Municipal de Viña del Mar, del 31 de diciembre de 1985 al 3 de marzo de 1986.

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Juan Francisco GONZÁLEZ (Santiago, Chile, 1853 – Melipilla, Chile, 1933)

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El capitán dinamita 1885 Óleo sobre tela 181 x 111 cm

Palacio Baburizza

Juan Francisco GONZÁLEZ (Santiago, Chile, 1853 – Melipilla, Chile, 1933)

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Nogales sin fecha Óleo sobre tela 30,5 x 40 cm

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Juan Francisco GONZÁLEZ (Santiago, Chile, 1853 – Melipilla, Chile, 1933)

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Rosas de otoño sin fecha Óleo sobre tela 33,5 x 45 cm

Palacio Baburizza

Juan Francisco González tiene un lugar especial en la historia del arte chileno. No solo por haber creado más de cuatro mil pinturas, ni por su asombrosa capacidad para sintetizar formas y colores con soltura, sino porque supo dar vida a una idea de arte con un sello propio. En su trabajo se siente una pasión visceral, una energía creativa que nunca se detuvo. Su vida y su obra están marcadas por la búsqueda de una identidad artística, alejada de los moldes europeos que dominaban la época, y profundamente conectada con el paisaje y la luz de Chile, que aprendió a mirar y representar como nadie más lo había hecho antes.

Aunque la trayectoria del artista pasó por diversas etapas y su estilo nunca dejó de evolucionar, fue en Valparaíso donde comenzó a tomar forma su lenguaje pictórico. Esta etapa, muchas veces eclipsada por la explosión de color de sus años de Limache o por la madurez expresiva alcanzada en Melipilla, fue en realidad un punto de inflexión: el momento en que empezó a desmarcarse de la tradición y a forjar una mirada propia. Valparaíso no fue solo una ciudad de paso ni un simple lugar de trabajo; fue donde germinó su distancia con el academicismo y donde se encendió la chispa de una pintura más libre y, en ese sentido, más cercana al impresionismo y al posimpresionismo, aunque él nunca aceptó del todo estas etiquetas.

Tanto la prensa como algunos colegas lo reconocieron como una figura clave en la renovación del arte chileno. Uno de sus contemporáneos afirmaba: «Le debemos la introducción del impresionismo en pintura, que ha venido a ser para nuestro enrarecido ambiente artístico lo que una potente inyección de vida para el cuerpo de un debilitado […] aparece Juan Francisco González apagándolo todo con la luminosidad radiante de sus admirables manchas de color».1 Antonio Romera, años más tarde, reforzaría esta idea al señalar: «El pintor es hombre de su época. Con respecto al panorama estético de Chile, su modo de pintar es revolucionario. Si repasamos los catálogos de las

1

En la revista Pluma y Lápiz del 5 de mayo de 1901, Barbouilleur (seudónimo de Manuel Magallanes Moure) se refiere a Juan Francisco González, en: Wenceslao Díaz Navarrete, Juan Francisco González: cartas y otros documentos de su época: «recibí hojas secas, llegaron cantando», Santiago, RIL Editores, 2004, p. 160.

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exposiciones que se celebran en Valparaíso y nos fijamos en los temas, veremos que la mayoría de los pintores siguen rindiendo tributo al asunto de franca sumisión naturalista».2 Así, incluso en diálogo con la realidad nacional, González lograba distinguirse, marcando un antes y un después en la pintura chilena.

Tras formarse en la tradición académica junto a maestros como Manuel Tapia, Pedro Lira, Juan Mochi y Ernest Kirbach, y habiendo ingresado a la Academia de Bellas Artes en 1869, Juan Francisco González se instaló por primera vez en Valparaíso en 1884. Venía de vivir en Arequipa y en La Serena, pero fue en la ciudad puerto donde empezó a abrirse camino. Desde allí, en 1887, se embarcó en el buque Cochrane rumbo a Europa, donde tuvo la oportunidad de conocer de cerca las nuevas corrientes que agitaban el panorama artístico del viejo continente.

Al regresar a Chile en 1888, su entusiasmo se vio rápidamente golpeado por un hecho trágico: mientras se alojaba en el Hotel América de Valparaíso, un incendio destruyó buena parte de las obras que había realizado durante su estancia europea. A pesar de la pérdida, no se dejó vencer. Poco después, gracias al apoyo de Eduardo de la Barra, entonces director del Liceo de Hombres de Valparaíso, comenzó su labor como profesor de dibujo, iniciando una etapa clave en su vida personal y artística. Durante once años enseñó en ese liceo, en contacto cotidiano con jóvenes, en un ambiente de libertad pedagógica y rodeado del dinamismo cultural que ofrecía una ciudad abierta, contradictoria y profundamente viva.

Ese Valparaíso de fines del siglo xix, con sus cerros irregulares, sus callejones, casas colgantes y barrios pobres, le reveló un nuevo universo visual. Lejos de los temas solemnes del arte académico, González empezó a fijarse en lo cotidiano, en lo popular y en lo marginal. Su pintura comenzó a cambiar: la pincelada se volvió más suelta, el color cobró protagonismo y los temas humildes adquirieron fuerza expresiva. No buscaba embellecer ni juzgar: simplemente miraba con agudeza y sensibilidad, captando la realidad tal como era, con todas sus luces y sombras.

2

Antonio Romera, Historia de la pintura chilena, Santiago, Del Pacífico, 1951, p. 142.

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La etapa porteña, que va entre 1884 y 1895 y que tiene como centro sus años como docente de dibujo en el Liceo de Hombres de Valparaíso, fue decisiva en su evolución. Allí se afianzaron varios de los rasgos que definirían su estilo: la pintura hecha directamente del natural, el interés por la atmósfera, el gusto por la síntesis y una marcada independencia frente a los cánones tradicionales. Aunque en lo técnico aún conservaba una base académica, fue en este periodo donde González dio un paso claro hacia una estética personal. Dejó de mirar a Europa como el único modelo, y comenzó a encontrar en su propio entorno —en los cerros, la luz y la gente de Valparaíso— la verdadera razón de su pintura.

Pero Valparaíso no solo fue un lugar pictórico. También fue un espacio de encuentro intelectual y humano. Allí conoció a Rubén Darío, con quien entabló una amistad que marcaría a ambos. Compartían una sensibilidad moderna, una voluntad de renovar el lenguaje desde sus respectivas disciplinas y un impulso por romper con el pasado. La ciudad, mezcla de puerto, cerro y migración, ofrecía el terreno fértil para esa transformación creativa que ambos, cada uno a su manera, sabrían aprovechar.

La relación artística del pintor con la ciudad se consolidó cuando en 1896 obtuvo la 2.° Medalla en la Exposición Municipal de Valparaíso. Es también allí donde, a su regreso de sus sucesivos viajes a Europa (1884, 1896 y 1904), se encuentra el germen de su modernidad, a través de su mirada transformadora del paisaje y la vida chilena. A partir de entonces, la obra de González se volverá cada vez más audaz: los amaneceres y atardeceres del campo chileno reflejados en Limache y Quillota arderán con colores encendidos, los retratos se llenarán de intuición psicológica, y los paisajes invernales de Melipilla y las carreras de caballos de Viña del Mar expresarán una intensidad emocional que logra transmitir «el máximo de efecto con el mínimo de detalle, o sea en la simplicidad».3 Su arte, como él mismo señaló, fue producto de una experiencia personal, de una «sabiduría pintada» construida desde la intuición y el trabajo constante. Su pincelada, nerviosa y decidida, es el reflejo de su temperamen3

52

Jorge Montoya Véliz, «El pensamiento estético de Juan Francisco González», Aisthesis: Revista Chilena de Investigaciones Estéticas, n.º 9, 1976, p. 86.

to, que hizo del acto de pintar una forma de existir. El colorido de su paleta se inicia con colores tradicionales, pasa por una madurez artística con colores encendidos y brillantes y hacia la etapa final de su vida retorna a colores más oscuros.

Las catorce obras de Juan Francisco González pertenecientes a la colección del Museo de Bellas Artes de Valparaíso están ahora expuestas en una sala que lleva su nombre. En ellas, es posible percibir los tres grandes temas tratados por el artista: paisajes, flores y retratos. Para este catálogo hemos escogido tres obras de esta colección a fin de resumir los lineamientos plásticos y temáticos del artista. La primera es El capitán dinamita, donde aparece retratado un mutilado de la Guerra del Pacífico, personaje más bien marginal y olvidado por la sociedad tras el triunfo en la contienda, pero que pasa a ocupar un lugar protagónico a través del lienzo de grandes dimensiones de González. La segunda, Nogales, evidencia una paleta brillante, de tonos encendidos y llamativos, a través de cuya iluminación y colores expuestos se percibe el dibujo. Y en la tercera, Rosas de otoño, no solo se anuncia el abandono de la perspectiva académica tradicional, sino que se aprecia ya el uso de una pincelada vibrante y rápida, que sugiere más que define, que evoca en lugar de describir, donde la luz baña la escena con libertad y el color se convierte en protagonista. A propósito de este tratamiento, afirmó Romera que «en la suavidad de los pétalos y en su colorido de rica armonía la paleta del maestro es moderna y es sútil, sobre todo en el empleo de los subtonos y en la totalidad de los acordes […] En las flores y en los paisajes supo librarse de la herencia finisecular del naturalismo. Juan Francisco González dio en estas obras la medida de su talento creador».4 En la historia de la pintura chilena, la etapa de Valparaíso de Juan Francisco González no es una mera anécdota biográfica, sino el punto de origen de una revolución silenciosa que se aleja de lo académico para levantar un estilo propio que formó escuela entre quienes experimentaron posteriormente con la luz y el color. Una mirada que se gestó entre cerros, callejones 4

Antonio Romera escribe sobre Juan Francisco González en La Nación, 26 de agosto de 1946, en: Wenceslao Díaz Navarrete, Juan Francisco González, op. cit., p. 164.

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y muros viejos, bajo la luz cambiante del Pacífico y que es posible observar con todo su esplendor en la colección del Museo. * Dentro del universo creativo de Juan Francisco González, El capitán dinamita destaca como una obra singular, distinta a lo que él retrataba e incluso inesperada en su trayectoria.

Lejos de sus habituales paisajes o de las escenas cotidianas y domésticas que lo hicieron conocido, este retrato nos abre la puerta a una faceta menos explorada de su sensibilidad: la que se detiene en la huella humana de la historia, en los silencios y dolores que siguen a la guerra.

A diferencia de muchos artistas de su tiempo, González no fue un pintor de grandes gestas patrióticas ni de composiciones monumentales, aunque estuvo muy atento a los acontecimientos políticos y sociales que le tocó vivir, como la Guerra del Pacífico, la Guerra Civil de 1891 y los debates en torno a la educación artística. Sobre este último tema se pronunció en una conferencia que dictó en el Salón de Honor de la Universidad de Chile en noviembre de 1906 y que fue posteriormente publicada y difundida entre diversas instituciones artísticas del país, lo que supuso una exposición pública poco habitual para alguien que prefería lo íntimo, lo inmediato, lo vivido.

El capitán dinamita —junto con un par de retratos hoy perdidos— constituye una excepción significativa, no solo por su temática, sino también por la honestidad con que está tratada. A través de ella, podemos asomarnos a una dimensión más profunda y humana del artista.

El contexto de esta pintura es revelador. A comienzos de 1879, González se encontraba en Perú, pero debió abandonar el país ante la creciente tensión que antecedía a la Guerra del Pacífico. En el barco que lo trajo de vuelta a Chile, coincidió con Arturo Prat. Durante esa travesía forjaron una breve pero intensa amistad. Años después, conmovido por la muerte heroica de Prat en Iquique, González le dedicó un retrato póstumo.

El capitán dinamita presenta a un veterano de guerra mutilado, sentado sobre un muro de piedra. No hay nada heroico ni triunfal en su gesto. Mira al espectador con una expresión se-

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rena pero recogida, como quien carga no solo con cicatrices físicas, como una pierna amputada y un brazo herido, sino también con la memoria pesada de lo vivido. El uniforme gastado, el gorro rojo y negro, el vendaje en el cuello, la pierna improvisada con una prótesis rudimentaria: cada detalle nos habla de lo que viene después del combate, de lo que suele quedar fuera del relato oficial.

La obra está basada en la historia de Arturo Villarroel Garezón, héroe de la Guerra del Pacífico, quien perdió una pierna tras la explosión de una mina durante la toma del Morro de Arica. Sin formación militar, Villarroel fue reconocido por su valentía en combate y fue apodado capitán o general Dinamita. A pesar de estos méritos, murió en la soledad y el olvido en 1907. Se conserva una fotografía suya en la que posa de manera muy similar a la figura representada por Juan Francisco González en este retrato.

Detrás del personaje, el mar se extiende calmo bajo un cielo cubierto de nubes grises. No hay épica en el paisaje y la obra devela un escenario silencioso que acompaña el estado interior del hombre. La atmósfera está cargada de melancolía y se presenta la escena como si estuviera detenida en el tiempo.

Sobre la obra se han dicho muchas cosas: que fue pintada para una exposición histórica que nunca se realizó; que fue ofrecida al Ministerio de Guerra y rechazada; que los propios veteranos del 79 no la aceptaron porque se alejaba de la imagen idealizada del héroe. Todas las versiones coinciden en algo: esta pintura incomodaba. No celebraba la victoria, sino que nos invitaba a pensar en sus consecuencias desde una mirada humana de desesperanza frente a aquel que, aunque forma parte del triunfo colectivo, se ha sacrificado físicamente y ha quedado relegado al olvido tras cumplir sus funciones: es un cuerpo marcado por la guerra. Espera el paso del tiempo, con su cabeza apoyada en su mano, sin mucha esperanza en el futuro e invitándonos, con su mirada, a sentir su dolor y el peso de la historia en su cuerpo marcado y mutilado.

La firma aparece en rojo en el rincón inferior derecho, tan discreta como la motivación de esta pintura: una declaración silenciosa de la guerra, del trasfondo que tendemos a olvidar en medio de las celebraciones y conmemoraciones por el triunfo.

Desde su sobriedad, El capitán dinamita se muestra como una

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de las pinturas más conmovedoras del arte chileno de su tiempo. Sin alzar la voz, nos dice todo sobre su contexto, sobre la realidad de un mutilado y sobre el olvido. * Nogales es mucho más que un paisaje: es el reflejo de uno de los momentos más libres, fértiles y personales en la vida artística de Juan Francisco González. Ya instalado en Limache, luego de 1890, el pintor da un giro decisivo en su obra. Se aleja de los moldes del naturalismo académico que dominaron la enseñanza artística chilena durante el siglo xix y empieza a pintar con una soltura y vitalidad —demostrada en la paleta de colores amarilla e intensa— que marcan un antes y un después en su carrera.

Aunque no tenemos la fecha exacta en que fue pintado, el lenguaje visual de Nogales nos sitúa con claridad en esta etapa de transformación. Es un cuadro que respira libertad. Bajo un cielo luminoso, un nogal se alza como figura central, con su tronco de tonos grises azulados y una copa que estalla en colores cálidos: amarillos, naranjos, ocres. La escena está construida más allá de los detalles minuciosos; son las pinceladas sueltas y decididas, aplicadas con una energía que parece impulsiva, pero que revela un control absoluto, las que dan forma a esta representación. Más que describir, González busca transmitir una experiencia sensible.

González no pinta la naturaleza como un testigo que observa desde lejos. La vive, la interpreta, se deja atravesar por ella. En lugar de reproducirla con fidelidad, se permite transformarla con su mirada. El dibujo se disuelve, la mancha cobra protagonismo, y lo que emerge es una visión profundamente subjetiva, cargada de luz, de movimiento, de emoción. Hay en todo esto una clara voluntad de romper con lo aprendido, de abrirle espacio a una sensibilidad moderna, cercana a las búsquedas del impresionismo, que el artista conoció durante sus viajes por Europa.

El nogal que domina la composición encarna más que un elemento del paisaje chileno: se convierte en un emblema del mundo que González aprendió a mirar con nuevos ojos en sus años en Limache y más tarde en Melipilla. El campo, sus colores, su luz, su calor, se convierten aquí en materia viva de la

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pintura. La luz que baña la escena es emocional, anima todo lo que toca. En primer plano, las manchas de color —verdes, amarillas, azules, blancas— lo sugieren todo: tierra, hojas, reflejos. Al fondo, un cielo gris azulado envuelve la escena y le da profundidad y armonía.

Sobre la pintura de paisaje de González, el escritor Augusto D’Halmar observó: «Sigo creyendo que la retina del pintor está enferma de luz, dilatada en pleno sol hasta el encandilamiento, pero reconozco que aquel embrionista es, a pesar de sus exageraciones, uno de los que, en el paisaje, más se acercan a la naturaleza».5 Su juicio —mezcla de crítica y admiración— da cuenta de una sensibilidad pictórica que busca captar algo más que la apariencia: una luz interior, una fusión con lo mirado.

Nogales, insisto, es más que solo una pintura de paisaje. Es también una declaración artística manifestada a través de su pincelada libre pero segura, de su paleta cálida y expresiva, a través de la que González nos habla de su decisión de renovar el arte chileno desde lo más íntimo: su forma de mirar, de sentir y de pintar los elementos de la naturaleza y el paisaje que nos rodean. Es una obra que evoca la tierra, la luz, el viento tibio del campo, pero también el deseo profundo de experimentar, de soltar las amarras, de pintar desde dentro. Aquí no hay distancia entre el artista y el mundo: como señalan Ivelic y Galaz, González no se conformó con una «aproximación relativamente cercana a la naturaleza: llegó a suprimir las distancias, hasta tocar el objeto»,6 y en esta pintura, eso se puede sentir.

* Rosas de otoño pertenece al grupo de naturalezas muertas que Juan Francisco González pintó con especial intensidad entre

5

Augusto D’Halmar, Instantáneas de luz y sombra, año II, n.º 55 (7 de abril de 1901), Santiago, 1900-1901, 2 vols.

6

Gaspar Galaz y Milan Ivelic, La pintura en Chile: Desde la colonia hasta 1981, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981, p.

174.

Palacio Baburizza

1907 y 1920. En esta obra, González se detiene en lo íntimo, en lo cotidiano. Una inflorescencia —modesta, común— se transforma en una escena vibrante, cargada de vida. Las rosas, de pétalos blancos y rosados en distintas etapas de apertura, parecen respirar sobre la tela. Están acompañadas por hojas y tallos verdes y ocres, delineados con una pincelada suelta, decidida, casi impulsiva. El fondo, hecho de manchas en tonos tierra, grises y amarillos, no busca construir un espacio realista: su función es otra, más sutil, más atmosférica. Crea un campo de profundidad donde la luz parece emerger desde las propias flores, envolviendo al espectador en una experiencia sensorial.

Uno de los aspectos más llamativos de Rosas de otoño es justamente su tratamiento del espacio. González deja de lado el dibujo tradicional, la línea que define, y apuesta por construir con manchas de color. Los planos cromáticos se superponen, dialogan, crean una composición donde la mirada no se detiene en los contornos, sino que se desliza por las vibraciones del color. La obra condensa muchas de las ideas que González venía explorando desde hacía años.

amor por su belleza. Es el único que las ha pintado ya deshojadas, ya moribundas, caídas en el suelo, suspendidas en el aire, solitarias. Eran las rosas blancas sus preferidas y del blanco se iba a las rosas maravillosas»,8 mostrándose en su estado más natural posible.

Rosas de otoño revela al González más moderno, más inquieto, más humano. No se limita a representar un ramo de flores: construye, a partir de él, un espacio de experimentación, de emoción, de memoria. Es en lo pequeño, en lo doméstico, donde encuentra lo esencial. En ese sentido, esta pintura no es solo un ejemplo de su madurez como artista, sino también un testimonio silencioso y profundo de cómo veía y sentía el mundo: a través del color y la luz.

Pablo García

Gabriela Mistral describe las obras florales de González diciéndonos que «él las pintaba a manotadas de pasta, sin que le resultaran pasta, o con unas astucias de nieblas “que es y no es”; él las daba a bocanadas de color por un pincel que parecía su ventosa; y un día después su operación era la puesta con unos jazmines logrados, sin tacto, a puro aliento volador».7 En Rosas de otoño es posible apreciar ese empaste denso, la pincelada breve, casi musical. Los colores —blancos, ocres, verdes, rosas, celestes, amarillos, negros— se mezclan, se alejan, se reencuentran. Hay un movimiento interno que hace que el cuadro respire, como si las flores, al borde del marchitamiento, aún conservaran algo de su impulso vital.

El título refuerza esa tensión poética entre la belleza y la fragilidad, entre la luz que resiste y el tiempo que avanza.

Roberto Zegers, quien estudió con profundidad la vida y obra del artista, señaló que «las rosas de un jardín que para él eran sus compañeras nos revelan un deseo de perpetuar su gran

7

Gabriela Mistral, Recado sobre el maestro Juan Francisco González, manuscrito, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile.

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Juan Francisco González, Valparaíso, sin fecha. Óleo sobre tela, 29 x 37 cm. Colección MMBAV

8

Roberto Zegers de la Fuente, Juan Francisco González: maestro de la pintura chilena, Santiago, Ayer, 1981, pp. 74-75.

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Désiré CHASSIN TRUBERT (Havre, Francia, 1860 – sin información, 1920)

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Naufragio frente a la baja 1886 Óleo sobre tela 110 x 150 cm

Palacio Baburizza

Naufragio frente a la baja del artista francés Désiré Chassin Trubert pertenece al género de las marinas, enraizado en la tradición pictórica europea y desarrollado en Chile desde el siglo xvii. Esta pintura representa un naufragio en la costa central del país, pero más allá de su valor documental, la imagen construye una metáfora visual sobre el riesgo, el fracaso y la posibilidad de salvación.

La escena se estructura mediante una disposición triangular: a la izquierda, dos observadores; en el centro superior, el sol poniente; y a la derecha, los náufragos junto a los restos de una embarcación. Esta composición guía la mirada del espectador a través de una narrativa visual. La luz, elemento clave en la obra, viaja desde el punto más lejano (el sol) hasta el oleaje en primer plano, creando una línea de tensión que recorre toda la imagen.

Por la posición del sol en su ocaso, podemos inferir que esta escena se desarrolla en el otoño de las costas de Valparaíso. Y aunque Chassin Trubert no trabaja desde un lenguaje fotográfico, su composición recuerda lo que Henri Cartier-Bresson denominó el «instante decisivo»: la captura de un momento donde la acción y la emoción convergen en equilibrio compositivo.1 En la pintura, ese instante es el drama suspendido entre el naufragio, el escape y la esperanza de alcanzar la costa con vida.

La tradición pictórica del mar en Chile, como señala Muñoz Alvarado, se remonta al siglo xvii, cuando científicos y exploradores europeos comenzaron a representar el territorio. Durante los siglos xviii y xix, movimientos como el naturalismo y el romanticismo transformaron el paisaje marino en objeto estético, cargado de simbolismos.2 Dentro de esta línea, el género de las marinas se consolidó como un espacio de reflexión sobre la relación entre el ser humano y el océano. Valparaíso y su bahía, como puerta de entrada al Pacífico, se convirtieron en temas de la pintura nacional y lugar recurrente de accidentes marítimos.

Naufragio frente a la baja recoge este legado, situando la escena en la curva de los Mayos, entre Viña del Mar y Valparaíso, donde hoy se ubica el Club de Yates de Recreo. Al costado un camino de tierra, por donde décadas más tarde se extenderá la avenida España.

1

Henri Cartier-Bresson, Fotografiar del natural, Barcelona, Gustavo Gili, 2003, p. 35.

2

Javier Muñoz Alvarado, El Mar, imprescindible en la pintura, Corporación Municipal Cultural, Museo de Bellas Artes de Valparaíso, 2021.

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La posición desde donde el espectador observa la pintura es central para su interpretación. Se despliega una perspectiva elevada que permite contemplar múltiples focos de acción: la destrucción del barco, el esfuerzo de los náufragos, el vuelo de gaviotas y la contemplación de los testigos. Esta composición recuerda a Paisaje con la caída de Ícaro (1554-55) de Pieter Brueghel el Viejo, donde el evento central (la muerte de Ícaro) queda en un segundo plano frente a las actividades de labradores, pastores y pescadores. En ambas obras, el drama se inscribe en una escena más amplia, donde la cotidianidad y lo extraordinario conviven. Esta elección desplaza el foco heroico hacia una interpretación más humana, donde la indiferencia del entorno resalta la fragilidad del individuo.

Más allá de su belleza formal, la pintura funciona como metáfora existencial. Según Hans Blumenberg, la navegación ha sido históricamente una metáfora del proyecto humano, donde el mar representa lo imprevisible, lo caótico y lo incontrolable.3 El naufragio, entonces, simboliza la amenaza constante del fracaso, la pérdida de sentido o de rumbo. En Naufragio frente a la baja, la desproporción entre la magnitud del mar y las figuras humanas evidencia esta vulnerabilidad. El mar no solo destruye la embarcación, sino que pone en duda la posibilidad misma de salvación. La costa, ambivalente, puede representar tanto la esperanza como un nuevo peligro. Los dos testigos que observan desde la orilla ofrecen una imagen de estabilidad que contrasta con el caos natural, pero que no garantizan la seguridad de los náufragos.

Naufragio frente a la baja de Désiré Chassin Trubert es una obra compleja, que fusiona tradición con innovación en el uso de la luz, narrativa visual y simbolismo existencial. Mediante una composición cuidadosamente construida, el artista articula una escena suspendida en el tiempo que permite múltiples lecturas: desde el relato de un naufragio específico hasta la representación simbólica del riesgo vital. Al situarse dentro del género de las marinas, pero desde una perspectiva introspectiva y filosófica, la obra renueva una tradición pictórica, convirtiendo el naufragio en una poderosa metáfora de la existencia humana. Esta pintura no solo representa un accidente, sino que propone una meditación sobre la vida, la muerte y el destino.

Sebastián Gil

3

Hans Blumenberg, Naufragio con espectador, Antonio Machado Libros, 2018, p. 13 y 15.

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ACA VA OTRO CUADRO PEQUEÑO, NO ME CABE

Manuel Antonio CARO (Ancud, Chile, 1835 – Valparaíso, Chile, 1903)

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Retrato de Arturo Edwards Ross sin fecha Óleo sobre tela 98,5 x 68,5 cm

Palacio Baburizza

El retrato ha acompañado al ser humano a lo largo de su historia. Este tipo de imagen «busca la materialización de lo singular y lo distinto de cada individuo, al tiempo que este se hace consciente de su naturaleza común con el resto de la humanidad».1 Su función se relaciona con el deseo de inmortalidad, como dice Debray, donde nos oponemos a la descomposición de la muerte y buscamos la recomposición por la imagen.2 A su vez, el retrato como forma de representación responde a un momento específico de la historia, por tanto «solo es comprensible y pensado como tal si nuestra interpretación responde a las exigencias de la cultura en la que fue producido, es decir, como una máscara histórica».3 En momentos de nuestro pasado, el individuo resurge y el retrato vuelve con más fuerza en la pintura, como sucederá con la monarquía y las diversas formas de representar el poder individual. Para algunos, el periodo decimonónico será el del retrato, potenciado por la figura moderna del hombre burgués que quiere inmortalizarse, pero también diferenciarse de otros hombres de negocios y aristócratas. El siglo xix, ciclo de las independencias americanas y de las construcciones identitarias que buscan consolidar las emergentes naciones, es donde desplegarán sus talentos los nuevos artistas. Uno de ellos será Manuel Antonio Caro, pintor de lo vernáculo,4 como dirá Romera, quien nació en 1833 en Chiloé y murió en Valparaíso en 1903. Con su padre emigró al norte, a Copiapó, debido a los negocios mineros que tenía, pero pronto llegaron a Valparaíso con el fin de darle mejor vida al joven Caro. En 1859, viendo que la gran afición de su hijo era pintar y que tenía un gran talento, le financió un viaje a Francia, donde fue admitido en la Escuela Imperial de Bellas Artes de París.

A su regreso a Chile —con su taller instalado en la plazuela de La Matriz— terminará siendo el mayor pintor costumbrista, con obras como El cucurucho o La zamacueca. No era poco común que pintores de esta envergadura tuviesen que realizar otro tipo de trabajos de pintura, a modo de encargos, para mantenerse eco1

David Vázquez Couto, «Retrato: imagen del hombre y origen del arte», Co-herencia, vol. 18, n.º 35, julio-diciembre 2021, p. 341.

2

Régis Debray, Vida y muerte de la imagen: Historia de la mirada en Occidente, Barcelona, Paidós, 1994, p. 27.

3

Couto, «Retrato», op. cit., p. 349.

4

Antonio Romera, Historia de la pintura chilena, Santiago, Editorial del Pacífico, 1951, p. 11.

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nómicamente. De tal manera que, aunque menos conocidos, sus retratos son interesantes y valiosos. Uno de ellos es el realizado a Arturo Edwards Ross, miembro de la importante familia Edwards, reconocidos como empresarios, políticos y filántropos.

Arturo Edwards, podemos suponer, siguiendo la tendencia más tradicional, habría elegido un retrato pintado por Caro, dada su cercanía con la cultura y el arte. De hecho, hacia 1888, había organizado el certamen de pintura anual Arturo Edwards y era miembro directivo del Museo Nacional de Bellas Artes. Como hemos dicho antes, el interés creciente por la representación que en aquella época tuvieron los hombres de negocios, ricos y con una holgada vida, se vio también en Chile, y esta obra de Caro es un buen ejemplo de esta tendencia.

Señala Juan Ramón Moreno que, «aunque cercanas en lo estilístico a los retratos oficiales, debido al realismo y a la importancia de los detalles, las obras del siglo xix nos muestran una tipología de carácter privado en la que destaca la naturalidad de los gestos, la ausencia de elementos simbólicos y la importancia otorgada al tratamiento de las telas y los accesorios para mostrar la nueva posición social familiar».5 Así, en este retrato realizado por Caro vemos al joven Edwards con la mirada fija y los ojos celestes destacados, peinado con esmero, exhibiendo bigote y vestido acorde a su condición: un pulcro negro con blusa blanca. Se representa a un hombre formal, que sin embargo deja ver cierta naturalidad, como se aprecia en su brazo reposando sobre la silla. El artista, en una época donde la fotografía de retrato es casi imagen fiel, logra capturar en detalle, a través de la calidad técnica de su pintura, al notable ciudadano Edwards.

El retrato, como hemos visto, es el reflejo de nuestra historia. Y el joven señor Edwards —hijo de una familia ilustre y adinerada, además de miembro del parlamento— quiso dejar plasmada su imagen para sus pares y para el futuro. Su vida fue malograda por una temprana muerte, a los 28 años, pero gracias a esta pintura de Caro, como sucedía con las obras de la antigüedad, se ha derrotado a la muerte y hoy conservamos la imagen de Edwards y su recuerdo.

David Aceituno Silva

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Juan Ramón Moreno Vera, «El retrato burgués en la colección de arte de la región de Murcia», El Futuro del Pasado, 5, 2014, p. 341.

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Alfredo VALENZUELA PUELMA (Valparaíso, Chile, 1856 – Villejuif, Francia, 1909)

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La juventud tentada por los vicios 1889 Óleo sobre tela 275 x 198 cm

Palacio Baburizza

La juventud tentada por los vicios (1889) es una de las obras más emblemáticas del pintor Alfredo Valenzuela Puelma, catalogado por Romera como «acaso el mayor de nuestros clásicos»1 y por Enrique Carbone Baudet como «el primer pintor chileno que aborda el desnudo como tema plástico para la tela».2 Un tema que, por cierto, generó gran controversia en Chile y por el que Valenzuela Puelma recibió rechazos desde diversos sectores sociales, tal como lo atestigua la recepción crítica de la época.

Carlos Lastarria Hermosilla relata los ataques por parte de conservadores —como la Iglesia, las autoridades y parte de la prensa— que tacharon sus pinturas como «una incitación a la perversión. Una especie de manual visual»3 por el uso de cuerpos desnudos y, en el caso de esta obra, por la inclusión de un menor. También alude a un sector de feministas que consideraba humillante utilizar —como lo hizo en otra de sus flamantes obras, titulada La perla del mercader— la figura de una mujer esclava.4 Sin embargo, el artista fue aplaudido y destacado en el viejo continente por la producción de desnudos.

En 1889, durante su estadía en Europa, obtuvo una Mención Honrosa con La perla del mercader (1884) y la Tercera Medalla en el Salón Oficial de Madrid en 1890 con La ninfa de las cerezas (1888), lo que lo posicionó como una de las figuras más reconocidas de la pintura chilena en el extranjero. En esa época se encontraba perfeccionando su formación artística en la Academia de Bellas Artes de París gracias a una beca otorgada por el gobierno de Chile. Allí fue donde realizó La juventud tentada por los vicios.

y divergencia— hizo una copia del cuadro La juventud tentada por los vicios del pintor realista francés de la época, Jules Breton,5 arriesgando perder su beca. En su versión pictórica, Valenzuela Puelma retrató a un joven desnudo alzando una copa gris con su brazo izquierdo, mientras su mirada elevada al cielo deja percibir una expresión idealista. El hombre se encuentra rodeado y observado por tres figuras alegóricas que hacen referencia a la virtud y los vicios:6 a un costado derecho, una figura de cabello rojizo con el cuerpo cubierto por un largo manto azul; al costado izquierdo, una segunda mujer de cabello negro, senos turgentes y torso semidesnudo, atravesado diagonalmente por telas de tonalidades tierras y rojizas, que en su mano izquierda porta un jarrón que transparenta algún licor; y un tercer personaje, un niño desnudo de cabello rubio que señala con su índice izquierdo las cartas de naipe que sostiene con el brazo contrario. Las cuatro figuras se encuentran erguidas, con el apoyo de un solo pie y una leve flexión de sus rodillas, sobre una superficie agreste de suelo rocoso grisáceo en el que se distinguen algunas malezas. Hacia el centro del extremo superior se muestra un cielo iluminado, rodeado por nubes conformadas por pinceladas de tonos azules, violetas y grises. La paleta cromática resalta los contrastes entre la luminosidad celestial y la sensualidad terrenal a través de una ilu-

5

Al respecto Carlos Hermosilla comenta: «Como todo alumno y siguiendo una costumbre que hasta hace poco imperó en las academias, el estudiante tenía que copiar un cuadro de algún maestro clásico.

Valenzuela no buscó entre los clásicos del renacimiento sino una obra de un viejo pintor muy popular en Francia en esos años. A él le copió el cuadro “La juventud tentada por los vicios”. Era del maestro Jules Breton y así lo consignó el propio Valenzuela en la placa original colocada en el marco», ibid. Actualmente, no se encuentra registro visual de la obra de Breton que inspiró la pintura de Alfredo Valenzuela Puelma.

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Existen otras versiones de la alegoría que incluyen iconografía similar, tales como: La juventud tentada por el vicio (1664) del pintor barroco Luca Giordano, la cual resulta ser la más cercana a la representación pictórica de Puelma; Alegoría de la Virtud y el Vicio o La elección de Hércules (c. 1565) del pintor manierista Paolo Veronese, en la cual se personifica al vicio y la virtud a través de figuras femeninas; y La inocencia entre la virtud y el vicio (1790) de la pintora neoclásica Guillemine Benoist, quien, a diferencia de los pintores mencionados anteriormente, representa el «vicio» como un personaje masculino y no femenino, como era habitual. En tres de las cuatro versiones, el personaje que simboliza la virtud es representado con una tela azul.

Ante la instrucción de la Academia de buscar un referente clásico del Renacimiento, Valenzuela Puelma —fiel a su impronta

1

Citado en el diario La Nación, «El Arte en Chile», 25 de enero de 1983.

2

José María Palacios, «Nuestros artistas. La inspiración religiosa en nuestros artistas de ayer y de ahora», La Segunda, 22 de marzo de 1989.

3

Citado en Carlos Lastarria Hermosilla, «Hasta en París causaron escándalo los desnudos de Alfredo Valenzuela Puelma», La Estrella de Valparaíso, 28 de mayo de 2003, p. 25.

4

Ibid.

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minación difusa e intensa construida por pinceladas controladas y pulcras que otorgan detalle a la anatomía de los cuerpos.

La pintura se enmarca en las influencias del academicismo europeo del siglo xix. En ella se destacan las características estilísticas del simbolismo y neoclasicismo francés heredadas de los maestros del pintor.7 En este sentido, la composición teatral de los desnudos son un vehículo de expresión que responde al vínculo con la iconografía moralizante y alegórica de la época, y es una metáfora de la lucha entre la virtud y la tentación, un tema recurrente en la tradición cristiana y la filosofía occidental. El personaje central, desnudo y alzando una copa en señal de triunfo, representa la juventud idealista; las mujeres que lo rodean simbolizan los peligros de la lujuria y los excesos, mientras que la figura del menor podría representar una invitación a experimentar el juego y las apuestas.

Con esta obra el artista se distingue de sus contemporáneos por su audaz tratamiento del desnudo y su destreza técnica.

Se trata, también, de una pieza clave dentro de la colección del Museo, ya que fue adquirida tempranamente por la Municipalidad de Valparaíso para formar parte del Museo de Pinturas que el mismo autor creó, al volver de Europa, en 1893.

Sofía Romero Alvial

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Durante sus primeros años de estudios en la Escuela de Bellas Artes de Chile, Alfredo Valenzuela Puelma fue discípulo de Ernesto Kirchbach y de Giovanni Mochi. En el extranjero, uno de ellos fue el pintor orientalista y grabador Benjamin Constant.

Palacio Baburizza

Celia CASTRO (Valparaíso, Chile, 1860 – 1930)

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Uvas sin fecha Óleo sobre tela 37,5 x 29 cm

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Esta pintura de Celia Castro presenta un racimo de uvas moradas colgando de una vid, cuya disposición vertical estructura la composición. Ejecutada en óleo sobre tela, la obra destaca por su tratamiento meticuloso de la luz y el color, así como por la presencia de pinceladas visibles y una textura rugosa que contribuyen a dotar de materialidad a la imagen. En el primer plano, el racimo de uvas —en tonos de morado, burdeos y azul— cuelga de una rama diagonal de color ocre. La densidad del conjunto se ve interrumpida en su parte inferior por algunos granos de uva más claros y apenas esbozados, lo que introduce un leve contraste cromático y sugiere un momento suspendido entre lo inacabado y lo maduro. En la esquina superior izquierda, se distingue un segundo racimo más pequeño, menos definido y de aspecto más tenue, que equilibra visualmente la composición. El follaje circundante está compuesto por hojas de vid en distintos tonos de verde, con matices que transitan hacia el amarillo ocre, anunciando la llegada del otoño y el comienzo de la temporada de vendimias.

Desde tiempos antiguos, las uvas han sido un motivo recurrente en la historia del arte. En la tradición grecorromana, el racimo está asociado a la fertilidad, el goce sensorial y el proceso de transformación, elementos vinculados a las figuras de Dionisio y Baco. En la cerámica, la escultura y los mosaicos, estos dioses eran representados entre vides. Con la expansión del cristianismo, las uvas adquieren un nuevo significado en la iconografía religiosa: la sangre de Cristo, contenida en el vino de la Eucaristía. Durante la Edad Media, este símbolo se extendió como ornamento arquitectónico y pictórico, especialmente en el arte gótico. En la pintura de Celia Castro, sin embargo, las uvas se presentan despojadas de toda alegoría religiosa. Lo que se observa es un racimo vivo, aún unido a la parra, captado en un momento de plenitud estacional.

Este tipo de representación dialoga con la tradición occidental de la formación académica en pintura. En su Historia natural, Plinio el Viejo narra la célebre competencia entre los pintores Zeuxis y Parrasio, en la que el primero pintó unas uvas con tal realismo que engañaron a los pájaros, mientras que el segundo ejecutó una cortina tan verosímil que llegó a confundir al propio Zeuxis, cuando intentó descorrerla. Si bien Celia Castro no participa directamente de esa lógica de la mímesis como enga-

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ño visual, su pintura sí se inscribe en una tradición donde la observación atenta y el rigor técnico permiten alcanzar maestría y virtuosismo. En relación con el género pictórico, la suya no es una naturaleza muerta: el racimo de uvas permanece unido a la parra, es parte de un organismo vivo. No hay corte ni cosecha. Esta diferencia es sustancial, pues revela una actitud distinta frente al motivo. Aquí no se trata de representar objetos aislados del mundo, sino de registrar un instante dentro del continuo de la vida natural. La pintura no congela el tiempo; lo observa detenidamente.

La obra encuentra correspondencias con otras pinturas de la artista que también abordan la naturaleza y trabajan con ella.

Una pintura de uvas de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes repite el motivo del racimo colgante, con un tratamiento cromático distinto, pero similar en cuanto a la densidad del color y la forma de construcción del volumen. Por otro lado, en La poda, obra de la Pinacoteca de la Universidad de Concepción, Celia Castro amplía la mirada para incluir la figura humana, insertando el trabajo agrícola que cierra el ciclo vital del fruto.

Esta obra es prueba del talento de la artista y en el borde inferior del marco hay dos placas que así lo confirman. Allí se lee: «Premio de Honor» y «Premiada en París». Un gran logro para quien había sido la primera mujer chilena en recibir formación en la Academia de Bellas Artes, la primera en exponer en el Salón Oficial de Chile y la primera en ser becada para continuar sus estudios en París, como parte de una escena dominada hasta entonces exclusivamente por hombres.

Luego de muchos años, en 1927, Celia Castro regresó a su ciudad natal, donde estableció su taller con el deseo de formar una academia local de bellas artes.1 El desarrollo de este proyecto no tardó en verse interrumpido por la muerte de la artista, quien, sin embargo, alcanzó a hacerle clases a varios artistas de la generación porteña y a ocupar un lugar clave —a trazar un camino— en el desarrollo del arte de Valparaíso.

Amalia Cross y Daniela Cross

1

Virginia Vidal, «Celia Castro: Luz, fuerza, realismo», Atenea, 480, 1999, pp. 195-200.

Palacio Baburizza

Enrique SWINBURN

Antiguo Muelle Prat, 1892 Óleo sobre tela 45 x 68 cm

(Santiago, Chile, 1859 – 1929)

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Las ciudades han de conjugar sus artificios con la naturaleza en donde se emplazan. A este diálogo podemos aplicar el término ecotono, pues los artificios configuran en su «todo» una suerte de ecosistema. Entonces, encontrarse con las quebradas, con las dunas, con el mar, representa un cruce de ecosistemas, compuesto de artificios y naturaleza. En el caso de la ciudad Valparaíso, esto no es nuevo. De hecho, es ese encuentro o diálogo lo que le ha dado su identidad inicial, pues desde su origen tuvo que ingeniárselas para interactuar con el mar, para habitarlo, para estar en contacto con él.

A medida que Valparaíso gana extensión o terreno al mar, va incluyendo elementos que definen su vocación pública de carácter comercial y su paisaje cultural, modelando, así, no solo su carácter portuario, sino también el ámbito del ocio, por medio de ciertos elementos que vinculan la ciudad al mar. Uno de aquellos elementos urbanos de conectividad son las calles, como, por ejemplo, el camino escénico entre Viña del mar y Concón (1917-1931).

En el caso del Antiguo muelle Pratt, representado en esta pintura por Enrique Swinburn, el artificio permite la concurrencia de los visitantes, la llegada desde el mar y la circulación de los paseantes atentos a las faenas requeridas para la mantención de las embarcaciones. Es esta convivencia (o ecotono) la que permite la construcción o configuración de la imagen que tenemos de la ciudad.

el tránsito regional, a escala metropolitana.

Jaime Márquez Rojas, arquitecto y urbanista de la Universidad Católica de Valparaíso, al referirse a las calles y la generación de lo que llamamos trama urbana, hacía mención a evitar una mirada exclusivamente en dos dimensiones y no solo observar su realidad en cuanto a las funciones que debía cumplir según su categoría. Llamaba a no entender la trama urbana como una «carpeta bidimensional para acoger franjas de suelo funcionalmente destinadas al tránsito».2 De esa forma, podemos ver un muelle, un molo, un malecón e inclusive un dique como algo más allá de su función, porque son elementos que pueden estar «emplazados en la orilla y dan espesor al borde de la ciudad».

Pese a los impedimentos surgidos por la infraestructura portuaria, aún no perdemos ese acto intrínseco de ir a la orilla, llegar a la orilla y observarla. Guardamos un espacio en la ciudad para realizar el acto de estar ante el Pacífico. Alberto Cruz, en un «taller de América», nos advertía: «La gente va a la orilla a observar la luz del día». Podríamos inducir que la luz del día es ese horizonte que permite la convivencia del mar y el cielo. Tal y como ocurre en esta pintura, el artista le da lugar al encuentro del mar con su cielo.

David Luza

Una caminata por el borde y el muelle, como quien recorre un bulevar, se complementaba con la avenida Brasil, conformada al modo de un parque lineal. A propósito de Valparaíso se habla del terreno «ganado» al mar, pero lo que ocurre más bien es que la ciudad transforma en extensión habitable lo que la orilla ya ofrecía, una franja costera que Vicuña Mackenna, en su Historia de Valparaíso, describía como «la arena desnuda de la playa que fue nuestro muelle durante tres siglos».1 El primer muelle de Valparaíso recién data de alrededor de 1808.

Se trata del muelle Villaurrutia. Muchos nos preguntamos por qué el mar de Valparaíso no puede volver a ser el medio para

1

66

Benjamín Vicuña Mackenna, Historia de Valparaíso, Tomo II, Santiago, Universidad de Chile, 1936, p. 120.

2

Jaime Márquez Rojas, Senderos en el bosque urbano, Santiago, Ediciones ARQ PUC, 2013, p. 75.

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Dora PUELMA (Antofagasta, Chile, 1892/1898– Santiago, Chile, 1972)

CATÁLOGO 2025

Cerro de Valparaíso sin fecha Óleo sobre tela 76 x 62 cm

67

Cerro de Valparaíso de Dora Puelma tiene, como particulari-

ción urbana de Valparaíso, comenzando como franjas excén-

dad, una orientación vertical. Si habitualmente los artistas

tricas que avanzaron paulatinamente por las laderas hasta

que representan paisajes optan por la horizontalidad, aquí

llegar a las alturas que ocupan hoy.

Puelma enfatiza la vista que mira hacia arriba, transmitiendo esa sensación de subir las escaleras, de seguir el camino empinado hasta llegar arriba del cerro.

Estas viviendas, de aspecto humilde, enmarcadas por ramas frondosas de tonos verdes intensos, crean contrastes que resaltan la luminosidad del fondo. En este caso, Puelma se-

En esta pintura de Valparaíso, la artista no dirige su atención

lecciona precisamente estas casas del cerro para construir

al puerto, aquel elemento icónico por el cual la ciudad es co-

visualmente la identidad porteña, privilegiando los elemen-

múnmente reconocida, sino que elige como sujeto principal

tos físicos del territorio que considera esenciales para la

la topografía del cerro, destacando explícitamente su natu-

cultura local, y optando por una escena donde prevalecen el

raleza. Puelma coloca su atención en lo que encuentra en la

silencio y la calma, alejada deliberadamente del bullicio por-

cima: dos casas aisladas, claramente identificables con la au-

tuario habitual.

toconstrucción y marcadas por la necesidad y la precariedad habitacional. Este gesto pictórico subraya cómo, desde las cotas más altas, se han sentado las bases de la singular forma urbana de Valparaíso.

La escena retrata una arquitectura vernácula, espontánea y de autoconstrucción, característica de los cerros de Valparaíso. La vivienda que aparece en primer plano es de construcción muy sencilla: está compuesta por volúmenes básicos

La composición del cuadro, su ordenamiento geométrico,

de geometría rectangular, techos de un agua (ligeramente

presenta dos casas de perfiles nítidos y colores contrastan-

inclinados) y muros posiblemente de madera o planchas de

tes rodeadas de vegetación. La artista decide deliberada-

material liviano, pintados de blanco. Las proporciones de la

mente «cortar» la imagen del cerro, eliminando elementos

casa, la ausencia de ornamentos y la resolución pragmática

urbanos cotidianos como personas, escaleras o densidades

de la edificación reflejan una arquitectura funcional y adap-

habitacionales típicas del sector. De esta manera, la pintura

tada a las condiciones topográficas irregulares del cerro. El

enfatiza una forma específica de habitar la periferia: la cons-

terreno, abrupto y erosionado, influye directamente en la

trucción informal como generadora del borde urbano de la

disposición de las construcciones. No hay una urbanización

ciudad.

regular, sino una adaptación espontánea al relieve, lo que su-

El arquitecto y profesor de la Universidad Católica de Valparaíso Mauricio Puentes definió este tipo de periferia como

giere procesos de asentamiento informal o popular, típicos de zonas de expansión urbana en pendiente.

«efímera», cuyo crecimiento constante hacia cotas más ele-

En el fondo, se ve otra estructura de aspecto más oscuro y

vadas ha ido configurando progresivamente el trazado urba-

rústico, también integrada en el paisaje, sin alterarlo de ma-

no actual. Esta hipótesis sitúa la observación arquitectóni-

nera violenta. La arquitectura, en este contexto, no domina

ca como la herramienta clave para revelar estas cualidades,

la naturaleza, sino que convive con ella, casi mimetizándose

aparentemente ocultas en la cotidianeidad urbana. Desde

con los árboles altos y los caminos de tierra. La pintura cap-

esta óptica, la informalidad y la precariedad inicial han sido

tura, entonces, no solo las formas arquitectónicas sino tam-

conformadoras fundamentales del desarrollo y la consolida-

bién las lógicas de ocupación territorial propias de los cerros

1

de la ciudad: informalidad, resiliencia y una relación íntima 1

68

Mauricio Puentes Riffo, La observación arquitectónica de Valparaíso: su periferia efímera, xqSantiago, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2013.

entre construcción y geografía.

Finalmente, desde la relación entre arquitectura y pintura,

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se comprende esta representación artística como expresión clara de ideales espaciales propios de su época, subrayando así la importancia de considerar las arquitecturas en la pintura para revelar aspectos arquitectónicos que escapan al registro técnico tradicional, aportando lecturas sensibles y emocionalmente significativas del paisaje urbano.

Anna Braghini

CATÁLOGO 2025

69

Manuel Antonio GALLINATO (sin información, 1893 – 1968)

70

Casa del gobernador (Antigua casa del gobernador) sin fecha Óleo sobre tela 48 x 58 cm

Palacio Baburizza

La Casa del gobernador es una obra que, por su composición y contenido, nos invita a descifrar aquellos vestigios del pasado que añoramos estudiar y que nos hablan del devenir histórico y patrimonial de la ciudad de Valparaíso. De su autor, Manuel Gallinato (1893-1968),1 solo se sabe que fue profesor de arte del Liceo de Los Andes, expositor de «ranchos y majestuosos eucaliptos» y ferviente paisajista, perteneciente a aquella «muchachada romántica»2 que fue como se caracterizó a la generación del 13. También conocida como generación del Centenario, esta estuvo compuesta de artistas formados bajo la influencia del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor en la Escuela de Bellas Artes. Todos ellos compartían un origen y destino social similar, lo que influyó en sus temas pictóricos e intereses estéticos. Una particularidad de este grupo de artistas es su raigambre en un «paisaje cultural común» y la proyección de la experiencia vivida, como lo evidencia el marcado acento local3 y costumbrista de sus obras. En estas dinámicas, podemos situar a Manuel Gallinato y su pintura.

En Casa del gobernador se nos da a conocer un paisaje urbano de Valparaíso con características coloniales. En un primer plano, identificamos una casa de esquina construida con adobe y madera, ventanas con rejas y barrotes de hierro forjado, un techo de tejas rojizas y un balcón en el exterior de su segundo piso.

La casa se encuentra erigida sobre una base de piedra, como muestra de la adaptabilidad de la arquitectura colonial española a las condiciones naturales de Valparaíso.4 De interés resultan aquellas sombras proyectadas sobre una de las fachadas de la casa y que constituyen, precisamente, el centro de la pintura.

En un segundo plano, encontramos dos edificaciones colindantes de menor tamaño, siguiendo una paleta de colores ocres, rojizos y anaranjados. Detrás de ellas, se ve un pequeño atisbo de vegetación: un fino árbol —quizá, un eucalipto— recortado sobre un cielo celeste, y nubes blancas de fondo.

1

En algunos catálogos y documentos es nombrado como «Manuel Gallinatto».

2 3 4

Alfredo Sánchez, Joaquín Bosque y Cecilia Jiménez, «Valparaíso: su geografía, su historia y su identidad como Patrimonio de la Humanidad», Estudios Geográficos, vol. LXX, n.° 266, 2009, pp. 269-270.

La historia urbana5 de Valparaíso —desde su fundación a mitad del siglo xvi, hasta su auge cosmopolita en el siglo xix— se puede considerar como una «superposición de ciudades». En los siglos posteriores a la época colonial —«más modesta, inestable y comúnmente invisible»—, la ciudad se fue construyendo y reconstruyendo en torno a las diferentes órdenes religiosas —por ejemplo, con la fundación de la iglesia de La Matriz—.

Entonces, el «flujo de mercancías y de naves que se realizaba en el fondeadero de la bahía»6 dio lugar a un incipiente tránsito entre «esta porción del territorio y la capital del país». En esta línea, la Casa del gobernador de Manuel Gallinato podría concebirse como una muestra de la herencia colonial y de la conservación del estatus patrimonial, histórico, cultural y arquitectónico de Valparaíso.

Si nos detenemos un momento en la inscripción que figura en la esquina inferior derecha del cuadro, podremos leer que se trata de la «antigua casa del gobernador», cargo político importante para la administración de la ciudad. El hecho de que ya entonces sea identificada como «antigua» nos hace pensar que esta edificación no logró vencer al tiempo, pues lo colonial de Valparaíso ha ido desapareciendo, debido, en su mayoría, a los desastres naturales. En ese sentido, la actividad sísmica, «ha impedido la permanencia de la arquitectura colonial en el sector Puerto de Valparaíso, perdurando solo las edificaciones correspondientes al periodo de la mitad del siglo xix».7 Bajo esta consideración, la Casa del gobernador puede entenderse como un registro histórico dicotómico: una herencia material que ha desaparecido, pero que, a su vez, permanece a través de la pintura.

Pablo Pino

5

Valparaíso, capital cultural, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2010, p. 18.

Ricardo Bindis, Pintura chilena 200 años, Santiago, Origo, 2006, p. 192.

6

Ibid.

Ibid.

7

Alfredo Sánchez y Cecilia Jiménez, «Valparaíso: la ciudad-puerto más importante de Chile y la vulnerabilidad de su patrimonio arquitectónico a los riesgos sísmicos», Estudios Geográficos, vol. LXXII, n.° 271, 2011, p. 577.

CATÁLOGO 2025

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Alfredo VALENZUELA PUELMA (Valparaíso, Chile, 1856 – Villejuif, Francia, 1909)

72

Retrato de Enrique del Campo 1894 Óleo sobre tela 67 x 85 cm

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Alfredo Valenzuela Puelma ocupa un lugar relevante en la historia del arte chileno por su contribución al desarrollo de la pintura de retrato como medio para representar el poder y la cultura de su época. Su obra le valió el reconocimiento como un «pintor revolucionario» que, de forma pionera, incursionó en el «desnudo, el retrato y la naturaleza muerta».1 Ha sido considerado uno de los grandes maestros de la pintura nacional por sus aportes al arte chileno a fines del siglo xix e inicios del siglo xx, junto a figuras como Alberto Valenzuela Llanos, Pedro Lira y Juan Francisco González.

Nacido en Valparaíso, Valenzuela Puelma estudió en la Escuela de Bellas Artes de Santiago, donde fue formado por el pintor alemán Ernst Kirchbach y el italiano Giovanni Mochi. Desde temprano recibió reconocimientos a su obra. En 1877, por ejemplo, obtuvo la Medalla de Oro en el Certamen Artístico realizado en la Academia con su composición Diego de Almagro en su prisión, pidiendo a Hernando de Pizarro que lo salve de la muerte. En 1880 envió por primera vez una obra al extranjero, al Salón de París. Se trataba de Viejo vendedor de aves y huevos, pintura que atrajo la atención de las autoridades académicas chilenas, anticipando lo que sería su experiencia en Europa en la década siguiente.2 A los 25 años, Valenzuela Palma emprendió el viaje tradicional de muchos artistas nacionales en esa época, como era la visita a diversos países europeos mediante becas financiadas por el Estado chileno.3 Residió en París entre 1881 y 1884, donde visitó los principales museos, asistió al taller de Benjamin Constant y aprendió a través de la observación las técnicas

1

«Alfredo Valenzuela Puelma», Revista de Arte, año IV, n.º 19, 1938, pp.

1-2.

2

Camila Colonelli, «Alfredo Valenzuela Puelma y el desnudo. Breve estudio histórico, formal e iconográfico», tesis para optar al grado de licenciada en Teoría e Historia del Arte, Universidad de Chile, Santiago, 2021, p. 10.

3

Solène Bergot, «Artistas plásticos chilenos en París: experiencias y recepción crítica en los Salones de la Sociedad de los Artistas Franceses y de la Sociedad Nacional de Bellas Artes (1866-1914)», Historia, n.° 56, 2023, p. 356.

CATÁLOGO 2025

empleadas por los grandes referentes de la pintura europea.4 En el último año de su estancia envió al Salón de París su pintura Náyade. Regresó brevemente a Chile, pero en 1887 volvió a Francia, donde permaneció hasta 1890. Durante esta segunda estadía completó varias de sus obras más reconocidas, como La perla del mercader, que recibió una Mención Honrosa en el Salón de París en 1889.

Tras su regreso a Chile, el artista se estableció en Santiago y luego en Valparaíso, ciudad a la que se trasladó en 1893. Allí asumió la administración del Teatro Municipal, desde donde impulsó la organización de diversas exposiciones que contribuyeron al desarrollo del arte local.5 Sin embargo, su vida no fue fácil ni prolongada. Las dificultades para insertarse plenamente en el medio artístico, sumadas a aspectos de su personalidad que dificultaban su adaptación social y a conflictos personales, lo llevaron a emprender un último viaje a Francia en 1907. Dos años más tarde falleció en un manicomio en la comuna de Villejuif, al sur de París.

A lo largo de su trayectoria, Valenzuela Puelma dedicó parte importante de su producción al género del desnudo.

Otra de sus grandes contribuciones fue en el campo del retrato, donde desplegó no solo un dominio técnico notable, sino también una agudeza para captar la personalidad y el entorno de sus modelos.

En este ámbito destaca la obra Retrato de Enrique del Campo, pintada en 1894, donde el artista demuestra su capacidad para capturar los matices de la experiencia humana. En la pintura, expone con pulcritud los rasgos sociales que distinguen a su personaje, así como también su estado de reflexividad.

En esa línea, Enrique del Campo (1862-1905), político del Partido Liberal Democrático y partidario del presidente José

4

Luis Álvarez Urquieta, La pintura en Chile, Santiago, Imprenta La Ilustración, 1928, pp. 35-36; Enrique Carbone Baudet, «Valenzuela Puelma: Por primera vez, desnudo en Chile», La Nación, 12 julio de 1985, s. p.

5

Álvarez Urquieta, La pintura en Chile, op. cit., pp. 35-36; Carbone Baudet, «Valenzuela Puelma: Por primera vez, desnudo en Chile», op. cit., s. p.; Gaspar Galaz y Milan Ivelic, La pintura en Chile desde la colonia hasta 1981, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981, p. 128.

73

Manuel Balmaceda durante la guerra civil de 1891, aparece representado con notable sobriedad. Este conflicto marcó un quiebre profundo en la sociedad chilena de fines del siglo xix, y Valenzuela Puelma lo evoca de manera sutil a través del gesto y el porte del retratado.

El personaje aparece vestido según los códigos de la élite urbana de la época: traje de tres piezas y corbatín oscuro, además de un bigote cuidadosamente arreglado, lo que transmite formalidad, distinción y estatus social. No obstante, el pintor también revela el semblante taciturno del retratado, insinuando el peso de sus pensamientos y de una existencia marcada por el conflicto. Esta dualidad se expresa en la postura del personaje, que apoya la cabeza en una mano y se recuesta sobre un respaldo, como si le faltara la fuerza para enfrentar el presente. A diferencia de otros retratos, este no interpela directamente al espectador; más bien, lo invita a contemplar en silencio una intimidad melancólica.

Valenzuela Puelma no solo dejó registro del personaje, sino también de su vínculo con él, al inscribir su autoría y sugerir una relación de amistad. Esto se refleja también en el retrato que hizo de su hermano, Manuel del Campo, en 1897, obra igualmente dedicada a su amistad. Pese a esta coincidencia, los retratos de Enrique y Manuel del Campo difieren en la forma en que proyectan el mundo interior de cada persona.

Desde una mirada global, ambas obras revelan la capacidad de Valenzuela Puelma para representar no solo los atributos sociales y culturales de sus modelos, sino también su dimensión psicológica. En este sentido, su legado artístico va más allá de lo meramente formal, permitiendo aproximarnos al sujeto y su tiempo.

Raúl Burgos

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Palacio Baburizza

Manuel THOMSON (Valparaíso, Chile, 1875 – París, Francia, 1953)

CATÁLOGO 2025

Autorretrato c. 1897 Óleo sobre tela 75 x 56 cm

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Hay cosas que se saben y otras que no sobre esta obra. Se sabe, por ejemplo, que fue firmada por su autor el sábado 24 de octubre de 1896. Eso dice la inscripción legible en la esquina superior derecha. Para entonces, Thomson tenía 22 años y es él quien aparece retratado. Sobre la fecha hay dos palabras ilegibles, a la sombra del rostro del pintor que se gira sobre sí mismo con el pincel en una mano y la paleta en el antebrazo, buscándose, como si los espectadores fuéramos un espejo.

Pero la investigadora Amalia Cross precisa que esta no es una pintura «al natural», sino que fue hecha a partir de una fotografía.1 Y eso lo cambia todo.

«Siguiendo la tradición de las bellas artes —apunta Juan Manuel Martínez—, el autorretrato es una carta de presentación y no solo de las habilidades técnicas, sino la extensión de un perfil psicológico del artista».2 Martínez escribe esto a propósito de otro autorretrato de Thomson realizado desde la misma foto, pero diez años después, en París.3 Podría decirse que el retrato parisino (parte de la colección permanente del Museo Nacional de Bellas Artes, en Santiago) está más «terminado» y «centrado» que el porteño. Pero lejos de quitarle valor, lo hace más interesante: recoge la ansiedad de la autopercepción ante el inminente cambio de siglo.

En 1900, justo en ese cruce, el escritor Augusto d’Halmar — primo de Thomson— dijo que ese primer autorretrato era una «pintura soberbia» que le recordaba «al que de sí mismo hizo el inmortal van Dyck».4 Seguramente se refería a la icónica pintura ovalada de 1640 en que el artista flamenco aparece

1

Amalia Cross (ed.), Augusto d’Halmar. Textos sobre arte, Santiago, Metales Pesados, p. 28.

2

En Gloria Cortés (comp.), (en) Clave Masculino. Colección MNBA, Santiago, Museo Nacional de Bellas Artes, 2016, p. 103.

3

En 1902 el gobierno de Chile le concedió a Thomson una beca para cursar estudios de arte en París, donde permaneció hasta su muerte en 1953. Este segundo autorretrato, hecho a partir de la misma foto con la que trabajó en 1896, data de noviembre de 1906.

4

76

Luz i Sombra, n.° 19, año I, Santiago, 28 de julio de 1900. El mismo texto fue publicado días después en el diario La Tarde, Santiago, 30 de julio de 1900.

girado, mirándonos.5 Las similitudes con la obra de Thomson saltan a la vista: la proporción del torso en relación al lienzo, el contraposto, la mirada entre desafiante y tierna. Sin embargo, ese es solo uno de varios autorretratos que se hizo van Dyck.

Hay otro, previo, donde aparece más joven, en una pose enigmática, quebrada, con las manos a la vista:6 creo que sus largos dedos bien podrían haber inspirado a Thomson a representar los suyos sosteniendo el pincel. Lo digo porque en la foto que dio origen a ambos autorretratos —el porteño de 1896 y el parisino de 1906— solo se ve el rostro girado hacia el lente.

El resto está cortado, por el encuadre, bajo el cuello. Hay una clave en el gesto de completar la nada con su mano, pincel y paleta, es decir, elegir presentarse pintando. El oficio y la materia dan sentido a todo lo demás. Y con todo quiero decir: el mundo.

El cuadro se pintó a fines del siglo xix, cuando ya existía la fotografía y los óleos comenzaban a venderse en tubos, algo que impactó radicalmente en el surgimiento del impresionismo y las vanguardias. Me atrevería a decir que el autorretrato de Thomson recoge ese vértigo. Su piel traslúcida —que casi deja ver las venas— permite acceder a la primera capa de pintura que aplicó sobre la tela. Ocurre así, por ejemplo, en el borde de la quijada, justo donde comienza el rostro y también la máscara: lo que mostramos a los demás. Ahí hay más lienzo que pintura.

En su autorretrato, el autor eligió encarnarse en pintor para presentarse al mundo (y aquí pienso desde quien pinta al óleo hasta quien pinta muros o se aplica maquillaje), pero también como forma de estar en él. Entiendo que lo que hizo no fue solo agregar pintura —la punta del pincel está limpia—, sino también sustraerla. Prueba de ello son los labios fruncidos y pálidos: primero los llenó con rojo y luego, usando el canto de una espátula, los vació (posiblemente para acentuar su fragilidad).

Hizo lo mismo con la carúncula del ojo, donde la textura del

5

Actualmente ese autorretrato se encuentra en la National Portrait Gallery de Londres, número de referencia NPG 6987.

6

Este se encuentra actualmente en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, número de referencia 49.7.25.

Palacio Baburizza

lienzo queda expuesta y remite a carne viva. Sin piel. Es justamente esa sustracción, esa remoción de materia, lo que vuelve relevantes los pincelazos cargados de pintura del retrato. Me refiero a los golpes de luz sobre su piel y a la secuencia de colores que reposa, en el borde izquierdo, sobre la paleta: azul ultramar, carmesí de alizarina, amarillo cobalto, bermellón, blanco de zinc. Juntos forman un cometa del pasado que cruza la penumbra del cuadro, iluminando el futuro. Nunca vemos el resto de la habitación ni sabemos qué hay más allá, pero acompañamos al pintor en su deseo de dejar atrás el romanticismo y ensayar cierta contemporaneidad. En ese sentido, esta obra no remite solo a Thomson, sino a la práctica misma de la pintura y al acto de hacer aparecer algo nuevo en ella, con ella.

No es una foto ni un reflejo. No es una selfie. Es otra cosa. El pintor intenta resolver quién es y cómo será visto, pero también en quién podría convertirse a través de su medio expresivo. En ese sentido, la pintura es pura potencia y, por lo mismo, un abrazo a lo desconocido. Eso da una pista sobre lo que podrían decir esas dos palabras ilegibles en la parte superior del lienzo. ¿Mi lectura? Una corroboración técnica con la que Thomson comparte una táctica de supervivencia: Autorretrato al óleo.

Manuel Thomson, Autorretrato, 1906. Óleo sobre tela, 100 x 60 cm.

Ariel Florencia Richards

CATÁLOGO 2025

Colección Museo Nacional de Bellas Artes

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Pedro LIRA (Santiago, Chile, 1845 – 1912)

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El capataz sin fecha Óleo sobre tela 79 x 59 cm

Palacio Baburizza

Dentro de la escena cultural de entre siglos, el nombre del pintor, gestor, profesor y crítico de arte Pedro Lira fue reconocido por todos en la tarea de crear una institucionalidad artística y acercar el arte al público general. En este sentido, Lira —escribió el periodista Nathanael Yáñez en 1933— «condujo al arte chileno, en una época que fue la más difícil de todas, cuando nuestro público no contaba con cultura artística alguna, cuando no había ambiente de ninguna especie, cuando no había dinero para estimular con eficacia al artista y cuando eran muy pocos los que entendían de arte».1 Dicen las fuentes que Pedro Lira, fue un animador2 de la vida cultural del país, «alentó vocaciones y, sobre todo, estimuló y fomentó las relaciones entre la gente del pincel y los simples ciudadanos»,3 así como impulsó la carrera de ciertos discípulos y artistas. Lira, venido de una familia aristócrata, apoyó diversas iniciativas tendientes al fortalecimiento de la institucionalidad artística nacional: fue director de la Academia de Bellas Artes a partir de 1892 y en 1906 fundó el primer «Salón Independiente de pintura», motivado por la disconformidad de algunos artistas contra los salones oficiales y su negativa hacia las nuevas tendencias artísticas.4 Además de lo anterior, Pedro Lira estimuló la escena mediante la adquisición de obras: «Después de recorrer toda una sala de exhibición —continúa Yáñez— se detenía más largo tiempo ante una tela, la aplaudía, y luego silencioso, sacaba una tarjeta de su cartera y la metía entre el marco y el cuadro, con la anhelada palabra: “Adquirido”. Y no era solo una compra, sino a veces dos o tres en una misma exposición, y así pude ver su taller lleno de cosas pintadas por sus discípulos o por gente que no lo era, ostentadas con cierto orgullo de dilettante curioso y apasionado por la la-

El capataz, única obra de Pedro Lira que es parte de la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, refleja en parte este carácter múltiple del artista y sus distintos intereses. Lira incursionó en diversos géneros, como el histórico, el mitológico, retratos, paisajes y escenas realistas, sobre todo hacia fines de su carrera, durante su etapa más fecunda.6 A pesar de que las fuentes de la época ven en este último período de Pedro Lira el desarrollo de un estilo «a la manera de los impresionistas»,7 Isabel Cruz afirma, en un texto de 1981, que esta es una interpretación errónea, pues, a pesar de haber estado en Europa en tiempos el movimiento impresionista, el artista nunca se interesó por él.8 El capataz de Pedro Lira es el retrato de un hombre trabajador con enfoque realista. Este hombre de edad avanzada y vestimenta formal se posiciona en un plano medio que ocupa prácticamente todo el cuadro. Con mirada firme hacia un costado, el fondo pasa prácticamente desapercibido. La bruma del fondo contrasta con la precisión y detalle del rostro, que en un solo gesto denota sabiduría y dignidad.9 En este, como en sus demás retratos, Pedro Lira supo captar a la perfección el gesto que caracterizaba a sus protagonistas, reelaborando la realidad a partir de una visión propia capaz de reivindicar a las clases populares por medio del retrato de su vida cotidiana.

Valentina Arévalo

bor ajena».5

1

Nathanael Yáñez Silva, El hombre y el Artista. Pedro Lira, 1933, p. 4.

2

Ibid.

3

Antonio Romera, Pedro Lira. Exposición retrospectiva, catálogo, Santiago, Instituto Cultural de Las Condes, p. 1969.

6

Gaspar Galaz y Milan Ivelic, La pintura en Chile desde la colonia hasta 1981, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981, p.

114.

7

Yáñez Silva, El hombre y el Artista. op. cit., p. 13.

Isabel Cruz, «Los “caros” de la pintura chilena. Somerscales, Pedro Lira, Valenzuela Llanos, Gordon. Razones y sinrazones de su éxito», Realidad, n.º 23, Santiago, 1981.

Hermosilla y Alvarado, Los cuatro maestros, op. cit., p. 19.

4

Carlos Lastarria Hermosilla y Javier Muñoz Alvarado, Los cuatro maestros de la pintura chilena en el Museo Baburizza, catálogo, Valparaíso, 2019, p. 17.

8

5

Yáñez Silva, El hombre y el Artista. op. cit., p. 6.

9

CATÁLOGO 2025

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Alfredo HELSBY (Valparaíso, Chile, 1862 – Santiago, Chile, 1933)

80

El paseo Atkinson 1896 Óleo sobre tela 110 x 130 cm

Palacio Baburizza

Alfredo Helsby fue el hijo de una prominente familia inglesa radicada en Valparaíso, famosa por instalar en la ciudad puerto un estudio fotográfico en 1846. Por esta razón Helsby, desde muy temprano, estuvo vinculado al mundo de la imagen y los retratos fotográficos. A pesar del realismo que proporciona la fotografía, Helsby se apartó un tanto de ese realismo, así como del academicismo, inclinándose por una libertad en el tratamiento de la pintura, visible particularmente en la pincelada, los colores y la luz.

Helsby fue un pintor más bien de carácter independiente y poco vinculado con grupos o generaciones de artistas. Se formó, en Valparaíso, con Somerscales, Valenzuela Puelma, Juan Francisco González y, en París, con Jean-Paul Laurens. Sus trabajos pictóricos representan paisajes cordilleranos, campo, marinas y escenas cotidianas de su ciudad natal, Valparaíso.

Pintada en 1896, El paseo Atkinson es, sin duda, una de las más representativas del pintor y de la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso. En ella se representa uno de los principales miradores de Valparaíso, ubicado en el cerro Concepción. El mirador permite apreciar los cerros que bordean el Almendral, la plaza Aníbal Pinto y, a lo lejos, Viña del Mar. El nombre del paseo es un homenaje a Juan Atkinson: un acaudalado empresario porteño, armador de barcos y dueño de un dique. Juan Atkinson fue quien impulsó la construcción del conjunto de casas con jardines que dan origen al paseo.

El vestuario usado por las mujeres y niñas de aquella época eran camisas y vestidos de talle alto con telas blancas y vaporosas, tal como son dibujadas y pintadas por Helsby en esta obra. En esta línea, la pintura nos hace suponer que los personajes —a excepción del vendedor— son habitantes de los chalets del entorno. La burguesía como grupo social vivía en los mejores espacios urbanos. En el caso de Valparaíso se trata no del centro histórico de la ciudad, sino de los lugares en torno a los cerros Alegre y Concepción, con transporte, edificaciones modernas, alcantarillado, agua potable, iluminación y pavimentado.

La luz del cuadro manifiesta una hora del día quieto, sin movimiento, posiblemente en la mañana. El movimiento solo se nota en el vestido de la niña, que da la sensación de una fugacidad momentánea, lo que contribuye a una suerte de encuadre fotográfico, con ella en primer plano y un fondo quieto que se desvanece en la distancia. Lo que aquí vemos responde, plenamente, al género iconográfico conocido como «paseo elegante», protagonizado por personas acomodadas y bien vestidas que caminan y juegan. Es la alegría de vivir de la burguesía porteña, de la que Helsby formaba parte.

Ricardo Iglesias

La obra es una representación de la vida burguesa porteña. La escena pintada ilustra actividades cotidianas, como la niña que juega con el aro, la madre que pasea con sus hijos y el vendedor con un canasto en su mano. A diferencia de la mayoría de las representaciones, que tienden a pintar lo privado —retratos, habitaciones y los interiores de las casas burguesas—, esta obra expone lo público, un aspecto muy propio de las clases medias de fines del siglo xix, donde parques, jardines, playas y paseos se constituyen en espacios de la sociabilidad política, así como de la sociabilidad cotidiana. La exhibición pública de la burguesía era, entonces, una forma de constatar su posición social por medio de la vestimenta, los rituales y el estilo de vida. Jugar y pasear constituyeron una de las actividades predilectas de la burguesía.

CATÁLOGO 2025

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Alberto VALENZUELA LLANOS (San Fernando, Chile, 1869 – Santiago, Chile, 1925)

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Marina de Valparaíso sin fecha Óleo sobre tela 55 x 79 cm

Palacio Baburizza

La vocación del pintor fue monotemática: se desplegó casi exclusivamente en la forma del paisaje. Nacido en San Fernando el 29 de agosto de 1869, en pleno valle central de Chile, la sensibilidad de Valenzuela Llanos quedó marcada por la relación pura que tuvo con el campo durante la infancia. El imaginario de sus telas iniciales, y en gran parte de sus obras maduras, son los cielos otoñales, los bucólicos atardeceres, el bosque de álamos, los ríos, las cordilleras, las casas de campo, las flores y los espinos. Todas interpretaciones plásticas de zonas naturales muy queridas por el pintor: el valle de Colchagua y la tierra natal; Lo Contador, donde solía llevar a sus estudiantes de la Escuela de Bellas Artes, institución en la que comenzó a dictar el curso de paisaje a partir de 1911; el Cajón del Maipo y Portezuelo de Lolol, campo donde pasaba los veranos junto a la familia de su esposa Julia.

Antes de ejercer como profesor en el taller de paisaje, Valenzuela Llanos había ingresado como estudiante en 1887 a la Academia de Pintura. Aparte de Pedro Lira y Alfredo Valenzuela Puelma, los artistas que más influyeron en su formación fueron Cosme San Martín y Juan Mochi.1 Valenzuela Llanos habría heredado de ellos el sentido del orden del dibujo: en el rigor del trazo nítido para representar las formas sensibles y en su primacía como esquema compositivo previo a la intervención del color.

En sus viajes y estancia en París, factibles gracias a una beca del Gobierno de Chile que el artista renovó varias veces entre 1901 y 1906, tuvo como maestro al pintor Jean-Paul Laurens en la Academia Julian. Si bien Laurens fue un artista académico cuyo género predilecto era la pintura histórica, potenció en Valenzuela Llanos su vocación por el paisaje. En esta fase, proliferan las vistas urbanas de ciudades europeas como Verona, Toledo y, por supuesto, París. Hay un punto de inflexión que «se evidenció en las telas que pintó entonces Valenzuela Llanos, y particularmente en el Puente de Charenton».2 En esta obra de

1

Cfr. Antonio Romera, Historia de la pintura chilena, Santiago, Andrés Bello, 1976, p. 95.

2

Richon-Brunet, «Alberto Valenzuela Llanos», Revista de Arte, Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, n.° 6, 1935.

CATÁLOGO 2025

1903, que subraya el crítico de arte francés Richon Brunet, se observa una mayor soltura del pincel y, si bien predominan los grises y morados, dándole opacidad al paisaje, la vista y atmósfera del cuadro son de naturaleza íntima y subjetiva.

La formación clásica de Valenzuela Llanos, cuya herencia principal habría sido la preeminencia del dibujo, no impidió que el artista asimilara también, durante la experiencia de París, los estilos pictóricos modernos y, en particular, el del impresionismo. Antes de su estadía en Europa, Valenzuela Llanos ya había adoptado el método de pintar a plein air. El período que va desde su primer encuentro con el arte moderno en 1901 hasta el momento de su muerte en Santiago, el 23 de julio de 1925, se caracteriza por un lento pero progresivo protagonismo de la mancha y la consecuente desestructuración del esquema severo del dibujo. Hay telas maduras donde se observa el gesto cromático espontáneo propio de los impresionistas. Sin embargo, la obra de Valenzuela Llanos, vista en su conjunto, tiende más bien a una síntesis entre el rigor del dibujo y la soltura de la mancha. Por eso es difícil de fichar en una corriente estilística precisa.

Es significativo que en uno de sus viajes por barco de vuelta a Chile desde Europa, el artista haya comenzado a observar el mar como motivo pictórico. Y serán estos paisajes realizados desde la cubierta del barco y en alta mar —donde se confunde el agua con el cielo y las nubes— los más radicales en términos de expresividad de la mancha y del uso de colores más o menos puros.3 El entusiasmo del pintor por el mar se intensificó de tal manera que, una vez en Chile, decidió irse a vivir a Algarrobo. Lo que se tradujo en un giro temático dentro del género paisaje: Valenzuela Llanos comenzó a recorrer y observar la costa central del país, llevando a sus cuadros las vistas que se le ofrecían en ese límite de la tierra con el agua.

Es en este contexto estético y temporal (1901-1925) en el que cabe analizar la Marina de Valparaíso. Si bien no ofrece la

3

Cfr. Paisaje en altamar, Nubes, Al venir la luna en los trópicos, El sol en los trópicos y Atardecer en altamar, todos en colecciones particulares. En Ana Francisca Allamand y Teresa Huneeus, Alberto Valenzuela Llanos.

Visión entrañable del mundo rural, Santiago, Origo, 2008.

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soltura cromática de las obras que pintó de la costa de Algarrobo —y menos todavía de aquellas de alta mar—, pienso que esta pintura es ejemplar.

Solo la experiencia de la observación directa del cuadro da la medida de la síntesis que Valenzuela Llanos pone aquí en juego. Si el espectador se acerca a la obra, lo que ve son casi puras manchas, tanto en el roquerío como en el mar y en el cielo.

Si se aleja, ve una composición muy bien estructurada por el uso del dibujo en el sentido tradicional. Valenzuela Llanos ha logrado aquí un perfecto equilibrio entre las dos fuerzas que orientaron su pintura: entre la primacía del dibujo y la soltura de la mancha, entre la persistencia de la tradición y la aventura artística moderna.

En una pintura anterior del artista, cuyo tema es precisamente Valparaíso —Valparaíso en 1895, lleva por título—, aparece la bahía, los barcos fondeados en el puerto y la arquitectura del borde costero. El dibujo marca el contorno de las formas sensibles con una precisión exagerada. Aquí, en cambio, el dibujo no es acartonado y, en términos temáticos, apenas aparece un fragmento de la costa sur de Valparaíso —la interpretación plástica de los «roqueríos del sector de avenida Altamirano»—,4 donde solo vemos rocas, el mar, dos pequeños barcos a vela y el cielo con nubes en su zona baja.

Pienso que la obra da forma a un contrapunto entre lo sólido y lo líquido o aéreo. Pero sobre todo hay también una invitación: a observar con detenimiento el mundo de formas y colores que se despliega en los roqueríos. Digo «mundo» pensando en la mirada perdida de la infancia, en los paseos por la playa y la aventura de explorar y descubrir la vida minúscula que prolifera secretamente en las pozas de agua, en las rocas pobladas de vegetales, de animales e insectos marinos.

modidad seguimos llamando «la realidad», sino jugando con el lenguaje propiamente pictórico.

Salta a la vista la roca situada en la esquina inferior izquierda del cuadro. Porque de allí viene la luz que ilumina parte del roquerío, formando una diagonal hacia la zona superior derecha.

Una diagonal de rocas cuyo color es un naranja mezclado con cafés cálidos y claros. De manera muy sutil, este mismo color aparece suavemente en el conjunto de nubes que flotan sobre el horizonte, creando un acorde minimal entre lo aéreo y lo sólido.

El azul cobalto en toda su vitalidad y pureza da forma a la porción de mar que aparece entre el cielo y las rocas. Azul que hacia arriba se vuelve celeste y hacia abajo más oscuro y grisáceo en las variaciones del roquerío. La obsesión del equilibrio forma en este cuadro una estructura de colores complementarios cuyos extremos son el azul y el naranja. Es como si Valenzuela Llanos intentara darle la máxima estabilidad al paisaje natural. Pero como la vida siempre se escapa, queda un resto que cuelga fuera de la estructura: es el verde del musgo y de las algas, color que aparece sobrepuesto, no integrado. Como una enigmática revelación, representa la vida de las plantas.

Francisco Cruz

La obra de Valenzuela Llanos evoca esas primitivas y lúdicas revelaciones, al concederle casi todo el protagonismo de la marina a los roqueríos. Pero no lo hace copiando lo que por co-

4

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Rodrigo Moreno y Javier Muñoz, Valparaíso. Crónicas visuales de una ciudad puerto, Valparaíso, Museo de Bellas Artes de Valparaíso, 2022, pp. 56-57.

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Florencio VIAL (Valparaíso, Chile, 1875 – 1950)

CATÁLOGO 2025

Bahía de Valparaíso 1912 Óleo sobre tela 43 x 66 cm

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Florencio Vial Correa fue un pintor chileno reconocido como «porteño por adopción». Nacido en La Serena, se trasladó a Valparaíso a los nueve años junto a su familia, y en esta ciudad cursó sus estudios en el Liceo Eduardo de la Barra, donde tuvo como profesor de artes y dibujo a Juan Francisco González, figura clave en su formación artística. La influencia de González fue determinante con el tiempo, al convertirse Vial en uno de sus discípulos más cercanos, llegando incluso a residir temporalmente en la casa del maestro en Limache. Durante esa estadía, compartieron extensas jornadas de pintura al aire libre, experiencia que dejó una profunda huella en la sensibilidad pictórica del joven artista.

Desde estas vivencias en Valparaíso y Limache, Vial desarrolló una obra centrada en el paisaje portuario, como se evidencia en la pintura aquí analizada. En ella, la luz y el color juegan un papel central, mientras que la composición horizontal refuerza la amplitud y serenidad del paisaje costero.

Bahía de Valparaíso nos muestra una panorámica de la bahía, luminosa y cálida, donde es posible identificar diversas embarcaciones bordeadas por las laderas de los cerros. Se trata de una obra que da cuenta del carácter y esplendor de la ciudad puerto a inicios del siglo xx, que nos invita a reflexionar en torno a su valor no solo estético y artístico, sino también patrimonial y educativo para la formación de ciudadanos y ciudadanas.

Valparaíso, «ciudad con personalidad»,1 se erige desde inicios de la República en un espacio de intercambio comercial, social y cultural de la Nación, cuya localización geográfica le permite insertarse en la red comercial global como un centro clave de redistribución mercantil en el Cono Sur.2 Esta pintura representa la integración entre la bahía y la vida urbana, el entrelazamiento de lo natural y lo cultural que configura modos de vida a partir de las actividades marítimas. El puerto ha dejado

1

Santiago Lorenzo, Carácter, sociabilidad y cultura en Valparaíso 18301930, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2012, p. 17.

2

Nelson Vásquez, Ricardo Iglesias y Mauricio Molina, Cartografía histórica de Valparaíso. Valparaíso en los siglos de la Colonia. El crecimiento urbano de Valparaíso en el siglo XIX, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1999.

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de ser una infraestructura funcional para marcar el pulso de la vida cotidiana y definir el imaginario colectivo. «Temido y respetado, el océano Pacífico y sus áreas de contacto con el continente experimentaron una progresiva recualificación que para el caso de Valparaíso significaron el florecimiento de usos alternativos a los asociados al trasbordo de carga y pasajeros».3 Así, actividades como la incipiente urbanización residencial y el establecimiento de balnearios se funden con la industrialización del borde costero y sus faenas al alero de la intensa actividad portuaria, los quehaceres de pescadores y, más tarde, del tren.4 En la obra de Vial, la bahía es protagonista y es lo que da sentido al modo de habitar la ciudad puerto; en ella conviven elementos propios de la actividad humana y del paisaje —veleros, roqueríos, barcos y cerros— que evocan esta relación y que, a modo de documento histórico y memoria visual, nos ofrecen la oportunidad de reflexionar sobre la identidad porteña y los valores arraigados al litoral y su actividad. En este sentido, Valparaíso tiene un valor educativo en sí mismo que debe ser utilizado: un espacio para la formación de ciudadanía, para «desarrollar más conciencia, respeto y valoración de los vestigios que almacena la historia local».5 El arte, al representar y reinterpretar estos paisajes y modos de vida, cumple un rol fundamental, ya que permite activar formas sensibles de conocimiento, facilitar procesos de identificación territorial y generar vínculos afectivos con el entorno.

Cinthia Peña

3

Gonzalo Cáceres y Francisco Sabatini, Para entender la urbanización del litoral: el balneario en la conformación del Gran Valparaíso (siglos XIX y XX), ARQ 55, 2003, pp. 51-52.

4

Ibid., p. 52.

5

Dámaris Collao, María Sánchez y Olaia Fontal, El potencial educativo del patrimonio cultural de Valparaíso y su utilización como recurso pedagógico en las aulas de educación básica, Paideia, n.º 63, 2018, 121.

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Nicanor GONZÁLEZ MÉNDEZ (Talca, Chile, 1864 – Santiago, Chile, 1934)

CATÁLOGO 2025

Paisaje de Laguna Verde sin fecha Óleo sobre tela 36 x 48 cm

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Nicanor González Méndez comenzó sus estudios en la Academia de Bellas Artes en 1879, a los 15 años de edad. Por esta época, dicha institución estaba regida por un magisterio fuertemente arraigado en inspiraciones clásicas. Era el tiempo de los estudios estrictos y disciplinados a base de un dibujo perfecto, sin el cual a nadie se le permitía pintar cuadro alguno, siguiendo el modelo de las academias francesa e italiana.1 Por esta razón, González Méndez suscribió las premisas de la tradición clásica, reflejo de una formación rigurosa que hacía respetar los valores del arte figurativo, el bien hacer técnico, el dibujo y ciertas referencias temáticas.2 Su primer maestro fue Giovanni Mochi, pintor italiano contratado por nuestro país para desempeñarse como profesor en la Academia de Pintura, la que también dirigió entre 1875 y 1883. Posteriormente recibió lecciones de Pedro Lira Rencoret, considerado uno de los grandes maestros de la pintura chilena del siglo xix. Según la historiografía del arte, Lira habría sido quien más influyó en su personalidad artística, pues justamente de él aprendió la corrección del dibujo y la acertada aplicación del color, aunque prontamente se habría apartado de sus lineamientos, comenzando a destacar por su propia impronta y estilo.3 Entre 1889 y 1893, González Méndez residió en París gracias a una beca que recibió del gobierno chileno, donde tuvo la oportunidad de tomar lecciones con maestros e intelectuales de la talla de Jean-Léon Gérôme, Fernand Cormon e Hipólito Taine, en las prestigiosas academias Colarossi y Cormon y en la Escuela Oficial de Bellas Artes. Como consecuencia de ello, este artista talquino se empapó de movimientos europeos como el impresionismo, pero siempre se mantuvo fiel a su mayor inspiración, la naturaleza, siguiendo de cerca el arte chileno de Pedro Lira, Alfredo Valenzuela Puelma, Onofre Jarpa,

1

Pedro Zamorano, «Nicanor González Méndez: un maestro talquino en la plástica nacional», Revista Universum, n.º 53, 1994, p. 53.

2

Ibid.

3

Antonio Romera, Historia de la pintura chilena, Santiago, Editorial del Pacífico, 1951, pp. 107-108; Gaspar Galaz y Milan Ivelic, La pintura en Chile desde la colonia hasta 1981, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981, p. 117.

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Antonio Smith, entre tantos otros.4 En 1890 fue admitido en el Salón de París con un cuadro que hoy desconocemos, pues el barco que lo enviaba a Chile sufrió un lamentable naufragio.5 Entre los géneros que trabajó en su pintura se encuentran las escenas históricas, el retrato, la representaciones de animales y, muy especialmente, el paisaje.

La pintura que aquí comentamos introduce a González Méndez en la temática del paisaje chileno, al representar una localidad específica de la región de Valparaíso: la bahía de Laguna Verde. La denominación de este lugar proviene del color de sus aguas y de la tonalidad verdosa que imprime la vegetación del gran humedal existente en la planicie costera, en profundo contraste con la aridez de los acantilados y abruptos cerros que lo rodean. De ello daba cuenta la viajera inglesa Maria Graham a comienzos del siglo xix, quien describe el sitio como «una pequeña laguna de agua dulce que forman las aguas de diversos esteros, separada del mar solo por un banco de arena; el camino por el valle de la laguna es bueno, pero es uno de los más escarpados que he conocido para hacerlo a caballo […] Se dice que la bahía de “la lagunilla” no es segura para los buques, que siempre recalan allí cuando vienen del sur».6 A consecuencia de su difícil acceso, tanto por vía terrestre como marítima, la bahía permaneció prácticamente despoblada hasta el siglo xx, época en que allí se instaló El Sauce, una de las primeras centrales de generación eléctrica del territorio nacional.

Paisaje de Laguna Verde es un óleo sobre cartón donde se distingue, a todas luces, la técnica de pasta entera o pleine pâte, utilizada por el artista como reflejo de su influencia europea. Se destaca asimismo por el tratamiento detallado de la luz, lo que no solo le permite crear una atmósfera realista y envolvente sino también imprimirle al cuadro una sensación de profundidad y amplitud. Presenta además una rica paleta de tonalidades verdes, azules y marrones; contrastes que re4

Zamorano, «Nicanor González Méndez», op. cit.

5

José María Palacios, Pintura chilena 1816-1957. Colección Roberto Palumbo, Santiago, Mario Fonseca Editor, 1998, p. 54.

6

Maria Graham, Diario de residencia en Chile durante el año 1822 y de viaje de Chile a Brasil en 1823, Santiago, Imprenta Cervantes, 1902, p.

237.

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cuerdan las características geográficas de la localidad remitida, marcada tanto por el humedal como por sus pronunciadas y escarpadas formaciones rocosas. La obra también evoca el pasado decimonónico de la bahía, debido a la preponderancia de la naturaleza, la falta de población y lo complejo que significaba llegar a este lugar desde la ciudad de Valparaíso. En este último caso, la escena parece indicar que sus protagonistas —retratados en base a minúsculos toques de color— están teniendo dificultades para emprender el retorno, lo que explicaría la posición del bote y la postura de la figura humana situada a la izquierda de esta fresca y firme composición.

Tras la muerte de González Méndez, una nota del Diario La Nación le rindió un pequeño homenaje donde resaltaba el característico verdor de su paleta: «Él supo arrebatar con su mágico pincel los matices más variados de los verdes de nuestras forestas, mostrando en su valorización un conocimiento profundo, unido a la más exquisita sensibilidad, pocas veces lograda con tanta justeza y poesía […] Se ha ido un poeta del pincel y del color».7

Alejandra Fuentes González

7

Sin autor, «Don Nicanor González Méndez», La Nación, 8 de junio de 1939, p. 5.

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Pedro RESZKA (Antofagasta, Chile, 1872 – Santiago, Chile, 1960)

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Sandía sin fecha Óleo sobre tela 40 x 50 cm

Palacio Baburizza

Pedro Reszka se propone pintar un trozo de sandía sobre una mesa. Una forma de naturaleza muerta; donde el pintor se compromete con la traducción de aquello más sencillo.

quez en adelante. Una sandía pintada en el siglo xx como si hubiese sido pintada en el siglo xvii. Formas de lenguaje y, a su vez, fantasías del pacto mimético.

Nada más simple, y nada más difícil que esa traducción: la representación de un único objeto y su sombra, sin otros elementos que lo acompañen para tensar la composición. El objeto, el cuadro y el pintor se las tienen que ver con ese momento elemental.

Adolfo Couve, décadas después, pintaba un trozo triangular de zapallo, sobre un fondo inespecífico, sin horizonte, de su casa en Cartagena. Decía él en una entrevista, a propósito del modelo de naturaleza muerta, que los objetos que traducimos los pintores son como cuerpos celestes que esperan quietos al acontecimiento de la luz: una luz equivalente a la que les entrega el sol a los planetas. Para Couve no habría diferencia entre la Tierra y una taza.1 Por cierto, a los dos trozos —sandía y zapallo— les pega el mismo sol, y por el mismo lado. Se encuentran aparentemente en el mismo momento del día, en el mismo eje orbital del sistema solar.

El trozo triangular de sandía se encuentra centrado en primer plano, desplazado hacia la derecha; la mesa corta el fondo en dos: tonos rojizos que hacia abajo simulan la madera caoba y hacia arriba del horizonte, el fondo-cielo viridian.

Una de las caras del trozo aparece cortada al filo del cuchillo y la otra insinúa una contraforma irregular, como si hubiera sido erosionada por una cuchara, quedando así a medio comer. Las semillas de la sandía se presentan bien encajadas en el fruto, y también hay otras desparramadas sobre la mesa.

Escribo estas líneas en un día frío de invierno y por contraste imagino que la sandía fue pintada durante una calurosa jornada de verano en una casa de adobe, fresca, y que esa habitación no era el taller de Reszca, sino su cocina o el comedor.

Puedo imaginar al pintor sacando la sandía fuera del plato de postre, dejándola reposar tal como estaba sobre la mesa, y luego aproximando su atril a esa escena para pintar el cuadro a la mordiente. La representación de aquella sandía pintada a escala y a mediano formato se constituye como un fragmento de vivo verano sobre un fondo melancólico. Antagonismo de paleta cromática restringida a colores complementarios: rojo de cadmio y rojo carmín, verde viridian, tierra de siena tostada y de sombra natural. Intuyo también que la ventana de esa habitación es pequeña, por lo que ingresa poca luz, una luz de tarde o de mañana, lo suficientemente potente para colarse y estallar por el lado derecho de la sandía. La casa colonial es oscura, y ese trozo resplandeciente.

Otro relato especulativo podría ahondar en el trozo de sandía en cuanto modelo metafísico, sin tiempo ni contexto, que podría haber sido pintado con ese lenguaje de traducción del óleo desde el siglo xvii en adelante. Vale decir, desde Veláz-

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Esa lección preciosa y planetaria de Couve es una de las certezas de los primeros ejercicios pictóricos: aquella primera tarde frente al atril. ¿Por qué los pintores de vez en cuando decidimos pintar estos motivos sencillos? Porque podemos respirar un momento ahí. Es una necesidad y un remanso.

Vuelvo a la sandía de Reszka y al indicio cotidiano, a la contingencia. Porque para pintarla así, se requiere estar vivo, presente, concentrado, y tenerla disponible como modelo.

Este museo en su colección alberga otra sandía, pintada por Pascual Ortega en 1875. El cuadro la representa partida en dos y ubicada entre unas calas, racimos de uva, higos y hojas de parra. El modelo esta vez es diferente, es un montaje que se construye.

Ortega tiene que haber estado en su taller componiendo primero ese modelo, montando una fruta arriba de la otra, afirmándolas bien para que permanezcan fijas, eligiendo el punto de vista donde situar su atril y la entrada de la luz. Podría aseverar que estuvo pintándola durante varios días, percibo 1

María Elena Aguirre, «Yo quiero ser un viejo bonito», El Mercurio, 8 de octubre de 1995, I, pp. 4-5, 8. Publicado en La Tercera Mano. Extractos de entrevistas de Adolfo Couve, Macarena García y Catalina Porzio (eds.), Santiago, Alquimia, 2015.

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claramente que no es un cuadro de una sola sesión. Aquella otra sandía de 1875 requirió más jornadas de pintura que la de Reszka y, por tanto, seguro comenzó a desparramar jugo pegoteando al resto de los objetos del modelo, atrayendo a las hormigas. Así, puedo figurar una escena donde Ortega pinta en pleno verano, con ese modelo atestado de insectos, fatigado bajo el caluroso zumbido de moscas a su alrededor, como si las semillas de su sandía fueran quienes emitían esa melancólica vibración, o acaso lágrimas negras.

Pero en este cuadro, el pintor opta por un trozo de sandía como si fuera la traslación de alguna de estas mujeres.

La sandía como solitaria dama enrojecida.

Cerrada: verde.

Abierta: su complementario rojo, un rojo luminoso y lleno de agua.

Sandías sufrientes. Sufrientes como las que pintó Roser Bru, quien escribió: «Trabajo con la sandía como cuerpo herido, cuerpo femenino de modificaciones: círculo, triángulo calado con un cuchillo. Dolor y vida. Antigua fertilidad del triángulo, siempre señalando a la mujer».2 O sandías surrealistas como las que pintó Frida Kahlo en 1954, ocho días antes de morir, junto con la frase «viva la vida».

Consuelo Rodríguez

¿Qué habrá trasladado Pedro Reszka en la representación de su sandía? ¿Qué deseo encubierto, qué sufrimiento, qué huida, qué promesa del lenguaje? Me gustaría encontrar algo de eso en el retrato fotográfico sepia en que posa en su taller, sentado frente al atril y girado en escorzo, mirando con un gesto provocador a la cámara, como si guardara un secreto3. Él, que obtuvo en varias ocasiones la medalla de Dibujo y Pintura del Salón Oficial, profesor de cientos de discípulos y Premio Nacional de Arte y que admiraba al Greco, a Tintoretto, a Tiziano y a Velázquez, había pintado a la Dama con sombrero que levanta sus ojos azules hacia el tocado negro de su cabello; a la Dama del quitasol que, aburrida con un gesto de sopor en el verde paisaje, posa con vestido y sombrilla blanca, mostrando los contrastes de esas sombras luminosas; y a esa otra dama que mira fuera de cuadro, la Dama de rojo, vestida en rojos cadmio.

Pascual Ortega (Santiago, Chile, 1839 – 1899), Frutas, sin fecha. Óleo sobre madera, 56 x 49 cm.

2

Roser Bru, «El Transcurso del tiempo», manuscrito, 2002, en <www.roserbru.cl>.

3

Fue Juan Francisco González quien inició a Reszka en el arte cuando era estudiante en el Liceo de Hombres de Valparaíso.

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Colección MMBAV

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Judith ALPI (Santiago, Chile, 1893 – 1983)

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La niña del clavel sin fecha Óleo sobre tela 57 x 45 cm

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Judith Alpi se formó en la Escuela de Bellas Artes y trabajó como profesora en el Liceo N.º 1 de Niñas de Santiago, en el Instituto Pedagógico y en la Escuela de Artes Aplicadas. En las primeras décadas de su carrera se dedicó a pintar casi solo retratos, género en el que decía sentirse más cómoda por ese entonces.1 La elaboración de un retrato le tomaba alrededor de veinte sesiones de trabajo, de las cuales una podía bastarle para completar la cabeza.2 Los retratos más tempranos de Alpi fueron descritos como oscuros y misteriosos, pero La niña del clavel no pertenece a ese conjunto de obras de «cromatismo apagado».3 Tampoco se asemeja a sus retratos más conocidos, en que los individuos se muestran de cuerpo entero posando en un entorno doméstico. La niña del clavel es una representación femenina de medio torso en formato pequeño desprovista de aparato escénico. A mediados de la década de 1920, la fascinación de Alpi por los bustos se apreciaba en su taller, colmado de ellos en distintos materiales y dimensiones.4 Al meditar cuarenta años más tarde sobre su predilección por el género del retrato, decía haber pintado solo algunos rostros campesinos «con un acierto de satisfacción».5

son, por cierto, los protagonistas del retrato. Alargados con soltura bajo dos cuidadas cejas, el reflejo de la luz en la oscuridad de las pupilas ilumina la claridad de la obra. La mirada afable de la mujer se enmarca en un rostro sombreado por el rubor de las mejillas y el gesto contenido de los labios pintados de rojo. La joven tampoco lleva el pelo recogido sobre la nuca como dictaba la moda.7 El pelo suelto extendido sobre los hombros resiste toda pompa en favor de una naturalidad siempre moderna. La propia Alpi se retrataría a sí misma con un sofisticado tocado, tal como se mostraban las integrantes de la Sociedad Artística Femenina con la que colaboraba.8 La joven del retrato permanece en cambio fuera del tiempo, ajena al estilo en boga. El detalle de los claveles en su cabeza anuncia la que sería la gran pasión pictórica de Alpi desde mediados del siglo xx: las acuarelas de flores. Aquello que en este retrato parece ornamento, llegaría a convertirse en el corazón de su práctica artística alimentada por el cultivo cotidiano de su propio jardín.9

La niña del clavel no está vestida con una blusa eduardiana de cuello alto como las que ensalzaban las revistas de la época.6 La simplicidad de su camisa blanca entreabierta es un manifiesto que proclama el movimiento como axioma del día a día.

A través de ella se adivinan el encaje sobre el pecho y las cuentas rojas del collar cubiertas por el pliegue del cuello. Los ojos

Virginia Iommi Echeverría

1

Ruperto Tapia Caballero, «Judith Alpi de Holuigue, una gran pintora», Revista Zig-Zag, n.º 1135, 20 de noviembre de 1926.

2

«54 años de pincel», Ercilla, n.º 1716, 8 de mayo de 1968.

3

Antonio Romera, «Retrospectiva de Judith Alpi» El Mercurio, 5 de mayo de 1968.

4

Fotografía de Alpi en su taller publicada por Zig-Zag en 1926.

5

Alfredo Aliaga Santos, «Breve historia de la plástica chilena. XXIX. Judith Alpi», En viaje, n.º 350, diciembre de 1962, p. 32.

6

«[…] para la calle usad los cuellos muy altos» aconsejaba Lina Cavelieri en su columna «El arte de ser bella», publicada en la revista Familia en agosto de 1912. En enero de 1913, se sugería en la misma revista hacer los cuellos de encaje para que se amoldasen sin apretar.

Familia, n.º 37, 1913, p. 12.

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7

«Cómo se deben peinar las señoras», Familia, vol. 19, n.º 21, septiembre de 1911.

8

Ver «54 años de pincel» y Gloria Cortés, «Actividades femeninas», Collective exhibitions of women in Chile between 1914 and 1920, Artl@ as Bulletin, 8, n.º 1, 2019, artículo 8.

9

«Judith Alpi de Holuigue, una gran pintora», Revista Zig-Zag, n.º 1135, 20 de noviembre de 1926.

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Carlos ALEGRÍA (Putaendo, Chile, 1882 – Santiago, Chile, 1954)

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En la playa sin fecha Óleo sobre tela 49 x 60 cm

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El siglo xx no inventó ciudades. Inventó balnearios. El comienzo de una época los vio nacer, y con ellos promesas y ensueños, ideales y nuevas formas de vida abrigadas en la abundancia. Son la imagen de la infancia del siglo. De la infancia de la humanidad, quizás. El día de playa está hecho un tiempo en la memoria dedicado al placer y la distensión; al baño y el sol, el verano y la poca ropa. Al espacio y al tiempo extendidos, detenidos.

A la playa, decía Alan Pauls, «vamos siempre más o menos tras lo mismo: las huellas de lo que era el mundo antes de que la mano del hombre decidiera reescribirlo».1 Como si el cielo, la arena, las rocas y el mar fueran la materia del paisaje de lo que un tiempo quiso imaginar fuera del tiempo: la página en blanco donde la modernidad, con su rapidez y desmesura, encontró, como quien dice, su espejo invertido.

Así imagino a esta mujer que Carlos Alegría pintó, una mujer que está en la playa pero que de alguna manera es la playa de la que hablo. Una imagen de comienzos de siglo. El cuadro mismo, un espejo en el que se cristalizaron ciertas crisis, encuentros y desencuentros, deseos y fracasos, ilusiones perdidas, sueños edulcorados. Una lámina de cuando niños.

Carlos Alegría fue un pintor que encarnó a su modo esta tensión. Alumno de Pedro Lira, partió en 1905 a formarse a París.

Allí se integró a la Academia Julian, donde recibió las enseñanzas de Jean-Paul Laurens, ya entonces tardío exponente del academicismo y la pintura de historia, y del pintor simbolista Émile-René Ménard. A poco de regresar de Europa, se instaló en Valparaíso, formando en junio de 1916 una Escuela de Pintura y Dibujo en la Calle O’Higgins, que llegó a contar con un entusiasta alumnado pero que al cabo de uno o dos años fracasó, por incapacidad económica, al parecer. Alegría entonces, ya toda una figura del ambiente artístico de la ciudad puerto, pasó a dirigir la Academia de Bellas Artes que aún existe, hasta que el año 1921 decidió trasladarse a la capital. Allí fundaría un taller al más puro estilo parisino, un segundo piso con gran ventanal de piso a techo, y participaría activamente de la vida cultural, incluso si mantuvo distancias con las tendencias de la

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época. Optó por quedarse en la orilla francesa, incorporando los placeres del plein air abiertos por el impresionismo pero sin conceder espacio al estilo realista y menos aún a las experimentaciones de color y empastes que caracterizaron a la heroica generación del 13. Lo que no le valió pocas críticas de parte del gremio: del tradicionalismo escolástico de sus maestros supo despercudirse, pero en ningún caso emanciparse. Su obra, por lo mismo, ha podido leerse como un reflejo elocuente de un momento en que lo que no terminaba de apreciarse podía ser lo que brillara en el futuro, o el mero testimonio de ideas e ideales periclitados. El conservadurismo espera siempre que el futuro traiga la revelación oculta de lo que ayer se perdió, sin confiar en la historia o creyéndola, simplemente, un error. En la prensa escrita que acompañó la obra de Alegría se lee todo lo que John Berger consideraba el misticismo de la crítica de arte: pintura llena de poesía; colorido fino y transparente; vuelo de los pinceles; personalidad, sinceridad y autenticidad; sensibilidad delicada, íntima. Todas palabras que dicen muy poco. Incluso nada. * Sin fecha indicada, es posible que el cuadro En la playa haya sido pintado en Valparaíso a inicios de los años veinte, pues es la vista desde sus playas la que se recorta al fondo de esta pintura, en cuyo horizonte una mujer recostada como una ninfa extravía la mirada. El desnudo y el paisaje intentan fundirse en la paleta de colores, todo ejecutado —piel, arena y mar— utilizando los mismos tonos, separado el cuerpo de su entorno por un borde oscuro que matiza los trazos del dibujo dejando un gris de fondo a la vista. La fusión se logra: todo el cuadro parece envuelto en piel, así como la piel ostenta la transparencia del agua. Pero algo se pierde. Acaso la carne, la materia viva que empuja las cosas desde dentro, que empuja incluso a las imágenes a salir de sí, para tocarnos.

No basta con los rojos óxidos y terrosos que el pintor reparte en la esquina inferior izquierda de la composición. Arrancando de las rocas para propagarse, matizándose en las manos, las rodillas, el pubis, los pezones, el cabello de la mujer, se trata de puntos de color que parecen ajenos al cuadro: están ahí para

Alan Pauls, La vida descalzo, Buenos Aires, Sudamericana, 2006.

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brindar relieves a la figura, relieves, sospecho, mucho menos visuales que simbólicos. Característicos en la pintura prerrafaelista y simbolista, los cabellos rojos activan un símbolo del deseo femenino vinculado a un carácter más bien pasional, rebelde, seductor. Es el color de los cabellos de la Danae de Klimt, de la Lilith de Dante Gabriel Rosetti, de las Venus del mismo Ménard o de la mujer en la ventana de Vuillard. Claro que en la pintura de Alegría esos rojos cabellos están atados, vestidos, como se decía antiguamente, tomando distancia de la intimidad sensual que el siglo xix expusiera al viento y la exterioridad. «Blanca muchacha de los cabellos rojizos, / Cuyo vestido por los agujeros / Deja ver la pobreza / Y la belleza», escribió Baudelaire en uno de sus «Cuadros parisinos».2

El resultado es elocuente: el lugar desde donde mira el pintor es un lugar imposible. Abstracto, a todas luces. No es la mirada encarnada de quien respira y pinta el aire libre. Aquí se pinta una cosa y se respira otra. En esa tensión, tan propia de inicios de siglo, encuentra esta pintura su anzuelo. A veces, como escribió Antonio Romera en el obituario que dedicó a la muerte de Carlos Alegría, el arte consiste en poco más que «saber hacer lo que se puede, sin ir más allá».

Macarena García Moggia

Se diría que en este cuadro no se abren agujeros, porque lo que hay es desnudez. Una desnudez que es toda visibilidad.

Que es toda un darse a ver, una ofrenda a la mirada que no devuelve el enigma de la suya, fijada en el paisaje como la nuestra en la mujer. No es casual: como el paisaje, no hay texto más escrito que la desnudez: basta que observemos unos cuantos pasajes de la historia del desnudo en el arte para percibir el modo en que la cultura ha proyectado en ellos sus códigos, sus tabúes, sus goces. Nada más lejos de la página en blanco, del fuera del tiempo de lo «natural».

Así y todo, esta pintura no renuncia a la belleza. A una cierta belleza infantil, de envoltorio, del ideal que reviste el cuadro entero. Y que, pensándolo mejor, quizás sí se deja agujerear precisamente en el punto en que su revestimiento falla.

Fijemos por un momento la mirada en el tobillo de la mujer. Reposa sobre la arena mojada que refleja el cielo y va a perderse, de pronto, entre la espuma de la orilla del mar. Esa espuma, sin embargo, no se comporta como espuma exactamente, sino más bien como las gasas que en el estudio del pintor hicieron las veces del agua que atrapa o debía atrapar, una vez dispuesto el desnudo sobre el paisaje, a la manera de un montaje de realidades paralelas, el pie.

2

Charles Baudelaire, Las flores del mal, Madrid, Cátedra, 2011, p. 335.

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Ezequiel PLAZA (Santiago, Chile, 1890 – 1946)

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Barcazas sin fecha Óleo sobre tela 52 x 73 cm

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Esta obra del pintor Ezequiel Plaza nos lleva a pensar en la fuente de inspiración que ha sido Valparaíso para tantos artistas y escritores. Todos ellos nos han transmitido su particular visión del puerto y, a través de sus obras, podemos acceder a la historia de esta ciudad. Como una ventana abierta, apreciamos en esta pintura un mar calmo y, sobre una embarcación, a tres hombres en postura serena, quizás por el cansancio de las faenas iniciadas desde muy temprano. Uno de ellos, el que está en la popa de la nave, pareciera estar posando para el pintor con naturalidad.1 La obra nos entrega una sensación de tranquilidad y contemplación. El paisaje es luminoso; en él, los tonos claros del mar y el cielo contrastan con los colores oscuros de las naves y barcazas, donde predominan los marrones y ocres. Las naves que están en la parte posterior, probablemente atracadas al muelle Fiscal (inaugurado en 1883), poseen una mayor envergadura en comparación con las barcazas. Claramente algunos son vapores, dado que apreciamos sus chimeneas. En la escena no se distinguen veleros, solo barcos a vapor. Pero la obra da cuenta de la gran diversidad de transportes que coexistían en la bahía: chalupas, chatas, lanchas y lanchones denominados de manera genérica en el título.

Si bien la obra no está fechada, algunos autores, como Carlos Lastarria, la sitúan entre 1910 y 1920.2 Por entonces el pintor tenía entre veinte y treinta años de edad y estaba en el apogeo de su carrera, que había iniciado siendo muy joven.3 En 1906

1

La obra Barcazas tiene dos versiones, una que posee el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso y otra que pertenece a la Pinacoteca de la Universidad de Concepción titulada Valparaíso, marina.

Ambas son similares, salvo por algunos detalles (tamaño y factura) que nos hacen pensar que esta última es un estudio preparatorio.

2

C. Lastarria Hermosilla, Valparaíso en la pintura, lámina Barcazas, El Mercurio, Valparaíso, sin año.

3

No existía certeza de sus fechas de nacimiento y muerte, ya que diferían en varias publicaciones. Sin embargo, por medio de una indagación en los documentos del Registro Civil, constamos que su partida de nacimiento corresponde al día 17 de mayo de 1890, inscrito como hijo de Exequiel Plaza y Rafaela Garay, quienes vivían en la calle Bascuñán n.° 133, en Santiago; siendo su padre de profesión carpintero. Registro Civil, Nacimientos, Santiago, Inscripción n. °1263, del 25/05/1890, p. 421, y Re-

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ingresó a la Academia de Bellas Artes, donde fue alumno del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor y formó parte de la generación del 13.

Ezequiel Plaza, como representante de esta «heroica capitanía de pintores»,4 abordó temáticas sencillas en que mostraba o retrataba a las personas sin nombre, en el desarrollo de sus faenas u oficios cotidianos, mostrando, de esa manera, las tradiciones y formas de vida de los hombres y mujeres de la ciudad, del campo y de la costa. Sus compañeros de generación también siguieron estas temáticas, que anteriormente no se habían tomado en cuenta en la pintura nacional. Para algunos autores, como Ricardo Bindis, el tratar esos temas era natural para él, ya que provenía de esos lugares o era de la misma condición social.5 Esta pintura de Plaza corresponde a aquellos tiempos en que Valparaíso concentraba un gran movimiento portuario y se preparaba para una segunda fase de crecimiento, producto de las obras de mejoramiento de la bahía, las cuales finalizaron en 1930. Eso hacía de Valparaíso un polo de atracción para los pintores que intentaban ganarse la vida aprovechando la mayor demanda de retratos de la nueva burguesía. En efecto, sabemos que los retratos fueron la principal producción de Plaza, gracias a los cuales logró numerosos reconocimientos y encargos.6 Hizo retratos de personajes históricos, personalidades de su época, compañeros de generación y familiares.

Sobre su maestría en el género —y a raíz de la obra El pintor bohemio—, el artista y compositor Carlos Isamitt dijo: «Cuando este hombre pinta: es como si un león devorara carne».7

gistro Civil, Defunciones, Santiago, Inscripción n.°190, del 19/10/1946, revisada en enero 2025, <https://www.familysearch.org>.

4

Así denominó Pablo Neruda a este grupo de artistas, en: Waldo Vila, Una capitanía de pintores, Santiago, Editorial del Pacífico, 1966, pp.

11-13.

5

R. Bindis, «Ezequiel Plaza, pintor del rito popular», En Viaje, Santiago, 1972, pp. 21-22.

6

Iván Contreras Rodríguez, Exequiel Plaza, Pinacoteca Universidad de Concepción, 1986.

7

«El pintor Ezequiel Plaza», en Boletín Informativo, Universidad de Chile, n.° X, 1946.

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En las calles de Valparaíso, centro financiero y comercial de Chile, había un extraordinario dinamismo de tiendas, talleres e industrias, pero también de personas venidas de distintos lugares del mundo y del país, que luego de un agitado y dinámico día se replegaban al descanso, pero también al ocio y la diversión. Barcazas constituye un ejemplo de los intereses y aficiones de Ezequiel Plaza, pero también de la costumbre de observar el puerto, sus faenas y movimientos. Probablemente, luego de finalizadas esas labores, Ezequiel recorría la costa, el muelle y los bares esperando el amanecer. Conocida fue su afición por la bohemia, que en Valparaíso encontraba reconocidos negocios y sectores.

Al morir, con solo 56 años, sus restos fueron velados en la Escuela de Bellas Artes de Santiago y, posteriormente, trasladados al Cementerio General, donde los pintores Marco Bontá y Camilo Mori, como representantes del gremio, pronunciaron sentidos discursos en homenaje.

Carolina Miranda San Martín

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Roko MATJASIC (Isla Brac, Croacia 1900 – Concón, Chile, 1949)

Retrato del poeta Guillermo Quiñones 1927 Óleo sobre cartón entelado 35 x 27 cm

FALTA FOTO ALTA CALIDAD

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«Sí. Ahí está invierno. Viste traje de bruma y gorra de frío.

Mi oído capta a través de los muros las toses de los ancianos, cuyos pechos suenan a carreteras viejas o a engranajes mutilados.

Y los ojos descubren la voracidad del tiempo en los rostros de las mujeres, ayer, solamente, admiradas. ¡Ah! pero los amores quedan dentro del corazón como el verde pasto o el relincho muerto en el cuero de la bestia.

Y la gran luz negra en el fondo del ojo seco del cadáver.

Y el tiempo en la maquinaria rota del reloj.

Canto de abismos alucinados, precipicios y vértigos.

Semejante a esta latitud marinera de alma submarina, tal la jibia, el coral, el hipocampo y su amazona, la sirena.

De arquitectura e ingeniería idéntica eres, Valparaíso, a la del océano en tempestad.

Entre cerro y cerro anclan los huracanes a calafatear sus quillas de alta sombra. Y a parchar las velas quemadas por la sal.

La obscuridad abre su párpado de aceite.

Oficia un canto funeral a otra noche desaparecida y sin borrachos.

Tu profundidad la ignoro noche.

La aventura de las anclas nunca ha subido el moho de tu fondo.

El límite de tus dominios no lo ha cantado el viajero al partir ni el navegante al regresar, noche.»

Guillermo Quiñones, fragmento del poema Balada de la marinera (1966), en: Cuando los veleros anclan en Valparaíso: antología poética, Viña del Mar, Decol, 1998, p. 11

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Roko MATJASIC (Isla Brac, Croacia 1900 – Concón, Chile, 1949)

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Marina de Valparaíso sin fecha Óleo sobre cartón entelado 38 x 50 cm

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He allí la roca

lo más duro, el muelle más recio,

rodada hasta el mar por un Sísifo cósmico

porque el arte es así, es una insistencia

y justo detrás un antiguo poliedro

es un ir y venir, hasta que llega la muerte

la roca, tal vez, como un motivo del arte

y la de este pintor no pudo ser más suya:

una dura presencia que se impone a los ojos

se lo llevó una ola mientras pintaba en la costa,

una masa abatida por el vaivén de las olas

y su cuerpo nunca apareció, solo su atril y pinceles.

pero pintada, como ves, se libra del peso se dirige al futuro, como una punta de flecha

Un cuadro como un cenotafio

el pincel vuelve grácil lo que es duro y filoso

una tumba sin cuerpo en el museo.

y le da forma también a lo que parece confuso el mar no es el mar, es un ritmo que vuelve la roca no es roca, es una esfinge que piensa.

Bruno Cuneo

Roko pinta una roca como si pintara un rostro con gruesas pinceladas y planos de color forma un cuadro complejo la cosa misma ofreciéndose al ojo o él mismo mirándola, buscando una brecha entre la luz matinal y el viento que sopla donde las cosas, saturadas de su propia irradiación aparecen o vienen, pintar, dijo alguien consiste justamente en eso: en celebrar el don de ver en una escena cualquiera haciendo que los objetos vibren y exhiban su manera de estar en el espacio y el tiempo.

Ahora esto: sus apuntes marinos, su afición por las olas quien busca algo así no puede ser manso en lo más profundo debe tener su propia turbulencia, una tormenta interior que no lo deja tranquilo, y lo fuerza a mirar más allá de lo obvio: cómo el mar colisiona y vuelve de nuevo, dispuesto a quebrar

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Boris GRIGORIEV (Moscú, Rusia, 1886 – Cannes, Francia, 1939)

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Retrato del escritor Joaquín Edwards Bello 1928 o 1936 Óleo sobre tela 64 x 53 cm

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En los últimos días del invierno de 1928 desembarcó en Valparaíso el pintor ruso Boris Grigoriev (1886-1939).1 Venía contratado por el gobierno de Chile para desempeñarse como docente en la Cátedra de Composición y Pintura de la Escuela de Bellas Artes de Santiago. Creador de la escuela neoprimitivista,2 Grigoriev se propuso enseñar lo que consideraba un principio artístico fundamental: liberar todo encadenamiento del espíritu. Sin embargo, su estancia en Chile sería extremadamente breve, marcada por una disputa institucional que oponía el nacionalismo artístico a la vanguardia. La más visible consecuencia de esa disputa fue el cierre unilateral de la Escuela en marzo de 1929 y la inmediata creación de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Poco después, Grigoriev volvería, en 1936, para una exhibición de más de cien de sus obras. En un texto de 1950, que evoca esa visita, se recalca «el espíritu poderoso» de la influencia del maestro ruso para las nuevas generaciones de pintores chilenos, especialmente en María Tupper.3 A propósito de una retrospectiva de 2012 se señalaba: «Su obra y breve docencia ayudaron a conformar la vanguardia en nuestro país, siendo considerado por tanto uno de los detonadores de la generación de 1928 llamados Rupturistas».4 Dicho grupo se sumaba a la intervención que en 1923 había hecho el Grupo Montparnasse, entre quienes se contaban Camilo Mori, Julio Ortiz de Zárate, Luis Vargas Rosas y otra avis raris, Juan Emar.5

1

El Mercurio de Valparaíso del 4 de septiembre de 1928 consigna el hecho. En la imagen aparece el artista junto a Carlos Isamitt y Camilo Mori, directores de la Escuela de Bellas Artes y responsables de su contratación. A partir de entonces, el apellido del pintor será escrito de diferentes maneras en la prensa chilena.

2

Diego Muñoz, «Gorky, Modigliani y la pintura a través de Boris Grigorief», Las Últimas Noticias, 1936.

3

Víctor Carvacho, «Salones», ProArte, julio de 1950, p. 2.

4

Alejandro Rogazy, «Importancia de Boris Grigoriev en Chile», Boris Grigoriev, Italia, Museo Ruso/Instituto Cultural de Providencia, 2012, pp. 23-24.

5

Para Enrique Lihn, la irrupción de esta «personalidad brillante» en un medio atrasado como el nuestro significó uno de esos remezones que de tarde en tarde permiten renovar las formas del arte. Enrique Lihn, Textos sobre arte, Santiago, Ediciones UDP, 2015, p. 140.

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El cuadro que está colgado al interior de la Sala Mansarda, en el tercer piso del Palacio Baburizza, es el único lienzo de Grigoriev presente en la colección del Museo de Bellas Artes de Valparaíso. Sobre un fondo de colores pardos y cobrizos, emerge la figura del escritor Joaquín Edwards Bello. Tiene la mirada fija, brillosa. Sus ojos son dos grandes globos negros perdidos en un horizonte indefinido. Viste chaqueta de tweed con marcadas líneas de óleo que lo surcan y camisa celeste.

En la mano derecha, sostiene un pequeño libro cruzado sobre el pecho. Con letras rojas, se alcanza a leer la palabra Nacionalismo. La palabra cobra un sentido irónico en medio de «la batalla por lo nuevo».6 Mensaje cifrado, Grigoriev —a través de Edwards Bello— parece literalmente echarse al bolsillo la discusión que lo sacaría abruptamente del país. El conjunto revela serenidad. Rostro apacible, postura elegante. Son llamativas, sin embargo, las manchas rojas de su rostro, la nariz afilada, las nutridas cejas y los labios carnosos. ¿Se dirige al Sporting Club o viene llegando de la última apuesta en el recién inaugurado Casino de Viña de Mar? ¿Acaba de arribar en un barco desde París o se presta a tomar el tren a Santiago o simplemente mira por la ventana la bahía del Valparaíso de su infancia? La escena remite a un spleen latinoamericano. Su mirada se sostiene en la espuma de la vida disipada, entre la espera y la expectación, entre la curiosidad y el tedio. Es el retrato de un dandy porteño.

Es sugerente la relación entre pintor y escritor. ¿Habrán entablado amistad? Edwards Bello fue un gran cronista y un observador agudo. En 1919, con la afrancesada firma de Jacques Edwards, anunciaba su proclamación como presidente del movimiento DADA en Chile con la venia de su fundador, Tristan Tzara.7 Comenzaría a ser reconocido, sin embargo, a partir de la novela El roto (1920), cuyo protagonista era un niño cria-

6

Patricio Lizama, «Estudio», en Jean Emar, Notas de Arte. Santiago: RIL Editores, 2003, pp. 9-44. Según Lizama, una de las causas del cierre de la Escuela de Bellas Artes sería la excesiva influencia de Grigoriev, «que generó una actitud imitativa en sus alumnos», p. 41. Isamitt había promovido la autonomía y apertura, lo que generó una reacción conservadora del academicismo, que se sentía amenazado ante los nuevos aires de renovación artística.

7

Jacques Edwards, Metamorfosis, Santiago, Nascimento, 1979 [1921].

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do en un lupanar de los alrededores de la Estación Central. En un escrito autobiográfico titulado Valparaíso (1963), el autor retrató la vida porteña con lucidez y sentido histórico: «Tenía nuestra casa dos pisos en la delantera y uno al fondo, frente al patio, donde sobrevivían dos palmeras sucias a causa del carbón de las fábricas. Al lado no faltaba el clásico edificio incendiado, porque Valparaíso debiera llamarse Pirópolis, o ciudad del fuego».8 Hijo del boato del salitre y de las resacas de la naciente especulación financiera, Edwards Bello es nuestro Scott Fitzgerald: un dandy fuera de campo, siempre al borde de la ruina, tanteando el fracaso.9 El estudio de la obra de Grigoriev, en tanto, sigue siendo una materia pendiente. Aparte de su trabajo pictórico, publicó una novela titulada El joven rayo de sol y un poema largo, América, sobre las cuales no se tienen noticias. Una lectura de estas aportaría a una mayor comprensión de su pensamiento estético. Había salido de Rusia en 1917 de manera clandestina, pocos meses después de la Revolución, en un bote con dirección a Finlandia, gracias a la ayuda de su amigo Máximo Gorky. ¿El motivo? Negarse al enrolamiento como soldado del Ejército Rojo.10 La Gran Guerra ya contaba por entonces con miles de víctimas. Como desertor, nunca más volvería a su amado país, su obra sería vista con sospecha. Moriría en un pueblo francés en 1939, tres años después de su último paso por Chile. Como Edwards Bello, su arte siempre se mantendría en un frágil borde, fuera de lugar.

Claudio Guerrero Valenzuela

8

Joaquín Edwards Bello, Valparaíso, Santiago, Nascimento, 1955, p. 20.

9

Edwards Bello se suicidó con una Colt Smith and Wesson una mañana de febrero. Había sufrido un ataque de hemiplejia ocho años antes.

10

Diego Muñoz, «Gorky, Modigliani y la pintura a través de Boris Grigorief», op. cit.

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María TUPPER (Santiago, Chile, 1893 – Concón, Chile, 1965)

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Joven flamenca c. 1936. Óleo sobre madera 61 x 47 cm

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Visito la pintura un domingo a mediodía, como quien visita a un familiar. No quise saber nada sobre ella hasta verla. Subiendo la escalera de madera al segundo piso, a mano derecha, frente al puente de vidrio. Entras y salta a la vista entre los demás cuadros de la pequeña salita destinada a pintoras mujeres el verde vibrante del vestido de la joven retratada, que esquiva la mirada de frente y dirige la vista un poco hacia abajo, en un punto medio entre mirar a los ojos y a los pies.

Una vez enfrente, anoto: casi fosforescente, el verde se asemeja al plumaje de un ave tropical, un verde psitácido, el color característico de la familia de los loros. La primera impresión es que el cuadro parece tener solo un filtro de ese verde extraño para un vestido, pero pronto se asoman los blancos y grises azulados. De cerca vemos un rostro ruborizado, delineado, claro, liso como un color sólido impreso. Una nariz larga, quizá demasiado larga en relación a su boca, que apretada tensa la mandíbula hacia el mentón en un gesto de aparente control.

La definida transparencia de un velo blanco de encaje detallado deja ver un moño de pelo tirante y su oreja izquierda. La nariz filuda sobresale del rostro y ocupa tanto espacio en la faz que le da un aspecto caricaturesco sin llegar a ser cómico.

El rostro y las manos, sin duda, son lo más definido del cuadro, el punto de enfoque está allí. Los codos doblados con liviandad traen con las manos hacia el centro del pecho un libro, aparentemente un misal con tapa de nácar y una cruz en la portada.

La postura de los brazos sosteniendo el libro sugiere que la joven iba caminando y de pronto se detuvo, recordando algo que la emociona, o bien, que acaba de recibir una noticia, una mala, por cierto, y se para a procesarla. Pienso que la mirada y el libro que sostiene esta joven mujer flamenca nos hablan de una emoción por devoción, ya sea por las escrituras del libro o por el ingreso a una zona de oración y recogimiento.

Le tomo fotografías en fragmentos, como estampitas, acercándome lo que más se puede. Rostro, ojos, manos sosteniendo, oreja tras la mantilla, libro, vestido verde, mangas, fondo izquierdo y fondo derecho.

Esta pintura al óleo sobre madera no tiene una fecha exacta, pero se conservan algunos antecedentes al respecto. El primero es una referencia en un artículo de Camilo Mori, que indica que la Joven flamenca de María Tupper fue pintada en 1938. Luego, con más certeza, leemos en la crónica del también pintor Jorge Letelier sobre el IV Salón Oficial de Arte de 1936 que el cuadro formó parte de las seis obras presentadas por Tupper, y se pasa a describir brevemente su participación en la sala Chile del Museo Nacional de Bellas Artes.

Deducimos entonces que el cuadro es pintado al retorno de Tupper de un viaje a Europa para finalizar sus estudios. Esto ocurrió luego de que en 1928 un decreto del Ministerio de Hacienda chileno dictara el cierre de la Academia de Bellas Artes de Santiago por renovación y que, como medida compensatoria, con el presupuesto anual se enviara a un grupo de treinta artistas a la Académie Grande Chaumiere, entre ellos a María Tupper. Una vez en París, la artista recorre los museos en compañía del pintor ruso Boris Grigoriev, «y los primitivos captan su atención», según cuenta Camilo Mori.1 Tupper en esta pintura logra crear una mezcla propia, cuyo fondo manchístico recuerda al pintor Juan Francisco González y cuyo delineado y colorido evoca las obras de su amigo Grigoriev. Ambos habían sido sus profesores en la Academia de Bellas Artes en Santiago. Tanto en el fondo como en las mangas, las pinceladas se hacen más toscas, manchadas, y parecen estar sin terminar, en comparación con el detalle del rostro y el velo. Una crítica de Víctor Carvacho del año 1953 advierte algo similar: «Los rostros y las manos son los predilectos de María Tupper. Busca en ello su signo […] Si extrema la nota cuidadosa en el análisis de los rostros y de las manos para desfallecer, esta voluntad de disciplina, en los fondos y en los trajes, ello no le resta mérito a la penetración del carácter y a la pintura, por dentro, a que aspira».2

1

Camilo Mori, «María Tupper: iniciadora del neo-primitivismo», La Nación, Santiago, agosto de 1966, s/n. Archivo Biblioteca y Centro de documentación del MNBA.

2

Victor Carvacho, «María Tupper», Sección Crítica, sin información,

*

Santiago, 12 de agosto de 1953, s/n.

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* La imagen de la joven me queda revoloteando unos días, me recuerda a la mujer de El matrimonio Arnolfini —la atractiva pintura del gótico flamenco de Jan van Eyck fechada en 1434—, quien, con su vestido abultado, también verde, y un velo blanco posa íntimamente junto a su joven esposo y su pequeño perro.

A fin de cuentas, pienso que nuestra joven flamenca es flamenca tanto por el velo andaluz como por la delicada precisión de un rostro dibujado como con lápiz de maquillaje. Pero sobre todo es flamenca por el verde de su vestido drapeado.

Constanza Jarpa Luco

El vínculo me hace dudar si el adjetivo «flamenca» que utiliza Tupper para el título de este cuadro se refiere a una mujer andaluza o al estilo pictórico de los Países Bajos en los siglos xv y xvi. La primera acepción se hace evidente por la mantilla blanca de encaje, característica sobre todo del sur de España, utilizada en Semana Santa para el domingo de resurrección como signo de devoción y pureza, en recuerdo de la Virgen María (el resto de los días y para la misa, el protocolo dictamina que debe usarse el velo negro). Por otra parte, la fuerte incidencia del color y la claridad y pulcritud del rostro nos hacen pensar en la relación de esta mujer con un tipo de retrato del período del primitivo flamenco.

Me inclino por esta última acepción cuando entre el material de archivo del cuadro leo lo siguiente: «Este envío de María Tupper es lo mejor que ha hecho durante su carrera de pintora, porque significa ya un resultado definido en lo que ella persigue. Su Joven flamenca, que recuerda por su estilo, por su ambiente, por su actitud a Van Der Weyden, es una pintura excelente, como dibujo, como sentido plástico, como armonía de color, dentro de un sentido valiente y vibrante del tono».3 No sabemos específicamente en qué pintura de Van Der Weyden estaba pensando este señor Nathanael Yáñez, pero me viene inmediatamente la imagen de María Magdalena leyendo (1435-1438), del mismo Rogier van der Weyden, y ella me hace pensar en la Santa Bárbara (1438) de Robert Campin, que también lee.

En todas estas pinturas que he recordado, las mujeres aparecen en sus vestidos verdes brillantes con las cabezas algo inclinadas en señal de lectura y modestia ante el libro.

3

110

Nathanael Yáñez Silva, «Notas de arte. El salón oficial de 1936», Las Últimas Noticias, 20 de noviembre de 1936, s/n.

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Arturo GORDON (Valparaíso, Chile, 1883 – Santiago, Chile, 1944)

CATÁLOGO 2025

La niña del mate sin fecha Óleo sobre tela 68 x 46 cm

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El nombre de Arturo Gordon suele asociarse a las escenas costumbristas y a las tradiciones populares que inmortalizó en sus conocidos cuadros de velorios, bailes, juegos, riñas y labores del campo y de la orilla. Su afición por los temas criollos y vernáculos, especialmente del espacio folclórico y rural —aunque también obrero y urbano—, le hizo acreedor del apodo del «Goya chileno» por parte de su maestro, el español Fernando de Álvarez Sotomayor, director de la Escuela de Bellas Artes y formador de los artistas de la generación del 13 de la pintura chilena. Tal como señaló el crítico de arte Antonio Romera, en la obra del artista porteño predominan los «asuntos de naturaleza popular» y «el gusto por lo multitudinario, circunstancia impuesta acaso por su condición costumbrista».1 No obstante estas categorizaciones, cabe señalar que Gordon exploró también, con destreza, el retrato, acercándose al intimismo y la naturaleza humana en sus figuras, principalmente femeninas, marcadas a veces por una pátina de melancolía y misterio, como en La niña de mis pensamientos, Mujer junto al estero o Desnudo.

En La niña del mate, Gordon nos propone asomarnos al universo privado de una mujer en un momento de solitario reposo, tal vez luego de una larga jornada de trabajo. De tan sumergida que está en sus pensamientos, la muchacha apenas parece percibir la presencia de un otro que la observa. Aquí Gordon construye un retrato que nos resulta espontáneo, como si hubiésemos abierto de golpe la puerta para encontrarnos con esta mujer y su soledad. El artista resguarda la intimidad de su personaje, pues su rostro, de facciones delicadas pero herméticas, firme perfil y labios contraídos, apenas deja traslucir

cacharros de loza refieren a un interior doméstico —una cocina o un dormitorio, tal vez, sin mayor decoración—, lo mismo que el atuendo que lleva: un sencillo vestido azul y un paño colorido que cubre su cabeza, como si estuviese en un momento de descanso en medio de una ajetreada tarea.

Gordon hace gala de su excelente manejo del color en esta obra de claroscuro, donde el lúgubre fondo oscuro hace resaltar la paleta elegida por el artista. Domina el cuadro un suave azul claro, aplicado en gruesas pinceladas sobre el vestido, las que otorgan sinuosidad a la composición y ligereza al personaje central. Los juegos de luz sobre la pálida piel de la muchacha, bien logrados con tonos claros quebrados y yuxtapuestos, otorgan volumen a la figura, mientras que los reflejos sobre los objetos inanimados —la bombilla metálica del mate, el jarrón blanco de loza— contribuyen a realzar la profundidad del espacio, cuyo fondo se pierde en la oscuridad, como si repentinamente hubiésemos abierto la puerta arrojando un haz de luz sobre la penumbra en que la muchacha ceba su yerba. En esta pintura queda en evidencia el audaz uso del color de Gordon, quien incorpora combinaciones en su paleta hasta entonces poco vistas en la pintura chilena, como los azulinos, fucsias o anaranjados. Esta preponderancia del color le permitió ir simplificando las formas sin sacrificar el realismo. Tal como señalaba el crítico de arte Carlos Lastarria, Gordon «nos da con el color la propia potencia luminosa de su alma […] Como gran colorista, supo obtener con una paleta limitada una mayor riqueza cromática en el empleo juicioso de la armonía de los contrastes y de las afinidades».2

alguna emoción.

Marcela Küpfer

En esa aproximación furtiva, la imagen de la muchacha domina toda la composición. El contexto se insinúa a través de los escasos objetos que nos hablan de sus circunstancias: el mate, bebida tradicional del campo chileno, cuelga casualmente de su mano, como si la muchacha ya hubiese ingerido el brebaje y ahora disfrutara de sus reponedores efectos; a su lado, los dos

1

112

Antonio Romera, «Gordon en una nueva sala de arte», Arturo Gordon y su obra, Santiago, Municipalidad de Santiago, 1974, s/p.

2

Carlos Lastarria, «Arturo Gordon y la realidad cotidiana», La Estrella de Valparaíso, s/f, s/p.

Palacio Baburizza

Berta M. SMITH LANGLEY (sin información)

CATÁLOGO 2025

Retrato de niño sin fecha Óleo sobre tela 78 x 58 cm

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Camilo MORI (Valparaíso, Chile, 1896 – 1973)

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Reloj Turri 1935 o 1952 Óleo sobre tela 98 x 58 cm

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Camilo Mori, que reconocía al rupturista Juan Francisco González como uno de sus maestros, decía que con él la mirada sobre Valparaíso se recoge: desde un encuadre orientado hacia el mar, los barcos, el característico paisaje del puerto, la visión se vuelca sobre el plan, los cerros, sus quebradas y habitantes ignotos. De otro pintor, y amigo porteño, Carlos Lundstedt, decía: «Con Lusti…trajimos al plan —como González lo hiciera antes—, para sorpresa de los aficionados (rendidos admiradores de marina de alta mar que analizaban con experto ojo de marinos en potencia), la visión de un paisaje tan lleno de vida ardiente como de sórdida miseria».1 Hay un Nocturno de Valparaíso de Mori que muestra ese cambio en la mirada como una inversión perfecta. Desde el mar, con la figura de un anónimo barquero en primer plano, asistimos a la presencia oscura y lejana de los cerros. No se habla de la majestuosidad del puerto, de la marina nacional ni de gestas heroicas. De estar situado en las alturas, sobre esa suerte de anfiteatro natural que da a la bahía, el punto de vista pasa a ubicarse en su extremo opuesto, al ras del mar.

Mori nació en 1896, en el cerro Santo Domingo, «en el riñón del puerto, lo más viejo y ruinoso que Valparaíso tiene» —según sus propias palabras—, y vivió luego en el cerro Bellavista.

Aunque partió joven a Santiago a estudiar en la Academia de Bellas Artes, a pesar de los viajes al extranjero y de la etapa de docente en la capital chilena, nunca dejó de pintar la ciudad puerto. Y así como Valparaíso es una presencia constante en su itinerario, también lo es su pulsión por indagar la noche.

«De muchacho fui un pintor un tanto dramático. Pinté la noche por el misterio que de ella emana: cerros en penumbras»,2 dijo alguna vez. En otra ocasión usa palabras muy similares para hablar, no ya de la noche, sino de su ciudad: «Hay algo sin duda de atrayente y misterioso y de indefinible en ese puerto de Valparaíso…». De allí nace para Mori el impulso y la emoción que llevó a James McNeill Whistler «a perpetuar en musicales

1

Camilo Mori, «Valparaíso y los pintores», Valparaíso en la pintura, Sala Chile del Museo Nacional de Bellas Artes, 1963.

2

Camilo Mori y Garces Guzmán, «Camilo Mori, el cuadro, la mujer, la noche, el pecado», entrevista, Las Últimas Noticias, 29 de mayo de 1982.

CATÁLOGO 2025

armonías de oro y plata la visión crepuscular o nocturna del puerto que se ofrecía a su vista». Se refería al Nocturne in Blue and Gold, Valparaiso Bay (1866-1874), que el inglés pintó a su paso por estas tierras.

En el recorrido de Mori, el nocturno no es un mero ejercicio técnico ni una curiosidad pasajera. Entre las obras que figuran visiones de Valparaíso, habría que sumar Subida de cerro, Casino de Viña del Mar, Noche de luna en Valparaíso y El circo. El impulso por explorar la noche, por prestar oídos a su silencio metafísico o a su murmullo indescifrable está desde el inicio de su camino hasta sus últimas obras. En Reloj Turri asistimos a una visión nocturna del plan. Desde las alturas, el círculo luminoso de un reloj impera sobre las calles. Además de dar título al cuadro, la centralidad del reloj está dada por su ubicación espacial. El artificio lumínico, en su redondez y blancura, sustituye la presencia del astro nocturno. En su mecánica, anima la temporalidad expansiva de la urbe, su vocación de avanzar sobre el reino de la noche. Abajo, la luz artificial, los tranvías y los autos marcan el pulso de esa conquista espacial y temporal: la posibilidad de moverse más veloz, y de hacerlo desafiando el ritmo solar. Los pocos transeúntes anónimos son sombras prácticamente indistinguibles entre las máquinas en movimiento.

El edificio Edwards, como también se conoce al Reloj Turri, fue construido en 1924. Ubicado en el barrio financiero, es un ícono de la modernidad porteña, como también lo son sus tranvías. Fue a partir de 1904 que se pasó de los «carros de sangre», instalados desde 1863, al tranvía eléctrico. Cuando en 1902 la municipalidad llamó a concesiones para luz eléctrica y tracción, la elite se dividió en torno de si debía exigirse que el servicio fuera llevado a los cerros, donde era más necesitado.

En su Autobiografía, Rubén Darío relata una escena elocuente, en la que acompaña a un doctor amigo a hacer una visita a los cerros, que «tenían fama de peligrosos en horas nocturnas».

Además de lo dificultoso del andar, menciona oír algún tiro más o menos lejano… «Al entrar a cierto punto, un farolito surgió detrás de unas piedras. El doctor silbó de un modo especial, y el hombre que llevaba un farolito se adelantó a nosotros. “¿Están los muchachos?”, preguntó Galleguillos. “Sí, señor”,

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contestó el rotito».3 Carolina Zúñiga sugiere que, antes que un sereno o un funcionario de la administración municipal, el personaje parece ser parte de una organización que tenía el cerro para ordenar la noche.4 ¿Un lamparero? En cuanto al tranvía, los problemas en el servicio, denunciados por los usuarios, llevaron a sucesivos cambios en la concesión; un punto álgido se dio en 1920 cuando el 10 de marzo, frente a un alza del boleto, una revuelta popular incendió varios carros; Manuel Rojas en Hijo de ladrón relata el episodio. El sistema, que había empezado a decaer en la década de 1940, terminó por desaparecer en 1952, la noche del 30 de diciembre, cuando un carro de la 505 hizo su último recorrido.5 Se trataba de la línea que iba por la calle Cochrane, justamente por donde pasan los tranvías que vemos en el cuadro.

En esta obra de Mori, sin embargo, el dato histórico está fuertemente tensionado por otra dimensión. La perspectiva elegida por el pintor da a la torre del reloj una altura dramática, irreal, una entidad casi totémica; y, paradójicamente, le otorga una temporalidad otra, quizás onírica, que rehúye toda posibilidad cronométrica. Apenas un faro alucinado en el mar de la noche.

Rosario González Sola

3

Rubén Darío, Autobiografía, Madrid, Mundo Latino, 1918, p. 63.

4

Ver Carolina Zúñiga Curaz, «Luz artificial y oscuridad: registro literario y fotográfico de experiencias lumínicas en Santiago y Valparaíso durante los siglos XIX y XX», Actas Luxamérica, Valparaíso, Universidad Técnica de Santa María, 2022.

5

Cfr. Simón Castillo y Waldo Vila, «Los tranvías de Valparaíso. El primer sistema de transporte público del puerto (1863-1953)», Revista 180, n.º 40, 2017.

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Camilo MORI (Valparaíso, Chile, 1896 – 1973)

CATÁLOGO 2025

El circo sin fecha Óleo sobre tela 60 x 73 cm

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El circo es también el título de otros dos cuadros de Camilo Mori. A diferencia de aquellos, postales gemelas de una misma escena diurna en la que se distingue la bandera francesa, en este nocturno el cartel luminoso anuncia un «Circo de fieras». Si aquellos dos captan la vida urbana de París, donde Mori se encontraba cuando los pinta por 1921, no sería osado sugerir que este otro retrata una de las tantas carpas que llegaban con curiosidades y rarezas a Valparaíso —ciudad natal del pintor—, y que sin duda Mori guardó en su retina. Por caso, la revista porteña Sucesos anunciaba en 1911 —el pintor tendría 15 años— la presentación de un circo que se llamaba precisamente así. Esta modalidad, fuerte en la presentación de bestias feroces, elefantes amaestrados y monos acróbatas, tenía ya una historia en el país. Pensemos por ejemplo en el Gran Circo de Fieras de Julio Quiroz, de 1889.

De los cuadros circenses que Mori pintó en París, uno da la impresión de ser el esbozo del otro. Uno exhibe en dispersión lo que el otro condensa expresivamente. Este segundo óleo guarda una curiosa historia que, con variaciones, fue contada por el propio Mori y por su compañera Maruja, y replicada en múltiples notas, memorias y entrevistas: estando en Francia y con pocos recursos, el artista fue operado de un riñón; como forma de pago, el médico, aficionado a la pintura, aceptó El circo. Se trataba de la obra que Mori había expuesto en 1921 en el Salon D’Automne de París, donde se lo había designado miembro «sociétaire». En la década de 1950 la obra regresó curiosamente a Chile, de la mano de unos comerciantes franceses. El precio era tan alto que Mori —quien en 1950 había recibido el Premio Nacional de Arte— tuvo que vender varias de sus obras recientes para adquirir el cuadro de juventud. Él consideraba ese óleo de 1921 pintado en París «su primera realización», «el resumen de muchas cosas».1 Ha sido extensamente reseñada, por el propio pintor y sus críticos, la significativa transformación que se produjo en su trayectoria durante aquel primer viaje de tres años, a partir de su visita a la exposición retrospectiva de Cézanne y de su 1

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Camilo Mori y Garces Guzmán, «Camilo Mori, el cuadro, la mujer, la noche, el pecado», entrevista, Las Últimas Noticias, 29 de mayo de 1982.

contacto con el cubismo, que, al decir de Bindis, lo impulsó a la planimetría y el cromatismo contrastado.2 Cuando volvió a Chile, Mori se convirtió en «uno de los más representativos de la pintura chilena en el momento en que recién se abre a las experiencias modernas».3 Por estar relacionado con esta historia, el óleo del circo parisino ha merecido profusas referencias. Poco o nada se ha escrito sobre este otro, el de fieras.

Si el motivo del circo, la urbe moderna, de multitudes, de personajes anónimos, enlaza a este cuadro con los parisinos de igual título, su atmósfera nocturna, no menos protagonista, lo hermana a aquellas otras visiones que Mori plasma del Valparaíso noctámbulo. En este caso, salvo por la luz del cartel y la que resplandece bajo la carpa, el cuadro exige que nuestros ojos animales penetren la oscuridad. Solo después de un rato de observar, comenzamos a percibir detalles. Una pequeña multitud en sombras es arrastrada por la luz, los contornos se diluyen y dan a los cuerpos un tinte fantasmal. También espectrales se figuran las ramas de los árboles, en el contraste del resplandor que emana del toldo. Bajo el cartel, la abertura de la carpa, el triángulo de luz, como un tajo abierto a la noche, insinúa aquello que el día y la ciudad mantiene a raya: lo fiero, lo raro, lo extremo. Si el cuadro nos permite oír la música, la fiesta, es por el modo en que es atraída la multitud que responde a ese llamado.

En la historia del circo en Chile, la ciudad puerto de Valparaíso es cardinal. Aquí se instala, en 1827, el primer circo internacional. Su permanencia frente a la Plaza Victoria durante meses y el atractivo popular que logró hicieron que se bautizara como «Calle del Circo» la que mucho tiempo después fue renombrada «Edwards». Se trataba del circo inglés de Nathaniel Bogardus, famoso entre otros números por sus espectáculos ecuestres. Fue también Valparaíso el que vio instalarse en 1885 al que distintas fuentes reconocen como el primer circo chileno, el de la familia Pacheco. Fotos del Archivo Nacional

2

Ricardo Bindis, «Exposición de Camilo Mori», Revista Meridiano, n.° 2, 1974, pp. 200-202.

3

Ricardo Bindis, «Recordando a Camilo Mori», La Tercera, 2 de febrero de 1986.

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muestran que las carpas que llegaban por temporadas a Valparaíso no se levantaban exclusivamente en el plan, sino también en los cerros.

Las reformas borbónicas del siglo xviii que, con el apoyo de las élites nacionales al modelo «civilizatorio», intentaron prohibir el carnaval en diferentes sectores de América, fueron cabalmente exitosas en Chile. Pilar Ducci, que ha contribuido a crear una historia de la actividad circense chilena, señala el circo como uno de los lugares que encuentra lo carnavalesco, no ya como ese lapso marcado por un tiempo —el previo a la Cuaresma— sino que delimitado por el espacio físico de la carpa. En ella, lo inesperado, lo raro, lo salvaje, lo que desafía los límites del cuerpo, lo anormal, lo que suele esconderse, es llevado al centro. El circo es risa, ironía, humor, inversión, máscara. Ducci señala que, aproximadamente hasta la década de los ochenta, los espectáculos se organizaban en dos partes: una primera, con números típicamente asociados al circo —payasos, acróbatas, malabares—, y una segunda, de música chilena: «Era el escenario perfecto para los artistas nacionales, movible, flexible e itinerante a lo largo del país. Entonces, tenías al dúo los Perlas, a los caporales, a los Huasos de Pichidegua, a Guadalupe del Carmen (principal exponente chilena de rancheras), al Pollo Fuentes y la Nueva Ola y a Violeta de Mayo, nuestra Violeta Parra, presentándose en estas carpas».4 La nutrida relación de los Parra con el circo abre varias líneas para pensarlo en una clave en que lo carnavalesco, la música y la poesía se cruzan. En Chile, la fiesta popular consuma una suerte de antropofagia del modelo circense cosmopolita.

Este circo de fieras es a la vez un retrato de época y una visión interior. Mori decía pintar la noche «por su misterio», y hablaba del «embrujo» de Valparaíso. Este nocturno evoca, desde distintos perfiles, los anversos de la ciudad diurna, el momento en que las fieras se muestran.

Rosario González Sola

4

Pilar Ducci y Carlos Reyes, «Pilar Ducci: el circo es un espejo de la sociedad», entrevista, Revista Universitaria, n.° 161, s/f.

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Camilo MORI (Valparaíso, Chile, 1896 – 1973)

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Bahía de Cumberland sin fecha Óleo sobre tela 44 x 53 cm

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Camilo Mori nos ofrece una obra que plantea una representación idílica del paisaje de la isla Robinson Crusoe. A través de una composición donde el mar, la costa y el cielo se funden en una paleta de vibrante de azules y verdes, naranjos y amarillos, Mori retrata la naturaleza imponente del Pacífico suroriental, creando una imagen romántica de la geografía de Juan Fernández.

Bahía de Cumberland se inscribe en una tradición pictórica que valora el paisaje como objeto artístico. Durante el siglo xix, con el desarrollo de corrientes como el romanticismo, los paisajes se convirtieron en escenarios de lo sublime y lo exótico. En este contexto, la naturaleza no era solo un escenario pasivo, sino un elemento orgánico y dinámico, capaz de despertar emociones profundas en el espectador. Mori recoge esta tradición y la moderniza, transmitiendo el poderío y la majestuosidad del entorno natural. En Chile, artistas como Onofre Jarpa y Alfredo Helsby ya habían trabajado la representación de la naturaleza, pero Mori introduce una visión vanguardista, que privilegia la expresión subjetiva sobre la descripción detallista y minuciosa del objeto pictórico. Para la historiografía, Mori representa la ruptura con la tradición academicista que imperaba en Chile hasta inicios del siglo xx, reconociéndose así su rol en la modernización del arte nacional. La textura visible en las pinceladas y el uso de colores vibrantes en Bahía de Cumberland ilustra de manera magistral la influencia que el posimpresionismo europeo tuvo en su obra, llegando a tomar elementos del fauvismo.1 De acuerdo con Ricardo Bindis, Mori es el artista «por excelencia de la mutación y de la pasión por las corrientes renovadoras».2 Junto a este cuadro, el Museo conserva también Juan Fernández, otra pintura sobre la isla Robinson Crusoe, cuya pincelada mantiene las mismas cualidades expresivas que la anterior. Cabe destacar que el archipiélago de Juan Fernández fue el tema central de una exposición realizada por el artista en Nueva York en mayo de 1938.

Uno de los aspectos más destacados de este paisaje es la elección de la bahía de Cumberland como motivo pictórico. Con esta pieza, el autor rinde homenaje a la tradición artístico-literaria que, durante siglos, ha representado a las islas Juan Fernández como

una frontera de la civilización: un espacio romántico, detenido en el tiempo.3 Desde su descubrimiento en el siglo xvi, el archipiélago ha cautivado la imaginación de exploradores, científicos y artistas, quienes han encontrado en este lugar una fuente inagotable de inspiración para reflexionar sobre la condición humana y su vínculo con la naturaleza. Así, la representación artística ha mostrado estas islas como un territorio en el que la naturaleza, remota e inhóspita, desafía a la humanidad, convirtiéndose en símbolo de la confrontación entre lo humano y la vastedad del mundo natural.

En esta composición, las construcciones de los isleños —sus casas, muelles y barcazas— contrastan con una naturaleza majestuosa e indómita que ofrece una visión idealizada del paisaje insular. Mori no se limita a ofrecer una descripción visual, sino que nos invita a contemplar la grandeza y la belleza indomable del entorno natural.

Con esta obra, el autor integra Juan Fernández al imaginario paisajístico nacional, y de esta forma contribuye a desplazar la visión terracéntrica del patrimonio natural chileno, dando importancia al maritorio y la insularidad chilena.

Natalia Gándara

Camilo Mori, Juan Fernández, sin fecha. Óleo sobre tela, 44 x 54 cm. Colección MMBAV

1

Antonio Romera, Historia de la Pintura chilena, Santiago, Editorial del Pacífico, 1951, p. 189.

2

Ricardo Bindis, Camilo Mori Serrano, Santiago, Philips Chilena, 1985.

CATÁLOGO 2025

3

Natalia Gándara y Elizabeth Chant, «Islas de ensueño. La imagen de Juan Fernández como una frontera ambiental y civilizacional», Revista Historia y Patrimonio, n.º 3, 2023, p. 1.

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Carlos ISAMITT (Rengo, Chile, 1887 – Santiago, Chile, 1974)

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La lavandera sin fecha Óleo sobre cartón 22 x 30 cm

Palacio Baburizza

Carlos Isamitt Alarcón fue músico y pintor, pero también se destacó como profesor e investigador del folklore. Nació en Rengo en 1887, aunque algunos autores del siglo pasado dicen que fue en 1885. Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes, fue alumno de Pedro Lira y asistió, en 1908, al curso de Fernando Álvarez Sotomayor, una de las directrices de cuya enseñanza era «la relación del pintor con su medio, fuente en la que debe beber su inspiración». 1 Por haber sido alumno de Álvarez Sotomayor, se lo vincula con la generación del 13, aunque nunca siguió los postulados del grupo. En la mitad de la década del veinte viajó a Europa, donde se liberó «de fórmulas intercambiables y su tonalidad se hizo más clara y directa, independizándose del estudio únicamente objetivo del natural, sustituyéndolo por la trasmutación de la forma y liberación del color local».2 Estas dos últimas características tomaron fuerza cuando decidió seguir otros rumbos en su camino artístico.

Dentro de la pintura, Isamitt destacó en el género del paisaje, donde incorpora «lo que recoge en sus continuas andanzas por el territorio nacional, peregrinaje voluntario de rigurosa observación».3 Si bien recorrió ampliamente el país, lo que más abunda dentro de su producción son los paisajes de la zona central. Uno de ellos es La lavandera.

Esta pintura no está datada, pero sí ubicada en el espacio.

Laguna Verde es una localidad de la zona sur de Valparaíso, donde se encuentra el estero Sauce, rodeado por un cordón montañoso de quebradas y laderas que forman acantilados.

Esta topografía se caracteriza por su altura y su cercanía al mar. Desde su cima, se extiende la amplia panorámica que podemos observar también en la pintura. El espectador, desde la punta de lo que podría ser un acantilado, distingue hacia el

1

Víctor Carvacho Herrera, El pintor Carlos Isamitt, Santiago, Instituto Cultural de Providencia, 1984, p. 7.

2

Waldo Vila, Una capitanía de pintores, Santiago, Editorial del Pacífico, 1966, p. 100.

3

Carlos Riesgo Grez, Evocaciones de Carlos Isamitt y consideraciones sobre la creación artística, Academia Chilena de Bellas Artes, 30 de marzo del 2020, p. 4.

CATÁLOGO 2025

horizonte la parábola de una playa —probablemente la bahía de Laguna Verde— flanqueada por otro acantilado.

La protagonista de la escena, la lavandera, aparece de espaldas al espectador y en escorzo; en posición de cuclillas, lava con las manos dentro de una batea. En el plano siguiente, una vegetación compuesta por dinámicas pinceladas que producen texturas y volúmenes de tonalidades sobrepuestas, crea una especie de muro que divide la pintura entre el escenario de la lavandera y el paisaje del fondo. Estas tonalidades, que apenas se mezclan entre sí, dan la impresión de una naturaleza en sus distintos estados de existencia, así como de distintas especies vegetales, unas más frías, otras más cálidas. En el extremo derecho de la pintura, salta a la vista la dupla de complementarios, el rojo y el verde, acompañados de unos trazos negros que arman posibles cactus florecidos. Estos, además de pinchar la mirada a través del color, pinchan con la textura de una pincelada no continua.

«Nunca me gustó el impresionismo desintegrado que tanto seducía a mis compañeros de la Academia. Por inclinación natural fui siempre partidario de una pintura completa, donde se aprecien los valores», afirmó Isamitt.4 Esos valores se presentan en La Lavandera como forma y color de manera compacta. En cierta manera, esta integración ofrece una analogía entre la labor de la lavandera y la bahía de Laguna Verde: ambas «lavan» y «bañan», el territorio y la ropa de sus habitantes.

Lola Palacio

4

Carlos Riesgo Grez, op. cit., p. 8.

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Alfred (Alf) TUTT MADSEN (Hamburgo, Alemania, 1901 – sin información, Chile)

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Día de tempestad (Temporal en la Costanera) 1940 Óleo sobre tela 55 x 78 cm

Palacio Baburizza

Día de tempestad, del pintor alemán y marino mercante Alfred Tutt Madsen, es una obra visual que captura la intensidad de la naturaleza en un paisaje marino agitado, un ejemplo notable de la habilidad del artista para representar la furia del mar.

El oleaje agitado y las tonalidades grises y blancas crean una sensación de movimiento y energía, mientras que las embarcaciones de distintos tamaños y colores café y negro parecen luchar contra las olas. La variedad de tamaños y formas de las embarcaciones añade dinamismo a la escena, sugiriendo una narrativa de inestabilidad y desequilibrio. La fuerza del viento y las olas es casi palpable, y la violencia del mar es una fuerza que no puede ser contenida por las construcciones humanas.

La obra de Madsen se inserta en un contexto histórico y cultural específico, el de la ciudad de Valparaíso, conocida por sus tormentas y naufragios. La ciudad ha sido azotada por numerosas catástrofes marítimas a lo largo de su historia, y no obstante, sigue siendo habitada y amada por sus habitantes, quienes han desarrollado un espíritu indómito y una capacidad para resistir y adaptarse a las adversidades. En este sentido, la tempestad que muestra esta pintura puede ser vista como una representación de la turbulencia emocional y la pasión que caracterizan a los habitantes de la ciudad.

En su texto Una bahía abierta a los vientos, los naufragios y los efectos climáticos que afectaban a Valparaíso 1850-1930, María Teresa Figari nos cuenta: Una vez terminada la tempestad, los buques destrozados, con sus bodegas abiertas y la mercadería esparcida por la playa, ofrecían a los espectadores los más variados elementos —ropas, madera, fierros, cables, sacos, muebles, vasijas—, de los que podían apropiarse fácilmente, a pesar de los intentos de la policía por impedirlo.1 Después de la tempestad viene la calma, y es en ese momento donde recién se puede ver el nivel de destrucción. Restos de diversos objetos flotando o esparcidos en la playa serán los

1

María Teresa Figari, «Una bahía abierta a los vientos, los naufragios y los efectos climáticos que afectaban a Valparaíso», Archivum, año II, n.º 2-3, p. 44.

CATÁLOGO 2025

vestigios que nos recordarán el paso de esa energía incontenible. En la novela Hijo de ladrón de Manuel Rojas, el personaje principal, Aniceto Hevia, se ve obligado a recoger metales en la playa para después venderlos al kilo y poder pagar un plato de comida. La mercancía esparcida en la playa se convierte en un recurso para aquellos que no tienen otra opción. Reflejo de la dura realidad de la pobreza y la supervivencia en la ciudad puerto.

Las catástrofes en Valparaíso son cotidianas; sabemos, quienes habitamos en ella, que pueden venir en cualquier momento. Es por eso que asumimos la derrota como un principio; sabemos que las edificaciones que hoy están puestas de pie pueden caer repentinamente. Nada es para siempre, nos dicen los cientos de porteños que construyen sus casas con materiales livianos en los cerros y que buscan en los lugares más insólitos la posibilidad de habitabilidad. En palabras del poeta Pablo de Rokha: Valparaíso hinchado de cadáveres monumentales, irguiendo tu cabeza sin fronteras y sin ausencias, Valparaíso, te levantas por encima de los siglos de los siglos, solo, resplandeciente, roto, destruyéndote y construyéndote en el filo de los abismos y los peligros de los abismos, la orilla del mar del cual vinieron los tatarabuelos de la humanidad.2 La pintura de Alfred Tutt Madsen es un reflejo de la compleja relación entre la ciudad de Valparaíso y el océano, una relación marcada por la pasión, la resiliencia y la fragilidad. La obra nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vulnerabilidad frente a la naturaleza y a reconocer la belleza y la fuerza que se encuentra en la intersección entre el mar y la ciudad. En este sentido, es un poderoso recordatorio que nos fuerza a aceptar nuestra fragilidad e inestabilidad como habitantes de estas costas.

Sebastián Gil

2

Pablo de Rokha, «Oceanía de Valparaíso», De ola en ola, Antología poética del mar, Mario Ferrero (comp.), Santiago, Pineda Libros, 1973, p. 76.

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Humberto PALMA (sin información)

Marina, vista de Punta Gruesa (Curva de los Mayo) sin fecha Óleo sobre cartón 47,5 x 63 cm

Falta imagen grande

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Pascual GAMBINO (Montevideo, Uruguay, 1891 – Santiago, Chile, 1994)

CATÁLOGO 2025

Naturaleza muerta sin fecha Óleo sobre madera 39 x 49 cm

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Jorge MADGE (Viña del Mar, Chile, 1900 – 1947)

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Pimientos sin fecha Óleo sobre tela 56,5 x 47,5 cm

Palacio Baburizza

Pedro OLMOS (Valparaíso, Chile, 1911 – Santiago, Chile, 1991)

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Naturaleza muerta sin fecha Óleo sobre madera 49 x 60 cm

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¿En qué sentido está muerta una «naturaleza muerta»? O, por el contrario, ¿en qué sentido la naturaleza está viva, tal que su representación puede decirse «muerta»? ¿Cuál es la vida que falta a los melancólicos pimientos de Jorge Madge? ¿Cómo aceptar la muerte de las vivaces frutillas de Pascual Gambino?

Los antiguos filósofos presocráticos concebían la naturaleza —Φύσις (physis)— como un elemento indeterminado y dinámico, que se encuentra en constante transformación. Por su mismo movimiento falto de límites, la naturaleza solo podía pensarse como anterior a todo individuo, a toda cosa determinada. La vida misma parecía abrirse al devenir, fluir como un río y ser así el éter, la sustancia primordial capaz de explicar la existencia y la aparición de los entes. Anaximandro le llamó ἄπειρον (ápeiron), vocablo formado por la negación del término πέρας (peras), límite: ausencia que señala también la primera concepción filosófica de infinito en Occidente.

Si los sabios de antaño tenían razón, se sigue una problemática consecuencia: la naturaleza no puede ser representada. Pues, ¿cómo re-presentar, repetir en un nuevo presente, aquello que no cesa de cambiar, es decir, de no estar nunca presente? ¿Cómo hacernos una imagen fija de un estado de indistinción originaria? Y si la representación es, como pensaba ya Kant en la modernidad, la forma y lógica de la percepción misma, resulta que la naturaleza no podría ser siquiera captada por los sentidos y, por supuesto, mucho menos pensada y conceptualizada. Simplemente, no aparecería, no llegaría nunca a constituirse como fenómeno. Toda representación no sería sino un violento gesto de detener lo imparable, un vano intento desde el que la vida siempre se fuga. No habría vida, por tanto, ni en nuestras imágenes mentales ni en nuestras producciones pictóricas. Toda realidad virtual interior, pero también toda imagen exterior, por vivaz o abstracta que sea, sería siempre una naturaleza muerta.

Probablemente, debido a estas dificultades para la percepción, en el pensamiento, la imaginación y el arte, esta idea de la physis infinita fue prontamente olvidada. Cuando Platón estableció que toda representación es en realidad una imitación, una μίμησις (mimesis) de una realidad dada de antemano, cambió radicalmente el paradigma físico de la época. Se trata de sos-

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tener que la naturaleza está ya siempre compuesta de individuos, de seres que existen ya con tales o cuales características, indivisos en sí mismos y separados de los otros. La idea de que toda representación es una mímesis de algo ya existente supone que lo representado, la cosa real —las frutillas, los pimientos «reales»— se asemejan en su forma a la imagen —el cuadro, la pintura—; es decir, que se trata de una repetición de un individuo originariamente existente que tendría ya límites y determinaciones. Esta idea, tanto física y ontológica como epistemológica y estética, ha gobernado nuestras concepciones sobre el arte y la representación desde entonces.

Pero ¿hasta qué punto la chirimoya absorta, envuelta en la atmósfera onírica de un espacio doméstico, es realmente copia de una chirimoya real? ¿Hasta qué punto no es una ficción pura, una fijación sin referente? ¿Es pensable una imagen — siempre virtual— sin correlato —supuestamente real—? ¿Es el jarrón de la escena de los pimientos un objeto inspirado en los jarrones de todos los días? ¿O es realmente una fantasía, un instrumento mágico que parece flotar en el aire como fantasma? Las transformaciones de los paradigmas estéticos a través de la historia del arte nos explicarían que estos cuadros habitan el margen del arte figurativo, y de allí su doble faz: a la vez copia de la naturaleza y versión monumental, críptica, muerta.

Sin embargo, por debajo de estas especulaciones estéticas, podría haber una suerte de vuelta a las antiguas tesis jónicas.

Pero, sabemos ya, tampoco se trataría de seguir sosteniendo la irrepresentabilidad pura de la naturaleza, su huida del aparecer y la fenomenalidad. Sostenerlo obligaría a sostener también un paradigma epistemológico que hace del ser humano la norma, la ley de la representación, subyugando el aparecer de la naturaleza a sus propias estructuras y operaciones cognitivas. Si solo hay ficción y nunca «realidad» accesible, el ser humano y su poder de ficción es, entonces, la medida de todas las cosas.

Busquemos otra alternativa, si la hay. ¿Y si la naturaleza pudiera producir, ella misma, su propia representación? ¿Pero, cómo? ¿El artista, el humano que observa, entonces, no cumpliría ninguna función? ¿Y si el humano fuese también un es-

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clavo de esa physis en movimiento, un efecto suyo y parte de la representación de sí? Una suerte de holograma, de imagen en movimiento producida por el propio movimiento sin fin de una physys en principio ilimitada, capaz de acoger todas las formas.

El pintor no sería el amo y creador de una segunda naturaleza, la del arte, sino un mero súbdito, sujeto de la fuerza informe del ápeiron que, con sus propios movimientos derivados, produce las diferencias necesarias para hacer aparecer tanto a sujetos como a objetos. No habría entonces verdaderas «naturalezas muertas», pues ellas serían el producto de los pliegues —dobleces, arrugas, rugosidades, invaginaciones— que deja en en la existencia el movimiento mismo de la vida.

Quizás es por esta última tentación, de hacer tanto del artista como de su obra solo un pliegue más de la fuerza natural, que el caso ejemplar de las naturalezas «muertas» son las cosas comestibles: frutas, verduras y los implementos que las contienen y acompañan: jarrones, platos y manteles. ¿Cuál es la relación entre la cosa comestible y la idea de una physis que se pliega sobre sí misma? El movimiento de incorporación: los alimentos, las cosas dadas a la boca y al estómago están, por así decirlo, hechas para volverse nosotros mismos: para tomar la forma de nuestro cuerpo, para ser asimiladas; pero, también, para transformarnos desde dentro. Comer es la práctica más cotidiana, más visible por tanto, de la dinámica del pliegue de la vida sobre sí misma. Pues un elemento, en principio ajeno a nuestro cuerpo, entra en él, se vuelve parte de él, se transforma y lo transforma desde dentro. Lo produce, incluso.

Ninguna repetición de algo anterior, pero tampoco la ficción pura de un cuerpo autótrofo y anoréxico. Danza de lo mismo y lo otro; dinámica de un mismo elemento —el cuerpo, la naturaleza— que sale de sí y vuelve a sí, y que en ese movimiento se transforma, crea, vive. La muerte de la naturaleza no es sino el movimiento de la vida, patente en las dinámicas alimentarias; y, cómo no, en las todavía misteriosas «naturalezas muertas».

Valeria Campos Salvaterra

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Gregorio DE LA FUENTE (Santiago, Chile, 1910 – 1999)

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Retrato del grabador Carlos Hermosilla 1941 Óleo sobre tela 90 x 66 cm

Palacio Baburizza

Gregorio de la Fuente fue un artista plástico chileno reconocido ampliamente por su obra pictórica y por su labor de muralista. En pintura se le ubica en la generación del 40 y en el muralismo se le posiciona, entre otros, junto a Laureano Guevara, Julio Escámez y el mexicano David Alfaro Siqueiros. En su formación como pintor recibió varias influencias, pero las más importantes fueron la de Carlos Isamitt en la Escuela de Bellas Artes y la de Juan Francisco González, que le dio clases particulares de pintura. Se dice que con él adquirió una actitud abierta, que se refleja en la agilidad de la pincelada y en su capacidad expresiva.

En sus primeros trabajos, De la Fuente deja ver la influencia del impresionismo tanto en su enfoque de los temas de la naturaleza y los paisajes como en el tratamiento de la luz. En lo formal, siempre presentó un sometimiento a lo real desde un objetivismo riguroso, prefigurando el trayecto hacia un posimpresionismo de corte cezanniano. Uno de los aspectos más característicos en su pintura es su manera de usar el color y el dibujo. En su primera gran exposición, realizada en agosto de 1941 en la sala del Banco de Chile, su inclinación a los colores luminosos llamó la atención de la prensa especializada de la época, que le atribuyó un ánimo optimista. Con ello, la crítica destacaba el hecho de estar frente a un pintor de variadas sensaciones visuales, en el que también resaltaba la fortaleza del dibujo y su capacidad para estructurar la composición. El Retrato del grabador Carlos Hermosilla se ubica en este momento de cambios y transiciones en que Gregorio de la Fuente, habiendo alcanzado una madurez como pintor, ya se ha conectado con el muralismo como oficio. En la exposición del Banco de Chile exhibió treinta y siete pinturas, entre las que había paisajes, naturalezas muertas y retratos, uno de los cuales era el del artista porteño.

Hermosilla tenía alrededor de treinta y seis años cuando fue retratado. La obra lo muestra al sesgo, desde su costado derecho, dejando ver un solo brazo y una sola pierna: el brazo izquierdo y parte de una pierna le fueron amputados producto de una descalcificación ósea que le afectaba desde niño, probablemente debido a las condiciones económicas precarias en que vivió su juventud. Pero es en el período de convalecencia

CATÁLOGO 2025

cuando Hermosilla empieza a practicar el dibujo y la pintura.

En el cuadro de De la Fuente, el grabador mira al espectador mientras su mano se apoya sobre una mesa. El carácter del artista se representa con un semblante serio y, según el crítico Antonio Romera, melancólico.

Esta pintura es una obra particularmente extraña en su modo de presentarse. Como decía más arriba, De la Fuente se caracterizó por un manejo extraordinario del color, pero, en este caso, su uso parece ir en una dirección expresiva que no se resuelve en la sola alegría o tristeza. Posiblemente estamos ante un tratamiento anímico más complejo. Frente al cuadro el espectador asiste a la paradoja de ver una pintura que despliega una atmósfera triste hecha con colores expresivos, salvo por el pequeño grabado que aparece al costado derecho que, además de generar un fondo oscuro, establece una continuidad entre el grabador y su oficio. Si no fuera por el grabado (¿un autorretrato?) y la leve sombra que se proyecta con el cuerpo de Hermosilla, el fondo de la habitación podría ser algo abierto, un cielo en movimiento más que una pared. En un gesto simbólico, la luz se concentra en el rostro del artista y en su mano, pero, al mismo tiempo, parecen irradiarla hacia el espectador, como si De la Fuente quisiera radicar la fuerza y firmeza del cuadro precisamente en los dos rasgos más característicos del artista. Así, el rostro, en medio de un ambiente melancólico, exhibe una potencia de carácter que se conecta con la energía de la mano empuñada, la misma con la que Hermosilla sostiene la gubia o el buril.

La variada gama de azules desplegada en la tela podría perfectamente pertenecer a cualquiera de las obras del mismo período de Picasso. De la Fuente compone con ellos un espacio triste pero que, a diferencia de los rostros pálidos y las miradas perdidas del pintor español, convive con la fuerza expresiva de la cabeza y de la mano de Carlos Hermosilla quien, a pesar de las vicisitudes que rodearon su vida, desplegó un temple vital que se manifiesta con fuerza dramática en su obra gráfica.

Enrique Morales G.

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Luis HERRERA GUEVARA (Santiago, Chile, 1891 – 1945)

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Avenida Bernardo O’Higgins 1941 Óleo sobre tela 31,5 x 43,5 cm

Palacio Baburizza

Luis Herrera Guevara comenzó a pintar cuando tenía cerca de cuarenta años y lo hizo de manera autodidacta, guiado principalmente por el instinto. Quienes lo conocieron recuerdan su personalidad sencilla, su solemnidad, su rostro algo pálido y su peluquín oscuro. Sus obras se caracterizan por el uso de colores puros casi sin mezclar, perspectivas antojadizas y aéreas, repetición rítmica de ornamentos y un dibujo arabesco en el delineado negro de las figuras. Rasgos que son resabios de una temprana inclinación artística que se remonta a los años de educación escolar en el Liceo Amunátegui y el Instituto Nacional, donde «se destacaba en clases de geografía —según confesión propia— por la minuciosidad y pulcritud con que realizaba sus mapas y dibujos».1

Caleta Abarca, Cerro Bellavista y Diario La Unión de Valparaíso (colección Museo Histórico Gabriel González Videla).

Sin embargo, por voluntad de su padre, estudió leyes en la Universidad de Chile. Abandonó la profesión del derecho en 1929, para dedicarse exclusivamente a la pintura, utilizando de taller la misma oficina de abogado que tenía en la calle Huérfanos. Al comienzo intentó pintar instalando su caballete en la calle, pero la cantidad de curiosos lo obligó a replegarse en el taller y recurrir a las imágenes que surgían de su memoria o a las fotografías que circulaban en revistas y postales.

Las primeras actividades conocidas de Herrera Guevara datan de 1930. Expuso ese año en el Primer Salón Libre de Valparaíso. Se presentó una tarde ante los organizadores con un inmenso paquete muy liado en papeles y asegurado con vueltas y vueltas de cordel. Deslió aquello y surgieron siete cartones: «He traído esto al Salón Libre porque en Santiago no me los han querido admitir en ninguna parte…»4

Ese entorno, administrativo y burocrático, del centro cívico de Santiago, fue su principal inspiración y motivo de interés. Calles, transeúntes, edificios y monumentos son tema recurrente de sus pinturas, tal como podemos ver en esta pequeña obra titulada Avenida Bernardo O’Higgins, cuyo elemento central es, precisamente, el monumento al Libertador emplazado frente a La Moneda sobre un gran pedestal de mármol.2 Pero Santiago no fue la única ciudad que retrató. Y en sus paisajes urbanos Valparaíso ocupó un lugar especial. Esto se puede confirmar por los títulos de sus obras: Estación del Puerto, Playa Ancha, Playa de Recreo (Colección Museo Nacional de Bellas Artes), Calle porteña, La Matriz, Cap Ducal - Miramar,

Sus constantes viajes a la región se deben a dos razones: pasar sus vacaciones en la costa y exponer sus cuadros en los salones donde obtuvo sus primeros reconocimientos y logros como artista.

Ante el constante rechazo que Herrera Guevara sufrió en la escena artística de la capital (por las «deficiencias técnicas» de sus pinturas), Valparaíso fue para él un refugio y una posibilidad, al poder participar de «certámenes en donde no existieran jurados de admisión y prejuicios previos en los organizadores».3 Sobre este punto Antonio Romera escribió:

En el catálogo de su primera exposición individual, Camilo Mori advirtió: «Si Herrera Guevara hubiese nacido en Europa o en Norte América sus obras estarían en los Museos de Arte Moderno. […] Es decir: su obra, hecha de intuición y sensibilidad pura, habría logrado el reconocimiento merecido. […] La “lección de los museos” está todavía por aprenderse en nuestro país».5 Y el primer museo en aprender esa lección fue el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso al otorgarle, en 1942, el Premio Especial en el Salón Internacional de Bellas

3

Ese fue el caso de los Salones Libres organizados por la Asociación de Artistas de Chile compuesta por los artistas de Valparaíso Carlos Lundstedt, Roko Matjasic, Manuel Gallinato, Chela Lira y René Tornero, entre otros. Su primera versión se celebró en 1930 en la Biblioteca Severín.

1

Antonio Romera, Herrera Guevara, Santiago, Editorial Universitaria, 1958, p. 46.

4

Antonio Romera, Herrera Guevara, Santiago, Editorial Universitaria, 1958, p. 23.

2

La escultura en bronce es obra del artista francés Albert-Ernest Carrier-Belleuse y se encuentra en el espacio público desde su inauguración en 1872.

5

Exposición de pinturas originales de Luis Herrera G., catálogo, Santiago, Sala de exposiciones del Banco de Chile, 15-24 de diciembre de 1941.

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Artes, posiblemente por esta obra, que pasó a formar parte de su colección. Un año antes, incluso, de que sus obras fueran adquiridas por el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Amalia Cross

Luis Herrera Guevara, Playa de Recreo, 1939. Óleo sobre tela, 60 x 69 cm.

Colección Museo Nacional de Bellas Artes

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Palacio Baburizza

Jim MENDOZA MACRAY (Lebu, Chile, 1905 – Santiago, Chile, 1963)

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Los patipelados 1942 Óleo sobre tela (arpillera) 74 x 76 cm

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Los patipelados es una obra del pintor chileno Jim Mendoza MacRay de 1942 que representa un círculo de hombres descansando en grupo. Es una pintura rectangular, de disposición horizontal, casi cuadrada, hecha en óleo sobre arpillera, donde las figuras abarcan por completo el encuadre. Se trata de siete figuras humanas masculinas, más un perro de color negro que dormita, al igual que la mayoría de los personajes. La composición está construida desde un punto de vista aéreo, en picado, mostrando la nuca y espalda de algunos personajes y a otros de frente. Todos son hombres anónimos, ya que no se distinguen rasgos faciales en ninguno de ellos. Además, asumen posturas corporales distendidas, como en estado de ocio o descansando de la jornada laboral: sentados, tendidos, de brazos cruzados o apoyados en un muro. Solo uno de ellos se encuentra de pie observando al resto o hablándoles. Este último puede ser entendido como una proyección del público, pues ve desde su lugar, en primer plano, la misma escena que ven los espectadores de la obra. También destaca el hecho de que son personas de clase popular, por sus vestimentas sencillas, pantalón y camisa —en algunos casos chaqueta y sombrero—, y por encontrarse descalzos, de ahí el título de la obra.

Si bien la pintura representa un tema cotidiano, el artista no emplea un lenguaje realista sino uno mucho más sintético, no centrado en el detalle ni la verosimilitud, cuestión que visualmente lo ubica más cerca del arte posimpresionista y constructivo, así como también del estilo que caracteriza al muralismo mexicano. Los personajes son de tez morena y visten tonos parecidos, como el celeste de las camisas o el café de los pantalones. Sin embargo, también hay prendas de color verde, amarillo, anaranjado y azul. La pincelada es gruesa y cubre el espacio de las figuras para darles volumen de forma apastelada. Prima el dibujo. Si bien la escena es un tanto árida, por el color amarillo del suelo, que también hace de fondo, y el muro gris que los acompaña, los tonos opacos se equilibran con la luminosidad propia de una escena a plena luz de día y las vestimentas de colores primarios de algunos de los personajes.

Cabe mencionar que existe otra versión de Los patipelados del mismo autor, que data de 1946, perteneciente a la Pinacoteca de la Universidad de Concepción. Esta permite establecer

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un contrapunto respecto a la obra de 1942, en la medida que abarca un número mayor de personajes en posturas más versátiles. A nivel cromático está dominada por un tono ocre-verdoso, y en este caso, el lenguaje es notoriamente puntillista.

También existen copias en grabado conservadas por el Museo de Arte y Artesanía de Linares y el Fondo del Arte de la Universidad de Playa Ancha, que poseen elementos similares a la pieza de 1946, como la representación de carretas y hombres acostados en escorzo. El historiador y crítico de arte Carlos Lastarria Hermosilla ha señalado que se trata de trabajadores pobres y cesantes que en aquella época se veían por el barrio El Almendral en avenida Argentina, en el mercado El Cardonal y en la maestranza del Barón.1 La reiteración del tópico de los trabajadores parados o en horario de descanso concuerda con el imaginario de Jim Mendoza, vinculado a las costumbres populares y a la clase baja porteña. Ejemplo de esto son sus cuadros Pintor de brocha gorda y Feria de la avenida Argentina. La visión del artista responde a su propia experiencia de vida y lugar en la sociedad.

Jim Mendoza incursionó en las artes visuales de forma autodidacta, a través de aprendizajes informales: participó del taller de la pintora Celia Castro, y posiblemente del taller de Roko Matjasic —a quien consideraba su maestro— y de Carlos Hermosilla, dedicado al grabado. Combinó esta práctica con otros oficios artísticos y artesanales, como la música, la poesía y la construcción de muebles e instrumentos.

El nombre original de Jim Mendoza fue Pedro Mendoza MacRay, el que cambió legalmente sin que se conozcan los motivos en 1956. El artista había nacido en una caleta llamada Millaneco, en la provincia de Lebu, y sus padres fueron Fortunato Mendoza y Eloísa MacRay —uno de origen mapuche y la otra de ascendencia irlandesa—. En algún punto de su vida se trasladó a Valparaíso, donde conoció a Marta Campos y se casó a los 25 años. De este período datan sus primeras pinturas, siempre retratando la vida en El Almendral y los distintos rincones de la ciudad porteña. Jim Mendoza fue de personali-

1

Carlos Lastarria, Jim Mendoza en el Casino, Valparaíso, La Estrella, 1998.

Palacio Baburizza

dad introvertida y en los últimos años de su vida sufrió severas perturbaciones mentales. Si bien participó de exposiciones y salones oficiales, donde incluso ganó algunos certámenes, nunca obtuvo reconocimiento en vida y tampoco mostró interés en obtenerlo. Por esta razón, tal vez su obra, tanto los temas como el estilo que cultivó, transmiten un afán genuino por encontrar el reflejo adecuado de su aprecio por la vida que lo rodeaba.

Diego Maureira Orellana

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Jim MENDOZA MACRAY (Lebu, Chile, 1905 – Santiago, Chile, 1963)

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Feria de la avenida Argentina sin fecha Óleo sobre tela 28 x 30 cm

Palacio Baburizza

Feria de la avenida Argentina es un óleo sobre tela rectangular, de pequeño formato y de disposición horizontal, que representa un grupo de comerciantes ambulantes en la vía pública de Valparaíso. Es una obra vibrante pues destaca el contraste entre tonos rojizos y verdes, así como una fuerte presencia del amarillo y azul. La distribución del color genera pequeños contrapesos al interior de la composición. La obra, de Jim Mendoza MacRay, no responde formalmente a un naturalismo pictórico, pese a que su tema es costumbrista y prosaico. Por el contrario, está construida bajo una clave expresionista, que no oculta la pincelada y exalta el color, cuestión que se hace evidente tanto en las figuras humanas y sus vestimentas como en los objetos y el fondo.

La pintura consiste en un encuadre de ocho personajes, de pie y sentados, que ofrecen sus productos —flores, frutas y demás— en plena calle. Si consideramos la distribución y las posturas de las figuras humanas que componen la escena, la obra posee una estructura similar a Los patipelados realizada por el mismo autor en 1942: una figura sentada, otra de pie y algunas apoyadas sobre su propio cuerpo, componiendo una circunferencia en la retícula. Sin embargo, Feria de la avenida Argentina es una obra mucho más lumínica y de trazo abierto, lo cual transmite una sensación de alegría y vitalidad. La tela no posee línea de horizonte y es de rápida factura, al modo de un bosquejo (deja espacios de fondo sin cubrir). Al igual que otras obras de Jim Mendoza, asume un punto de vista aéreo, en picado, que recuerda la perspectiva abatida. Esta cualidad es propia de un artista radicado en Valparaíso que forjó su obra a partir de la identidad del puerto y los inusuales puntos de vista que ofrecen sus cerros.

En palabras de Jim Mendoza: «Nuestro puerto es una ciudad de techos. El pueblo ve a Valparaíso desde lo alto. Ve techos. Los tejados porteños tienen personalidad propia. Por eso los pinto, porque son la expresión genuina del puerto. No creo que hay que andar a la siga de temas “bonitos”. Cualquier color, cualquier tema es bueno. Por eso yo pinto tarros y zapatos viejos, pinceles, escalas y escaleras, circos callejeros y escenas de la vida diaria; perros vagabundos, rincones».1

1

Enrique Melcherts, «Jim Mendoza, pintor de abismos», El Mercurio de

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Esta obra conecta de forma muy clara con la biografía del pintor, ya que representa un escenario de su diario vivir. Jim Mendoza es considerado un miembro de la generación porteña2 —junto a figuras como Chela Lira, Roko Matjasic, René Quevedo, Carlos Lundstedt, Manuel Araos y René Tornero—, independientemente de que sus orígenes se encuentran en el sur de Chile. Por esta razón, la obra encarna muy fielmente la visión del territorio que lo rodeaba, sobre todo si consideramos que vivió en el cerro Larraín y trabajó durante una etapa importante de su vida en el Hospital Enrique Deformes, ubicado precisamente en avenida Argentina, lugar donde hoy se encuentra emplazado el Congreso Nacional. De hecho, fue gracias a su trabajo como auxiliar en aquel hospital que conoció a su esposa Marta Campos Gil —ella trabajaba en la Oficina de Estadísticas del hospital— y que comenzó a incursionar más decididamente en la pintura, sirviéndose de los materiales e implementos que los propios médicos del recinto le obsequiaron al ver su talento.3 En el catálogo de la exposición retrospectiva dedicada a Jim Mendoza en el Museo Nacional de Bellas Artes, se señala: «Frente al Hospital vivía Mendoza en una casa a que se llegaba por una larga escalera y desde allí dominaba la ciudad de Valparaíso que él tanto amara y donde desarrolló toda su labor pictórica».4 Aquella exposición póstuma fue organizada por un grupo de coleccionistas que adquirió la mayor parte de las telas del pintor tras su muerte en 1963, bajo el nombre de Asociación de Conservadores e Impulsadores del Arte Pictórico Chileno. La muestra se hizo tres años después de su fallecimiento y contó con cincuenta piezas del artista. A grandes rasgos, sus temas responden a escenas urbanas y paisajes del puerto de Valparaíso, naturalezas muertas (flores y frutas) y retratos.

Valparaíso, 20 de noviembre de 1983.

2

Marcela Küpfer y Carlos Lastarria, La Generación Porteña, Valparaíso, Editorial Narrativa Punto Aparte, 2015.

3

Carlos Lastarria, «Valparaíso en la pintura», El Mercurio de Valparaíso, sin fecha.

4

Museo Nacional de Bellas Artes, Jim Mendoza Mac-Ray Exposición Retrospectiva, catálogo, Santiago, Editorial Universitaria, 1966.

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Feria de la avenida Argentina es un ejemplo de las variaciones en el lenguaje y técnica pictórica de Jim Mendoza, puesto que se desmarca de la pincelada medida y la primacía del dibujo, dando protagonismo a la mancha y la expresividad del color. Esto lo aleja de la iconicidad casi ilustrativa que domina algunas de sus obras, en particular los retratos. Si bien ha sido considerado un pintor naif por su formación autodidacta e informal, su producción artística, desarrollada entre los años treinta y cincuenta, nos habla de un creador con plena comprensión del universo visual y el funcionamiento de los recursos pictóricos.

En este sentido, responde mucho mejor a la categoría de artista intuitivo, si entendemos por ella la capacidad de plasmar y transmitir sensaciones particulares sin disponer de conocimientos avanzados en torno a la tradición del arte y las técnicas que lo han caracterizado.

Digo Maureira Orellana

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Palacio Baburizza

Benito REBOLLEDO CORREA (Curicó, Chile, 1880 – Santiago, Chile, 1964)

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La bañista 1946 Óleo sobre tela 84 x 64 cm

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La risa del mar. Así se titula una pintura de Benito Rebolledo en la que vemos a unos niños pelusa bañándose desnudos bajo el sol, jugando en torno a un bote pescador y un roquerío. Son ocho niños libres, mirados con ternura, sin exaltación. Con gozo, diría, el mismo gozo que esos cuerpos brillosos exhalan como la espuma el mar.

Con ese cuadro, el pintor obtuvo la Primera Medalla en la exposición internacional que se llevó a cabo en el Museo de Bellas Artes de Santiago con ocasión del Centenario de Chile. Fue un reconocimiento harto celebrado que le significó muchas cosas. Algunos viajes, por ejemplo. Un asentarse en su oficio —Rebolledo vivió de la pintura y para la pintura—. Y sobre todo una pasión, pictórica, por el agua, la playa y el mar, que ingresarían en su repertorio de imágenes para quedarse, profundizando un carácter marcado por la fluidez y por la fuerza: «Soy como mis modelos arrastrados por el agua correntosa. Pinto con naturalidad, como me va saliendo».

Fue en las playas de Valparaíso y Cartagena donde Rebolledo, pintor y boxeador, se inició en estas lides. Niños que contemplan el agua y salen y entran al mar, mujeres jóvenes, mujeres madres, pescadores. La orilla de la playa, el mar adentrándose en la arena, el contragolpe con las rocas fueron el entorno de un imaginario esencialmente vitalista, que de tempranas preocupaciones de carácter social, con pinturas como Sin pan o Humanidad, encontró un modo de explayarse al aire libre, a pleno sol del medio día. Mucho se habló, desde un inicio, de su proximidad con el posimpresionismo español, particularmente con Joaquín Sorolla, que en esos mismos años —comienzos del siglo xx— hacía de las playas de Valencia y sus espejos de agua el escenario festivo para el juego desnudo de los niños. Rebolledo aprendió a pintar en los talleres de Pedro Lira y Juan Francisco González. De maestros e influencias, sin embargo, más de una vez renegó: la suya, decía exagerando la nota, era la escuela de la naturaleza. Por eso, atril en mano, no terminó nunca por ceder a la pincelada disuelta ni a la mancha abstracta en lugar del dibujo; más bien perseveró en él, utilizando verdaderos golpes de luz que, antes que acentuar contrastes, empujan con fuerza la pintura a su desborde.

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Al mirar el cuadro La bañista, tenemos de improviso esa sensación. Entre el retrato de cuerpo entero y el paisaje, parece que ella, la joven muchacha sentada en una roca a orillas del mar, va a salirse del lienzo: si se pone de pie, no cabe. Y sin embargo podría hacerlo en cualquier momento. No se trata de un fallo en las proporciones, me parece, sino de una mirada muy particular: la mirada de un recorte, como si la pintura fuera una suerte de zoom in, un detalle de un cuadro mayor. Puede ser: la pintura está fechada el año 46; ya hacía treinta años que el pintor insistía no solo en esas temáticas, sino también en sus modelos, que permanecen idénticas pese al transcurso del tiempo. La misma muchacha aparece en un cuadro de 1910, y luego en otro fechado en 1937. Rebolledo, ya lo decía, vivía de sus pinturas. No era raro que se copiara a sí mismo para seguir vendiendo las obras que decoraron las paredes de sus compradores.

Con todo, percibo en este cuadro-detalle la singularidad de una mirada cercana, como de quien pinta con los pies en el agua. Tal vez ello hace que esta muchacha que reproduce los atuendos de la ninfa, tan recurrente en la pintura académica, exude un cierto vigor, una punzante vivacidad: su piel recibe los brillos del agua, exhibe la rojez que le imprime el sol. Su vestido mojado ciñe la tela a un cuerpo adolescente que no desfallece en la mirada ajena, sino que, por el contrario, es activo, alegre. Antes que ser presa de la mirada masculina del pintor, ella toma y es tomada por la luz, el calor y el color. Por eso su figura es vibrante: vibra en ella una potencia que precede y convoca a las formas, como las ninfas de agua de las que Roberto Calasso escribió: «Desde el momento en que aquella potencia se manifiesta, la forma la sigue y se adapta, se articula según aquel flujo».

Antonio Romera acuño el término «realismo luminoso» para referirse a este pintor social, del pueblo y sus placeres, de la generosidad de la naturaleza, las bondades y los disfrutes y contentos simples de la niñez, la desnudez, la ligereza de ropas que es también ligereza del espíritu, que nunca es fijo, que no está atado, como las cosas materiales, a una figura inamoviblemente delimitada, sino que se mueve libremente, como el hálito o el viento que sopla en cualquier dirección.

Palacio Baburizza

De un realismo veraniego, cabría hablar también. De una mirada que, sin temor a la violencia de la luz solar directa, produjo blancos exaltados capaces, en su desmesura, de movimiento, de ruido y de risas. Dejando incluso los problemas del modernismo resonando al fondo, como el mar, habría podido Rebolledo hacer suyos estos versos de la poeta estadounidense Mary Oliver: Deja que el mundo abra su camino en ti luminoso como es con su misterio y su dolor — bendito como es en lo cotidiano.

Macarena García Moggia

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Aristodemo LATTANZI (Roma, Italia, 1884 – Santiago, Chile, 1964)

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El Derby 1946 Óleo sobre madera 16 x 27 cm

Palacio Baburizza

Cuentan que a fines del siglo dieciocho la hípica descollaba en

especie de sátira colonialista. Aunque quizá exagero al inter-

un exclusivo balneario inglés donde lord Derby —«un turfman

pretar de sobra el aliento triste que me deja esta humorada y

de fuste», según lo define una vieja columna que leí en alguna

el desafío tenía sus gracias, era otra cosa, no un mero acto de

parte—, después de mucho insistir, con el ardor propio de los

crueldad ejercido contra esos animales de patas cortas.

jugadores, tuvo un golpe de suerte: viendo triunfar a uno de sus caballos en una importante competencia quedó conmovido a tal punto que decidió bautizar la prueba como el Derby de Epsom, en honor a sí mismo y, de paso, al balneario, atribuyéndoselo para siempre en la combinación de palabras.

La competencia, tercera y última etapa de la Triple Corona Nacional de la hípica, quedó inscrita dentro de un programa de carreras que se disputan a lo largo de todo el día, con apuestas que pueden hacerse por bajas sumas de dinero, y es, por sobre todo, una fiesta popular del verano, que empieza un día

Así, sin saberlo, se fraguaba el comienzo de lo que un siglo des-

antes con la multitudinaria llegada de espectadores a instalar

pués, en un rincón remoto del mundo —de ese mundo arbitra-

sus carpas y en la que abunda la comida, que va de discretos

do por los europeos—, llevaría a la colonia británica —amante

picnics a parrilladas humeantes alrededor del paddock.

de los caballos, al igual que el lord—, a fundar el Valparaíso Sporting Club entre las calles 1 Norte, avenida Los Castaños, avenida Sporting y las faldas del cerro Miraflores, en un extenso terreno que pertenecía a José Francisco Vergara, dueño del peladero y de la incipiente ciudad, además de accionista mayoritario y presidente del primer directorio.

Los jinetes, pequeños y ligeros —su porte nos recuerda el efecto de esa píldora mágica o «de chiquitolina»—, por su parte, se pasean en coloridos trajes exhibiendo sus ejemplares fina sangre, enormes y estilizados caballos bautizados con los más curiosos nombres: Big Daddy, Full of Luck, Kurilov, Tinku, Enfático o Nieta Querida. Me gusta verlos desfilar durante

En una foto contemporánea a este hito, en lugar de las gra-

ese preámbulo cuando las dos figuras lucen un solo cuerpo

derías diseñadas en 1908 por el arquitecto francés Alfredo

hecho de dimensiones tan disímiles, aunadas por la estriden-

Azancot, el masivo público reunido en el Sporting Club se con-

cia de cada escudería. Es el tiempo más fantasioso del ritual.

centraba en una estructura de madera casi informal de más

Entre los preparativos para la prueba se festeja asimismo la

o menos seis pisos de altura, cubierta por una densa ramada

elección de una reina: la Miss Derby. Una costumbre, me ima-

de cuyas barandas colgaban a la par banderas de Chile y Gran

gino, de capa caída, enarbolada durante décadas por señoritas

Bretaña, en una ilusión de igualdad.

de entre 18 y 25 años que debían cumplir con los atributos

Es posible que la escena corresponda a una celebración del Derby, fiesta de la hípica creada en 1885, cuando una comisión designada por el reciente directorio determinaba las bases de la carrera: 2.400 metros sobre pasto para caballos de

señalados en las bases del concurso —«carismática, empática, fotogénica y sociable»— para sonreír y llevar a cabo una serie de actividades intrascendentes, por ejemplo, pasearse en la tradicional muestra de autos antiguos. Nada chic.

tres años (clasificados según su peso). También se estipularon

Lo cierto es que durante el resto del año, a pesar de que los

las características del jinete y el monto del premio a repartir. El

caballos siguen corriendo en el hipódromo una vez por sema-

Derby tuvo su versión inaugural en la primavera de ese mismo

na (los viernes), los apostadores abandonaron la tribuna y las

año, pero a la fecha se corre el primer domingo de febrero.

emociones al aire libre y hoy se encuentran desperdigados,

Al comienzo eran los mismos británicos quienes participaban de forma amateur, cuando de manera simultánea —¿en clave

siguiendo las carreras a distancia por las pantallas de un televisor empotrado entre cuatro paredes.

circense?— se realizaban corridas de mampatos: caballos ena-

Sin embargo, el cuadro de 1946 pintado por Aristodemo La-

nos que no superan el metro y medio de altura. Nunca las vi,

ttanzi Borghini —cuyo país de origen dejó a los cinco años, a

pero al imaginarlas no puedo descontarle al divertimento una

pesar de llevarlo consigo en el sonido de su nombre, el mismo

CATÁLOGO 2025

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que le diera a uno de sus hijos, también pintor, quien terminó respondiendo al diminutivo chileno de «Memo»— rescata el Derby de antaño, donde todavía los cuerpos se apasionaban agolpados frente a las pistas. Y en su pequeño formato —no alcanza el ancho de una regla escolar de treinta centímetros—, logra incorporar una vista panorámica parecida a la función que ofrecen los celulares en la actualidad, alargando la imagen más allá de las posibilidades anatómicas que nos permite la mirada sobre un punto fijo, integrando esas zonas difusas que aletean hacia las sienes.

Puede que el momento que sugiere Lattanzi con sus manchas de colores oleosos sea aún un momento preparativo, es decir, un tiempo anterior al clímax de la competencia, pues la explanada no está lo suficientemente atiborrada como exhiben las estampas que la registran, y la gente transita o se acomoda en las inmediaciones buscando su lugar, ajustándose.

Aun así hay un rasgo llamativo que esta pintura comparte con la mayoría de las imágenes del Derby que he visto circular en distintas épocas de la historia: si bien el centro de esta prueba son los caballos, estos nunca tienen protagonismo o, mejor dicho, suelen estar sustraídos de la escena para potenciar la efervescencia que suscitan en el público.

Resulta curioso, en este sentido, que la imagen predominante sea la de la muchedumbre que celebra mientras la estampida, con su velocidad inatrapable, ocupa un lugar secundario, como un detalle que ha perdido su centro y se cuela, invisible, en la fiesta expresiva de las masas.

Catalina Porzio

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Palacio Baburizza

Graciela (Chela) LIRA (Valparaíso, Chile, 1909 – Santiago, Chile, 1986)

CATÁLOGO 2025

Cabeza de hombre 1947 Óleo sobre madera 38 x 26 cm

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Graciela «Chela» Lira fue una destacada artista de la generación porteña de la pintura chilena, que desarrolló una intensa carrera durante el siglo xx, tanto en Valparaíso como en Antofagasta.

Pese a ello su obra —como la de otras artistas mujeres— permanece injustamente representada en las colecciones públicas del país y no ha tenido el reconocimiento que merece.

Lira se formó en Valparaíso al alero de importantes artistas. En sus inicios, participó del taller de Celia Castro, considerada la primera pintora profesional en Chile. Luego estudió con Roko Matjasic y con Arturo Gordon. Su época de mayor producción artística fue en Valparaíso, antes de trasladarse a Antofagasta, donde siguió pintando y enseñando arte a niños. Aquí se vinculó con un grupo de pintores que trabajaron afanosamente en la ciudad puerto, dando cuerpo al movimiento que Antonio Romera denominó «la generación porteña».1 En este activo grupo, que participó en salones, concursos y talleres a partir de los años treinta, Chela Lira compartió con Carlos Lundstedt, René Tornero y Jim Mendoza. Entre ellos se establecieron relaciones de amistad y mutuas influencias. Aunque cada uno exploró su propia estética, permanecieron unidos por Valparaíso como lazo.

Entre los temas que abordó Chela Lira destacan los paisajes naturales y las marinas. También pintó vistas urbanas de Valparaíso y algunos interiores relacionados con la vida bohemia de la ciudad. Asimismo, de su producción se conocen algunos interesantes cuadros de figura humana, entre los cuales destacan el retrato del poeta antofagastino Andrés Sabella, de quien fue amiga cercana, y su Autorretrato en el taller, una de las pocas imágenes que se conservan de la artista, donde aparece junto a su caja de óleos y con los pinceles en la mano, lista para «pintar 1

150

Antonio Romera aventura una definición de la generación porteña en la cuarta edición de su Historia de la pintura chilena (anteriormente, sus integrantes habían sido asociados a otros movimientos o catalogados como una «generación intermedia»). Romera da cuenta de la existencia de «un grupo de pintores que en Valparaíso constituyen un núcleo, de gran importancia, que han trascendido los márgenes de la provincia» y los describe como «un conjunto de individualidades unidos por una vocación por la ciudad, por los valores esenciales del puerto y por vivir en un medio que es motivador del espíritu. Cada uno se expresa de manera distinta, tienen particularidades que les hacen destacarse en salones y concursos y además los une cierta amistad», Carlos Lastarria y Marcela Küpfer, La Generación Porteña, Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2015, p. 20.

sin pedirle tregua a la vida», como señaló el propio Sabella.

Entre sus retratos figura Cabeza de hombre (1947), un óleo sobre madera de pequeño formato que integra la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso y que sintetiza la enérgica ejecución pictórica de la artista. No conocemos con exactitud la identidad del hombre, pero sabemos que Chela Lira se relacionó con intelectuales y artistas de la época, por lo que es posible suponer que el retratado formó parte de su círculo social. El rostro, que pertenece a un hombre maduro, ocupa casi la totalidad de la composición, en un primer plano cerrado que no deja espacio al contexto. Sus profundos ojos negros miran hacia la derecha y funcionan como eje central del retrato, mientras que el cigarrillo que cuelga de sus labios hacia la izquierda opera como un contrapeso visual.

El hombre nos observa con ceño adusto y actitud desenfadada, sin traslucir emociones. Solo resalta la intensidad de su mirada, que parece escrutarnos más que nosotros a él. Lira elige una pincelada especialmente gruesa y pastosa para elaborar el rostro, lo que imprime cierta severidad a las facciones. Es notable el contraste entre la forma en que la artista pinta los detalles del pelo y el traje, elaborados con mayor sutileza y liviandad, y la potencia de la mancha que emplea sobre el conjunto del perfil, la frente angulosa y las mejillas. Lira apunta a capturar la hondura del personaje en un momento fugaz y se juega todas sus cartas en ello, sin medias tintas, apurando el trazo y figurando con la luz y el color. Más que la representación de un modelo, la artista busca la proyección de una personalidad. Como escribió Sabella —quien se dedicó a la crítica de arte bajo el seudónimo de Jim Albro—, «en el retrato obtiene Chela Lira sumas de fuerte valor sicológico».2 A Valparaíso, su puerto natal, regresaría solo después de su muerte, ocurrida en 1986. Sus restos descansan en el Cementerio N.° 1 del cerro Panteón.

Marcela Küpfer

2

Andrés Sabella, «Chela Lira y su exposición», El Mercurio de Antofagasta, 1955, en Carlos Lastarria y Marcela Küpfer, La Generación Porteña, Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2015, p. 48.

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Carlos LUNDSTEDT (Viña del Mar, Chile, 1895 – 1955)

Retrato de niña sin fecha Óleo sobre tela 60 x 56 cm

FALTA FOTO ALTA CALIDAD

CATÁLOGO 2025

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Carlos Lundstedt Dávila fue parte de una generación de artistas chilenos que nacieron en las últimas décadas del siglo xix y se vinculó con la llamada generación del 13, un grupo de pintores inclinados al retrato, el paisaje nacional y el costumbrismo, con una mirada estética fuertemente arraigada en lo local y en los temas sociales.1 Lundstedt comparte con ellos su origen social humilde y una vida golpeada por la miseria, la enfermedad y la proximidad de la muerte. Imagino que los tonos opacos y sombríos que caracterizan la fuerza dramática de su obra son efectos de su observación directa de las zonas oscuras de la realidad, aunque también podrían haber sido razones para eludirla.

No sabemos con certeza la fecha en que Carlos Lundstedt pintó Retrato de niña. Es un óleo sobre tela de formato medio que presenta una composición centrada en un retrato femenino de medio cuerpo, con un fondo aparentemente rural. En esta obra, las gamas oscuras, cargadas de ocres y sienas, contrastan con luces y claros. Se sabe que el melancólico Lundstedt enfrentó una vida difícil, viviendo en condiciones precarias con su numerosa familia, en un hogar con piso de tierra, donde varios de sus hijos murieron de tuberculosis.2 Muchos de sus retratos representan a su esposa y a sus hijas.

No es de extrañar, entonces, que el Retrato de niña sea también el de una de sus hijas.

La niña, de aproximadamente diez años, aparece en primer plano, de pie, frente al espectador, mirando hacia su izquierda. Lleva puesta una camisa blanca que se destaca por su luminosidad en el oscuro fondo, que sugiere la presencia de un gran árbol. Su cabello corto es rojizo y su tez clara muestra un leve rubor; sus cejas arqueadas acentúan la mirada benévola de sus grandes ojos cafés. Con una boca ligeramente cerrada y roja, la fuerza de su rostro emerge desde la sombra y lleva hacia adelante el centro de la mirada. La figura de la niña se organiza alrededor de esta última; su rostro queda expuesto sobre el fondo monocromático, y su expresión compasiva la vuelve tímida y expectante. El ojo no está aislado, sino que toda la figura articula una mirada que pone en primer plano al sujeto inconsciente que se produce en las relaciones entre la niña que mira, el observador que la pinta y la obra como otra realidad que escapa

1

Pedro Emilio Zamorano, «Generación de 1913: ¿Heroica capitanía?», Atenea, n.º 497, Concepción, 2008, pp. 169-174.

2

a la atribución de la pintura como representación mimética, ubicándola en el lugar de lo no dicho. Es como si, de pronto, en el silencio de la tela, se escribiera una pregunta de esta niña sobre el lugar que ocupa en este otro que la pinta: ¿qué soy para él? ¿Qué quiere de mí? Una respuesta imposible de traducir a una identidad pictórica, pues no se encuentra en el orden del signo, sino de su significancia, de su apertura.

Es a partir de esta mirada que el segundo plano adquiere su estatus de ominoso, perdiendo la familiaridad que aparece en el núcleo mismo de lo conocido y que, al mínimo despiste, desliza lo desconocido. ¿Qué son esas sombras que permanecen en la parte inferior? ¿Son ramas que descienden del árbol? ¿Es un árbol que se deshilvana como un tejido? ¿O son los hilos que entretejen la muralla divisoria del interior de lo que parece una humilde morada? Árbol y casa fusionados devienen en una especie de extimidad, donde lo íntimo retorna del paisaje exterior como un cuerpo extraño que se vuelve, como nunca, interior de la guarida. Es aquí donde irrumpe un tercer plano, el del inconsciente de la obra como un lapsus: la intimidad deviene el intervalo que las puntuaciones atraviesan. La lectura del sujeto se detiene ahí, se ralentiza, impedida por el exceso o por la falta de determinaciones que resaltan la soledad de la naturaleza, la casa, la tierra y los árboles entre las últimas horas de sol. Ese fondo, ¿no puntúa acaso a los despoblados cerros que Lundstedt acostumbró a pintar? Puede entonces que estemos ante el marco de una ventana, o ante un cuadro que circunscribe las débiles murallas de la casa a la ausencia de límites o a sus excesos.

En este retrato se pone en juego la mirada, que comparte con la escucha analítica la introducción de un intervalo, de un equívoco. En la práctica analítica, la lectura del sujeto del inconsciente demanda del que escucha el abandono del sentido, poniendo el acento en el ritmo, en la organización, en la escritura. Ir en busca del texto, de su novedad, implica siempre dar espacio a una incomodidad que nos mantenga despiertos, a la inquietud, a dejarnos extraviar, extrañar, despistar, para que emerja un sujeto de la palabra y no reducirlo a objeto de observación. La experiencia del análisis, como la de la mirada, adquiere el carácter de escrituario; el analista mismo deviene un escriba que puntúa el proceso verbal del discurso del sujeto, al prestarle oído en el intervalo, escuchar la palabra en ese entredós donde está suspendida, puntuar el cuerpo, y lo vuelve, como al retrato, sujeto de la palabra.

Marcela Küpfer y Carlos Lastarria, La Generación Porteña, Santiago, Narrativa Punto Aparte, 2015.

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Andrea Ceardi

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Lajos JANOSA (Kőszeg, Hungría 1902 – Villa Alemana, Chile, 1983)

CATÁLOGO 2025

Autorretrato I 1952 Óleo sobre tela 49 x 40 cm

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Lajos Janosa refleja una vida de contrastes: la oscuridad de una Europa herida por la guerra y la luz de Latinoamérica; la rigidez académica y la espontaneidad del trazo fluido; una juventud ligada al óleo pastoso y una vejez liviana en la acuarela.

Pero en su vida las sombras no fueron un obstáculo. Su obra Autorretrato I (1952), realizada antes de radicarse en Chile y antes de su diagnóstico de hemiplejia derecha, anticipa este armonioso dilema de contrastes. ¿Qué sucede cuando el cuerpo se vuelve un escollo para la mente que busca expresarse?

Su mano izquierda debió aprender todo aquello que la derecha había creado con tanta minuciosidad, pero el arte no se rinde al cuerpo. Este giro inesperado en la trayectoria de Lajos Janosa no fue un final e hizo de la limitación física una apertura hacia una nueva práctica artística.

Lajos Janosa ocupó un espacio importante en la escena artística de Valparaíso. Llegó desde Hungría en 1948 lleno de vitalidad y compromiso por el aprendizaje y el quehacer artístico.1 En Chile vivió, en un inicio, junto a sus coterráneos en la ciudad de Osorno, realizando allí la primera de muchas exposiciones en el país. Posteriormente, hizo un viaje por Europa que finalizó en el año 1954, para asentarse definitivamente en la ciudad de Villa Alemana con su esposa e hijos. Hasta entonces, en su obra había trabajado en frescos y pinturas para iglesias y catedrales que oscilaban entre lo barroco y neoclásico.

Su experiencia y conocimientos los aplicó mientras trabajaba confeccionando encargos de retratos e impartiendo una cátedra de pintura en la Universidad Católica de Valparaíso. Entre tanto, más personas deseaban aprender de él: «Era tenaz y le interesaba tanto el arte como el sustento. Por eso, porque no había academia para los que deseaban aprender, y porque faltaban aulas para los que podían enseñar, porfió hasta con-

1

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Después de ser expulsado de su casa, dado que su padre quería que tomara el camino de la ingeniería, logró entrar en el círculo artístico de Budapest. Estudió en la Academia de Bellas Artes de la ciudad, llegó a ser profesor de la misma y participó de numerosas exposiciones en Augsburgo y Salzburgo. Hasta que decidió viajar por países latinoamericanos como Venezuela, Brasil y Argentina, desde donde llegó a Chile motivado por la presencia de varios artistas húngaros en el país. El Mercurio, «A los 82 años murió pintor Lajos Janosa», Valparaíso, 13 de mayo de 1983.

seguir que se creara la Escuela Municipal de Bellas Artes de Valparaíso».2 Para Janosa no fue suficiente desarrollar una perseverante producción artística, pues también advirtió la necesidad de activar la zona —en la cual él era extranjero— para afianzar su compromiso cultural y enriquecer a su gente.

De esta manera, llevó a cabo la construcción de espacios que saciaran los deseos de la comunidad. Aun siendo un aprendiz del idioma local, atendió a su distintivo bagaje pictórico e impulsó un ajetreo cultural que se materializó en muestras como el Salón Oficial de Otoño (1960) y el Salón Oficial de Invierno (1965), ambas celebradas en Valparaíso. Como señala Rodolfo Garcés Guzmán en 1979: «Prodigó su entusiasmo y demostró poseer esa calidad de líder nato. Insufló técnica, prodigó cultura, señaló caminos. Mostró a los que poseían condiciones las fórmulas de búsqueda para llegar a realizarse. Nació a su vera una nueva generación de creadores».3 Autorretrato I refleja firmemente su academicismo velazqueño al utilizar un acentuado contraste entre la figura masculina vestida de tonos blancos y un fondo uniformemente oscuro y plano. Janosa aparece desde el torso superior hasta la cabeza dirigiendo una mirada firme y directa hacia el espectador, con tal inclinación que toda su zona derecha queda envuelta en una especial penumbra que destaca los rasgos de su expresión facial: el entrecejo fruncido, sus labios entreabiertos y la comisura de la boca. La parte izquierda del cuadro es la que recibe con mayor fuerza la luz, reflejando los tonos más limpios del blanco de su chaqueta, así como el pequeño brillo en el azul ultramar de la corbata en el centro inferior de la composición.

Estos brillos se componen de una pincelada muy ligada al movimiento rápido de la mano; para la zona del torso, el artista utilizó pincel y espátula, por lo que el carácter de las manchas produce un empaste que resulta vivo y ágil, a diferencia del empaste de la zona del rostro, donde la pincelada es indiscutiblemente más atendida y ha sido trabajada con una paleta de colores de amarillo cadmio oscuro, siena tostada, entre otros tonos.

2

Ibid.

3

Rodolfo Garcés Guzmán, «El ejemplo de Lajos Janosa», Las Últimas Noticias, 14 de marzo-8 de abril de 1979.

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Ante un delicado estado de salud, Janosa se dedicó al entrenamiento de su mano izquierda, con el que dejaba atrás el empaste al óleo, las minuciosas figuras y proporciones precisas que caracterizaron su juventud. Su vejez se inundó de acuarelas vibrantes con especial luminosidad de la aguada impredecible y el pincel de trazo liviano y ligero que permitía entrever escenas de colores vivos y figuras sueltas. Fue uno de los precursores en la reactivación de la escena artística de Valparaíso. Este lugar fue testigo del paulatino control sobre su cuerpo, que le permitió desarrollar una nueva destreza y renovar su vitalidad creativa antes de su fallecimiento en 1983.

Sarita Sepúlveda Sánchez

CATÁLOGO 2025

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Antonio VILADOMS (Cataluña, España, 1892 – Valparaíso, Chile, 1956)

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Iglesia del Espíritu Santo 1949 Óleo sobre madera 52 x 33 cm

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Antonio Viladoms Padró fue un artista y restaurador español que, debido a su exilio tras la Guerra Civil española, se radicó en Chile, encontrando su hogar en Valparaíso.1 La carrera artística de Viladoms se inició en Barcelona, donde llegó a ser catedrático de la Facultad de Bellas Artes.2 Allí se alineó con la causa republicana y, tras la victoria de Francisco Franco, se vio obligado al exilio. Llegó a Valparaíso en 1941, convirtiéndose rápidamente en una figura clave del ambiente artístico local al ocupar el cargo de restaurador y, más tarde, director del Museo Municipal de Bellas Artes, contribuyendo a la institución con sus conocimientos y por medio de la donación de sus propias obras.3 La obra Iglesia del Espíritu Santo de Viladoms documenta un edificio emblemático de Valparaíso y, además, refleja la capacidad del artista para captar la esencia patrimonial de la ciudad. Esta obra, realizada en 1949, es un testimonio visual del patrimonio arquitectónico y del paisaje urbano de la ciudad a mediados del siglo xx. La pintura, al igual que las demás obras del artista que conserva el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, se enmarca en la tradición del paisajismo y la representación arquitectónica, con una fijación en el detalle y un dominio de la luz y del color. La composición es equilibrada; la iglesia ocupa el centro y es dominante dentro de la escena, lo que genera que el espectador se centre en la construcción, especialmente hacia la torre. En otras palabras, el punto focal de la composición es esta última, cuya marcada verticalidad contrasta con la horizontalidad del edificio y la vegetación dispuesta en primer plano, reforzando así la presencia monumental de la Iglesia dentro del paisaje urbano. Las pinceladas son suaves, pero expresivas, particularmente en la forma en

distingue una multitud de figuras humanas y vehículos, lo que nos ubica en el contexto de la vida cotidiana de Valparaíso y muestra la importancia del edificio como un punto de encuentro en la ciudad. En el fondo de la pintura aparecen los cerros con casas dispersas que caracterizan esta topografía particular. La iglesia, construida en el siglo xix, fue un ícono de la ciudad; su representación en la obra refuerza su importancia dentro del patrimonio local. En la esquina inferior derecha se encuentra una dedicatoria: «Para Dr. Eduardo Budge A. Viladoms 49», lo que sugiere que la pieza pudo haber sido un regalo a esta figura relevante. Eduardo Budge (1864 – 1959) fue un destacado ingeniero, filántropo, bibliófilo, muy vinculado a la ciudad, ya que hizo una labor fundamental en su modernización. Ingeniero civil e ingeniero en minas, participó en la construcción de obras clave, como el puerto de Valparaíso, el Camino Cintura y diversos trazados ferroviarios.4 El impacto local de Viladoms quedó reflejado en los homenajes póstumos que se rindieron tras su fallecimiento el 23 de mayo de 1958,5 los cuales fueron presididos por el alcalde de la ciudad, Santiago Díaz Buzeta. En este homenaje se realizó una exposición de las obras de Viladoms organizada por el Grupo Temporal y se colocó una placa conmemorativa en el Salón Principal del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso.

Fernanda Jaime Gómez

que se captura la atmósfera y la luz sobre la edificación, algo que sugiere una influencia del impresionismo español.

La iglesia se encuentra rodeada de árboles, entre los que se 1

Sin autor, «Alcalde de Valparaíso presidió funerales del ilustre artista español Sr. Antonio Viladoms P.», La Nación, 27 de mayo de 1958, p.

12.

2

Ibid.

3

J. Raúl Gorigoitia, «Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso», Revista de Arte, 13-14, 1962, p. 76.

CATÁLOGO 2025

4

Fernando Vergara Benítez, «Un hombre de relieve en la historia de Valparaíso», Valparaíso, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2004.

5

Sin autor, «Homenaje a ilustre pintor catalán», La Nación, 8 de agosto de 1958, p. 6.

157

Camilo CARRIZO (Valparaíso, Chile, 1932 –)

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Paisaje de Valparaíso 1957 Acuarela sobre papel 38 x 54 cm

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Paisaje de Valparaíso es una acuarela realizada en 1957 por Camilo Carrizo, destacado artista porteño que dedicó gran parte de su vida a la enseñanza artística. Su formación comenzó en 1951, cuando ingresó a los cursos pedagógicos de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, de la que se tituló cuatro años más tarde como profesor de Estado con mención en Artes Plásticas. Ese mismo año, 1955, retornó a Valparaíso para comenzar su labor docente como profesor del Liceo N.° 3 de Hombres.1 A lo largo de su carrera se desempeñó como académico de la Universidad de Chile, la Universidad Católica de Santiago y la Escuela de Pedagogía de la Universidad Católica de Valparaíso (UCV), además de haber enseñado en el Colegio Profesor Huguet.2 De sus años en la UCV se recuerdan sus pasares como profesor guía, orientando y apoyando la creación de conocimiento y consolidando una «señera labor pedagógica».3

motiva la naturaleza, el entorno del paisaje porteño y hoy el de Viña del Mar, que no solo es verano, playa y sol, sino que hay otro Viña del Mar en los cerros, con mucho verde y amarillo de los aromos, con el mar como telón de fondo a través de los árboles».4 En Paisaje de Valparaíso, Camilo Carrizo logra configurar un paisaje de sensaciones por medio de la técnica de la acuarela, que le ofrece al artista «cualidades de indeterminación, de sugerencias y manchas que estructuran sensaciones de un orden inalcanzable, de mundos líricos, más que de cosas concretas y perdurables, solamente solidificadas por la luz, que expresan a la vez una libertad espiritual, donde la materia se establece como límite».5 Aquí esa libertad espiritual es llevada al papel por medio de los colores difuminados y las manchas de bordes suaves de la acuarela.

¿Qué nos puede enseñar Camilo Carrizo con este Paisaje de Valparaíso? Podríamos destacar la sensación de movimiento que logra en los árboles agitados por el viento, que dan dinamismo y fluidez a la pincelada. También podemos sentir el clima frío a través de los tonos verdes y azules, mientras pensamos en aquellas dos personas representadas al lado izquierdo de la obra, vestidas con gruesos abrigos largos. En relación con la profundidad y magnitud del cuadro, son más bien unas figuras pequeñas, pero con ellas el artista resalta la sensación de desplazamiento. Se trata, en este caso, de un movimiento propio que es caminar hacia el plan bajando desde los cerros de Viña del Mar o Valparaíso. Al respecto, en una entrevista del diario El Mercurio de Valparaíso realizada el año 2002, Carrizo señala que la razón de pintar paisajes obedece a que siempre ha necesitado trabajar «frente a la realidad de un motivo, sea este autorretrato, naturaleza muerta o paisaje. Como referente me

1

Cuatro artistas de Viña del Mar, catálogo de exposición, Sala de la Universidad de Chile, 1964.

2

Camilo Carrizo: «Tributo al Maestro», catálogo de exposición, 2017, p.

18.

3

Eliana Córdoba Ossa, «Camilo Carrizo: Pintor de Múltiples Facetas», El Mercurio de Valparaíso, 30 de junio de 1986, en Camilo Carrizo: «Tributo al Maestro», op. cit., p. 3.

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Pablo Pino

4

María Soledad Mancilla, «Camilo Carrizo Opazo. Poética Visual», El Mercurio de Valparaíso, 7 de julio de 2002. p. C-17.

5

Aníbal Pinto Varga, «Las Acuarelas de Camilo Carrizo Opazo», El Mercurio de Valparaíso, 6 de septiembre de 1984.

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Pablo VIDOR (Budapest, Hungría, 1892 – Santiago, Chile, 1991)

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Paisaje de Zapallar 1957 Óleo sobre tela 36 x 44,5 cm

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La costa de la zona central fue un tema recurrente en la pintura de paisajes del pintor húngaro-chileno Pablo Vidor.

Inspirado en las playas de Zapallar, Las Cruces y Valparaíso, Vidor captura la riqueza natural del paisaje local por medio de un lenguaje pictórico caracterizado por colores sobrios y formas de líneas simples que dan cuenta del diálogo que el artista establece entre la tradición de la pintura de paisaje y las nuevas tendencias promovidas por las vanguardias artísticas de principios del siglo xx. En su investigación, al igual que muchos de sus contemporáneos, ve en la propuesta de Paul Cézanne un referente indiscutido. Paisaje de Zapallar (1957), pintura al óleo de pequeño formato, es un ejemplo de esto. En ella, así como también en otras pinturas que el artista realiza durante este periodo, el color se modula mediante la superposición de tonos cálidos y fríos que generan una sensación de equilibrio, profundidad y volumen en la composición. De esta manera, Vidor explora las posibilidades del color y la síntesis de las formas en función de un lenguaje pictórico propio en el que destaca una pincelada pastosa con una paleta de tonos ocres, azules y verdes. El juego cromático contribuye a enfatizar la luminosidad del paisaje, capturando la nitidez de la luz de las horas de la mañana. Los elementos característicos del paisaje costero —mar, arena y rocas— advierten la fuerza expresiva de la representación, mientras que otros objetos, tales como pequeñas embarcaciones, revelan su pincelada ágil y espontánea.

Su pintura de paisaje es un valioso testimonio de su vínculo con Chile, donde se radica en 1924, tras itinerar por diversos países de Europa. Primero desembarca en Valdivia y luego se establece en Santiago, en cuya escena cultural participa desde su práctica artística y de gestión. En 1928, se integra como profesor a la Academia de Bellas Artes y en 1931 adquiere la nacionalidad chilena. En este contexto, se encuentra con el pintor ruso Boris Grigoriev, con quien comparte el interés por

pictórica, su escritura e investigación se consolidan con la publicación de su libro Doce capítulos del Génesis (1949) y su estudio sobre la historia del arte precolombino (1959). Este último no solo reafirma el interés de Vidor por nuevos referentes visuales, sino también el horizonte cultural que impone la modernidad y al cual el artista responde en su obra.

Su llegada a Chile, por otra parte, le permite relacionarse con una generación de artistas que promovieron una actitud más experimental hacia las propuestas plásticas dominantes. Entre ellos cabe destacar el trabajo de pintores asociados al grupo Montparnasse, entre ellos Luis Vargas Rosas, Manuel Ortiz de Zárate, Camilo Mori, Augusto Eguiluz y Henriette Petit, quienes, al igual que Vidor, fueron influenciados por las nuevas tendencias de la pintura moderna. Así, su obra constituye un importante aporte al desarrollo de nuevas propuestas pictóricas en la pintura chilena del siglo pasado.

Si bien Vidor destaca por sus retratos, en los que logra capturar la dimensión psicológica y emocional de sus modelos, sus naturalezas muertas y paisajes reflejan su intención de desarrollar un lenguaje visual propio. En palabras del crítico de arte chileno Víctor Carvacho, «el estilo de Pablo Vidor es fruto del cruce académico con las ideas de renovación difundidas por el posimpresionismo, especialmente de Cézanne. Resumiéndolas, de alguna manera llegaron a lo fundamental de su pensamiento sensible expresado en paisajes, composiciones con desnudos, retratos, bodegones y floreros» (1987). Paisaje de Zapallar, en ese sentido, si bien revela la influencia de una estética modernista, también sugiere una reflexión profunda del proceso pictórico mediante el cual el artista resignifica el paisaje local.

Paulina Caro Troncoso

una renovación plástica. Su labor de gestión se consolida entre 1930 y 1933, período en el que asume la dirección del Museo Nacional de Bellas Artes. En estos años también comienza a destacar su trabajo como crítico de arte, que desarrolla en diversos medios de prensa nacionales, tales como El Mercurio, La Nación y El Diario Ilustrado. Sin dejar de lado su producción

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Jorge CÓPULO (sin información)

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En plena actividad sin fecha Óleo sobre madera entelada 64,5 x 50 cm

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«Valparaíso es un puerto furioso», escribió Pablo de Rokha, capturando con esa expresión la intensidad contradictoria y magnética de una ciudad que por siglos ha atraído a poetas, navegantes y artistas. Esa misma energía parece condensarse en En plena actividad, obra del pintor argentino Jorge Cópulo, quien, sin haber habitado en los años del puerto que retrata, lo reconstruye desde la imaginación visual, evocando un pasado urbano que ya no existe en lo físico, pero que persiste en el arte y la memoria.

La escena representada en la pintura corresponde al antiguo muelle Fiscal de Valparaíso, inaugurado en 1883 y demolido en 1919. Esta atribución fue confirmada a partir del cotejo entre la obra y dos registros fotográficos históricos, entre ellos una imagen tomada por Félix Leblanc a finales del siglo xix. La identificación se sostiene por los elementos presentes en la pintura: una grúa puente con arco central, estructura distintiva del muelle Fiscal y ausente en otros muelles de la época; la presencia de barcos de gran calado, brazos de carga múltiples y una plataforma con cimientos macizos y grúas orientadas al mar. Esta configuración difiere completamente de la del muelle Barón, que carecía de grúas pórtico, o de los puertos de Buenos Aires del periodo, que presentaban una disposición más horizontal y sin estructuras elevadas equivalentes.

Desde una mirada archivística posmoderna, En plena actividad trasciende su condición de pintura marítima. En ella no se representa solamente un puerto, sino una red simbólica de memorias reconstruidas. Así, se comporta como un archivo visual, un artefacto que no solo conserva una escena desaparecida, sino que también la reinterpreta y resignifica. Terry Cook sostiene que los archivos deben entenderse como «procesos dinámicos que reflejan no solo lo que se ha registrado, sino también lo que ha sido olvidado o silenciado en la construcción de la memoria».2 Bajo esta perspectiva, la obra de Cópulo activa un ejercicio de memoria, dando visibilidad a un fragmento urbano que, aunque borrado físicamente, sigue siendo parte del imaginario porteño.

Su pintura, en este sentido, no es únicamente una forma de representación objetiva, sino un dispositivo cultural desde el cual se negocian las narrativas del pasado. Como sugiere Verne Harris, «los documentos no son simplemente vestigios de lo que ocurrió, sino que forman parte del entramado de poder que define cómo recordamos y comprendemos el pasado».3 En manos de Cópulo, el pincel actúa como instrumento de reconstrucción y de interrogación histórica, situando a Valparaíso como un espacio que resiste el olvido a través de su representación artística.

Sin embargo, el arte opera de otro modo. Durante el siglo xx, Valparaíso siguió siendo un polo de atracción para artistas nacionales y extranjeros. Como señalan Galaz e Ivelic, el auge pictórico chileno fue acompañado por la llegada de creadores de diversas nacionalidades que, al permanecer en el país, «la amaron como la propia».1 Jorge Cópulo se inscribe en este

Aunque Jorge Cópulo vivió en Valparaíso a partir de la década de 1950, no hay registro de que haya conocido el muelle Fiscal en funcionamiento. Según un reportaje del diario La Nación (1960), el artista había llegado recientemente a la ciudad; y en otro publicado en 1959, titulado Romántico de los puertos, se le describe como un hombre de entre cuarenta y

grupo de artistas. Aunque no retrató al Valparaíso que conoció, sino uno que investigó y documentó desde lo pictórico, su obra se conecta con la tradición de la pintura documental, entendida como aquella que, lejos de limitarse al registro fiel, busca articular una memoria visual, construida entre la observación, la ficción y la interpretación histórica.

cincuenta años, lo que sitúa su nacimiento entre 1909 y 1919.

Estos datos coinciden con los últimos años del muelle, que fue desmantelado precisamente en 1919. Es probable, por tanto, que la escena haya sido construida a partir de fuentes fotográficas. Esta distancia temporal y técnica no debilita la fuerza

1

Milan Ivelic y Gaspar Galaz, Historia de la pintura en Chile, 2.ª ed., Santiago, Ediciones Universitarias.

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2

Terry Cook, «2001. Archival Science and Postmodernism: New Formulations for Old Concepts», Archival Science, 1(1), pp. 3-24.

3

Verne Harris, «2002. The Archival Sliver: Power, Memory, and Archives in South Africa», Archival Science 2(1-2), pp. 63-86.

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documental de la obra; por el contrario, refuerza su dimensión como archivo visual y su lectura desde una perspectiva archivística posmoderna. La pintura no actúa como mero reflejo de un lugar, sino como reconstrucción visual, atravesada por la biografía migrante del autor y su incorporación al imaginario colectivo del puerto.

El enfoque documental de la obra no está reñido con una técnica libre, vibrante y sensorial. Cópulo trabaja desde una sensibilidad impresionista, donde la urgencia del color se impone a la línea, y es la mancha la que define la escena. El ocre domina con deleite, y el cielo no se separa del mar: son las grúas las que interrumpen su continuidad. El mar, más que fondo, es protagonista, teñido de carmines, violetas y sombras profundas que devuelven al espectador una emoción más que una topografía.

La armonía de la escena no está dada por la perspectiva, sino por la paleta, que construye un equilibrio visual vibrante. Desde este punto de vista, la pintura se comporta como un archivo sensible: detrás de una imagen o de un objeto «real», se redimensiona un nuevo sentimiento. Así, la técnica impresionista se convierte en un modo de acceder al archivo desde lo afectivo, reimaginando lo documentado como experiencia.

En este sentido, En plena actividad es más que un cuadro nostálgico: es un acto de memoria desde la distancia, un archivo pictórico de un puerto ahora inexistente, imaginado por un artista extranjero que lo reinventó con una fuerza que nos permite volver a mirar su historia desde nuevas coordenadas.

Kimberly Cosgrove

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Palacio Baburizza

Luis CÓRDOBA URIONDO (Valparaíso, Chile, 1901 – 1975)

CATÁLOGO 2025

Rincón del Almendral 1960 Óleo sobre tela 36 x 47 cm

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Tanto Rincón del Almendral como la vida de su autor, Luis Córdoba, representan en plenitud el Valparaíso del siglo xx. La escena de la pintura muestra una ciudad donde no hay demasiadas señales de su prosperidad pasada; más bien, el desorden de las casas que se amontonan en el cerro, la diversidad de colores, unos puestos de comercio ambulante —casi se escuchan los pregones de los vendedores— y las dos cabinas de ascensores que uno puede suponer revestidas de lata abollada remiten al imaginario de la versión empobrecida del Valparaíso que dejó atrás la fortuna del siglo xix. En contraste con las representaciones del Valparaíso decimonónico que muestran calles de una ciudad infraestructuralmente moderna y costas pobladas por embarcaciones comerciales, en este lienzo Córdoba da cuenta de su sensibilidad a la mundanidad de una

En un testimonio, Córdoba confiesa que «a través de mis obras, Valparaíso es el elemento inspirador», y precisamente, gran parte de su trabajo son representaciones de su ciudad natal.1 Rincón del Almendral, en su vocación realista combinada con destellos de experimentación, también refleja una correspondencia epocal más específica con artistas como Sergio Larraín, Aldo Francia y Joris Ivens. En la década de los sesenta, ellos tres vieron en Valparaíso un objeto de exploración artística basada en la representación de sus habitantes populares transitando una escenografía tan material como surrealista, con sus perspectivas ingrávidas, sus geometrías imposibles, sus personajes excéntricos y sus historias tórridas y sensuales. Rincón del Almendral es, así, una obra propia de su momento y propia de su lugar.

ciudad ajetreada y doméstica a la vez, compuesta de rincones y microhistorias cotidianas despojadas de monumentalidad y heroísmo. Tampoco hay en la escena señales del Valparaíso

Amarí Peliowski

contemporáneo, con sus edificios modernistas, torres de departamentos, tráfico intenso y la incursión, en ciertos sectores, de las marcas de la gentrificación y el turismo.

La biografía de Córdoba, según una memoria de María Angélica Crovetto Nanjarí —probablemente el estudio más detallado que se ha hecho del autor—, también se encarna profundamente en su época. Nacido en 1901 y muerto en 1975, tuvo una vida marcada por la pertenencia a la clase media, surgida en Chile durante la primera mitad del siglo xx. «Su arte no es producto de estudios en academias o escuelas, ni de becas de estudio en el extranjero», dice Alfonso Larrahona en una crónica publicada en 1966 en el diario La Unión de Valparaíso y recopilada por Crovetto. Este rasgo es algo que lo distancia de las asociaciones aristocráticas del arte del siglo xix. Otras reseñas de su obra publicadas en periódicos de la época destacan su talento autodidacta y las condiciones materiales sencillas en las que vive. Desde los 23 años y hasta jubilar a los 53, trabajó como «jefe de pintura» en la Empresa de los Ferrocarriles del Estado, otro emblema del auge de la industrialización en Chile, proceso que impulsó la conformación de una clase media técnico-profesional.

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1

María Angélica Crovetto Nanjarí, «Luis Córdoba Uriondo y el acontecer en la plástica de Valparaíso», memoria para optar al título de profesora de educación general básica mención en Artes Plásticas, Universidad Católica de Valparaíso, 1985, s/n.

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Ladislao VUCHETICH DE CHENEY PUSZTAY (Salgotarjan, Hungría, 1905 – Santiago, Chile, 1983)

CATÁLOGO 2025

Caleta Portales 1961 Óleo sobre tela 37 x 47 cm

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Ladislao Vuchetich De Cheney Pusztay, más conocido en Chile por su nombre artístico Ladislao Cheney, fue un destacado pintor de origen húngaro que desarrolló una significativa trayectoria artística en este país. Formado inicialmente en 1921 en la Escuela Libre de Nagybánya en Transilvania, continuó sus estudios en la Real Academia de Budapest. Posteriormente, recibió la beca Elizabeth Korb de la Real Academia de Viena (1927), lo que le permitió perfeccionarse en Roma. En 1930 emigró a Chile en busca de nuevas oportunidades, y allí sentó cabeza y consolidó su carrera artística. En Santiago estudió en la Escuela de Bellas Artes, donde fue discípulo de Julio Fossa Calderón, y en la Escuela de Artes Aplicadas, bajo la tutela de Marco Bontá. Obtuvo la nacionalidad chilena en 1952. A lo largo de su carrera, además, mantuvo una estrecha relación creativa con Valparaíso, y en 1960 fue nombrado académico de la Escuela de Bellas Artes de la ciudad.

La pintura Caleta Portales captura la esencia de una de las caletas más emblemáticas de la zona. A través de su composición y paleta de colores, el artista invita a sumergirnos en la atmósfera única de este sitio pesquero, que todavía hoy representa un espacio de encuentro en torno a la pesca, fuente clave de alimento en la ciudad.

Se distinguen tres planos. Primero está el nivel de playa, donde se representan algas o residuos marinos a través de tonos ocres y trazos que dan cuenta del ambiente costero. Sobre este espacio figuran algunos botes que muestran el trabajo de los pescadores cuando llegan del mar. En segundo plano vemos la bahía, en la que se despliegan colores azules, grises y blancos y donde se observan pequeñas embarcaciones con figuras humanas que sugieren la actividad cotidiana de los pescadores en su faena diaria. Hacia el fondo se extiende la zona montañosa, con un cielo rodeado de gaviotas, cuya nubosidad característica sugiere un amanecer, que es el horario de trabajo de trabajo de los pescadores.

Las figuras humanas son el alma de la composición. Inevitablemente la mirada se fija en ellas, que nos recuerdan la centralidad de la comunidad pesquera en la vida de la caleta. El cielo, con su mezcla de colores cálidos y fríos, podría interpretarse como una metáfora de la dualidad constante en la vida del pes-

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cador: la esperanza y la incertidumbre, la calma y la tempestad.​En esta obra se aprecian varias de las características que Cheney desplegó en su pintura: una pincelada firme y generosa en el uso de colores brillantes, con una notable destreza en el tratamiento de las texturas1 y «una pincelada cargada de pasta rica y sabrosa».2 Destaca también su «especial talento en el toque impresionista, en sus manchas de color y luz, en la exaltación de las playas […] que acusan su poder de transformación mediante la sabia atenuación del color».3 La caleta Portales, oficialmente conocida como caleta Diego Portales, es un lugar de pescadores ubicado en las cercanías del puerto de Valparaíso. Inaugurada en 1929, a lo largo de los años se ha consolidado como un centro neurálgico para la pesca artesanal y en un atractivo turístico, rodeado de restaurantes y paseos a orillas de la playa. Además, está junto a la playa, que lleva el mismo nombre y que es uno de los principales balnearios para los porteños. El origen de la caleta se remonta a la caleta Jaime o caleta de Tordesillas, situada en el sector de la actual calle Francia antes de ser abandonada para dar inicio a la construcción de la estación Barón para el ferrocarril.

La decisión de este reacondicionamiento del lugar no dejó de ser polémica, tal como lo refleja un editorial de El Mercurio de 1915, que señala: «¿Por qué esta persecución contra estos pequeños industriales? ¿No había medios de respetar una situación adquirida? ¿No merecían esos esforzados luchadores de mar que la autoridad los ampare, cuidando al mismo tiempo de uno de los factores del aprovisionamiento de la ciudad, condenado a desaparecer?».4 La defensa de los pescadores también dio cuenta de la vida comunitaria de las más de doscientas personas que se dedicaban al oficio: «Muchos pescadores, a

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«Hay que pintar con oficio y cariño», Diario el Sur, Concepción, 21 de marzo de 1971.

2

«Exposición de Ladislao Cheney», La Nación, 4 de junio de 1964.

3

Giorgio Vomiero, «Ladislado Cheney y su 2° Concurso de Pintura», sección Plástica, La Tercera, 22 de agosto de 1976.

4

Pablo Camus, Luis Álvarez, Sebastián Castillo y Rodrigo Hidalgo, «Bienes comunes, modernización urbano-portuaria y conflicto socio-ambiental: El caso de los pescadores de Caleta Jaime en Valparaíso a principios del siglo XX», Tiempo Histórico: Revista de la Escuela de Historia, Santiago, n.º 14, 2017, p. 42.

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fuerza de grandes sacrificios, han adquirido sus casitas en los cerros próximos, a fin de quedar cerca de su trabajo».5 La representación de la caleta Portales en esta pintura no solo documenta visualmente este espacio, sino que también pone en valor la vida y labor de los pescadores artesanales, fundamentales en la identidad cultural de Valparaíso. Un oficio que, pese a su enorme importancia, permanece precarizado​y revela el esfuerzo del trabajo humano, aprendido a través de la observación y la herencia familiar, que mantiene vivo parte de ese trabajo artesanal. La obra trasciende la mera representación paisajística para convertirse en un testimonio de la relación simbiótica entre el ser humano y el mar.

Caleta Portales encapsula la esencia de un lugar emblemático, fusionando técnica y emoción para ofrecer al espectador una ventana a la vida cotidiana de una comunidad pesquera. Esta pintura se erige, por tanto, como un valioso aporte al patrimonio cultural e invita a reflexionar sobre la importancia de preservar y valorar nuestras tradiciones y espacios comunitarios.

En ella, además, se refleja algo que el pintor sentenció, y es que «hay que pintar con oficio y cariño».6

Óscar Valenzuela

5

Ibid., p. 36.

6

«Hay que pintar con Oficio y Cariño», Diario el Sur, Concepción, 21 de marzo de 1971.

CATÁLOGO 2025

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Reinaldo VILLASEÑOR (Concepción, Chile, 1925 – Santiago, Chile, 1994)

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El organillero c. 1966 Óleo sobre tela 92 x 70 cm

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Esta obra de inspiración costumbrista ofrece una imagen que desde el inicio nos resulta familiar y reconocible. La escena muestra una pareja junto a sus hijos, todos de paseo en una feria de atracciones, claramente identificable por la presencia de una glorieta o carrusel y de una rueda difuminada al fondo. Las vestimentas de los personajes dejan ver un ambiente distendido y de regocijo, mientras al centro de la composición aparece el protagonista: un organillero.

Desde finales del siglo xix, los organilleros se han constituido como parte del alma popular de Valparaíso, recorriendo con alegría sus cerros, plazas y mercados con su música, su loro amistoso y sus remolinos al viento que han dado vida y color a su pasar. Esta figura itinerante no podría existir sin su instrumento: el organillo, especie de idiófono que arribó a nuestro continente hace casi un siglo y medio, y que data de mediados del siglo xviii en Europa. Sus melodías son creadas a partir de un sencillo mecanismo accionado mediante una manivela, que hace girar un cilindro de madera cubierto de púas. Este, a su vez, hace sonar una serie de tubos o lengüetas, como si fuese un pequeño órgano portátil, muy similar a las cajas de música. Todo el conjunto va montado sobre un carro que permite su desplazamiento. Su popularidad se debe a que permitía reproducir música sin necesidad de leer una partitura o tener conocimientos interpretativos. En nuestras tierras fue adoptado rápidamente en las grandes ciudades, desde donde comenzó su expansión a pueblos y comunidades de todo Chile.

Los organilleros, siempre vestidos con sus atavíos tradicionales, que mezclan la elegancia y seriedad de un oficio noble como es la música popular, son más que simples músicos callejeros y han decorado desde hace décadas el paisaje urbano y los paseos en ferias y carnavales. No es posible obviar la importancia que han tenido como difusores de tonadas, valses y demases, reconociendo que, para muchos, su itinerancia era la única forma de acceder a la cultura musical. Al día de hoy, son custodios y guardianes de antiguas tradiciones orales de nuestro pueblo, manteniendo viva la memoria colectiva y siendo un símbolo de nuestro patrimonio inmaterial.

En la pintura de Reinaldo Villaseñor, el organillero no se muestra como mera decoración o anécdota, sino que constituye el elemento principal de la imagen. Conectando con nuestra memoria, el pintor actúa como un catalizador de emociones. El timbre del organillo resuena dentro de nosotros de inmediato, ya sea evocando una melodía de nuestra infancia, un bolero popular o un sencillo arreglo de algún clásico docto; o quizás no, y sea solo un sonido prístino y metálico el que acompaña la apreciación. Así, independientemente de lo que experimente el observador, se va entendiendo que la música está y es parte de la obra.

Esa musicalidad está presente en el pensamiento de aquel que se detiene frente a la pintura de manera común y casual, pero también es posible tratar de ir más allá e imaginar las referencias musicales de las que el autor pudo recoger inspiración.

Así, me pregunto: un artista de orígenes humildes nacido en el Bío Bío, reconocido por su conexión íntima con las imágenes de lo popular; que inició su viaje pictórico desde temprana edad y que se formó a en la Universidad de Chile; que formó parte de la generación del 40; que buscó nuevos horizontes en Europa, y que retornó a su tierra para plasmar en sus lienzos lo sencillo, lo efímero y lo experiencial de la vida diaria, ¿qué música oía al pintar? Por supuesto, no es factible determinarlo, pero sí es posible pararse ante sus obras, asomarse al mundo que ofrece su mirada e imaginar la musicalidad que lo acompañó. Al ser un artista, un viajero vagabundo y un enamorado de lo popular, ciertamente debió estar imbuido de la música de sus entornos. Los boleros de la época de oro, los valses tradicionales —clásicos del repertorio del organillo—, la experimentación jazzística y las vanguardias doctas debieron influir, en algún momento u otro de su vida, en las horas que dedicaba a la pintura.

Bien se dijo en la prensa de los años setenta que una de las principales características de la obra de Villaseñor es el uso del color y el cromatismo.1 Ambos términos también son utilizados en el plano musical. El color importa igual que

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CATÁLOGO 2025

«Crítica de arte», La Nación, año 1976.

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las formas, comunicándonos la escena como vivencia, no como la réplica de una naturaleza.2 Así, el mostrar paisajes y situaciones cotidianas y populares es un fiel reflejo de las orientaciones creativas impresionistas, en sintonía con el ideal estético del pintor penquista: «Reflejar el universo que circunda al hombre».3 Esta pintura, si bien puede aparecer como una creación silente en lo material, resulta ser, en el plano inmaterial, una paleta llena de colores y sonidos; sonidos que no escuchamos con nuestros oídos, sino más bien a partir de nuestras memorias lejanas. El organillo es, de esta forma, un eco de tiempos pasados que aún resuena en la identidad porteña.

Felipe Zepeda Opazo

2

Jose María Palacios, «Crítica de arte», La Segunda, 16 de junio de 1979.

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Gaby Garfías, «Un artista fiel a su ideal estético», Revista de los Sábados, Las Últimas Noticias, 1963.

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Olga DOÑAS CASELLA (Valparaíso, Chile, 1916 – 2007)

CATÁLOGO 2025

Paisaje lunar sin fecha Óleo, tierra y arena sobre tela 47 x 60 cm

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Olga Doñas Casella fue una artista nacida en Valparaíso, probablemente a comienzos de la década de 1920. Por sus obras y su participación en exposiciones sabemos que estuvo presente en el acontecer artístico de la región y del país a mediados del siglo xx.

Inició sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar en el año 1938, bajo la tutela de artistas como Roko Matjasic y Arturo Gordon. Sin embargo, uno de sus principales y más cercanos maestros fue Hans Soyka, quien le entregó la seguridad para ejecutar con libertad un arte más abstracto.

La evolución de la obra de Doñas estuvo aparejada de muchos reconocimientos y premios, siendo la década del cincuenta el momento de consagración de la pintora en el circuito artístico nacional. Con un estilo influenciado por el cubismo, centrado en el dibujo y el uso de intensos colores, obtuvo el Primer Premio en el Salón ARTCH Valparaíso (1950), el Segundo Premio en el Casino de Viña (1954) y el Premio de Honor de la Academia de Bellas Artes de Viña del Mar (1956). En 1957 concluye esta etapa recibiendo el título de maestra de arte.1 Estas destacadas participaciones confluyeron en la realización de sus primeras exposiciones individuales, entre ellas la realizada en 1963 en la sala de la Universidad de Chile en Santiago. Allí exhibió una composición geológica y otra lunar.

Sobre la pintora y su exposición, el maestro Carlos Hermosilla escribió: Olga Doñas pinta y al pintar no hay dramas que la impulsen o la retengan; se podría decir que pinta como el pájaro canta, pero, como ha dicho un escritor, el poeta (digamos nosotros, el pintor) no es un pájaro cantor. Tenemos que precisar que esta artista, tesonera, atenta y modesta, pinta en plan de conciencia y sensibilidad de quien sabe que esa es la misión y la responsabilidad de su

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Tamara Candia Ahumada, Gloria Cortés Aliaga, María Teresa Devia Lubert y Francesca Fuentes Latoja, Mujeres en el Baburizza, Valparaíso, Ediciones Museo de Bellas Artes de Valparaíso, 2023, p. 78.

vida, en fin de cuentas la misión y responsabilidad de todo artista verdadero.2 El Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso conserva una pieza de la autora titulada Paisaje lunar. Una tela que es testimonio de la maduración artística de Doñas. Manifiesta la versatilidad y la experimentación de la artista con procesos que buscan la abstracción a través de la materialidad. En esta obra, se utilizan además de óleo otras materialidades que enriquecen su textura, como es el caso de la aplicación de tierra y pequeñas piedras o arena. Las formas irregulares y superpuestas, las manchas indefinidas en tonos verdes, cafés y azules resaltan la intención onírica que Doñas impregna a su trabajo. En el extremo superior izquierdo de la obra, una pequeña luna en cuarto menguante se presenta como el único elemento figurativo, equilibrando la composición. Mientras, el tema de esta pintura se relaciona de manera directa con el deseo humano de llegar a la luna que marcó la época.

Paisaje lunar se presenta como una excepción dentro de la colección del Museo, ya que la gran mayoría de las obras que se conservan ahí son figurativas y representan las tendencias propias de comienzos del siglo xx. En este sentido, es un elemento dinamizante, que diversifica y enriquece la pinacoteca, así como reduce la asimetría entre mujeres y hombres artistas que los museos arrastran desde siglos. Poner en valor la obra de Olga Doñas y de otras mujeres creadoras es, también, uno de los objetivos del Museo, una forma de responsabilizarnos por la construcción de la historia del arte nacional con una mirada más justa y equitativa sobre la cual podemos construir una memoria colectiva.

Javier Muñoz

2

Carlos Hermosilla Álvarez, Catálogo de la exposición individual Olga Doñas – Pinturas, Sala de la Universidad de Chile, 5 al 22 de noviembre de 1963.

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René TORNERO (Valparaíso, Chile, 1912 – Rancagua, Chile, 1994)

CATÁLOGO 2025

Bajada de Yerbas Buenas 1970 Óleo sobre madera 46 x 57 cm

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Quiero comenzar este comentario con un homenaje a la conversación, ese modo por excelencia de alojarnos en el mundo, para hacer del mundo un lugar habitable. Un homenaje convocado —evocado— por el cuadro de René Tornero. Aunque la obra no disponga de presencias humanas, la profundidad con la que el pintor da forma a la bajada Yerbas Buenas abre paso a la potencia convocante que poseen las calles, y en ellas la presencia del encuentro y del intercambio semiótico (palabras, miradas, señales, sonidos, huellas y materias). Es significativo, entonces, que la contemplación de la pintura evoque lo ausente, que cree una coexistencia entre lo visible y lo invisible, entre lo que está allí dispuesto y lo que queda fuera de marco, pero que, no obstante, es arrastrado hacia el interior del marco. ¿Por qué? ¿Cómo sucede esto? Para responder a esta pregunta quiero arrastrar hacia el interior de este comentario una conversación sostenida hace años con el poeta A. Bresky,1 quien desplegó la siguiente idea para pensar la conformación geocultural de Valparaíso: las quebradas son cerros invertidos. Las quebradas —decía el poeta, según mi rememoración— son como una especie de cerros invertidos y en ellas puede reconocerse un Valparaíso profundo, escamoteado, del que surge la matriz originaria de la ciudad, ya que en ellas se encontraban materias indispensables para la habitabilidad, tales como agua dulce y madera. Es decir que la relación entre cerro y quebrada presenta un dinamismo contrastante —profundidad versus superficie, anverso versus reverso, invisible versus visible— que posee la potencialidad de ser transformado en un principio estético.

te, sin otra preocupación que la de resolver los problemas plásticos y hallar una forma adecuada a su ideal artístico».2 Podemos decir, entonces, que la conjunción entre condiciones de habitabilidad, creación de formas de vida y exploración estética le permiten a René Tornero hallar una forma adecuada, perseguir un ideal artístico, resolver problemas plásticos. En este sentido, sería pertinente señalar que Bajada de Yerbas Buenas conforma una serie con otros cuadros en los que refulge el dinamismo contrastante que posibilita la relación cerro-quebrada, como Subida Ecuador, Ascensor del cerro Toro, Calle de cerro o Últimos rayos en cerro Lecheros, entre otros que compondrían la serie. Específicamente, en Bajada de Yerbas Buenas este dinamismo contrastante devenido en principio estético se aprecia en las tensiones que se producen entre lo estructurado del dibujo con sus líneas curvas y rectas y lo vibrante de la pintura, entre el predominio de colores cálidos y la profundidad conseguida con el fondo de tipo más frío, en la construcción de una perspectiva lograda por medio del tamaño de los objetos y las variaciones en la tonalidad del color y, desde luego, en un procedimiento que está en la base del proceso creativo y que se transfigura tanto al interior del cuadro como en su experiencia contemplativa. Me refiero al juego entre cercanía y lejanía, empleado por el pintor para conseguir perspectiva tanto en el momento del dibujo como en la etapa de la pintura; juego que luego interpela a quienes contemplamos el cuadro, ya que este nos llama a acercarnos y a distanciarnos, para así poder apreciar en plenitud lo manifestado en él.

Con respecto a esto, recordemos lo que Marcela Küpfer y Carlos Lastarria señalan sobre la obra de René Tornero en La generación porteña, libro dedicado al movimiento artístico conformado por Roko Matjasic, Carlos Lundstedt, Chela Lira, Jim Mendoza, René Quevedo, Manuel Araos, además del mismo Tornero. Plantean allí los autores con respecto

Es esta tensión entre cercanía y lejanía la que constituye el movimiento fundamental tras el vínculo entre cerro y quebrada y es lo que produce, en definitiva, estos movimientos de arrastre hacia el interior del cuadro, activados al momento de la contemplación. La construcción de la ciudad, materia misma del trabajo de René Tornero, ha borroneado la distinción

a este último: «Su don analítico se unió a su capacidad para transcribir el paisaje natural con tranquilidad y lentitud. Fue un pintor puro, que entendió las artes figurativas rectamen-

entre cerro y quebrada, pero cada tanto esta tensión eclosiona, y es esa acumulación simbólica la que persigue sus propios cauces e irrumpe en la obra. Por último, junto a estas dos figu-

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Seudónimo de Adolfo de Nordenflycht, Premio Municipal de Literatura de Valparaíso en 1999.

Marcela Küpfer y Carlos Lastarria, La generación porteña, Valparaíso, Narrativa Punto Aparte, 2015, p. 75.

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ras simbólicas aludidas hasta acá —el contraste y el arrastre—, habría que mencionar, también, una tercera figura convocada por la experiencia de detenerse a mirar el cuadro alejándonos y acercándonos a él. Esta tercera figura es, más bien, un movilizador; me refiero al viento. Tal vez uno de los principales problemas plásticos dentro de la historia de la pintura de Valparaíso sea cómo figurar el viento, cómo dar forma a este elemento difícil de aprehender, pero marcante en su experiencia. Elemento que también extiende sus figuraciones hacia lo literario, pensemos por ejemplo en textos como Valparaíso, la ciudad del viento de Joaquín Edwards Bello o en el poema de Pedro Plonka «El viento y la multitud en la metrópolis». En la vibración de su pintura, en los contrastes movilizados por sus exploraciones estéticas, René Tornero le da lugar a esta figura de arrastre que ha marcado diferencialmente a la ciudad, su historia y sus imaginarios.

Hugo Herrera Pardo

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Ximena CRISTI (Rancagua, Chile, 1920 – Santiago, Chile, 2022)

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Naturaleza muerta sin fecha Óleo sobre tela 64,5 x 50 cm

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La trayectoria de Ximena Cristi es de una consistencia sorprendente. Ingresó a la Escuela de Bellas Artes en 1939 y en 1945 se licenció como pintora. En esa época enseñaban Gustavo Carrasco, Camilo Mori, Héctor Cáceres y Laureano Guevara, pero fue en los talleres de Jorge Caballero y Carlos Pedraza donde ella se formó. En 1948 montó su primera exposición individual en la sala de la Universidad de Chile, muestra que le valió una beca del gobierno italiano para estudiar en la Academia de Bellas Artes de Roma. Cristi partió inmediatamente para retornar en 1952, cuando ingresa como profesora de pintura en la misma escuela donde se había graduado, y donde enseñará durante treinta años hasta jubilarse a comienzos de la década de 1980.

Entre 1943 y 1966, la artista fue seleccionada de forma recurrente en el Salón Oficial de Pintura, donde obtuvo distintos reconocimientos. Sus muestras individuales y colectivas —en conjunto suman más de un centenar, una cifra que se impone más allá de su propia longevidad— nunca dejaron de tener cobertura en prensa. Si bien la crítica de arte advirtió tempranamente que era una pintora excepcional, de gran oficio técnico y maestría en color y composición, la historiografía chilena ha sido mezquina en sus inscripciones. Se la suele incluir en la generación del 40, un grupo heterogéneo de artistas cuyo recorte varía según se consideren criterios institucionales (la adscripción a la Universidad de Chile, como plantea Antonio Romera), cronológicos (nacidos entre 1910 y 1920, como señala Sergio Montecino) o estilísticos (una mistura de tendencias expresionistas, surrealistas y abstractas, como la describe Isabel Cruz). Leonor Castañeda intentará sintetizar estos criterios atendiendo a la adscripción a una «tradición temática lírica y sentimental de acento expresionista, que propicia la formación universitaria»,1 cuyos principales representantes serían Israel Roa, Sergio Montecino, Carlos Pedraza, Reinaldo Villaseñor, Aída Poblete, Maruja Pinedo y Ximena Cristi. Según Castañeda, el rasgo común que los vincula es el de «plástica pura», concebida no en los términos de la autonomía

1

Leonor Castañeda, «Repliegue hacia un Paisaje Sentimental: “La Generación del Parque”», en Chile 100 Años Artes Visuales. Primer período 1900-1950, Modelo y representación, Santiago, Museo Nacional de Bellas Artes, 2000, p. 116.

CATÁLOGO 2025

formal que orientaba a los movimientos abstracto-concretos, sino como «una actitud artística, sensible, afectiva y espontánea ante un fragmento de naturaleza, lo cual se traduce en una exaltación de las relaciones cromáticas a través de la saturación de los colores y la exacerbación de los ritmos lineales».2 A pesar de estos esfuerzos —quiero decir: del voluntarismo que se requiere para calzar una generación tan heterogénea en un esquema historiográfico, saldando así la cuenta siempre pendiente con el relato evolutivo de la vanguardia europea—, la figura de Cristi desborda tales ejercicios narrativos. Su obstinada trayectoria fue refractaria a las oleadas vanguardistas, que capeó sin problemas, mientras otros artistas y críticos aprovecharon el envión para sentirse, aunque fuese momentáneamente, en la cresta de una modernidad prometida. Pero hay algo más: su pintura parece fraguar un tiempo reñido con la cronología. Índice de ello es, creo, que rara vez fechaba sus telas. No se trata de una costumbre inhabitual o excéntrica, pero en su caso podría decirse que es un gesto programático: una opción meditada de sustraer su producción al curso del tiempo cronológico. Al menos en dos exposiciones retrospectivas (Dos épocas, de 1981, y 50 años de pintura, de 1990), Ximena Cristi tomó decisiones que apuntan en esa dirección: participó activamente de la selección de obras y de su disposición en los espacios museográficos, cuidando especialmente que los cuadros no estuviesen montados en una sucesión cronológica,3 e incluso intercalando (en el caso de la exposición Dos épocas) pinturas más tempranas con otras más recientes.4 La memoria que había escrito en 1978 para obtener

2

Ibid., p. 122.

3

Precisamente esta decisión enervó al crítico Waldemar Sommer, quien, a propósito de una muestra de Cristi en 1990, dice: «Resulta una verdadera lástima que, al parecer, la autora haya dispuesto un ordenamiento completamente caótico de su obra. La distribución cronológica se convierte en exigencia ineludible en todo montaje coherente para la comprensión del público; mucho más, cuando se trata de una retrospectiva», El Mercurio, 23 de diciembre de 1990, E7.

4

Es lo que le cuenta a la periodista Rosario Guzmán Bravo en una entrevista concedida a El Mercurio a propósito de la muestra de 1981: «Ximena Cristi tiene 62 años. Acaba de realizar una retrospectiva. En ella hizo una prueba. Insertó en la sala en que estaban sus primeras obras cuadros nuevos y viceversa. No aparecieron como extrañas».

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formalmente el título de pintora (poco importaba que hace ya 25 años fuera profesora de la Escuela de Bellas Artes) ilumina esta hipótesis desde otro ángulo. Allí, Cristi plantea que el aprendizaje de la forma es un aprendizaje del tiempo anidado en los objetos; que cada cosa guarda una historia y que el pintor, suspendiendo el pensamiento, puede «sentir el tiempo a través de la silla», escuchar «sus secretos».5 Pocos géneros se prestan más a esta escucha del tiempo que la naturaleza muerta. Concebidas como ejercicios de observación, solían inscribirse en el reverso de tablas destinadas a obras de mayor prestigio, en una suerte de diálogo intertextual —y alegórico— entre frente y revés.6 En ellas, el pintor ensayaba esquemas compositivos, estudiaba el peso de las formas, exploraba armonías tonales y se adentraba en el juego de luces y sombras. Si bien desde el siglo xvii en adelante la naturaleza muerta irá escalando posiciones en la jerarquía de los géneros, no dejará de ser un arte menor, lo que le permitirá abrir para la pintura de los siglos xix y xx el espacio de innovación formal y técnica que los Libros de Horas y otros objetos devocionales de uso privado tuvieron a finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento.7 Dicho de otro modo: si la pintura es el testimonio del tiempo incubado en las cosas, la naturaleza muerta es su forma ejemplar de codificación. A menudo se ha reparado en el oxímoron que tensa su nombre, y que en esta tela en particular se compone en un equilibrio de ritmos invertidos. Sobre una superficie blanca recortada contra un fondo manchado de ocre y amarillo cuya tendencia luminosa sabotean sombrías masas rojizas, cafés y negras, la pintora ha dispuesto un jarrón verde —probablemente hecho de vidrio: en su zona más iluminada,

«Ximena Cristi. Cuando grande voy a ser Gabriela Mistral», El Mercurio, 30 de agosto de 1981.

5

Ximena Cristi, «Reflexiones sobre el arte de pintar», Daniela Berger (ed.), Catálogo de obra razonada, Santiago, Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, 2021, p. 39.

6

Victor Stoichita, «La naissance de la nature norte comme processus intertextuel», L’instauration tu tableau. Métapeinture à l’aube des temps modernes, Ginebra, Librairie Droz, 1999, pp. 35-52.

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el verde se transparenta y nos permite ver a través suyo un rojo apagado—. La toma es frontal; el florero tiene una delgada asa a la derecha y recoge un manojo bien espigado de flores blanquecinas, modeladas por suavecísimos rosas, amarillos apastelados y verdes levemente grisáceos con sus respectivas gradaciones intensificadas, distribuidas en toques que siguen una suerte de patrón centrípeto. Al pie del jarrón se desparrama una masa de frutos redondos de distintos tamaños, casi todos en la gama del rosa y el bermellón (a excepción de lo que parece ser un níspero; por lo demás, una fruta sin estación), suavemente contorneados con un trazo guindoso y acunados en sombras ligera del mismo verde apastelado que arma el jarrón y se cuela entre las flores. Hacia la derecha de esta masa de frutos, en una zona más oscura de la mesa que funge de superficie, Cristi abrocha la composición con un puñado de pétalos que parecen haberse desprendido de las flores, específicamente de un par de varillas que esbozan una suave curva.

La pintura está firmada, pero no fechada. Además de su pertenencia a la colección del Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, solo se ha podido documentar su circulación en la última muestra retrospectiva de Ximena Cristi, exhibida en el Museo de Arte Contemporáneo el 2010. Su forma de ingreso a la colección del Palacio Baburizza es incierta. No obstante, la relación exhibitiva de Cristi con las ciudades de Valparaíso y Viña del Mar tuvo cierta regularidad: además de las bienales, participó en exposiciones colectivas como Cuatro pintores de una generación intermedia (sala El Farol, 1978) y Artistas contemporáneos pintan Valparaíso (Galería municipal de arte de Valparaíso, 1986), así como en las muestras individuales Ximena Cristi 20 pinturas (sala Valparaíso, 1982) y al menos cuatro exposiciones en la Galería Modigliani (1995, 1999 y 2002 de forma individual; 1993 en colectivo). Este vínculo con la provincia, que también la condujo a ciudades como Concepción, Talca y Linares, acaso sea un último indicio de ese tiempo secreto que emerge en la pintura de Ximena Cristi.

Cecilia Bettoni

Tzvetan Todorov, «La primavera del Renacimiento», Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2006, Elogio del individuo, pp. 71-105.

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Ana CORTÉS (Santiago, Chile, 1895 – 1998)

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Mercado en pueblo 1976 Óleo sobre tela 60 x 73 cm

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Ana CORTÉS (Santiago, Chile, 1895 – 1998)

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Construcción 1977 Óleo sobre tela 139 x 116 cm

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Ana Cortés Jullian fue una artista visual que atravesó gran parte de la historia del arte chileno del siglo xx, formándose y ejerciendo la docencia en las instituciones artísticas más prestigiosas del país. Pionera en su campo, recibió el reconocimiento de sus pares en una época en que dicho mérito era esquivo para las mujeres. Fue la primera profesora en una escuela de arte de nivel superior y, en 1974, se convirtió en la primera mujer en recibir el Premio Nacional de Arte en la categoría pintura.

Cortés vivió su infancia y juventud en un período en que París gozaba de una «hegemonía estética» a nivel internacional.1 Hija de madre de ascendencia francesa, estableció desde muy temprano un vínculo estrecho con ese país, residiendo durante su adolescencia en la capital.2 A su regreso a Chile en 1919, ingresó a la Escuela de Bellas Artes, donde fue alumna de Ricardo Richon Brunet y Juan Francisco González. En esa etapa, su obra se centró principalmente en retratos y bodegones, en los que aplicó las técnicas y enseñanzas adquiridas de sus maestros.3 En 1925, volvió a Francia para continuar su formación en la Academia de la Grande Chaumière, en la Academia Colarossi y, al año siguiente, en el taller de André Lhote.4 En este último espacio, la artista experimentó con el cubismo y el «constructivismo cezanniano», influencias que marcaron su práctica artística por el resto de su vida.5 En 1927, envió dos pinturas al Salón de Otoño en París, las cuales no solo habrían sido admitidas sino también «elogiosamente comentadas por la prensa local».6 1

Pedro Zamorano Pérez et al., «Pintura chilena 1920-1960: algunas categorías y periodizaciones», Universum 21, n.º 1, 2006, pp. 204227.

2

Juan Luis Salinas, «Ana Cortés: La Pintora revisitada», El Mercurio, 1 de julio de 2014, p. 42.

3

Ibid., p. 45.

4

«Ana Cortés», <artistasvisualeschilenos.cl>

5

Ricardo Bindis,“Ana Cortés, una vida dedicada al arte”, En Viaje, agosto de 1972, 36.

6

Marcos A. Bonta, «Ana Cortés, artista y pedagoga», Atenea, 1966, p.

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Además de ser un espacio de libertad artística, donde se accedía al arte de vanguardia y a las tendencias antiacadémicas, la capital francesa representaba una oportunidad para que las jóvenes desarrollaran su autonomía personal y económica.

Durante aquellos años, Cortés viajó a Italia, Suiza, Bélgica y Dinamarca visitando museos y exposiciones. Estos recorridos no solo fortalecieron su formación, sino también sus vínculos con otras mujeres artistas, amistades que la acompañaron a lo largo de su vida dedicada al arte y la docencia.7 Varias décadas más tarde, cuando recibió el Premio Nacional de Arte, las primeras en celebrar con Anita —como la llamaban sus amigas—, fueron las pintoras Inés Puyo, Henriette Petit y María Tupper.8 A su regreso a Chile, en 1928, Cortés expuso once óleos y dos afiches en el Salón Oficial, obteniendo la Segunda Medalla en la categoría pintura y la Primera Medalla en artes decorativas.

En un contexto cambiante, tanto en el país como en el mundo artístico, Cortés recuerda que aquel Salón fue «revolucionario» pues «representaba las ideas de la juventud de entonces».9 Luego de asistir a la muestra, Richon Brunet, su antiguo profesor, escribió que Cortés estaba en una etapa de evolución, «ensayando diversas fórmulas y maneras de expresarse», y creando «su propio camino» y «personalidad» a partir de las «tendencias más modernas».10 Así, comenzó a consolidarse su reconocimiento en el medio artístico nacional.

Poco después, a comienzos de los años treinta, la pintora inició su labor docente en la Escuela de Artes Aplicadas, donde estuvo a cargo de la cátedra «Afiche y propaganda» durante tres décadas. En sus clases, se destacaba por enseñar «a pensar con las formas, a entender los problemas de creación plástica hasta establecer conciencia de que “el arte es una cosa 7

Gloria Cortés Aliaga, Modernas: historias de mujeres en el arte chileno, 1900-1950. Santiago, Origo, 2013, pp. 148-149.

8

Salinas, «Ana Cortés», op. cit., p. 41.

9

Elga Pérez Laborde, «Vida y Milagros de Ana Cortés Jullian», Paula, 30 de abril de 1975, p. 73.

10

Richon Brunet, «El Salón Oficial de Bellas Artes de 1928», El Mercurio, 26 de octubre de 1928, citado en María José Arriagada, Alejandra Pfeffer y Bernardita Romero, «Entre aulas y pinceles», Ana Cortés.

Reb/velada, DIBAM/Museo Nacional de Bellas Artes, 2015, p. 19.

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mental”», a través del estudio «serio» y «organizado» de los «elementos de la gráfica».11 Esta experiencia también nutría su propia práctica, pues reconocía que «para un artista enseñar a estudiantes artistas es motivo de renovación y estímulo para la propia creación».12 Como fruto de su trayectoria artística y pedagógica, fue la segunda mujer en ser reconocida como miembro académico de la Universidad de Chile (y la primera de la Facultad de Bellas Artes), distinción que solo había obtenido anteriormente Amanda Labarca.

La última etapa de la vida artística de Cortés se caracteriza por la libertad de un tiempo dedicado exclusivamente a la pintura.

Ella misma había anunciado, al dejar la docencia universitaria: «Ahora voy a poder pintar a mi antojo».13 A lo largo de su vida, pero especialmente en este período, su producción se distingue por su versatilidad, transitando entre distintos grados de figuración y abstracción. Sus obras abarcan desde retratos femeninos, interiores y naturalezas muertas, hasta composiciones constructivistas y estructuras geométricas dispuestas en distintos planos. Desde esta perspectiva, su trabajo refleja una exploración constante por representar lo lírico, lo íntimo y lo cotidiano, a partir de su experiencia vital marcada por el cruce de fronteras entre lo académico y lo vanguardista, entre las bellas artes y las artes aplicadas, esferas muchas veces en tensión a lo largo del siglo pasado.

En su pintura Mercado en el pueblo, realizada en 1976, Cortés representa la escena cotidiana de un ajetreado mercado rural. Se observa un estilo figurativo en el que las formas poco definidas de los personajes se funden con la naturaleza del entorno. La unidad de la obra se logra a través del dinamismo de las pinceladas rápidas y sueltas que combinan colores cálidos, apastelados, ocres, marrones, grises y verdes apagados. Las figuras de la escena, a punto de llegar al límite de lo abstracto, muestran el apego a lo tangible de la artista y esa sensibilidad

por el carácter nacional constante en sus obras. Así, su conciencia emotiva de lo colectivo y lo humano se expresa a través de la metáfora de una escena tradicional marcada por el ritmo acelerado de la vida en transformación.

En contraste, su obra Construcción, de 1977, se aleja de lo concreto para presentar una composición vertical de trazos y formas geométricas que simulan la concatenación de una estructura. Utilizando colores de una paleta más terrosa y cálida con marrones, rojizos, ocres y amarillos, se sobreponen tonos más oscuros y neutros en capas que, esparcidas con una espátula, permiten el juego agresivo de distintos planos, líneas y colores. De esta forma, la artista crea una abstracción que permite imaginar un conjunto de vigas o andamios, no del todo reconocibles, que se alzan o se derrumban frente al espectador. En el extremo superior derecho figura una pequeña bandera chilena que, por encima de los trazos, se extiende a la distancia. Estas dos obras, creadas con solo un año de diferencia, evidencian la versatilidad de Cortés como artista, fruto de su persistente exploración.

Activa hasta su vejez —con 82 años de edad, exhibió en la Bienal Internacional de Arte de Valparaíso, celebrada en el Museo, una obra con el título Reconstrucción—, Cortés abrió camino para las mujeres en el mundo académico y artístico, sin abandonar nunca su sensibilidad ni su voz propia. Al compartir un recuerdo íntimo, ella misma afirmó que «de niña era muy melancólica», algo que se reflejaría en una pintura «oscura» y «tortuosa», muy distinta a lo que terminaría haciendo: «Tendrían que ver la pintura de una vieja fresca que hago».14 Así, su arte se caracteriza por ser un espacio de constante búsqueda estética que da cuenta de su subjetividad y libertad estilística.

Camila Barría y María Fernanda Lanfranco 11

Bonta, «Ana Cortés», op. cit., p. 230.

12

Enrique Sanhueza, «Radioscopia artística de Ana Cortés, Premio Nacional de Arte 1974», Revista Universidad de Chile, 1974, p. 5, citado en Arriagada, Pfeffer y Romero, «Entre aulas y pinceles», op. cit., 21.

13

Salinas, «Ana Cortés», op. cit., p. 45.

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14

Laborde, «Vida y Milagros», op. cit., p. 76.

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Nemesio ANTÚNEZ (Santiago, Chile, 1918 – 1993)

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Pañuelos de la cueca c. 1985 Óleo sobre tela 101 x 122 cm

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Pañuelos de la cueca de Nemesio Antúnez fue donada al Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso en 1986 por el Banco del Pacífico a través de la Galería Arte Actual. Aunque no está datada, esta pieza se sitúa en un período de tensión en el arte chileno, cuando los emblemas nacionales eran objeto de disputa y observación en el contexto de la dictadura militar y la lucha por la recuperación de la democracia. Un periodo en el que Antúnez trabajó con fuerza, desde el exilio y una vez que retornó al país en 1984, por medio de la incorporación de esos temas y emblemas «que quedaron para siempre en mi repertorio chileno».1 Un repertorio que refleja su fuerte conexión con la cultura del país, ya que «su objetivo era pintar Chile desde Chile» y ser un activo defensor de la cultura chilena. En particular, del arte popular, la artesanía y la nueva canción chilena, por ejemplo, colaborando con el grupo musical Quilapayún en la creación de las carátulas de sus discos Umbral y Alentours.

elige representarla de manera más íntima y urbana, como un baile que puede ocurrir en cualquier momento y lugar, sin las limitaciones del contexto rural o festivo.

Este enfoque muestra la capacidad de Antúnez para trascender los límites del arte popular y ofrecer una representación del Chile de su tiempo, sin caer en el chovinismo o el nacionalismo. En este sentido, Pañuelos de la cueca es un testimonio de la capacidad de Antúnez para fusionar lo nacional con lo universal, creando una imagen que conecta con la identidad chilena sin caer en la folclorización. Su enfoque contemporáneo y la elección de los elementos formales y simbólicos permiten que esta obra siga siendo relevante en el contexto artístico actual. En su pintura, Antúnez no solo celebra la cueca como una manifestación cultural, sino que también transmite su emoción, su dinamismo y el sentido de comunidad que la rodea.

Sobre el tema de la cueca en la historia de la pintura chilena existe una tradición compuesta por representaciones inspiradas en esta danza desde el siglo xix, tales como La zamacueca de Arturo Gordon (sin fecha), La cueca de Mauricio Rugendas (1843) y La zamacueca de Manuel Antonio Caro (1873).

En Pañuelos de la cueca, Antúnez captura el movimiento enfocándose en el pañuelo, un símbolo central de esta danza, en un contexto que sería posterior a su declaración como baile nacional en 1979. La pintura de Antúnez logra una conexión profunda con la memoria colectiva nacional, evocando el sentido de comunidad y celebración que caracteriza a la cueca en momentos de fiesta. El uso del rojo como fondo y el movimiento capturado en las figuras sugieren por una parte una atmósfera vibrante, pero también representan al color de la sangre y el fuego en tiempos convulsos. Lo particular de Pañuelos de la cueca es que Antúnez presenta una visión de la cueca que va más allá del folclore tradicional y la representación estereotipada de lo nacional. Al no incluir elementos como la bandera chilena o situarlo en una fonda, como algunos de los cuadros antes mencionados, el artista

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Ricardo Álvarez Bulacio

Registro donación de obra a Municipalidad de Valparaíso. Archivo Fundación Nemesio Antúnez

Nemesio Antúnez, «Carta aérea», Nemesio Antúnez 100 años, Santiago, Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, 2018, p. 27.

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BIOGRAFÍAS AUTORES David Aceituno Silva (Viña del Mar, 1979) es profesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV) y doctor en Historia por la Universidad de Salamanca, España. Sus investigaciones se centran en la historia reciente de Chile, la transición chilena, su enseñanza y la educación para la ciudadanía. Ha participado en investigaciones internacionales sobre Chile y España y ha escrito más de cuarenta artículos y capítulos de libro. Entre sus libros más recientes están: 1984/1994. Encrucijadas en la transición de la dictadura a la democracia (Ediciones PUCV, 2020) y Chile 1994/2006. De la democracia de los acuerdos a la muerte de Pinochet (Ediciones PUCV, 2024).

Ricardo Álvarez Bulacio (Santiago de Chile, 1976) es saxofonista, investigador musical y compositor. Entre 2010 y 2018 residió en York, Inglaterra, donde realizó un magíster en Artes, y un doctorado y posdoctorado en Música en la Universidad de York (UK). Sus líneas de investigación son las bandas de bronces, el jazz y los carnavales. Actualmente desarrolla un proyecto Fondecyt de Iniciación sobre el rol de las bandas de bronces chilenas en los movimientos sociales del siglo xxi. Es autor del libro La música de la Banda Wiracocha (RIL Editores, 2022).

Valentina Arévalo Vidal (Santiago, 1988), licenciada en Estética por la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC) y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV). Actualmente realiza sus estudios de doctorado en Historia en la PUC. En 2013 fue curadora de las exposiciones Patio Trasero (CENTEX) y La descomposición del retrato (Museo Palacio Vergara). Publicó en coautoría el libro Somos+: la lucha del movimiento Mujeres por la Vida bajo dictadura (Alquimia, 2023). Desde 2023 es docente del magíster en Historia, línea Arte y Cultura, del Instituto de Historia de la PUCV. Cecilia Bettoni Piddo (Créteil, 1984) es investigadora en teoría e historia del arte. Obtuvo una licenciatura en Arte en el Instituto de Arte de la PUCV, donde enseñó arte chileno y latinoamericano entre 2017 y 2022. Se doctoró en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte en la Universidad de Chile, y actualmente trabaja en el Departamento de Arte de la Universidad Alberto Hurtado. Se ha especializado en teorías del arte y la visualidad, historiografía del arte, e instituciones y sistemas artísticos. Es autora del libro La tristeza de nuestros museos. Derivas de la modernidad en América Latina (Metales Pesados, 2024).

Anna Braghini (Venecia, 1983) es arquitecta por la Università IUAV de Venecia, magíster y doctora en Arquitectura por la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Università IUAV. Actualmente se desempeña como profesora asociada en la Escuela de Arquitectura y

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Diseño de la PUCV. Su investigación se centra en la historia y crítica de la arquitectura moderna, con énfasis en el concepto de espacio en el Cono Sur. Ha sido becaria ANID (2018-2021) y del Getty Research Institute (2023). Parte de su trabajo ha sido publicado en Docomomo Journal, Revista de Hábitat, Registros y Stoa. Es miembro activo de Docomomo Chile.

Raúl Burgos Pinto (Viña del Mar, 1987) es profesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV). Obtuvo el doctorado en Historia en University College London y el magíster en Historia en la PUCV. Su área de estudio se centra en la historia contemporánea de Chile, particularmente en las expresiones y experiencias políticas, sociales y culturales del conservadurismo y el catolicismo. Su trabajo ha sido publicado en revistas como Bulletin of Latin American Research, Teología y Vida, Historia Crítica, entre otras, y coeditó el libro Conservadurismo y nacionalismo en Chile. Siglos XIX y XX (Ediciones PUCV, 2025).

Valeria Campos Salvaterra es doctora en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile en codirección con la Universidad Complutense de Madrid. Es profesora adjunta del Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Sus líneas de investigación son filosofía práctica, fenomenología y filosofía del siglo xx y xxi. Es autora de numerosos artículos científicos y libros, entre los que destaca la reciente publicación de Pensar/comer. Una aproximación filosófica a la alimentación (Barcelona, Herder, 2023).

Paulina Caro Troncoso (Santiago de Chile, 1984) es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Edimburgo, Reino Unido. Actualmente se desempeña como investigadora de un proyecto Fondecyt de posdoctorado titulado «Artist, poet, collector: Roberto Matta and the influence of historical pasts and pre-Columbian art in his work during the 1970s and 1980s» en el Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Su investigación aborda la historia del surrealismo en América Latina, con especial atención en la intersección entre arte y política en la obra del artista chileno Roberto Matta.

Andrea Ceardi Marambio (Santiago, 1981) es psicóloga y doctora en Psicología por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV). Actualmente se desempeña como académica de la Escuela de Psicología PUCV, en formación inicial de profesores y psicólogos.

Sus principales líneas de investigación incluyen psicología educacional, análisis crítico de políticas educativas, estudios del discurso y producción de subjetividades, así como los cruces interdisciplinarios entre psicología y psicoanálisis.

Kimberly Cosgrove Huerta (Valparaíso, 1986) es bibliotecóloga y magíster en Arte, mención Patrimonio por la Universidad de Playa Ancha. Se desempeña como jefa de servicios del Sistema de Biblioteca de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV) y es docente del diplomado en Historia y Archivística de la misma casa de estudios. Su línea

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de investigación se centra en la archivística posmoderna, con énfasis en la valoración crítica y activación de archivos de arte. Ha desarrollado proyectos en torno a la memoria, los archivos no tradicionales y las humanidades digitales, con especial interés en las prácticas de documentación contemporánea.

Daniela Cross (Viña del Mar, 1984) es conservadora y restauradora. Tiene un postítulo en Restauración por la Universidad de Chile y un magíster en Estéticas Americanas por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha trabajado en investigación, conservación y puesta en valor de colecciones en el Museo de Arte Popular Americano (2012-2015) y, desde 2016, en el Museo Chileno de Arte Precolombino, donde se desempeña en registro, documentación e investigación. Su línea actual de trabajo explora los significados de las representaciones botánicas en el arte colonial.

Amalia Cross (Viña del Mar, 1989) es historiadora del arte, investigadora y curadora. Licenciada en Arte en la PUCV, magíster en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile y doctora en Historia por la PUC. Entre sus publicaciones destacan: Álvaro Guevara: la tela, el papel y el cuadrilátero (Mundana, 2019), Carlos Leppe, el día más hermoso (MNBA, 2024) y Enrique Lihn como Gerardo de Pompier (Bastante, 2025). Desde el año 2016 es profesora del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso donde también se desempeña como jefa de Investigación.

Francisco Cruz (Talca, 1972) es doctor en Filosofía, mención Estética y Teoría del Arte, por la Universidad de Chile y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. En 2025 asumió como director del Instituto de Arte de la PUCV, en cuyo programa de licenciatura enseña estética y poesía. En 2019 publicó el libro Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve (EUV). Ha publicado también algunos artículos en torno a la obra de Büchner, Flaubert, Nietzsche, Kafka y Herzog, entre otros. ​​Bruno Cuneo (Valparaíso, 1973) es poeta y profesor del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde dirige el Archivo Ruiz-Sarmiento y la revista Pensar & Poetizar. Ha publicado tres libros de poesía —Verano (2005, 2020), Jahuel (2017, Premio MOL) y En fin (2024)—, traducciones de Philip Larkin, Guillaume Apollinaire, Samuel Beckett, textos para catálogos y libros de artistas visuales chilenos y desde hace una década se ocupa de la edición de los escritos del cineasta Raúl Ruiz.

Alejandra Cecilia Fuentes González (Viña del Mar, 1987) es doctora en Historia y magíster en Gestión del Patrimonio Cultural por la Universidad de los Andes, Chile, y licenciada en Historia con mención en Ciencia Política por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Actualmente se desempeña como investigadora en el Centro de Estudios Históricos y Humanidades de la Universidad Bernardo O’Higgins. Su trabajo se centra en la historia de los monasterios femeninos de Santiago, la esclavitud africana en Chile colonial y las representaciones visuales de la población afrodescendiente en América.

A la fecha es miembro del Grupo de Estudios sobre la Mujer en España y las Américas

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(GEMELA) de la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos (AHILA) y de la Sociedad Iberoamericana de Historia de las Emociones y la Experiencia (SIHEX).

Natalia Gándara (Valparaíso, 1986) es académica en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y doctora en Historia por la University College London. Su investigación se centra en la historia de Chile colonial, con foco en la historia de la ciencia y la historia ambiental. Actualmente, integra el consejo de la International Commission of the History of Oceanography y forma parte del comité editorial de Imago Mundi.

Pablo García Núñez (Valparaíso, 1987) es licenciado en Historia con mención en Ciencia Política y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Cuenta con un posgrado en Gestión y Políticas Culturales y un máster en Gestión de Instituciones y Empresas Culturales, con especialización en proyectos patrimoniales, por la Universidad de Barcelona. Actualmente se desempeña como profesor de Historia del Arte y Patrimonio en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde además coordina los programas de formación continua en las áreas de arte, curatoría y patrimonio. Su línea de investigación se centra en la historia del arte chileno y en la puesta en valor del patrimonio local.

Macarena García Moggia (Viña del Mar, 1983). Escritora, editora y profesora. Ha publicado los libros de poemas Aldabas (2016) y A un elefante (2024); la novela Maratón (2017), y los ensayos La transparencia de las ventanas (2022, Premio Mol, Premio Municipal de Santiago y Premio de la Academia Chilena de la Lengua) y Ensayos de una casa (2024).

Es doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte por la Universidad de Chile. Actualmente desarrolla una investigación posdoctoral Anid, dirige el sello Mundana Ediciones y es profesora asociada del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso.

Sebastián Gil Muñoz (Santiago, 1984) es artista visual. Reside y trabaja en Valparaíso. Se graduó como licenciado en Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y posteriormente obtuvo el grado de magíster en Artes Visuales de la Universidad de Chile. Desde 2013, ha colaborado y gestionado el proyecto Worm, Cantera de Arte en Valparaíso. En la actualidad, se desempeña como docente en el Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde imparte clases en la asignatura de Taller de Artes Visuales.

Rosario González Sola (Mendoza, 1986) estudió Filosofía y se especializó en Traducción Literaria en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde es docente. Ha formado parte de equipos de investigación en Historia de la Lectura, la Edición y la Traducción en Latinoamérica y es secretaria académica de la especialización en Traducción Literaria de la UBA. En la PUCV realiza un doctorado en Literatura como becaria ANID con un proyecto sobre circulación transmedial de ficción de terror en Argentina y Chile entre 1930 y 1960, y ejerce como docente en pregrado.

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Claudio Guerrero (Santiago, 1975). Profesor de Castellano, poeta e investigador, académico del Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Sus líneas de investigación se centran, principalmente, en el estudio de las producciones poéticas chilenas y latinoamericanas recientes. Ha publicado diversos artículos, entrevistas y ensayos en diferentes revistas. Entre sus publicaciones destacan la plaquette Esperanza de vida (Ediciones Casa de Barro, 2024), el poemario Las corrientes luminosas (Ediciones Casa de Barro, 2020) y la investigación Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Ediciones Inubicalistas, 2017).

Hugo Herrera Pardo (San Fernando, 1985). Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Durante el año 2023 publicó el libro de ensayos Próximo destino: las afueras. Anotaciones, samples y paratextos en Ediciones Mimesis, casa editora en la que también ha publicado La querella de realidad y realismo. Ensayos de Ángel Rama sobre literatura chilena (2018). Investiga sobre ensayo literario, literaturas de vanguardia y crítica literaria y cultural. Actualmente dirige el programa de Doctorado en Literatura de la PUCV. Ricardo Iglesias Segura (Valparaíso, 1968). Licenciado en Historia, profesor de Historia y Geografía, magíster en Historia de la Universidad Católica de Valparaíso, máster en América Latina Contemporánea del Instituto Universitario Ortega y Gasset de la Universidad Alcalá de Henares, doctor en Historia por la Universidad de Valladolid.

Su área de estudio se centra en el proceso de independencia y construcción del Estado nación en América Latina y Chile, y los temas y problemas metodológicos asociados a la historia. Actualmente es director del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

Alfonso Iommi Echeverría (Viña del Mar, 1976). Profesor del Instituto de Arte PUCV. Doctor en Letras por la Scuola Normale Superiore di Pisa. Ha publicado los libros La fábula de Leibniz (coautor, 2010), La orden infeliz (2015), Ensayo de eclipse (2019) y La comedia de los tímidos (2025).

Virginia Iommi Echeverría (Viña del Mar, 1980) es doctora en Estudios de Antigüedad, Medioevo y Renacimiento por la Universidad de Florencia y profesora de Historia Moderna en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Se dedica al estudio de la elaboración, los usos y la circulación de impresos científicos en Europa y América durante los siglos xvi y xvii.

Fernanda Aranxa Jaime Gómez (Los Ángeles, 2003). Historiadora con mención en Ciencia Política por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Su línea de investigación se centra en la historia del arte y el patrimonio cultural. Cuenta con un diplomado en Historia del Arte y cursos en Administración del Patrimonio Cultural. Se desempeñó como asistente de investigación junto al Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso en sus pasantías, colaborando en la creación de una sistematización digital de obras del Museo pertene-

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cientes a la escuela Barbizon. Actualmente continúa profundizando sus conocimientos en su línea de estudios, desempeñándose como investigadora independiente.

Constanza Jarpa Luco (Viña del Mar, 1983). Artista gráfica y diseñadora editorial. Licenciada en Arte PUCV, magíster en Edición UDP (Beca de formación FLL, 2017) y actualmente cursa el doctorado en Arte y Patrimonio en la Universidad de Sevilla (Becas Chile Anid, 2024). Investiga en artes gráficas, de la impresión y del libro como soporte de obra, con énfasis en manejo de soportes, mecanismos de impresión y editorialidad expandida.

Profesora del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Forma parte de Ediciones Mundana y del grupo de investigación Gráfica y Creación Digital de la Universidad de Sevilla.

Marcela Küpfer Collao (Viña del Mar, 1975). Periodista y licenciada en Comunicación Social. Diplomada en Historia del Arte por el Instituto de Historia de la PUCV. Fundadora y directora de la editorial Narrativa Punto Aparte. Es autora de los libros Jim Mendoza, pintor de abismos, La generación porteña y La ballenera de Quintay y otros relatos de la caza de ballenas en Chile.

Es autora de textos de apreciación de numerosas exposiciones de arte. Actualmente es docente de Periodismo de Investigación en la Universidad Autónoma de Chile, periodista freelance y directora de Comunicaciones en galería de arte Bahía Utópica.

María Fernanda Lanfranco González (San Bernardo, 1988) es académica del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV). Obtuvo su doctorado en Historia en la Universidad de York (Reino Unido), y es magíster en Historia y licenciada en Historia con mención en Ciencia Política por la PUCV. Su línea de investigación se centra en la historia de las mujeres y el género en perspectiva transnacional. Su trabajo ha sido publicado en revistas disciplinares como Gender & History, International Review of Social History e Historia Crítica, entre otras.

David Alejandro Luza Cornejo (Santiago 1969) es arquitecto de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y doctor en Arquitectura UPC-Barcelona. Reside en Ciudad Abierta de Amereida desde 1995. Profesor titular de la Escuela de Arquitectura y Diseño. Desde 1998 es profesor de taller, modalidades, proyectos y obras en Ciudad Abierta. Desde 2014 desarrolla la línea de investigación en habitabilidad en infraestructura urbana. Ha participado en diversas comisiones intersectoriales y proyectos de diseño urbano para la ciudad. En el posgrado imparte asignatura, forma y proyectualidad de lo público en el magíster en Arquitectura y Diseño (MAD) de la EAD-PUCV. Diego Maureira (Santiago, 1989). Teórico e historiador del arte de la Universidad de Chile. Es docente en el Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso. Ha publicado ensayos e investigaciones ligadas al arte chileno de las últimas décadas. Fue editor del libro Visualidades políticas. Fugas en torno al estallido (Metales Pesados, 2023), y traductor y prologuista de El cero de las formas. Arte, tecnología e historia (Alma Negra Editorial, 2024). Es curador y forma parte del equipo del Departamento de Estudio de los Medios.

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Carolina Miranda San Martín (Santiago, 1973). Profesora de Historia y Geografía, licenciada en Educación (UMACH) y magíster en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Es autora de Historia del Cementerio Santa Inés de Viña del Mar (2022) y El Cerro Castillo y sus alrededores. Desarrollo urbano de Viña del Mar (2015). Ha participado en la postulación para declarar como monumentos nacionales la población Lord Cochrane de Recreo (zona típica, 2025) y el cementerio Santa Inés (monumento histórico, 2019), ambos de Viña del Mar. Actualmente dicta la cátedra de Gestión Cultural en la Escuela Municipal de Bellas Artes de Viña del Mar. Lola Catalina Palacios Jiménez (Santiago, 1995). Candidata a magíster en Arte. mención Patrimonio, de la Universidad de Playa Ancha, diplomada en Conservación y Manejo Integral de Objetos Patrimoniales de la Universidad Alberto Hurtado y licenciada en Arte de la PUCV. Actualmente es conservadora en el equipo de embalaje de la colección de pinturas del Banco Central, para la exposición de su centenario. Fue miembro del equipo de conservación para la exposición Centenario José Venturelli: Humanismo y compromiso social. A la fecha se encuentra en proceso de defensa de su tesis de magíster titulada Valorización de la artesanía durante los años sesenta: Descubrimientos, encuentros y confluencias entre la artista-docente Beatriz Danitz y las tejedoras de Minas del Prado.

Amarí Peliowski Dobbs (Toronto, 1980) es arquitecta egresada de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, y magíster y doctora en Historia del Arte por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Francia). Se desempeña como investigadora, docente y curadora. Es académica de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, y sus líneas de investigación se enmarcan en los campos de la historia cultural, visual y técnica de la arquitectura y la ciudad en Chile y América Latina. Fue cocuradora de las exposiciones Casa chilena. Imágenes domésticas (CCLM, 2020), y Por la línea corre el tren. 140 años de la Empresa de los Ferrocarriles del Estado (CCLM, 2024).

Cinthia Peña Hurtado (Viña del Mar, 1985) es profesora de Historia, Geografía y Ciencias Sociales y Magíster en Educación por la Universidad Católica de Valparaíso. Durante más de diez años trabajó en el sistema escolar, así como en centros de liderazgo acompañando equipos directivos en el área de la gestión escolar. Actualmente se desempeña como docente del área de Prácticas y Didáctica en el Instituto de Historia de la PUCV. Su trabajo se centra en la formación inicial docente, junto a la enseñanza y el aprendizaje de la historia y la formación de competencias ciudadanas en el mundo escolar.

Pablo Pino Fukushima (Valparaíso, 1998) es estudiante del Magíster en Historia y licenciado en Historia con mención en Ciencia Política por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha participado en proyectos vinculados a gestión documental y archivística del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, desempeñándose actualmente como ayudante de investigación del Proyecto de Recuperación Digital Diario La Unión.

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Catalina Porzio de Angelis (Viña del Mar, 1979). Diseñadora gráfica y magíster en Edición por la UDP. Trabaja en el Taller de Ediciones de la Escuela de Arquitectura y Diseño PUCV. Es autora de los libros La tercera mano (Alquimia, 2015), junto a Macarena García; Viñamarinos (Laurel, 2015), y Alfabetos desesperados (Laurel, 2020).

Ariel Florencia Richards (Santiago, 1981) es escritora e investigadora de artes visuales. Estudió Diseño en la Universidad Católica de Valparaíso (UCV) y Estética en la Universidad Católica de Santiago (UC). Tiene un magíster en Escritura Creativa por la New York University (NYU) y es doctora (c) en Artes Visuales (UC). Fue becaria del Canadian Centre for Architecture (CCA) e invitada al Program in Latin American Studies (PLAS) de la Universidad de Princeton. Ha escrito las novelas Las olas son las mismas e Inacabada, además del ensayo Gordon Matta-Clark. Contra viejas superficies. Actualmente es profesora de escritura e investigación en el MARQ UC y en la FAAD UDP. Iván Rivera Díaz (Viña del Mar, 1995). Licenciado en Arte por la PUCV. Artista visual, docente e investigador en arte precolombino. Desde el trabajo de campo desarrolla y comparte herramientas como la escritura, la fotografía y la diagramación de narrativas territoriales. En Valparaíso, desde el año 2017 dirige el proyecto «Jubaea Persistencia Kankana.

Etnografías del bosque esclerófilo» y también es parte del área de investigación en Comunalidad y Ecopolítica de la organización cultural La Finca. En el norte forma parte del colectivo Arte Rupestre Choapa, dedicado a la mediación entre patrimonio y comunidades en los alrededores de la cordillera salamanquina.

Consuelo Rodríguez de Tezanos Pinto (Viña del Mar, 1983) es artista visual y profesora auxiliar del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Es licenciada en Artes Visuales, mención Pintura, por la Universidad Finis Terrae, magíster en Artes, mención Artes Visuales, y doctora (c) en Filosofía, mención Estética y Teoría del Arte, de la Universidad de Chile. Dentro de sus obras destacan: Negro Sustractivo (MAC Quinta Normal, 2007); Protea (Salón Tudor, 2011); El infierno de los cuerpos graves (Museo de la Solidaridad Salvador Allende, 2011); Los cuerpos parecen enteros (MAC, Quinta Normal, 2014); Señorita de Avignon (Galería Casa Plan Valparaíso, 2019), y Sueño como Señorita de Avignon (Galería Gabriela Mistral, 2022).

Sofía Victoria Romero Alvial (San Vicente de Tagua Tagua, 1995). Licenciada en Arte, diplomada en Iconología por la PUCV y magíster (c) en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile (Beca Chile Crea). Actualmente cursa una licenciatura en Educación, mención Artes Visuales (PPP), en la UAH y se desempeña en la creación artística, docencia e investigación, con un enfoque en la historiografía del arte latinoamericano, prestando especial atención a las estéticas (neo)barrocas y sus proyecciones en el arte contemporáneo. Entre sus publicaciones destacan Estrategias travestis en la construcción de una identidad latinoamericana (Premio CEDOC, 2021) y Ocultamiento, simulación y travestismo: resignificación posthumanista de la Virgen (Lom, 2022).

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Sarita Florencia Sepúlveda Sánchez (Rancagua, 1999) es artista visual y licenciada en Arte por la PUCV. Su práctica artística tiene que ver con lo textil y la exploración de la tela en su propio caos mediante la expresión genuina de sus arrugas, hilachas y roturas. Ha expuesto individualmente en el Museo Palacio Vergara, y de manera colectiva en lugares como Galería Artespacio, Sala de Arte CCU y Sala Viña del Mar. Participó en la residencia artística de Sala Knibily de Valparaíso. Cursó el programa de Gestión Cultural de la Universidad Tecnológica Metropolitana. Trabajó como mediadora cultural en la Sala 2063.

Ayleen Stokebran Torres (Quilpué, 2001) es estudiante de Licenciatura en Arte en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Su investigación se orienta a la representación del territorio latinoamericano desde la mirada de autores extranjeros, explorando vínculos entre arte, historia e identidad. Ha participado como ayudante de investigación en un catálogo razonado, como ayudante de docencia en Historia del Arte y como mediadora cultural en espacios universitarios. Su trabajo se sitúa entre la creación artística y el pensamiento crítico, construyendo una mirada sensible hacia las formas en que el arte configura el paisaje y la identidad.

Ximena Urbina (Valparaíso, 1973) es licenciada, profesora y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y doctora en Historia por la Universidad de Sevilla.

Es profesora titular del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde enseña Historia de América Colonial para pregrado, e Historia de la Cultura en el magíster y el doctorado, así como también es editora de la revista de dicho instituto: Historia 396. Es miembro de número y secretaria de la Academia Chilena de la Historia. Investiga la historia marítima en la época moderna y la historia de los archipiélagos del sur de Chile. Óscar Andrés Valenzuela Flores (Santiago, 1985) es profesor de Historia, Geografía y Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV), magíster en Educación PUCV y magíster en Política Educativa UAH. Actualmente se desempeña como profesor del Instituto de Historia de la PUCV. Además, cumple funciones como jefe de vinculación con el medio del Instituto. Sus líneas de trabajo corresponden a la formación inicial del profesorado y a la formación ciudadana.

Felipe Alberto Zepeda Opazo (Ovalle, 1989). Estudiante de Licenciatura en Música con mención en Composición en la PUCV y abogado titulado en la misma universidad. Ha cursado estudios complementarios de piano clásico y de dirección orquestal. Se ha desempeñado como ayudante de la cátedra de Historia de Música en todos sus niveles y ha colaborado en investigaciones musicológicas vinculadas a proyectos Fondecyt. Su trayectoria se distingue por un compromiso profundo con la musicología y la docencia. Su actual línea de investigación se relaciona con la historia de la dirección orquestal en Chile y con la protección de la propiedad intelectual.

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